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-¿Por qué no viniste a buscarme? -preguntó Alejandro a Magda, que le aguardaba en el patio encristalado del hotel-. ¿Por qué me recibes aquí? De no ir al muelle, mejor hicieras esperándome en tu habitación: Allí al menos, después del vía crucis que me ha significado el camino desde el muelle a la fonda, hubiera podido recoger con los míos esos brazos y ese alma abiertos, según tus palabras escritas, de par en par para recibirme. Aquí, un sencillo apretón de manos. ¿Te basta con él?

-No seas niño, Álex. No fuí a esperarte, porque en esta ciudad hay que cubrir las apariencias. Es un público muy meticuloso; a más, se cree con derecho para intervenir todas las acciones del artista. Desgraciadamente ahora, menos que nunca, podemos prescindir del público. A no ser por estas razones ¿crees que no hubiera ido a buscarte en una lancha, al costado del buque y que no hubiera sido antes que ninguno en subir para recibirte en mis brazos? Ya los tendrás. Te he aguardado aquí porque tu arribo se conoce. No eres un cualquiera; tu nombre es popular entre los isleños; algunos literatos y periodistas aguardan, para saludarte, en el salón.

-Vamos allá, puesto que es menester. Pero te juro que haré todo lo posible por abreviarles la visita.

-No lo conseguirás; algunos se quedarán a almorzar contigo. Culpa de todo ello tiene ese condenado vapor que no entró en bahía después de media noche. ¡Maldito sea el concierto de hoy, que, hasta esa hora, nos priva de estar solos!

-¡Hasta esa hora!

-¡Claro! Tus admiradores y los míos se pondrán de acuerdo para no dejarnos tranquilos hasta que termine el concierto. Luego...

-Luego ¿qué?

-Nuestras habitaciones están la una cerca de la otra, pero no inmediatas; me ha sido imposible lograr que desocupen la de al lado. Paciencia -añadió-; esta espera nos hará la noche más grata.

Alejandro, apretando amorosamente las muñecas de Magda, la miró un segundo hito a hito.

Había igual reflejo apasionado en los ojos negros de la actriz; igual temblamiento besador en su boca; igual abandono de entrega en su actitud. Era la enamorada de siempre; más lo parecía, en aquel minuto, por obra del deseo, que hacía hervir su sangre. Sin embargo, algo, como un tenue velo de tristeza, se extendió por el rostro de Magda; contemplándola atentamente, se observaban sobre las ojeras azules, ensanchadas por la pasión, surcos dolorosos; al sonreír se crispaban con angustia sus labios, su cuerpo era sacudido de raro en raro por estremecimientos bruscos.

-¿Qué tienes? -preguntó Alejandro muy quedo-. Hay algo en ti que trae dudas y tristeza a mi espíritu.

-Tristeza, acaso; dudas no las debes tener; no hay motivo para que las tengas. Ya hablaremos de todo eso más tarde, cuando nos dejen solos. Vamos al salón. Tus admiradores aguardan.

En el salón esperaban algunos periodistas de la localidad, un par de literatos, la mayor parte de los artistas que tomaban parte en los conciertos y media docena de curiosos, de esos que acuden al arribo de toda novedad, sea ella la que fuere, más por vanidad de decir que fueron los primeros en mirarla de cerca, que por cierta y razonada admiración.

Entre estos admiradores había un señor alto, de bigote rubio, elegantemente vestido. En su ojo izquierdo relucía un monóculo, sujeto al ojal de la americana por un hilo finísimo de oro.

-Lord Belcomend -dijo Magda cuando tocó al inglés el turno de su presentación. Un fervoroso admirador de todas las artes, que me pidió anoche en el teatro ser presentado a usted.

-Honra grande que debo a esta bella señora -repuso el lord inclinándose ante Alejandro.

-Vamos, si ustedes gustan, a almorzar -interrumpió uno de los periodistas-. El trasatlántico vino tarde, y son muy cerca de las dos.

Fue el almuerzo aburrido, de pura etiqueta. En vano se esforzaron todos por darle carácter de franca intimidad.

A mayor número de molestias, Alejandro veía claramente que estaba en la mesa, como los cadáveres en la de disección, para ser observado, analizado, y dicho se está que despellejado y escalpelizado por aquellos dignos señores.

El único de entre ellos que no se metió en tal faena, al menos no descubrió la intención de realizarla, fue el inglés. Con cortesía aristocrática se ocupó de todos y de todo, demostrando, sin pretensiones, una gran cultura y una exquisita educación. Para Alejandro tuvo muy sinceras y atinadas frases de elogio; le habló de sus libros, de su teatro, probando conocerlos a fondo, y le invitó a realizar excursiones por la isla en un yacht de su pertenencia que tenía anclado en el puerto.

-Claro -añadió- que el yacht está a la disposición de esta dama y de estos amables señores.

-Yo -dijo después, inclinándose para hablar a Alejandro- vivo en mi barco. Tengo en él más comodidades -para mi gusto- que pudieran proporcionarme los hoteles mejor montados. De veras que me es muy molesto pasar la noche fuera de mi yacht. Es mi patria ambulante. Voy en él mar adentro; hago alto cuando hallo cosas o personas dignas del anclaje, y torno a emprender mi camino por cima de las olas. Son buenas compañeras. En esto no concuerdo con Shakespeare. Él las llama pérfidas. Las olas y la mujer sólo son pérfidas cuando no se las trata bien o cuando no mide uno bien el momento de acometerlas y la ocasión de huirlas.

Diciendo esto, el lord jugaba, como distraído, con el hilillo de oro, y paseaba su monóculo de Alejandro a Magda.

Aquel hombre, no obstante su cortesanía y discreción, fue antipático a Alejandro; entonces, sin motivo; luego, lo supo pronto por una de las cantantes compañera de Magda, porque se mostraba muy asiduo con ésta y le hacía corte, si discreta y respetuosa, tenaz.

Tuvo, sin embargo, que ir, en su compañía y en la de los otros comensales, a visitar los edificios notables y los museos de Las Palmas; después a recorrer los alrededores, y al caer de la tarde al casino a tomar el whisky. Bien lo exhibieron sus admiradores y colegas. Como santo en procesión fue paseado por toda la ciudad; ya eran las nueve cuando le dejaron en su hotel. Ni comer consiguió con Magda; el concierto empezaba a las nueve y media, y la tiple se había ido al teatro cuando su amante entró en el comedor.

El teatro se convirtió para el viajero en un potro inquisitorial. Mientras Magda estaba en el escenario, no podía mirarla plenamente, a su gusto, para no dar margen a la murmuración de los abonados, que más tenían puestos los ojos en él que en la escena. Cuando entró en el cuarto de Magda estaba tan lleno de señoritos palmesanos, que apenas le permitieron un aparte con ella.

Sobre un veladorcito había un gran ramo de flores.

-Es del lord -dijo Magda contestando a la pregunta que, con los ojos, le hizo Álex.

-Me envía uno todas las noches -agregó con voz y gesto indiferentes.