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de su jinete. Al fuego de su corazón bajo la silla llegó tal vez el hielo del rencor humano. En sus músculos debieron penetrar directamente los temblores nerviosos de las ansias de sangre.

Todo eso debió inspirarles aversión invencible por las esclavitudes de su noble raza.

Entre el hombre monstruoso y la llanura virgen, la elección era fácil.

La fidelidad á las banderas, la disciplina militar, la ignominia de la deserción, la patria, el amo: todo eso era para ellos iuido de palabras frente al susurro seductor del pajonal.

Mejor el oro de los crepúsculos que la mortífera llamarada del cañón; mejor el azote incitante del tallo tierno que el flagelo de la fusta; más dulce el tomillo que el acero mordicante, más piadosa la soledad que el regimiento.

Todos fueron aprovechando las ocasiones de arrancar: unos haciéndose los muertos de fatiga, otros ganando leguas de espesura al extinguirse las brasas del vivac, y otros ramoneando con disimulo, de escondite en escondite, hasta desorientar al rastreador.