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Al fulgor de los relámpagos veloces, las figuras casi humanas del escorial petrificado en detorsión aciaga, surgían en la sombra como una aparición de mohanes en plegaria ante la noche.

La respiración del viento era difícil. Al desgarrarse sus flancos en los bordes filosos de las rocas, gemía anhélitos estentóreos, como de pulmón roto.

Al vencer un repecho el cuadro fué distinto.

Las fogatas de los mineros pestañeaban en las profundidades como zarzas de Oreb.

Dentro de un rancho agazapado bajo la ceja de una roca, danzaban los reflejos de la lámpara, al compás del monótono bordoneo de una guitarra. Diríase que del cáliz de esa trémula rosa de oro y fuego, volaban hacia afuera, ebrios y enronquecidos en la orgía, los abejorros de la crápula.

En el patio de la venta pateaban sobre la nieve, ó cabeceaban de sueño los mancarrones de los mineros.

Mi buen Chacay tuvo la impertinencia de despertarlos con un relincho autoritario, mezcla de saludo y de reproche.