Pedro Sánchez/VI
Capítulo VI
[editar]Continuando sin perder día el trato de aquellas empingorotadas gentes, llegó a establecerse entre ellas y nosotros cierta familiaridad que, sin menoscabo del debido respeto, quitaba de nuestras conversaciones y empresas la estudiada ceremonia y la artificiosa etiqueta, estorbos de gran monta para llegar a conocerse y estimarse las personas.
Con esto se me venían a las manos las ocasiones de acompañar a los forasteros; y como yo cuidaba de no pasar más allá de aquello en que se me alcanzaba alguna cosa y para lo cual era llamado, quedábame la seguridad de no ser impertinente, ya que en punto a la calidad de la estimación que me iba conquistando, me conformaba con muy poco.
Era asaz poltrón y perezoso el señor de Valenzuela; pero, en cambio, su hija era una andarina de grandes alientos; y como de complacerla en todo se trataba, y se le había recomendado el ejercicio por la ciencia de curar, todos los días los acompañaba en sus expediciones, que yo mismo proponía, por conocer los sitios merecedores de la visita de nuestros huéspedes. Yo les enseñaba el mejor camino, ya para llegar más pronto, ya para dar mayor regalo a la vista en la contemplación de hermosos paisajes o pintorescos horizontes. Yo les conducía a la ignorada fuente forruginosa en lo más hondo y obscuro de la sombría cañada, o a la gruta de estalactitas cerca de los abruptos peñascos de la costa. Yo les informaba, cruzando el valle, de las labores campestres, y les decía el nombre, calidad y valor positivo de los frutos del país; les apuntaba cuanto sabía de sus costumbres, y colocado entre ambos en lo alto de la pradera que dominaba el mar, les hablaba de sus temibles veleidades, de sus arrullos mentirosos, de sus tempestades imponentes, y de la arriesgada y espinosa vida de los marineros. ¡Y cómo brillaba entonces en los ojos de la madrileña, de ordinario mudos y sombríos, el fuego de los agitados pensamientos! ¡Qué poder tan asombroso el de sus pupilas al registrar los pliegues misteriosos de la inquieta superficie! ¡Qué actitudes tan resueltas y bizarras las de aquel débil cuerpecillo mientras el aire fresco y pegajoso agitaba sus mal prendidos cabellos y los largos pliegues de la falda, y se clavaba su vista en los agudos peñascos donde las olas se estrellaban convirtiéndose en blanca y hervorosa espuma!
En una de estas ocasiones me preguntó, con su voz áspera, sin dejar de contemplar una gaviota que se cernía sobre las rompientes:
-¿Hace usted versos?
Al oír esta pregunta me puse más rojo que un tomate, porque, como si temiera que Clara los estuviera leyendo por encima de mi hombro, recordé cuantos había escrito en mi vida, y todos me parecieron a cual peor. Así es que, sin titubear, respondí:
-¡Jamás!
-Me alegro -añadió sin mirarme siquiera-: eso prueba que es usted hombre de gusto. Me encanta la verdad, y jamás la hallo en los copleros, en su afán de vestirla de arlequín y de medirla por sílabas. Ya no se hacen versos más que en España... y en Turquía.
Confieso que me gustó poco esta sinceridad en boca de una mujer tan joven; porque entendía yo, por instinto natural, que para elevación del alma, singularmente la de la mujer, hay mentiras necesarias y hasta indispensables, como son las del arte en cuanto tienden a embellecer la naturaleza y dar mayor expansión y nobleza a los humanos sentimientos.
Lo cierto es que aquella respuesta seca y prosaica, juntamente con lo resuelto y aun airado de la actitud de Clara en el momento de pronunciarla con sus labios marmóreos, infundióme algo como temor, semejante al que producen la soledad de los páramos o la yerta aridez del invierno. Sin embargo, la pregunta misma, hecha en tal ocasión, revelaba que el alma de Clara no era insensible a los encantos de la naturaleza: no en el ritmo dulcísimo de su reposo, sino en el fragor y estrago de sus tempestuosos desconciertos, en los cuales quizá soñaba el espíritu bravío de la joven en el instante en que contemplaba el acompasado batir de las olas sobre los peñascos de la orilla.
Por lo demás, todo iba para mi padre y para mí a pedir del deseo; quiero decir, que cada día intimábamos más con los madrileños, y parecíamos serles más útiles y agradables. A menudo me llamaban «Pedro» a secas, y «señor don Juan» a mi padre, en vez del ceremonioso «Sánchez» o «señor de Sánchez» con que al principio se nos nombraba, las pocas veces que se nos hacía dignos de servir para algo a aquellos señores. El cura les había perdido también el miedo y les hacía la tertulia con nosotros. El señor don Augusto, cuando le faltaba el resuello breña arriba, se colgaba familiarmente del brazo de mi padre, no muy sobrado de alientos por la pesadez de los años, mientras que Clara me desafiaba a hundir la vista con mayor serenidad en el negro fondo de un abismo desde la peña más escarpada y resbaladiza. Habíamos comido tres veces con ellos en su casa, y más de otras tantas habíanse ellos refrescado a la sombra de nuestros limoneros, con los limones cogidos por Clara y el agua traída por mí de un fresco manantial encajonado entre esponjosos cantos, en el rincón más frondoso de la huerta.
