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Prosa por José Rizal/El Consejo de los Dioses

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Prosa: edición del centenario (1961)
de José Rizal
El Consejo de los Dioses
EL CONSEJO DE LOS DIOSES
Alegoría


ACTO ÚNICO
REUNIÓN DE LOS DIOSES EN EL OLIMPO

Júpiter, sentado en el trono de oro y piedras preciosas y llevando en la mano el cetro de ciprés, tiene a sus pies el águila, cuyo plumaje de acero refleja mil diversos colores: los rayos, sus terribles armas, yacen en el suelo. A su derecha está su esposa, la celosa JUNO, con refulgente diadema y el vanidoso pavo real. A su izquierda, la sabia Palas (Minerva), hija y consejera, adornada de su casco y terrible égida, ciñiendo el verde olivo y sosteniendo gallardamente su pesada lanza. Formando severo contraste está Saturno, acurrucado y mirando desde lejos tan hermoso grupo. En gracioso desorden hállase la hermosa VENUS, recostada en un lecho de rosas, coronada de oloroso mirto, y acariciando al AMOR; el divino APOLO, que pulsa blandamente su lira de oro y nácar y jugando con las ocho Musas,[1] mientras que Marte, Belona, Alcides y Momo cierran aquel círculo escogido. Detrás de Júpiter y de Juno se hallan Hebe y Ganimedes. Hacia el lado derecho de Júpiter se halla la Justicia, sentada en su trono, teniendo en las manos sus atributos.


Escena I

Los Dioses y las Diosas y las ocho Musas mencionados. Llegan la musa Terpsícore[2] primeramente, y después las Ninfas, las Náyades y las Ondinas, bailando y esparciendo flores al son de las liras de Apolo y de Erato y de la flauta de Euterpe. Después de la danza, todos se colocan a ambos lados del escenario.


Escena II
(Dichos y Mercurio)

Mercurio.—He cumplido ya tus mandatos, soberano Padre; Neptuno y su corte no pueden venir, pues temen perder el imperio de los mares, a causa del actual arrojo de los hombres; Vulcano aún no ha terminado los rayos que le encargaste para armar al Olimpo, y los está concluyendo; en cuanto a Plutón

Júpiter.—(Interrumpiendo a Mercurio.) ¡Basta! Tampoco los necesito. Hebe, tú, Ganimedes, repartid el néctar para que beban los inmortales.

(Mientras Hebe y Ganimedes llevan su cometido, llegan Baco y Sileno, éste a pie y aquél montado en una burra con el tirso en la mano y verdes pámpanos en las sienes, cantando:

"El que vivir desea
Y divertirse,
Abandone a Minerva:
Mis viñas cuide…"

Minerva.—(En alta voz.) ¡Silencio! ¿No ves que el poderoso Júpiter ha de hablar?

Sileno.—¿Y qué? ¿Se ha enfadado el vencedor de los Titanes? Los Dioses toman el néctar: por consiguiente, puede cualquiera expresar su alegría de la manera como le plazca; pero ya veo que mi discípulo te ha ofendido y tomas por pretexto.…

Momo.—(Con voz socarrona.) Defiéndele, Sileno, por que no digan que tus discípulos son unos impertinentes.

Minerva.—(Trata de replicar, pero Júpiter la contiene con un gesto. Entonces manifiesta Minerva su desprecio con una sonrisa tan desdeñosa, que altera la delicada severidad de sus hermosos labios.)

(Después de tomar todos los Dioses de la inmortal bebida, comienza a hablar.)

Júpiter.—Hubo un tiempo, excelsos dioses, en que los soberbios hijos de la Tierra pretendieron escalar el Olimpo y arrebatarme el imperio, acumulando montes sobre montes; y lo hubieran conseguido, sin duda alguna, si vuestros brazos y mis terribles rayos no los hubieran precipitado al Tártaro, sepultando a los otros en las entrañas de la ardiente Etna. Tan fausto acontecimiento deseo celebrar con la pompa de los inmortales, hoy que la Tierra, siguiendo su eterna carrera, ha vuelto a ocupar el mismo punto en su órbita, donde giraba entonces. Así, que yo, el Soberano de los Dioses, quiero que comience la fiesta con un certamen literario. Tengo una soberbia trompa guerrera, una lira y una corona de laurel esmeradamente fabricadas: la trompa es de un metal, que sólo Vulcano conoce, más precioso que el oro y la plata; la lira, como la de Apolo, es de oro y nácar, labrada también por el mismo Vulcano; pero sus cuerdas, obra de las Musas, no conocen rivales; y la corona, tejida por las Gracias, del mejor laurel que crece en mis jardines inmortales, brilla más que todas las de los reyes de la Tierra. Las tres valen igualmente, y el que haya cultivado mejor las letras y las virtudes, ese será el dueño de tan magníficas alhajas. Presentadme, pues, vosotros el mortal que juzgais digno de merecerlas.

