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que sus arterias y las del caballo habían llegado al mismo número de martillazos por minuto.

Su traje aun despedía cierto olorcillo de la sangre evaporada del caballo.

Hasta el cuero de su montura inglesa parecía exhalar un olor de bestia resucitada.

¿Qué extraño, entonces, que al acabar la cena campestre, gozara de la animalidad más pura?

De ese estado de sensualismo no lo arrancaba la convulsión de las tablas en el piso, estremecidas por el rebramar de la tormenta nocturna.

Su imaginación iba con gran facilidad del humo de su cigarro á la bruma de sus recuerdos de viajes.

Y así que, de espiral en espiral, regresó al puente de los paquebotes y al fumoir del tren washingtoniano, y á los retretes parisienses llenos de humo perfumado por flores de Lutecia y Houbigant.

De ese sopor vaporoso lo despertó al fin el redoble estridente del viento sobre los cristales flojos en sus marcos.

Una andanada de truenos disparada desde