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nas y calles de la población estaban apenas esbozadas por desmontes y estacas provisionales.

Los trenes llegaban cargados de familias pobladoras, cuya primera diligencia consistía en recibir de la gobernación su pedacito de terreno.

El jefe de familia, entumecido aún por la inacción del viaje, daba algunas vueltas exploradoras alrededor de su solar, y en el sitio de su elección se echaba con los suyos en la arena, desahogando al fin su pecho en un suspiro, de quién sabe cuántos años de fatiga y servidumbre.

Al poco rato humeaba allí el fogón campestre y se principiaba una excavación, que á los cinco ó seis metros ya brindaba agua potable.

Al lado de esos manantiales he visto cuál gozaban los colonos, sonrientes ante ese espejo subterráneo, como si en los burbujeos de la vertiente adivinasen las pulsaciones de su posteridad.

En las noches, los gritos fúnebres de los zorros y lechuzas se alejaban á la sierra, huyendo de las fogatas dispersas y de las can-