Juno.—(Se levanta en actitud arrogante y altiva.) Júpiter, permíteme que hable la primera, como tu esposa y madre de los dioses más poderosos. Ninguno mejor que yo podrá presentarte el mortal más perfecto que el divino Homero. Y a la verdad, ¿quién osará disputarle la supremacía, así como ninguna obra puede competir con su Ilíada, valiente y atrevida, y su reflexiva y prudente Odisea? ¿Quién, como él, ha cantado tu grandeza y la de los demás dioses, tan magníficamente como si nos hubiera sorprendido en el Olimpo mismo y asistido a nuestras asambleas? ¿Quién contribuyó más a que el oloroso incienso de la Arabia se quemase abundantemente ante nuestras Imágenes y se nos ofreciesen pingües hecatombes, cuyo sabroso humo, subiendo en caprichosos espirales, nos era tan grato que aplacaba nuestras iras? ¿Quién, como él, refirió las batallas más sublimes en más hermosos versos? El cantó a la divinidad, al saber, a la virtud, al valor, al heroísmo y a la desgracia, recorriendo todos los tonos de su lira. Sea él el premiado; pues creo, como cree el Olimpo entero, que ninguno se ha hecho más acreedor a nuestras simpatías.

Venus.—Perdona, hermana, y esposa del grandioso Jove, si no soy de tu respetable opinión. Y tú, Júpiter, visible tan sólo para los inmortales, sé propicio a mis súplicas. Ruégote no permitas que al cantor de mi hijo Eneas le venza Homero. Acuérdate de la lira de Virgilio, que cantó nuestras glorias y moduló las quejas del amor desgraciado; sus dulcísimos y melancólicos versos conmueven el alma: él alabó la piedad, encarnada en el hijo de Anchises: Sus combates no son menos bellos que los que se efectuaron a los pies de los muros troyanos. Eneas es más grande y piadoso que el iracundo Aquiles. En fin, en mi sentir, Virgilio es muy superior al poeta de Chío. ¿No es verdad que él llena todas las cualidades que tu sagrada mente ha concebido?

(Dicho esto, se acomoda, graciosamente en su lecho, cual la graciosa Ondina que, medio reclinada en blanca espuma de las azules olas, forma la joya más preciosa de un hermoso y poético lago.)

Juno.—(Airada.) ¡Cómo! ¿Cómo el poeta romano ha de ser preferido al griego? ¿Virgilio, imitador tan sólo, ha de ser mejor que Homero? ¿De cuándo acá la copia ha sido mejor que el original? ¡Ah, hermosa Venus! (En tono desdeñoso.) Veo que estás equivocada, y no lo extraño; porque no tratándose de amores, no estás en tu juicio; además, el corazón y las pasiones jamás supieron discurrir. Deja el asunto; te lo suplico por tus innumerables queridos…

Venus.—(Interrumpiendo ruborizada.) ¡Oh, bellísima, Juno, tan celosa como vengativa! A pesar de tu buena memoria, que siempre se acuerda de la manzana de oro que injustamente fue negada a tu renombrada y nunca bien ponderada hermosura, miro con disgusto que te olvidas de lo groseras que nos ha hecho tu favorito Homero. Empero, si por tu parte le encuentras razonable y verídico, sea esto en buen hora, y te felicito por ello; pero por lo que a mí me toca, los dioses del Olimpo digan…

Momo.—(Interrumpiendo a Venus.) ¡Sí! Que digan que tú alabas a Virgilio, porque él se ha portado bien contigo; que Juno defienda a Homero, pues él es el cantor de las venganzas; que os haceis mutuas caricias y atentos cumplidos. Pero, tú, Júpiter, ¿por qué no intervienes en las disputas, y te estás ahí, como el ignorante que oye embobado las trilogías en las fiestas olímpicas?

Juno.—(En alta voz.) ¡Esposo! ¿Por qué permites que nos insulte así este monstruo deforme y feo? Échale del Olimpo, pues su aliento infesta. Además…

Momo.—¡Gloria a Juno, que nunca insulta, pues sólo me llama feo y deforme! (Los dioses se ríen.)

Juno.—(Palidece, su frente se arruga, y lanza una fulminante mirada a todos, especialmente a Momo.) ¡Calle el dios de la burla! Por la laguna Stygia… Pero dejemos eso, y hable Minerva, cuya opinión ha sido siempre la mía desde lejanos tiempos.

