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salud huele á agua y que la conciencia huele á agua.

Es un adefesio inexplicable eso de irse á París en busca de lo raro y las impresiones fuertes, en vez de echar por delante una tropilla de potros, y en una de estas soledades que tenemos á trasmano, plantarse uno frente á frente de su persona, interrogarse, hablarse á gritos, sentirse y palparse á sí mismo, todo lo cual produce más sorpresas que cualquier exposición universal.

El que ha saltado del caballo para tirarse á apagar la sed del pecho, las narices y los ojos en un charco, puede reirse de los zotes que se van á Europa á quemarse el paladar con el «sol embotellado».

La tal «réclame» debe tener la culpa de esas cosas. Eso es lo que nos tiene falsificados los sentidos. Ella ha puesto á la humanidad anteojos verdes para que ésta adapte sus apetitos al pienso cotidiano de papel pintarrajeado. Así se explica el que la mayoría de las gentes pasen la vida bebiendo sin apagar nunca la sed, ó lleguen á viejos sin haber vivido consigo mismos un instante.

Es extraño que en las recetas de los médi-