Pre-original de Tal vez un movimiento
I
[editar]Muchas veces me he prometido iniciar la aventura de describir, cierto sentimiento que tengo de la vida y su misterio. Mientras tenía la ilusión de poder siquiera iniciar esa aventura, me lo pasaba pensando, sintiendo, haciendo y deshaciendo formas, estructuras, abstracciones, etc. Pero me duraba muy poco la seguridad de haber empezado. Y en la noche, con los ojos abiertos ante el embrollo y las sombras, algún pájaro intencionado que yo no alcanzaba a ver, debía cruzar todavía, antes que llegara a dormirme. Al otro día, al abrir de nuevo mis ojos al embrollo, volvía a sentir un nuevo ímpetu hacia el no sé dónde y el no sé qué; un nuevo impulso hacia la aventura por describirse, por conocerse y hasta por sentirse del todo. Pero si no lograba siquiera empezar a describir ese sentimiento, él me aguardaba escondido detrás de algún instante; y yo ni siquiera sabía si había estado escondido o si había estado demasiado presente. Yo no sabía si yo jugaba o no jugaba a las escondidas conmigo mismo.
En los días en que además de sentir el sentimiento con fugacidad abstracta –mientras veía moverse hojas con el viento, por ejemplo–, también creía sentirlo con un símbolo más concreto, entonces abandonaba por un momento el símbolo para poder sentirlo de nuevo y mejor, después; como si por un momento dejara de sentir el perfume y los recuerdos arrugados en un pequeño pañuelo y respirara el aire puro, y mirara la casa de enfrente, y pensara que por la altura del sol debían ser las once de la mañana, y mientras tanto estuviera vigilando el deseo de volver al pañuelo con los recuerdos y las arrugas. En total: primero jugaba con el sentimiento de la vida y el misterio; después jugaba, además, con el símbolo que lo representaba en forma más o menos aprehensible. Y cuando venía la desilusión y el cansancio, el símbolo se iba y el sentimiento se escondía. Y entonces quedaban abandonadas muchas palabras en muchos papeles y muchos pensamientos. Pero al otro día, al sentir de nuevo el sentimiento y al recoger de nuevo el pensamiento, los empezaba a transformar en algo que ya había empezado a transformarse, y me expandía en nuevos movimientos hacia un infinito que ya había empezado a moverse. Y otra vez empezaba el hacer y deshacer y pensar y sentir formas, estructuras y abstracciones, que después volvería a abandonar y que después volverían a transformarse y a hacer durar y persistir, más que nada el sentimiento, y después algunos pensamientos y algunas formas.
Pero un día tuve un símbolo para expresar ese sentimiento, que me duró hasta hoy. La cosa ocurrió así: mientras como de costumbre, estaba entretenido –por así decirlo– en hacer y deshacer, entre-observé algo más, algo distinto que se deslizaba subrepticiamente, mientras yo hacía y deshacía. No supe bien si se deslizaba superpuesto, entre-puesto, o cómo estaba fundido en mi acostumbrada función. Me hizo temblar el corazón y pensar que no sólo con eso simbolizaría, expresaría mi sentimiento de la vida y su misterio, sino que eso era la esencia de mi sentimiento. Pero ¿cómo atraparlo? ¿Debía buscarlo con otra cualidad de pensamiento, con otra actitud de mi espíritu que transformara mi ser en otra sustancia? ¿Ya estaría empezando en mí esa transformación? Pero lo más inmediato era poner manos a la obra. Pero poner manos dónde, ¿a qué obra? Entonces trataba de reducirme a los hechos pasados. Yo creí observar eso cuando estaba ocupado en desarrollar pensamientos, hipótesis, etc. Entonces había que volver a empezar de nuevo, a seguir en lo mismo, a tratar de provocar la misma función, para, a su vez, provocar de nuevo la aparición de eso, aunque fuera fugaz y lejanísima. Eso aparecería dentro o fuera de mí; yo no sabía dónde manotearía mi pensamiento para poder atraparlo. Tarde de la noche, me levantaba, encendía una lámpara que hacía una pequeña isla de luz encima de la mesa, y deslizando las palabras en silencio, con movimientos de mi lapicera hechos como en un cine mudo –tengo una letra muy liviana y mi pluma roza apenas el papel–, y mientras hacía y deshacía pensamientos, yo escuchaba el misterio. Pero no sabía bien cuándo escuchaba atento y cuándo escuchaba distraído. Sin embargo a veces aparecía aquello; aparecía sobre el movimiento de las ideas replegadas sobre sí mismas. Ahora, por ejemplo, repetiría la pirueta de una idea para que aquello apareciera por encima de ella. La pirueta tentadora, posible provocadora, podría ser ésta, muy parecida a la que dije antes: cuando escuchaba atento, me daba cuenta de que ya había estado escuchando cuando estaba distraído. Así trataba de cazar, en un espacio, o en un hueco que un instante antes había aparecido, un pájaro que en ese momento, cuando la atención quería ocupar el hueco, él la sorprendía huyendo sin ruido, sin dar tiempo a que la atención lo cazara y sin dejar otra huella que un poco de aire agitado. ¿Pero el pájaro no sería la misma idea? ¿No sería la idea que buscaba hacer nido en algún hueco oscuro, en algún lugar extraño? No, no podía hablar de una idea hecha, aunque ella incubara otras. Se trataba de una idea mientras se hacía, cuando todavía no se sabía qué pájaro le volaba por encima. Eso pasaba mientras una idea se hacía, sin antecedentes definidos, sin el propósito de aprovecharla, cuando yo no quería plantar una idea para que diera frutos, cuando la idea se transformaba y todavía no había terminado de hacerse, tal vez cuando dos o más ideas se criticaban entre sí y se iba formando otra por encima de ellas. Mientras ocurría esto era que aquello aparecía y me daba el sentimiento de la vida y su misterio. Por eso me interesé tanto por el mientras de las ideas, y el mientras de muchas otras cosas después. Aquello se alimentaba de movimiento, y del movimiento que tenía un pensamiento vivo, mientras se transformaba y mientras era libre y desinteresado. Así que todo lo que había descubierto a propósito de aquel posible símbolo del sentimiento de mi vida era esto: que vivía entre otras cosas en el mientras del pensamiento vivo, mientras éste se transformaba; que se alimentaba de movimiento; por eso, si el pensamiento se terminaba, no había movimiento y aquello desaparecía. Y por último había descubierto que el pensamiento tendría que moverse desinteresadamente, sin el previo propósito de especular con él: tendría que tener una generosidad absolutamente libre, no aprovechable, de esas generosidades que se diluyen sin alcanzar nada o que vuelan al infinito. Por eso era tan difícil cazarlo, porque la caza implicaba un interés. Había que dejarse conceptuar sin pretender aprovechar el concepto. Y un día de buen humor, recordando la teoría “El hombre es lo que come” y pensando que mi posible símbolo se alimentaba de movimiento, decidí bautizarlo con el nombre de Movimiento.