Momo.—¡Sí! Otra como tú, ilustres mequetrefes, que os hallais allá donde no debeis estar.

Minerva.—(Aparenta no oirla. Levanta su casco, descubre su severa y tersa frente, mansión de la inteligencia, y, con voz argentina y clara, exclama:) Te ruego me oigas, poderoso hijo de Saturno, que conmueves el Olimpo al fruncir tu ceño terrible; y vosotros, prudentes y venerados dioses, que presidís y gobernáis a los hombres, no tomeis a mal mis palabras, siempre sometidas a la voluntad del donante. Si por acaso mis razones carecen a vuestros ojos de peso, dignaos rebatirlas y pesarlas en la balanza de la Justicia. Hay en la antigua Hesperia, más allá de los Pirineos, un hombre cuya fama ha atravesado ya el espacio que separa al mundo de los mortales del Olimpo, ligera cual rápida centella. De ignorado y oscuro que era, pasó a ser juguete de la envidia y ruines pasiones, abrumado por la desgracia, triste destino de los grandes genios. No parece otra cosa sino que el mundo, extrayendo del Tártaro todos los padecimientos y torturas, los ha acumulado sobre su infeliz persona. Mas a pesar de tantos sufrimientos e injusticias, no ha querido devolver a sus semejantes todo el dolor que de ellos recibiera, sino por piadoso y demasiado grande para vengarse, trató de corregirles y educarles, dando a luz su obra inmortal: el Don Quijote. Hablo, pues, de Cervantes, de ese hijo de la España, que más tarde será su orgullo, y que ahora perece en la más espantosa miseria. El Quijote, su parto grandioso, es el látigo que castiga y corrige sin que derrame sangre, pero excitando la risa; es el néctar que encierra las virtudes de la amarga medicina; es la mano halagüeña que guía enérgica a las pasiones humanas. Si me preguntais por los obstáculos que superó, servíos escucharme un momento, y lo sabréis. Hallábase el mundo invadido por una especie de locura, tanto más triste y frenética cuanto más extendida estaba por las imbéciles plumas de imaginaciones calenturientas; cundía por todas partes el mal gusto y gastábase inútilmente en lecturas perniciosas, cuando he aquí que aparece esa luz brillante que disipa las tinieblas de la inteligencia; y cual suelen las tímidas aves huir al divisar al cazador o al oir el silbido de la flecha, así desaparecieron los errores, el mal gusto y las absurdas creencias, sepultándose en la noche del olvido. Y si bien es verdad que el cantor de Ilión, en sus sonoros versos, abrió el primero el templo de las musas, y celebró el heroísmo de los hombres y la sabiduría de los inmortales; que el cisne de Mantua ensalzó la piedad del que libró a los dioses del incendio de su patria y renunció a las delicias de Venus, por seguir tu voluntad; (tú, el más grande de los dioses todos), y que los más delicados sentimientos brotaron de su lira, y su melancólico estro transporta a la mente a otras regiones; también no es menos cierto que ni uno ni otro mejoró las costumbres de su siglo, cual hizo Cervantes. A su aparición, la Verdad volvió a ocupar su asiento, anunciando una nueva Era al mundo, entonces corrompido. Si me preguntais por sus bellezas, a pesar de conocerlas yo, os envío a Apolo, único juez en este punto, y preguntadle si el autor del Quijote ha quemado incienso en sus inmortales aras.

Apolo.—Con el placer con que acoges en serena noche las quejas de Filomena, así serán gratas para ti mis razones, padre mío. Las nueve Hermanas y yo leímos en los jardines del Parnaso ese libro de que habla la sabia Minerva. Su estilo festivo y su acento agradable suenan a mis oídos cual la sonora fuente que brota en la entrada de mi gruta umbría. (Os ruego no me tacheis de apasionado porque Cervantes me haya dedicado muchas de sus bellas páginas.) Si en la extremada pobreza, engendradora del hambre, la miseria y las desgracias, que al infeliz de continuo acosan, un humilde hijo mío ha sabido elevar hasta mí sus cantos y armonizar sus acentos, al ofrecerme un tributo mucho más bello y precioso que mi carro reluciente e indómitos caballos; si en la hedionda mazmorra, funesto encierro para un alma que a volar aspira, su bien cortada pluma supo verter raudales de deslumbradora poesía, mucho más agradables y ricas que las linfas del dorado Pactolo, ¿por qué le hemos de negar la superioridad y no darle la victoria cual a ingenio el más grande que los mundos vieron? Su Quijote es el libro predilecto de las Musas, y mientras festivo consuela a tristes y melancólicos e ilustra al ignorante, es al mismo tiempo una historia, la historia más fiel de las costumbres españolas. Opino, pues, con la sabia Palas, y me perdonen los otros dioses que de mi parecer no participan.

