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Petka en el campo

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PETKA EN EL CAMPO



Osip Abramovich el peluquero colocó la sucia toalla sobre el pecho de su cliente, metiendo las puntas por detrás del cuello de éste, y gritó con voz imperiosa e impaciente:

—¡Chico, el agua!

El cliente, que se miraba en el espejo con mucha atención e interés, como se hace siempre en la peluquería, advirtió en su mentón una verruga más. Esto le afligió un poco; volvió su mirada y vió un delgado bracito de niño que ponía sobre la mesita una pequeña taza con agua caliente. Al mirar hacia arriba vió en el espejo la imagen del peluquero, grotesca y un poco oblicua; notó la mirada dura y amenazadora que echó hacia abajo, sobre alguna cabeza, así como los movimientos de sus labios, que murmuraban por lo bajo algo sin duda muy expresivo. Cuando le ocurría que el que le afeitaba no era el mismo patrón, sino su aprendiz Procopio o Miguel, este murmullo se hacía aún más expresivo, más amenazador.

—¡Aguarda! ¡Ya verás!...

Esto quería decir que el chico no había traído el agua bastante aprisa y que le esperaba un castigo.

—Tanto peor para ellos—pensó el cliente inclinando la cabeza a un lado y observando, arrimada a su nariz, la gran mano llena de sudor, con tres dedos separados y los otros dos tocándole suavemente la mejilla y el mentón, hasta que la mal afilada navaja se llevó con un rechinamiento desagradable la espuma jabonosa y los pelos tiernos de la barba.

Los clientes no eran muy exigentes en aquel establecimiento sucio, lleno de moscas molestas y perfumes baratos. Era frecuentado especialmente por porteros, dependientes, obreros, pequeños empleados; muchas veces por tipos torvos de una belleza sospechosa, con mejillas sonrosadas, finos bigotes y ojillos apasionados. En la vecindad había muchas casas de vecinos, populares, que dominaban el barrio y le daban un aspecto muy sucio, inquietante y desordenado.

El chico más joven y peor tratado se llamaba Petka. El otro, que se llamaba Nicolás, tenía tres años más y sería oficial ya pronto.

Cuando venía un cliente de poca importancia, sobre todo en ausencia del patrón, los oficiales, que no querían trabajar, ordenaban a Nicolás que le afeitara, y se reían de él al ver cómo se levantaba sobre las puntas de los pies a causa de su pequeña estatura. A pesar del celo que ponía en su trabajo sucedíale a veces que estropeaba el tocado del cliente; entonces éste manifestaba su descontento riñéndole fuertemente; los oficiales le reñían a su vez, más bien por satisfacer a aquel pobre hombre mal afeitado. Pero de ordinario todo salía bien y Nicolás tomaba el aire grave de una persona mayor; fumaba cigarrillos baratos, escupiendo por el colmillo como los porteros; sabía expresarse de un modo grotesco y se vanagloriaba ante Petka de que bebía aguardiente; pero todo esto era más bien imaginación.

No faltaba ni a uno solo de los escándalos que se producían en las calles vecinas, como hacían, por otra parte, todos sus colegas, y cuando volvía, muy alegre y satisfecho de todo lo que había visto, su patrón le recibía propinándole dos buenas bofetadas en cada carrillo.

Petka, que no tenía mas que diez años, no fumaba aún y no bebía casi nunca. Conocía muchas expresiones malas, pero no las había empleado jamás. Y así y todo admiraba a su camarada.

A veces los clientes apenas venían. Entonces Procopio, que pasaba casi todas las noches fuera sin dormir, aprovechaba algunos momentos durante el día para echar un sueñecito en el rinconcillo obscuro, detrás del tabique. Miguel, el otro oficial, leía El Diario de Moscú y buscaba en los sucesos un nombre conocido cualquiera de sus clientes habituales. Petka y Nicolás charlaban. El último, mano a mano con su camarada, se hacía más amable y enseñaba al aprendiz todas las artes de tocado y los secretos del oficio.

Por la mañana acostumbraban asomarse a la ventana, junto a un busto en cera que representaba una mujer con mejillas de color de rosa y ojos de cristal asombrados por pestañas rectas, y contemplaban la animación del bulevar. Los árboles, cubiertos de polvo gris, se erguían inmóviles bajo los rayos cálidos del Sol ardiente y casi no daban sombra. Todos los bancos estaban ocupados por hombres y mujeres sucios y mal vestidos, sin pañuelos, sin gorras, como si no tuvieran casa y anduvieran viviendo por la calle. Unos tenían un aire indiferente; otros, malvado y desordenado; pero en todos aquellos rostros había una expresión de cansancio, de disgusto y de desprecio para los demás.

