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¡Los baguales!...

Erizado de azotes y crujidos de ramas retorcidas pasó un retumbo de redobles subterráneos.

Los ramajes quedaron tiritando.

El remolino se internó en el desierto con rapidez de tromba, y sobre el azul dormido de aquel atardecer sin mancha, quedaron fiotando arrumazones de polvareda lenticular.

Algunas crines negras ondearon luego sobre la cresta de una colina remota y el eco de un relincho apocalíptico repercutió trẻmulamente en el cobre viejo de la tarde.

Cuando el sargento principió á desatar las boleadoras, ya no esgrimía el pajonal sus lanzas tras la brecha de esa fuga.

Todo se disponía al sueño.

Las nubecillas de arena vagabundearon un rato antes de bajar á dormir entre los mėdanos.

Las brisas de la noche esparcieron por el cielo las cenizas de los últimos fogones del ocaso.

Y fué esa noche, cuando desde mi carpa oi al sargento, que de cuclillas al lado de su