Con todo lo cual y mucho más que omito por innecesario, el alcalde no asomaba a la restaurada casona sino cuando a ella era llamado por el señor de Valenzuela para que hiciera componer tal callejón mal empedrado, o llegar en posta alguna carta a manos del señor de Calderetas, encargos que desempeñaba el García con la misma sumisión y diligencia que si emanaran del soberano en cuyo nombre ejercía la autoridad en el pueblo. ¡Figúrense ustedes si con estos lances y aquel alejamiento le retozaría a mi padre el alma dentro del cuerpo! Como que llegó a decirme una mañana entrando en mi cuarto, espoleado por la vehemencia misma de su propósito:
-Pedro, de hoy no paso sin dejar arreglado ese punto.
Entendíle yo, por constarme que no pensaba en otra cosa, y no le opuse el menor reparo. La verdad es que o don Augusto Valenzuela no podía cosa mayor en el asunto de que se trataba, o la administración iba a ser mía tan pronto como se le apuntara el deseo de conseguirla.
¡Y qué feliz casualidad! Precisamente fue aquel día cuando se le antojó al señorón de Madrid, hallándonos mi padre y yo a su lado aguardando una coyuntura favorable para entrar en materia, preguntarme por mi plan de vida para lo porvenir. Verdad que la tal pregunta fue originada por una insinuación, no del todo pertinente, de mi padre, sobre la corrupción de los tiempos y los peligros de la juventud ociosa en los pueblos, por falta de medios o valedores.
Conmovióse de los pies a la cabeza el bendito señor, pues vio llegado el instante de que sonara la voz del oráculo que había de revelar el misterio de mis destinos, y expuso a la vista del personaje el cuadro de todas mis ambiciones. Mientras no supo el señor de Valenzuela qué casta de administración era aquella que se pretendía, nada dijo en bien ni en mal de la pretensión; pero cuando averiguó que entre ella y la secretaría del ayuntamiento no producirían arriba de tres mil quinientos reales, no acababa de asombrarse de nuestra pequeñez de miras. Clara se santiguó al oírme que con aquello me bastaba para vivir hecho un príncipe en mi lugar.
-Señor don Juan -exclamó el Excelentísimo don Augusto encarándose con mi padre-, hay que distinguir de tiempos; y entienda usted que en los que corren, eso que quiere hacer su hijo de usted equivale a un suicidio, del que Dios le ha de pedir cuentas.
Aquí fuimos nosotros dos los asombrados.
-No comprendo la razón -balbució mi padre, descolorido.
-Un suicidio he dicho, y lo sostengo -continuó el señor de Valenzuela-. ¿Usted sabe lo que son tres mil reales hoy... ¡tres mil reales! que los gasta una familia, por modesta que sea, en un par de semanas? Las generaciones, señor don Juan, y hoy con doble motivo que en los tiempos que usted alcanzó y va dejando atrás, se siguen y no se parecen. A usted le bastó la hacienda que tiene para crear una familia y sostenerla con cierta independencia, porque las costumbres de entonces en estos pacíficos retiros no exigían cosa mayor; pero su hijo de usted no puede conformarse con eso sólo, porque las circunstancias han variado mucho y han de variar mucho más. Mientras viva al lado de usted, vaya con Dios, pero a la hora menos pensada deseará casarse, y se casará... y tendrá hijos... quizá muchos hijos; y para entonces se habrá transformado completamente este pueblo, porque llegará hasta él, en día no lejano, el movimiento de la nueva vida que comienza a extenderse desde el corazón a las extremidades de la península; verá sus hijos vagar medios desnudos por estos callejones, y crecer bravíos entre la cultura y el lujo de los forasteros que han de veranear aquí, no muy tarde, atraídos por la hermosura de la playa. Mas aunque estuviera decretado que este pueblo no saliera jamás del aislamiento en que hoy se halla, la transformación de los comarcanos dejaría sentir en él su influjo avasallador. Pedro no podría soportar las cargas que le impusiera la vanidad de su alcurnia, y sin abnegación bastante para decidirse a labrar la tierra con sus manos, acaso se corrompiera la bondad de su corazón, movido de las tentaciones a que le arrastraría la calidad de su empleo. ¿Qué mayor suicidio que éste, señor don Juan? Además, y aun suponiendo que le bastara con los tres mil y pico de reales del sueldo y de la administración, más los cuatro terrones que le pertenezcan de la hacienda de su padre, para vivir sin ahogos y sin trampas, ¿no es un dolor, un verdadero pecado mortal, que un mozo de sus prendas, tan gallardo y despierto (¡qué de reverencias hice yo aquí!) se conforme con vivir y morir en esta obscura soledad, como el árbol en el monte?... Me dirá a esto el señor don Juan que así ha vivido él sin corromperse ni encanallarse; pero a eso le replicaré repitiéndole que a otros tiempos, otras costumbres. Usted fue entonces por donde iban todas las gentes de su condición, porque no había otro camino que seguir ni otras ambiciones que acariciar; pero hoy se van abriendo muchas puertas antes cerradas a las empresas de los hombres como ustedes, y es hasta un deber de hidalguía en los jóvenes, como Pedro, salir a romper una lanza en ese palenque donde los mozos de corazón conquistan honra y provecho.
