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el aire va descubriendo su profundidad maravillosa.

Las distancia entre el cerebro y el sol desaparece, porque cada hilo de luz llega templado con las vibraciones de su origen, y al penetrar en las arterias, bruñe los cristales de la sangre, y de cada glóbulo hace un prisma donde quiebra iris sutiles y ricos en matices indecibles.

Esa luz así descompuesta inicia la retina en la visión de un mundo interno, donde cada átomo de aire estalla como cristalina bomba de colores, y donde cada chispazo de la idea que nace relampaguea entre la red nerviosa, como el rayo en una selva.

El mundo de la línea se multiplica inmensamente, porque en vez de percibir tan sólo los contornos de los cuerpos opacos, la vista descubre los perfiles movibles de las ráfagas de aire, y el juego infinito de los lampos solares entre las flexibilidades femeniles de la humedad flotante en suspensión.

La misma sombra nos sorprende, con su mundo de tonos superpuestos y su riqueza de claridades latentes.