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Atrás, muy lejos, más allá del Trómen, se iba desvaneciendo en una reverberación dorada la polvareda que regaban en pos de sí los huracanes.

La lejanía pugnaba aun por apagar con ceniza ese rumor extraño.

Era éste una mezcla de imprecación y de himno; de clamor y de júbilo; de violencia y de ternura; de rugido y de sonrisa; de estertor y de bagido.

Tras un vago estruendo de selva crujidora, rodaba el eco retumboso de un coro como de fieras enceladas.

Todo eso recorría una escala descendente hasta llegar al gorjeo; al ruido de respiración jadeante; al roce aterciopelado de pieles; al sesear sedoso de rasos y de besos, de hojas y de alas.

El horizonte que tenía al frente era distinto: Todo estaba sereno y silencioso; serenidad de sagrario, y silencio de catacumba imperial.

La región del oro descendía hacia el río Neuquén en un sistema de colinas áridas, de aspecto casi lúgubre.