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ro contra el pedernal de las remotas cumbres, Chacay aprovechaba el relámpago para ver viborear el caminito por el repecho de las cuestas.

Comprendí que había llegado á la parte poblada de las minas, cuando divisé varias fogatas dispersas en las rocas.

Algunas titilaban bajo los cerros, como hogueras votivas al pie de altares druí dicos.

Otras, encendidas en los riscos, simulaban desaforadas águilas de oro, aleteando de voracidad sobre su presa.

Otras parecían lenguas de endriagos lamiendo obscuridad. Las más, ya casi extinguidas, luchaban en la altura con la libertad del viento, como purpúreas banderas de codicia al tope de la nave capitana de un mandón.

Acompasaba yo esas evocaciones con el timbre metálico de las herraduras sobre el cantorral de oro, cuando Chacay y yo nos detuvimos ofuscados al frente de un fogarín que en la boca de una cueva crepitaba.

Era un chenque.

Así llamaban los indígenas á las grutas