—Es verdad: estaba distraido; me preocuban el peso en el cerebro y el atolondramiento que usted hace poco atribuyó al calor reinante.
—Bueno, y decía usted...
—Decía algo que nunca me he atrevido á comunicar á mis amigos chacoteros, pero que á usted quiero confiarle. Es un descubrimiento; ó si usted gusta, una interpretación antojadiza. Puede no ser una verdad científica, pero para mí es más que eso: es una verdad personal...
¡Y tanto monta!
Mi amigo había regresado el día anterior de una larga jira por los territorios nacionales. Acabábamos de encontrarnos en la Avenida de Mayo, y mi primera impresión fué de sorpresa por la desazón nerviosa que en él no era habitual. Miraba á los transeuntes de reojo, con rencor y desprecio. Parecía que hubiese perdido la noción de espacio.
Temía tropezar á cada paso. Los automóviles que se deslizaban por el pavimento le hacían detener la marcha y asirse convulsivamente de mi hombro para no caer.
Graves eran esos síntomas en un camara-