Se veía con frecuencia una cabeza despeinada inclinada suavemente sobre el hombro; un cuerpo que buscaba instintivamente un sitio donde descansar como un viajero de tercera clase que hace un largo viaje fatigoso; pero no había medio de encontrar un rincón donde acostarse, pues el guarda, con su uniforme azul claro y su grueso garrote en la mano, pasaba vigilando a toda aquella gente; estaba terminantemente prohibido acostarse en los bancos o en el suelo, sobre la hierba fresca y tierna, aun cuando la quemara el sol. Las mujeres, vestidas siempre con más aseo y hasta con un poco de coquetería según la moda, se parecían mucho unas a otras, por más que las había viejas y muy jóvenes, casi niñas. Se oían sus voces enronquecidas, grotescas; unas reñían entre sí; otras besaban a sus hombres sin preocuparse, como si estuvieran solas en el bulevar. Otras veces bebían vodka y mascaban cortezas. Se veía a ratos a un hombre borracho que pegaba a su amiga, borracha también; ella caía, se levantaba, caía nuevamente bajo los golpes; pero nadie quería defenderla. Por el contrario, aquellas escenas divertían al gentío; los rostros se ponían más alegres, más expresivos; se bromeaba.

Bastaba que el guarda se acercara para que se dispersara la gente buscando cada cual su sitio lentamente. No se oía mas que el llanto de la mujer golpeada. Sus cabellos mal peinados arrastraban por el suelo; su cuerpo sucio, mal vestido, amarillo a la claridad de la Luna, exhibía cínicamente su desnudez. Se la metía en un coche para conducirla al puesto de Policía y su cabeza se bamboleaba como la de una muerta.

Nicolás conocía todo aquel mundo y contaba a Petka toda clase de historias sucias y pintorescas, riendo a todo reír. Petka, estupefacto ante los relatos de su joven amigo, pensaba que era muy inteligente, muy bravo y quisiera parecerse a él algún día. Su mayor deseo era encontrarse fuera de allí, en otra parte cualquiera... Con esto sería muy feliz.

Los días eran monótonos, iguales. En invierno como en verano veía los mismos espejos; roto por la mitad el uno, oblicuo y muy risible el otro; el mismo cuadro en la pared cubierto de manchas, representando dos mujeres desnudas a la orilla del mar, con los cuerpos sonrosados llenos de manchas por las moscas. El techo, de donde colgaba una lámpara de petróleo que en invierno estaba encendida casi todo el día, se iba poniendo cada vez más negro. Día y noche oía el pobre Petka aquel grito bronco: «¡Chico, el agua!», y la estaba sirviendo sin cesar. Para él no había fiestas. Los domingos cuando todas las tiendas estaban cerradas no se veía luz mas que en el salón de peluquería: los transeúntes podían ver allí a un hombrecito delgado sentado en un rincón, soñoliento o sumido en reflexiones o medio dormido.

Petka dormía mucho; tenía siempre sueño y todo lo que pasaba a su alrededor era para él como un sueño desagradable. Derramaba con frecuencia el agua que llevaba, no oía los gritos bruscos que se le dirigían, adelgazaba cada vez más. Su cabeza se llenaba de granos. Los clientes, aun los menos exigentes, miraban con disgusto a aquel muchachito delgado, lleno de rosetones, que siempre tenía ojos de sueño, entreabierta la boca, el cuello y las manos sucios, muy sucios.

Pequeñas arrugas circundaban sus ojos y bajaban hasta la nariz, dándole el aspecto de un gnomo envejecido. Petka no se daba cuenta de la vida; estaba alegre o melancólico, pero soñaba siempre en un país lejano, del que no sabía en absoluto ni cómo era ni dónde se encontraba.

Su madre, Nadieschda, venía a veces a verle, y le traía bombones, que él se comía lentamente; no se quejaba de nada, pero pedía siempre que se le sacara de allí. Después olvidaba en seguida lo que había pedido, se despedía con mucha indiferencia de su madre y jamás le preguntaba cuándo volvería. La pobre madre pensaba siempre en su hijo y no le encontraba inteligente.