Juno.—Si su mayor mérito consiste en haber soportado tantas desgracias, pues en lo demás a ninguno aventaja, si es que no sale vencido, diré también que Homero, ciego y miserable, imploró en un tiempo la caridad pública (lo que nunca ha hecho Cervantes), recorriendo pueblos y ciudades con su lira, única amiga, y viviendo en la más completa miseria. Esto bien lo recuerdas, ingrato Apolo.

Venus.—¿Y qué? ¿Y Virgilio no ha sido también pobre? ¿No estuvo mucho tiempo manteniéndose con un pan solo, regalo de César? La melancolía que se aspira en sus obras, ¿no dice lo bastante cuánto debió de haber sufrido su corazón sensible y delicado? ¿Habrá padecido menos que el brillante Homero y el festivo Cervantes?

Minerva.—Sin duda, todo esto es cierto; pero vosotros no debeis ignorar que Cervantes fue herido y cautivo por muchos en el inhospitalario suelo del África, donde apuró hasta las heces el cáliz de la amargura, viviendo con la continua amenaza de muerte.

(Júpiter hace demostraciones de estar conforme con Minerva.)

Marte.—(Se levanta y habla con voz atronadora e iracunda.) ¡No, por mi lanza! ¡No! !Jamás! Mientras una gota de sangre inmortal aliente en mis venas, Cervantes no triunfará. ¿Cómo permitir que el libro que echa al suelo mi gloria y ridiculiza mis hazañas se alce victorioso? Júpiter, yo te ayudé en otro tiempo; atiende, pues, ahora a mis razones.

Juno.—(Exaltada.) ¿Oyes, justiciero Jove, las razones del valeroso Marte, tan sensato como esforzado? La luz y la verdad campean en sus palabras. ¿Cómo, pues, dejaremos que el hombre cuya gloria el tiempo respetó (y que lo diga Saturno) se vea pospuesto a ese advenedizo y manco, sarcasmo de la sociedad?

Marte.—Y si tú, padre de los dioses y de los hombres, dudas de la fuerza de mis razonamientos, pregunta a esos otros, si hay algo que se atreve a sostener los suyos con su brazo.

(Se adelanta arrogante al medio, desafiando a todos con su mirada y blandiendo su acero.)

Minerva.—(Con rostro altanero y mirada reluciente, da un paso y exclama con voz tranquila.) Temerario Marte, que te olvidas de los campos troyanos, do fuiste herido por un simple mortal: si tus razones se fundan en tu espada, las mías no temerán combatirte en tu terreno. Pero para que no se me tache de imprudente, quiero demostrarte que te equivocas mucho. Cervantes siguió tus banderas, y te sirvió heroicamente en las aguas de Lepanto, donde su vida perdiera, si el Destino no le dedicase a un fin más grande. Si tiró la espada para coger la pluma, fue por la voluntad de los inmortales, y no por despreciarte, como tal vez te lo has imaginado en tu loco desvarío. (Y más blandamente añade:) No seas, pues, ingrato, tú, cuyo magnánimo corazón es inaccesible al rencor y odiosas pasiones. Puso en ridículo la caballería, porque no era ya conveniente a su siglo; además, no son esas las luchas que a ti te honran, sino las batallas campales; tú lo sabes bien. Estas son mis razones, y si no te convencen acepto tu reto.

(Dijo, y cual suele caliginosa nube, cargada de rayos, acércase a otra en medio del Océano cuando el cielo se encapota, así Minerva camina lentamente, embrazando su formidable escudo y enristrando la lanza, mensajera terrible de la destrucción. Tranquila es su mirada pero aterradora; su voz tiene un sonido que infunde pavor.

Belona se pone al lado del iracundo Marte, dispuesto a ayudarle.

Apolo, al ver la actitud de Belona, suelta la lira, coge el arco, arranca de la dorada aljaba una flecha y, colocándose al lado de Minerva, tiende el arco, dispuesto a disparar.

El Olimpo, próximo a desplomarse, se estremece; la luz del día se oscurece y los dioses tiemblan.)

Júpiter.—(Enojado, blande un rayo y grita:) A vuestros asientos, Minerva, Apolo; y vosotros, Marte y Belona, no irriteis mi cólera celeste.

