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calar la luna en una cumbre, ó abanicarse con araucarias entre las camelias blancas del glaciar.

Se dán la insolencia de mirar al sol muy frente á frente, y hay tal electricidad en sus pupilas, que los viborones de fuego donde la tempestad echa sus rayos, ni siquiera les hacen pestañear.

Hínchanse el pecho con emanaciones metálicas é instilan en su sangre fulminantes jugos primitivos.

El acidulado retoño mordido en la falda del volcán, el aire purificado en las termas al vapor del hierro hirviente, y las aguas vírgenes recién salidas del fondo de la tierra y recién besadas por el sol, he ahí sus tónicos de brío.

Sus músculos, retemplados por los masajes de los huracanes y las corrientes de los ríos, son resortes eléctricos en tensión perpétua, dispuestos á dispararse con la velocidad del viento, si una brisa les finge voz humana ó si una espina de monte les recuerda el acicate.

Toda la atención la dedican á vigilar su li bertad y sus amores. Los gritos casi huma-