Todas estas reflexiones, expuestas, al parecer, con cariñosa vehemencia, eran completamente nuevas para mí; quedéme absorto al oírlas, como paleto ante cuyos ojos se descorre por primera vez la cortina de un escenario lleno de mágicas maravillas, y no me atreví a replicar una palabra. Mi padre, no menos asombrado que yo, dijo al terminar su discurso el señor de Valenzuela:
-Muy al caso está todo eso, señor don Augusto; pero usted sabe muy bien que no siempre es la suerte para quien la busca.
-Si no se halla la suerte -repuso el personaje-, se halla algo que se le parezca, y, de seguro, mucho que valga más que la secretaría de este ayuntamiento. Cuando menos, se ve el mundo, se aprende algo y se cumple con el deber de luchar por la vida.
-Bien está -tornó a decir mi padre-; pero ¿si se pierde lo cierto y no se logra pizca de lo dudoso?
-Se vuelve a empezar y se lucha de nuevo.
-Ya; pero usted no considera que para lanzarse a esas aventuras, para dar los primeros pasos, para proveerse, digámoslo así, de las indispensables armas, no todos cuentan con los recursos necesarios, a falta de valedores de generosos...
-En plata, señor don Juan -exclamó aquí el manchego personaje-: el buscarle a Pedro un destinillo en Madrid con que pueda ir viviendo mientras la suerte y sus merecimientos le pongan más arriba es para mí cosa facilísima. Díganme ahora, con franqueza, sí les conviene la oferta que les hago con todo mi corazón.
Miróme aquí mi padre y miréle yo a él, y no me atrevo a asegurar quién de los dos estaba más conmovido y desencajado.
El resultado final de aquella memorable escena fue rogar al señor de Valenzuela, después de agradecer, cuanto cabía en pechos hidalgos, la protección con que me brindaba, que nos permitiera meditarlo despacio, antes de darle la respuesta, que no pasaría del día siguiente.
¡Meditarlo! ¿Para qué, si antes de salir de casa del personaje ya me imaginaba yo ser otro que tal, y no andaba mi padre a dos dedos de mis figuraciones, según colegí de lo primero que me dijo al poner los pies en la calleja?
Al día siguiente, muy temprano, monté a caballo, y no corrí, sino volé a casa de mi hermana la procuradora: referíle el caso, pedíle su parecer delante de su marido, y antes que yo concluyera de hablar, ya me estaban empujando los dos, locos de contentos, para que volviera a coger al rumboso don Augusto por la palabra. Brindáronse también a ayudarme con cuanto fuera necesario en todo aquello para lo cual no alcanzasen los ahorros de mi padre; tomélo muy en cuenta, y de otro tirón me planté en casa de la jándala. Alegróse también ésta de la suerte que se me metía por las puertas, y me excitó a que, cuanto antes, aceptara la oferta del señorón; Pero ni ella ni su marido soltaron la menor prenda referente al auxilio pecuniario que yo pudiera necesitar. Tenía el jándalo fama bien ganada de roñoso, y ya he dicho en otra ocasión que esta mí hermana iba asimilándose poco a poco todos los resabios de su marido. También el arbitrista y su mujer me aconsejaron que aceptara el destino; pero en lo tocante a lo otro, no fueron más rumbosos que la jándala.
Volvíme a casa antes del mediodía, no sin haber sacado a espolazos los pocos bríos que le quedaban al cuartago de mi padre; referí a éste el éxito feliz de mi viaje; comimos luego bastante desganados y muy pensativos, y fuímonos por la tarde a dar al señorón de Madrid, afirmativamente, la respuesta que le habíamos prometido.
En esto avanzaba el mes de septiembre; el tiempo iba refrescando, y se comenzaba en el caserón restaurado a preparar la vuelta de sus dueños a Madrid.
-De manera -dijo mi padre al despedirnos aquel día-, que usted avisará desde Madrid cuándo ha de ir Pedro a tomar posesión del destino.
-Nada de eso -respondió don Augusto-. Lo más acertado es que Pedro vaya a Madrid tan pronto como yo esté allá. Su presencia será para mí el mejor aguijón en medio del cúmulo de negocios que me rodea en cuanto pongo los pies en aquel infierno de ocupaciones.
Y en ello quedamos.