Los días monótonos se sucedían. Pero un buen día, hacia la hora de comer, llegó su madre y le anunció, después de haber hablado con Osip Abramovich, que se iba a ir con ella al campo, a Tarisino, donde vivían los amos de ella. Al principio no comprendió nada; luego empezó a reír y su rostro se llenaba de pequeñas arrugas. Comenzó a dar prisa a su madre. Mientras ésta, por cortesía, preguntaba al peluquero por su mujer, Petka la empujaba suavemente hacia la puerta tirándole de la mano.

No sabía lo que era el campo; pero suponía que bien pudiera ser el país en que soñaba. Egoísta, se había olvidado de su amigo Nicolka, que con las manos en los bolsillos estaba a su lado y se esforzaba en mirar descaradamente a Nadieschda. Pero involuntariamente sus ojos expresaban una profunda tristeza: él no tenía madre, y en aquel momento hubiera querido tener una, aunque hubiera sido como aquella comadre gorda. Tampoco él había estado nunca en el campo.

Petka vió por primera vez en su vida la estación, con los trenes que silbaban, que iban y venían haciendo mucho ruido, y los numerosos viajeros que se apresuraban incesantemente; todo esto produjo en él una impresión de asombro; estaba muy excitado y manifestaba una gran nervosidad.

Como su madre, sentía miedo de perder el tren, no obstante tener que esperar aún su buena media hora hasta la salida. En el coche, Petka estaba constantemente pegado a la ventana, y su cabeza pelada se volvía sobre su delgado cuello como sobre un alambre.

Había nacido y pasado toda su vida en la ciudad y veía el campo por primera vez. Todo era para él nuevo y extraño. Aquí podían percibirse las cosas de muy lejos: el bosque parecía pequeño como la hierba; el cielo, claro y tan vasto como si se le observara desde el tejado. Cuando se volvía hacia el lado donde se hallaba su madre, en el cielo azul, a través de la ventana de enfrente, nadaban nubecillas ligeras que parecían angelitos blancos.

Petka no podía estar quieto en su sitio: corría de una ventana a la otra, apoyándose confiado, con su pequeña mano sucia, en los hombros y en las rodillas de los viajeros desconocidos, que le miraban y sonreían. Un señor que leía un periódico y que a causa del cansancio o del aburrimiento bostezaba sin parar echó una mirada de disgusto sobre Petka. Nadieschda excusó a su hijo.

—¡Dispénsele, señor! Es la primera vez que viaja en tren y eso es lo que le apasiona tanto...

—¡Ah!—dijo el señor con tono indiferente.

Y volvió a enfrascarse en el periódico.

Nadieschda le hubiera querido contar que Petka trabajaba en casa de un peluquero desde hacía tres años, que el peluquero le había ofrecido un porvenir y que, dado que ella estaba sola en el mundo y era muy débil, Petka habría de ser un buen sostén para ella cuando fuera vieja o cayera enferma.

Pero el señor parecía de mal carácter y Nadieschda no se atrevió a contarle todo aquello.

A la derecha de la línea férrea se extendía una llanura con pequeñas colinas, verdes por la humedad constante. Al borde de esta llanura estaban, como si se las hubiera tirado allí, casitas que parecían de juguete. En la cima de una alta montaña verde, al pie de la cual brillaba como una serpiente de plata un riachuelo, se encontraba una pequeña iglesia, minúscula también como un juguete. Cuando el tren con gran estrépito atravesó, como suspendido en el aire, un puente sobre un río, Petka tuvo un estremecimiento nervioso y se separó de la ventanilla; pero inmediatamente volvió a acercarse temiendo perder el más pequeño detalle del recorrido. Sus ojos no tenían ya la expresión de sueño; las arrugas que los circundaban habían desaparecido. Se diría que alguien había pasado una plancha caliente sobre su rostro borrando las arrugas y poniéndole liso y blanco.

Durante los dos primeros días de la estancia de Petka en el campo su corazoncito tímido estaba abrumado por la riqueza y la fuerza de las un presiones nuevas que caían sobre él de todas partes. Los salvajes de los siglos pasados aturdíanse cuando venían del desierto a la ciudad; este salvaje de nuestros días, arrancado de los brazos de piedra de la ciudad inmensa, se sentía débil e impotente en el campo, en el seno de la Naturaleza. Todo era allí para él vivo, dotado de sentimientos y de voluntad. Tenía miedo del bosque, que se agitaba sobre su cabeza y que era sombrío, pensativo y tan temible en su inmensidad. Amaba los pequeños calveros claros, alegres, verdes, en que parecían cantar todas las flores, y hubiera querido acariciarlas como a hermanas; el cielo aquel le llamaba y le sonreía como una madre. Petka se agitaba estremecido, palidecía, sonreía sin ninguna razón visible y se paseaba graciosamente como un viejo por el extremo del bosque y las orillas del estanque. Cansado, desbordándosele la felicidad, se echaba sobre la espesa hierba algo húmeda como si se bañara en ella. No se veía mas que su naricita cubierta de manchas rosáceas, que sobresalía de la superficie verde.