(Cual suelen las carniceras y terribles fieras, encerradas en jaula de hierro, obedecen sumisas a la voz del esforzado domador, así aquellos dioses ocupan respectivamente sus puestos, amedrentados por la amenaza del hijo de Cibeles, quien, al ver su obediencia, más blandamente añade:)

Yo terminaré la contienda: la Justicia pesará los libros con su recta imparcialidad, y lo que ella diga, se seguirá en el mundo, mientras que vosotros acataréis su inmutable fallo.

Justicia.—(Desciende de su asiento, se coloca en medio del concurso, sosteniendo su siempre imparcial balanza; mientras que Mercurio coloca en los platillos a la Eneida y el Quijote. Después de oscilar por mucho tiempo, la aguja marcará al fin el medio, declarando que eran iguales.

Venus se asombra, pero calla. Mercurio quita del platillo la Eneida, sustituyéndola con la Iliada.

Una sonrisa se dibuja en los labios de Juno, sonrisa que se disipa rápidamente cuando ve subir y bajar a los dos platillos donde el Quijote y la Iliada están.

Suspensos están los ánimos: ninguno habla, ninguno respira.

Se ve volar un Céfiro, que inmediatamente se posa en la rama de un árbol, para aguardar también la decisión del Destino.

Al fin, ambos platillos se detienen a una misma altura, y allí permanecen fijos.)

Júpiter.—(Con voz solemne.) Dioses y diosas: la Justicia los cree iguales: doblad, pues, la frente, y demos a Homero la trompa, a Virgilio la lira y a Cervantes el lauro; mientras que la Fama publicará por el mundo la sentencia del Destino, y el cantor Apolo entonará un himno al nuevo astro, que desde hoy brillará en el cielo de la gloria y ocupará un asiento en el templo de la inmortalidad.

Apolo.—(Pulsa la lira, a cuyo sonido se ilumina el Olimpo, y entona el himno de gloria que resuena majestuoso en todo el coliseo.) ¡Salve, oh, tú, el más grande de los hombres, hijo predilecto de las Musas, foco de intensa luz que alumbrará a los mundos; salve! Loor a tu nombre, hermosa lumbrera, en cuyo derredor girarán en lo futuro mil inteligencias, admiradoras de tu gloria. ¡Salve, grandiosa obra de la mano del Potente, orgullo de las Españas; flor la más hermosa que ciñe mis sienes, yo te saludo! ¡Tú eclipsarás las glorias de la Antigüedad; tu nombre, escrito en letras de oro en el templo de la Inmortalidad, será la desesperación de los demás ingenios! ¡Gigante poderoso, serás invencible! Colocado como soberbio monumento en medio de tu siglo, todas las miradas se encontrarán en tí. Tu brazo poderoso vencerá a tus enemigos, cual voraz incendio consume la seca pajilla. ¡Id, inspiradas Musas, y cogiendo del oloroso mirto, laurel bello y rosas purpurinas, tejed en honor de Cervantes inmortales coronas! Pan, y vosotros, Silenos, Faunos y alegres Sátiros, danzad en la alfombra de los umbrosos bosques, en tanto que las Nereidas, las Náyades, las bulliciosas Ondinas y juguetonas Ninfas, esparciendo mil aromosas flores, embellecerán con sus cantos la soledad de los mares, las lagunas, las cascadas y los ríos, y agitarán la clara superficie de las fuentes en sus variados juegos.


Manila, 13 de Abril de 1880.


NOTA

Esta composición fue escrita por Rizal en el año 1880, cuando aun no había cumplido 19 años de edad para un certamen promovido por el Liceo Artístico Literario, de Manila, en conmemoración del aniversario de Miguel Cervantes, y en el que se llevó el único premio. En aquel concurso, a diferencia de las ocasiones anteriores, se concedió un solo premio para peninsulares e indígenas. El jurado lo componían peninsulares, quienes, después de una larga y debatida evaluación de los méritos de cada una de las composiciones, otorgaron el premio a Rizal por el excelente valor literario de su obra, considerada superior a todas las demás.

Esto dió lugar a una enérgica protesta por parte de los españoles, quienes querían que el premio fuese adjudicado a un peninsular. La prensa, a su vez, agitaba la opinión pública contra el Jurado.



  1. Las musas eran nueve hermanas, hijas de Júpiter y de Mnemosina, diosa de la memoria. He aquí los nombres de las ocho que aquí se citan: Calíope, musa de la poesía heroica; Melpomene, musa de la tragedia; Talla, musa de la comedia; Polimnia, musa de la retórica; Erato, musa de la poesía lírica; Euterpe, musa del canto y de la música; Uranta, musa de la astronomía: y Clío, musa de la historia.
  2. Terpsícore, musa de la danza, es la última de las nueve hermanas.