Prosa por José Rizal/El Amor Patrio
He aquí un bello asunto y, por lo mismo que es bello, trilladísimo. Sabio, poeta, artista, labrador, comerciante o guerrero, viejo y joven, rey o esclavo, todos han pensado en el y le han dedicado los más preciados frutos de su inteligencia o de su corazón. Desde el culto europeo, libre y ufano de su gloriosa historia, hasta el negro del África, arrancado de sus selvas y vendido a precio vil; desde los antiguos pueblos, cuyas sombras vagan aún en torno de sus melancólicas ruinas, sepulcros de sus glorias y sufrimientos, hasta las modernas naciones, llenas de movimiento y vida, todos, todos han tenido y tienen un ídolo hermoso, brillante, sublime, pero implacable, fiero y exigente, que han llamado patria. Mil lenguas la han cantado, mil liras dieron por ella sus más armoniosos acentos; inteligencias las más privilegiadas, númenes los más inspirados, desplegaron a su vista o a su recuerdo sus más esplendentes galas. Ella ha sido el grito de paz, de amor y de gloria, porque ella ocupa todos los pensamientos y, semejante a la luz encerrada en limpio cristal, sale al exterior en forma de vivísimos resplandores.
Y ¿será esto óbice para que nosotros nos ocupemos de ella? Y ¿no podremos dedicarle algo, los que por única culpa tenemos la de haber nacido después? El siglo XIX ¿dará derecho a ser ingrato? No. Aún no se ha agotado la rica mina del corazón; siempre es fecundo su recuerdo, y por poca inspiración que tengamos, mos positivamente en el fondo de nuestra alma, si no un rico tesoro, el óbolo, pobre, pero entusiasta manifestación de nuestros sentimientos. A la manera, pues, de los antiguos hebreos, que ofrecían en el templo las primicias de su amor, nosotros, en tierra extranjera, dedicaremos nuestros primeros acentos a nuestro país, envuelto entre las nubes y las brumas de la mañana, siempre bello y poético, pero cada vez más idolatrado a medida que de él se ausenta y aleja.
Y no es de extrañarlo, porque es un sentimiento muy natural; porque allí están los primeros recuerdos de la infancia, hada alegre, conocida sólo de la niñez, de cuyas huellas brota la flor de la inocencia y de la dicha; porque allí duerme todo un pasado y se transparenta un porvenir; porque en sus bosques y en sus prados, en cada árbol, en cada mata, en cada flor, véis grabado el recuerdo de algún ser que amáis, como su aliento, en la embalsamada brisa, como su canto en el murmullo de las fuentes, como su sonrisa en el iris del cielo, o sus suspiros en los confusos quejidos del viento de la noche.
Es porque allí véis con los ojos de vuestra imaginación, bajo el tranquilo techo del antiguo hogar, una familia que os recuerda y os aguarda, dedicándoos sus pensamientos y sus zozobras; en fin, porque en su cielo, en su sol, en sus mares y en sus bosques halláis la poesía, el cariño y el amor, hasta en el mismo cementerio en donde os espera la humilde tumba, para devolveros al seno de la tierra. ¿Habrá un genio que enlaza nuestro corazón al suelo de nuestra patria, que todo lo hermosea y embellece, mostrándonos los objetos todos bajo un aspecto poético y sentimental, cautivando nuestros corazones? Porque bajo cualquier aspecto que se presente, ya sea vestido de púrpura, coronada de flores y laureles, poderosa y rica; ya sea triste y solitaria, cubierta de harapos, esclava implorando a sus hijos esclavos; ya sea cual ninfa en ameno jardín, cabe las azules olas del mar, graciosa y bella, como el sueño de la ilusa juventud; ya sea cubierta de un sudario de nieve, sentándose fatídica en los extremos del globo, bajo un cielo sin sol y sin estrellas; sea cualquiera su nombre, su edad o su fortuna, la amamos siempre, como el niño ama a su madre en medio del hambre y de la miseria.