Al principio volvía frecuentemente junto a su madre, se pegaba a sus faldas, y cuando el amo le preguntaba si estaba a gusto en el campo, respondía, con una sonrisa confusa:

—¡Oh sí!

Y se iba de nuevo al bosque sombrío y al agua tranquila turbado y confuso.

Pero dos días más tarde estaba ya en amistad íntima con la Naturaleza. Esta amistad fué facilitada especialmente por un colegial llamado Mitia, que habitaba en la aldea vecina. Tenía el rostro moreno y amarillento como un vagón de segunda clase, los cabellos erizados y casi blancos del todo: tanto los había quemado el sol. Cuando Petka le vió por primera vez estaba pescando con caña en el estanque. Entablaron sin más preámbulo una conversación e inmediatamente se hicieron amigos. Mitia consintió en que Petka tuviera un poco su caña y después le llevó a un sitio donde se bañaron. Petka tenía miedo al agua, pero una vez dentro no hubiera querido salir y hacía por nadar; levantaba su nariz en alto sobre la superficie, fingía ahogarse, batía el agua con las manos agitándola y parecía un perrito que entrara en el agua por primera vez. Cuando se vistió estaba azul de frío, como muerto, y al hablar castañeteaban sus dientes.

A propuesta de Mitia, que era más rico en ideas, exploraron las ruinas del castillo, subieron a un tejado donde habían nacido hierbajos y saltaron por entre los muros hundidos del inmenso edificio. ¡Se estaba allí tan bien! Sin embargo, se veían montones de piedra sobre los que costaba trabajo subir, por todas partes brotaban abedules y otros árboles, reinaba un silencio de muerte y parecía que en algún sitio iba a aparecer un monstruo cualquiera de faz terrible.

Poco a poco Petka comenzó a sentirse en el campo como en su casa. Olvidó completamente hasta la existencia de Osip Abramovich y del salón de peluquería. «¡Y qué gordo se ha puesto! ¡Se diría que es un comerciante!», decía alegre su madre, gorda también y colorada como un samovar por el calor de la cocina.

Creía ella que Petka tenía tan buen aspecto por que estaba bien alimentado. Pero Petka comía muy poco, no porque no tuviera apetito, sino por que no tenía tiempo. ¡Si se pudiera comer sin masticar, tragar los alimentos de una vez! Pero eso era imposible: su madre comía lentamente, estaba largo rato en la mesa, roía despacio los huesos y hablaba de cosas que no tenían para él ningún interés. Y, sin embargo, ¡tenía tantas cosas que hacer! Tenía que bañarse cinco veces al día, cortar en el bosque una caña de pescar, buscar gusanos, y todo esto necesitaba tiempo. Ahora corría descalzo; esto era mil veces más agradable que llevar botas de pesadas suelas; la tierra tan pronto le acariciaba los pies como se los refrescaba. Se quitó también su usado chaquetón, que le daba un aire tan torpe, y esto le rejuveneció. No se lo ponía mas que por las noches, para ir a ver cómo se paseaban en canoa los señores: bien vestidos, alegres, se metían riendo en las canoas, que se balanceaban y se abrían camino en el agua lentamente, mientras los árboles agitados y como sacudidos por el viento se reflejaban en el estanque.

Una semana después de la llegada de Petka al campo el amo de su madre trajo de la ciudad una carta dirigida «a la cocinera Nadieschda». Cuando se la leyó ella se echó a llorar, enjugándose las lágrimas con su delantal sucio, que le dejó sus huellas en el rostro. En esta carta se trataba de Petka. Este se hallaba en aquel momento en el corral, ocupado en un juego recién inventado, para el que era necesario saltar lo más alto posible, inflando los carrillos, lo que facilitaba la operación. Era Mitia el que había inventado aquel juego y Petka se estaba perfeccionando ahora en él.

