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diluvio de colores, es una delicia que si no fuera andina, podría llamarse olímpica.

La nariz se dilata respirando las flores silvestres maceradas por la tropilla, y uno cree que ese perfume proviene de los miosotis y violetas dibujados por un rayo crepuscular en el abanico de nieblas de una sierra.

Se vuelve la boca agua de repente, y no es porque uno se haya acordado del naranjado proverbial del Veronės, sino porque el apetito se despierta goloso, ante un melón kilométrico, rebanado en mil pedazos sobre la colina por un reflejo de plata.

Una especie de fiebre ascencional se apodera del espíritu, al sentirse éste requerido desde arriba por incitaciones punzantes.

Sobre la zona de verdes vagos en que se extiende la llanura, se destaca el rosa osbeuro de las barrancas, para seguir ascendiendo en franjas de rojo ferruginoso, violeta humeante, azules turbios, celestes clarificados, hasta dibujar con blanco leal de rieve iluminada, esa línea misteriosa del confin, tras la cual se van los ojos á mirar seres ausentes y soñaciones lejanas.

De algún rincón del horizonte llegan á la