Y ¡cosa extraña! Cuanto más pobre y miserable; cuanto más se padece por ella, tanto más se la idolatra y se la adora y hasta se halla placer en sufrir por ella. Se ha observado que los habitantes de los montes y los agrestes valles, los que ven la luz en suelo estéril melancólico, son los que conservan más vivos recuerdos de su país, hallando sólo en las ciudades un terrible tedio que les obliga a volver a su nativo suelo. ¿Será porque el amor a la patria es el más puro, más heroico y más sublime? ¿Es el reconocimiento, es la afección por todo lo que nos recuerda algo de nuestros primeros días, es la tierra donde duermen nuestros mayores, es el templo donde hemos adorado a un Dios con el candor de la balbuciente infancia, es el sonido de la campana que nos ha recreado desde niño, son las vastas campiñas, el lago azul de orillas pintorescas que surcábamos en ligera barquilla, el límpido arroyuelo que baña la alegre casita, escondida entre flores, cual nido de amor, o son los altos montes los que nos inspiran este dulce sentimiento? ¿Será la tempestad que, desencadenada, azota y abate con su terrible aleteo cuanto a su paso encuentra; el rayo que escapado de la mano del Potente, cae aniquilando? ¿Será el torrente o la cascada, seres de eterno movimiento y continua amenaza? ¿Será todo esto lo que nos atrae, cautiva y seduce?
Probablemente estas bellezas o tiernos recuerdos son los que fortifican el lazo que nos une al suelo donde nacimos, engendrando ese dulce bienestar cuando estamos en nuestro país, o esa profunda melancolía cuando estamos lejos de él, origen de una cruel enfermedad, llamada nostalgia.
¡Oh! no contristéis jamás al extranjero, al que se llega a vuestras playas; no despertéis en él ese vivo recuerdo de su país, de las delicias de su hogar, porque entonces, desgraciados, evocaréis esa enfermedad, tenaz fantasma que no le abandonará sino a la vista de su suelo natal o a los bordes de la tumba.
No vertáis jamás una gota de amargura en su corazón que, en semejantes circunstancias, se exageran los pesares, comparados con la dicha del perdido hogar.
Nacemos, pues; crecemos, envejecemos y morimos con este piadoso sentimiento. Es quizás el más constante, si constancia hay en el corazón de los hombres, y parece que no nos abandona ni en la misma tumba. Napoleón, entreviendo el oscuro fondo del sepulcro, se acordaba de su Francia, a quien amó en tanto extremo, y desterrado, le confiaba sus restos, seguro de hallar más dulce reposo en medio de ella.
Ovidio,1 más infeliz y adivinando que ni sus cenizas siquiera volverían a su Roma, agonizaba en el Ponto Euxino2 y consolábase al pensar que si no él, al menos sus versos, llegarían a ver el Capitolio.
Niño, amamos los juegos; adolescente, los olvidamos; joven, buscamos nuestro ideal; desengañados, lo lloramos, y vamos a buscar algo más positivo y más útil; padre, los hijos mueren y el tiempo va borrando nuestro dolor, como el aire del mar va borrando las playas a medida que la nave se aleja de ellas. Pero en cambio el amor a la patria no se borra jamás, una vez que ha entrado en el corazón, porque lleva en sí un sello divino, que se hace eterno e imperecedero.
Se ha dicho siempre que el amor ha sido el móvil más poderoso de las acciones más sublimes; pues bien, entre todos los amores, el de la patria es el que ha producido las más grandes, más heroicas y más desinteresadas. Leed la historia, si no, los anales, las tradiciones; penetrad en el seno de las familias; ¡qué de sacrificios, abnegación y lágrimas vertidas en el sacrosanto altar de la nación! Desde Bruto,3 que condena a sus hijos, acusados de traición, hasta Guzmán,4 que deja morir al suyo por no faltar a su deber, ¡qué dramas, qué tragedias, qué martirios no se han llevado a cabo por la salud de esa implacable divinidad que nada podía darles en cambio de sus hijos sino agradecimiento y bendiciones!
¡Y, sin embargo, con los pedazos de su corazón elevan a su patria gloriosos monumentos; con los trabajos de sus manos, con el sudor de su frente han regado y hecho fructificar su sagrado árbol, y no han esperado ni han tenido ninguna recompensa!
Ved ahí un hombre sumido en su gabinete; para él pasan los mejores días, su vista se debilita, sus cabellos se encanecen y van desapareciendo con sus ilusiones, su cuerpo se dobla. Va tras una verdad; años há resuelve un problema; el hambre y la sed, el frío y el calor; las enfermedades y el infortunio se le han presentado sucesivamente. Va a descender a la tumba y aprovecha su agonía para ofrecer a su patria un florón para su corona, una verdad, fuente y origen de mil beneficios.
Tornad la vista a otra parte; un hombre tostado por el sol rompe la ingrata tierra para depositar una simiente: es un labrador. Él también contribuye con su modesto pero útil trabajo a la gloria de su nación.