El amo se acercó a Petka y, poniéndole la mano en el hombro, le dijo:

—¡Hay que marcharse, hijo mío!

—¿Adonde?—preguntó él extrañado.

Había olvidado completamente la ciudad. Por otra parte, estaba tan bien allí, que ni siquiera había pensado en que tendría que abandonar algún día aquel lugar.

—A la ciudad. Osip Abramovich te espera.

Petka seguía sin comprender, por más que aquello fuera harto claro. Se le secó la boca, y la lengua le desobedecía cuando preguntó:

—Pero ¡cómo! ¿No íbamos a ir mañana a pescar con caña? Mire aquí la caña...

—No hay más remedio, niño. Te esperan allí. Osip Abramovich escribe que Procopio ha caído enfermo y está ahora en el hospital. No hay casi nadie para trabajar. No llores; quizá tu amo te dé permiso otra vez. Es bueno.

Pero Petka no lloraba lo más mínimo, pues aun no se daba cuenta exacta de su desgracia. De un lado veía ante él un hecho bien palpable: la caña de pescar. De otro un fantasma en la persona de Osip Abramovich. Pero poco a poco las ideas de Petka se hicieron más claras y las dos cosas cambiaron de lugar: Osip Abramovich se convirtió en un hecho real; la caña de pescar, mojada aún, se convirtió en un fantasma. Y entonces Petka llenó de asombro a su madre, turbó al amo y al ama y él mismo se habría asombrado si hubiera sido capaz de un análisis psicológico de su propia persona: se echó a llorar, no como lloran los niños de la ciudad, delgados y exhaustos, sino como un gran mujik robusto, rodando por tierra lo mismo que aquellas mujeres borrachas que tantas veces había visto en el bulevar. Con sus pequeños puños golpeaba las manos de su madre—que se esforzaba por levantarle—, la tierra y todo lo que había a su alrededor, sin que le importara el hacerse daño con las piedras del suelo.

Por fin se calmó. El amo dijo al ama, que en pie ante el espejo prendía en sus cabellos una rosa blanca:

—Mira, ya no llora; los niños olvidan en seguida la pena.

—Sí, pero me da mucha lástima de ese pobre chico.

—Es verdad; allá en la ciudad las condiciones de su existencia son terribles; pero hay gentes aun más desgraciadas. Y bien, ¿estás dispuesta?

Se fueron al jardín público, donde se bailaba aquella noche y donde tocaba la música militar.

Al día siguiente, en el tren de las siete de la mañana, Petka salía para Moscú. De nuevo vió los campos, blancos a causa del rocío matinal; pero iban en sentido opuesto al que vió Petka cuando vino de Moscú. Su delgado cuerpo estaba cubierto por el chaquetón usado y tenía puesto un cuello postizo. No estaba agitado como en su primer viaje; no corría de una ventanilla a otra, sino que permanecía quieto y humilde, con las manos en las rodillas. Sus ojos estaban tristes, llenos de apatía, y las mejillas, arrugadas como las de un viejo.

El tren se paró.

Atropellando a los demás viajeros él y su madre se encontraron en una calle llena de ruidos, y la ciudad enorme tragó con indiferencia su pequeña víctima.

—¡Guarda bien mi caña de pescar!—dijo Petka a su madre cuando estaban ya a la puerta del salón de peluquería.

—Estáte tranquilo, niño mío; te la guardaré. Quizá vuelvas otra vez al campo...

Y de nuevo se oyeron en el sucio salón órdenes rudas: «¡Chico, el agua!» De nuevo el cliente vió una manita sucia que ponía el agua sobre la mesita y oyó el murmullo amenazador: «¡Aguarda! ¡Ya verás!» Esto quería decir que Petka había cometido una faltilla cualquiera.

Cuando llegaba la noche, detrás del tabique donde dormían Petka y Nicolka se oía una vocecita dulce de niño. Petka contaba a su camarada las maravillas del campo, cosas que parecían extraordinarias, que nadie había visto ni oído jamás. Después de un breve silencio, cortado por la respiración irregular de dos pechos infantiles, se oía otra voz más enérgica y vulgar, la de Nicolka:

—¡Diablos! ¡Quisiera que reventaran!—-decía.

—¿Quiénes?

—Todos...

El ruido de las pesadas carretas que pasaban muy cerca de la ventana ahogó sus voces, así como el lejano grito quejumbroso de una mujer borracha, a la que un hombre, también borracho, pegaba en el bulevar.



FIN