Página:Voz del desierto (1907).djvu/68

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O los alaridos son tales, que no se sorprendería uno de ver cruzar el horizonte un carro apocalíptico, llevado por una cuádriga de leones uncidos con arneses de hierro al rojo vivo.

En la planicie, entre una atmósfera de arena huracanada, huyen las trombas como manolas ebrias, danzando infernal jota aragonesa. Tras ellas se precipitan los ciciones, haciendo tarquinadas con las plantas, poseídos de locura ambulatoria, desgarrando las flores, para deshojarlas después en lo más elevado de sus torres de infamia.

Las ráfagas heladas, con insolencia de Cocotte traviesa, dan el adiós en la mejilla, con un azote suave como de guante ajado.

Si la ventisca se desata en lluvia de blancura, vénse cruzar por el cielo esquifes áureos borbollando espuma; ó cisnes que se despluman el buche en estanques opalinos; ó dragones que, al retorcerse en la ceniza de la tarde, despellejan en laminillas de nácar sus escamas; ó de los borregos ya degollados por la segur de plata, vellones níveos y flotantes.

Por ratos, uno queda sumido en la tinie-