¡La patria está en peligro! Brotan del suelo, cual por encanto, guerreros y adalides. El padre abandona a sus hijos, los hijos a sus padres, y corren todos a defender a la madre común. Despídense de las tranquilas dichas del hogar, y ocultan bajo el casco las lágrimas que arranca la ternura. ¡Parten y mueren todos! Tal vez era él, padre de numerosos hijos, rubios y sonrosados como los querubines, tal vez era un joven de risueñas esperanzas; hijo o amante; no importa! Ha defendido a la que le dió la vida, ha cumplido con su deber. Codro o Leonidas, quien quiera que sea, la Patria sabrá recordarle.
Unos han sacrificado su juventud, sus placeres; otros le han dedicado los esplendores de su genio; estos vertieron su sangre; todos han muerto legando a su patria una inmensa fortuna: la libertad y la gloria. Y ella ¿qué ha hecho por ellos? Los llora y los presenta orgullosa al mundo, a la posteridad y a sus hijos, por que sirvan de ejemplo.
Pero ¡ay! si a la magia de tu nombre, ¡oh, patria! brillan las más heroicas virtudes; si a tu nombre se consuman sobrehumanos sacrificios, en cambio ¡cuántas injusticias!…
Desde Jesucristo, que, todo amor, ha venido al mundo para el bien de la humanidad y muere por ella en nombre de las leyes de su patria, hasta las más oscuras víctimas de las revoluciones modernas, ¡cuántos ay! no han sufrido y muerto en tu nombre, usurpado por los otros! ¡Cuántas víctimas del rencor, de la ambición o de la ignorancia no han expirado bendiciéndote y deseándote toda clase de venturas!
Bella y grandiosa es la patria, cuando sus hijos, al grito del combate, se aprestan a defender el antiguo suelo de sus mayores; fiera y orgullosa cuando desde su alto trono ve al extranjero huir despavorido ante la invicta falange de sus hijos; pero cuando sus hijos, divididos en opuestos bandos, se destruyen mutuamente; cuando la ira y el rencor devastan las campiñas, los pueblos y las ciudades, entonces ella, avergonzada, desgarra el manto y arrojando el cetro, viste negro luto por sus hijos muertos.
Sea, pues, cualquiera nuestra situación, amémosla siem- pre y no deseemos otra cosa que su bien. Así obraremos con el fin de la humanidad dictado por Dios, cual es la armonía y la paz universal de sus criaturas.
Vosotros, los que habéis perdido el ideal de vuestras almas; los que, heridos en el corazón, visteis desaparecer una a una vuestras ilusiones, y semejantes a los árboles en otoño, os encontráis sin flores y sin hojas, y deseosos de amar no halláis nada digno de vosotros, ahí tenéis la patria, amadla.
Vosotros, los que habéis perdido un padre, una madre, un hermano, una esposa, un hijo, en fin, un amor, en el que fundábais vuestros ensueños, y hallais en vosotros un vacío profundo y horrible ahí tenéis a la patria, amadla como se merece.
Amad, ¡oh, sí! pero no ya como la amaban en otro tiempo, practicando virtudes feroces, negadas y reprobadas por una verdadera moral y por la madre naturaleza; no haciendo gala de fanatismo, de destrucción y de crueldad, no; más risueña aurora aparece en el horizonte, de luces suaves y pacíficas, mensajera de la vida y de la paz; la aurora, en fin, verdadera del cristianismo, présaga de días felices y tran- quilos Deber nuestro será seguir los áridos pero pacíficos y productivos senderos de la ciencia que conducen al pro- greso, y de ahí a la unión deseada y pedida por Jesucristo en la noche de su dolor.
Barcelona, Junio, 1882.
^1. Poeta romano, nació 43 años antes de Jesucristo.
^2. En el Mar Negro.
^3. Marco Junio Bruto, político romano.
^4. Rizal posiblemente se refería a Antonio Guzmán Blanco (1829-1899), soldado y estadista, que fue varias veces presidente de Venezuela (1870-1889).
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El primer artículo escrito por Rizal en tierra española. Estaba entonces en la ciudad de Barcelona, a principios del verano de 1882. Apenas tenía veintiún (21) años de edad.
Se publicó en Diariong Tagalog de Manila, el 20 de agosto de 1882, en castellano y en tagalo, bajo el seudónimo Laong Loan, habiendo sido hecha la traducción al tagalo por Marcelo H. del Pilar. El artículo llamó mucho la atención, por su carácter hondamente nacionalista, y el editor del Diariong Tagalog. D. Francisco Calvo, le felicitó a Rizal y le pidió más artículos.
Se publicó otra vez el 31 de octubre de 1890, en La Solidaridad.