Prosa por José Rizal/Los Viajes

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Prosa: edición del centenario (1961)
de José Rizal
Los Viajes
LOS VIAJES[1]


¿Quién es el que no ha viajado? ¿Quién no ama los viajes, si son el sueño de la juventud al sentir por primera vez la conciencia de la vida, si son un libro para la edad madura, cuando el ansia de saber ocupa el espíritu, y, en fin, son el último adiós del anciano cuando se despide del Mundo para emprender el más misterioso de los caminos?1

El viaje es un capricho en la niñez, una pasión en el joven, una necesidad en los hombres y una elegía en los ancianos.

No leais a los niños el Robinson ni el Gulliver,2 si no quereis que os abrumen con preguntas acerca de esos países, cuyos encantos hicieran su imaginación sensible; no pinteis a los jóvenes las emociones, las peripecias, las aventuras en países extraños o desconocidos; quitad de sus ojos Julio Verne, Mayne Reid,3 porque sino, turbareis sus noches, y agregareis a sus nacientes deseos, múltiples y vehementes ya, otro aún que les haga sufrir la sujeción o la modestia de su fortuna. ¡Hay tanto atractivo en las desconocidas maravillas, tanta seducción en la contemplación de la naturaleza!

Es tan innato en el hombre el deseo de viajar como el saber, que no parece sino que la Providencia lo ha puesto en cada uno de nosotros, para que aguijoneados por él estudiemos y admiremos sus obras, nos comuniquemos y fraternicemos los que nos hallamos separados por las distancias, y unidos formemos una sola familia, aspiración de todos los pensadores.4

Para esto ha hecho al hombre cosmopolita, ha creado los mares para que los navíos se deslicen sobre su movible lomo, los vientos para impelerlos e impulsarlos, y las estrellas para guiarlos aún en la noche más obscura, el río que atraviesa diferentes regiones; ella ha abierto en las peñas, gargantas y caminos, echado puentes, dado al árabe para los grandes desiertos el camello, y al habitante de los polos el reno y el perro para arrastrar sus trineos.

Todo el adelanto de las modernas sociedades débese casi por completo a los viajes. Y en efecto, desde la más remota antigüedad, viajaban los hombres en busca de la ciencia, como si estuviera escrita en los pliegues de la mar, en las hojas de los árboles, en las piedras de los caminos, en los monumentos y las tumbas.

Los griegos iban a Egipto a pedir a sus sacerdotes la instrucción, leían los papiros y se abismaban en la contemplación de aquellos gigantescos túmulos, sombríos representantes de la idea nacional; se inspiraban en su fúnebre grandeza, como hacen hoy día los sabios de la Europa en sus jeroglíficos, y volvían de allí filósofos como Pitágoras, historiadores como Herodoto, legisladores como Licurgo y Solón, y poetas como Orfeo y Homero. Y religión y civilización y ciencias y leyes y costumbres venían entonces de Egipto, sólo que al abordar a las risueñas playas de la Elade se despojaban de sus místicas vestiduras para ceñir el sencillo y gracioso traje de las hijas de Grecia.

Más tarde, del surco que trazó un arado un pueblo brota varonil, emprendedor, grande, orgulloso, y sublime. Desde su Capitolio tiende la vista al mundo, digno botín de una codicia sin límites, excita sus deseos. Lanza sus águilas y sus legiones que al volver uncen a su carro las naciones todas. Grecia, molécula absorbida por aquella masa victoriosa, hace con Roma lo que Egipto con ella: instruir a sus hijos, adornar con las obras de sus artistas sus calles y sus plazas; y todo su saber, ciencia, filosofía, bellas artes y literatura, pasan a Roma, si bien perdiendo algo de la gracia y la belleza, ganando en cambio en grandeza y majestad, reflejando el genio del arrogante pueblo; entonces en Roma sucedió lo que ahora en los pueblos civilizados con el afrancesamiento: el helenismo se introducía por todas partes, sus versos y sus voces corrían de boca en boca, sus costumbres y su filosofía se imitaban y practicaban. La ciencia, pues, y la civilización que hasta entonces había sido patrimonio del Oriente, imitando el natural curso de los astros, dirigía sus pasos al Occidente, sólo que al llegar al corazón del mundo, detúvose como para instruir a todas las naciones y razas. Entonces la Iberia, las Galias, la Germania, la Bretaña y hasta el África enviaban sus hijos a la ciudad, emporio del poderío, del saber y de las riquezas para ver, admirar y estudiar en el amplio recinto de sus muros, cuanto hasta entonces había concebido la mente del hombre. Espectáculo es de todos tiempos ofrecido por la humanidad el dirigirse hacia la luz para alumbrar a la tierra. Y es que forma parte de la esencia del hombre la tendencia a la perfección, como de la esencia de los cuerpos la gravedad, como la idea de la claridad en el concepto del día.

Y a medida que los pueblos envejecían y perdían la savia que un tiempo los alimentara, nacían otros más jóvenes a heredarles el precioso tesoro,5 amasado por la gran familia humana a costa del tiempo y los sacrificios.

En vano desencadenó el Norte tempestades para llevar la muerte a las alegres ciudades del Mediodía; en vano la ignorancia y la barbarie labraron sobre la tumba de la señora del mundo; si la ciencia huyó espantada fue para fortalecerse en la soledad de los claustros para de ahí volver a salir rígida y severa, guiada por el cristianismo a ilustrar las bárbaras hordas que pretendieron ahogarla.

Entonces se fundaron Universidades. De todas partes acudían en peregrinación la multitud, haciendo lo que los griegos en Egipto, los romanos en Grecia, y en Roma y Bizancio, el universo entero. En todos los tiempos y en todas las edades de la Historia, los viajes han sido la palanca poderosa de la civilización, porque sólo en los viajes se forman, educan e ilustran el corazón y el espíritu, porque sólo en los viajes se ven y estudian todos los adelantos: Geología, Geografía, Polítca, Etnología, Lingüística, Meteorología, Historia, Fauna, Flora, Estadística, Escultura, Arquitectura, y Pintura, etc., todo cuanto forma parte del saber humano, pasan y se exponen a los ojos del viajero.

El que sólo conociera la superficie de la tierra, la topografía de un país por los mapas y planos que desde su gabinete examinase, tendrá una idea, no diré que no, pero una idea semejante a la que tendría de una ópera de Meyerber o Rossini, el que sólo la conociera por las revistas de los periódicos. Puede verse grabada o pintada toda una región, y puede ser de tal concepción el artista que consiga trasladar al lienzo un rayo de su sol, la frescura de su cielo, el verdor de sus campos, la majestad de sus torrentes y montañas, los habitantes y los animales y hasta el movimiento que imprime en la yerba el ligero aleteo del céfiro; todo esto puede hacer el pincel de un paisajista como Claudio Lorena, Ruysdael o Calame y algo más tal vez, pero lo que nunca puede robarse a la naturaleza es esa viva impresión que ella sola sabe y puede comunicar, ese movimiento, esa vida en la música de sus aves y árboles, en ese aroma o perfume propio del lugar, en ese no sé qué de inexplicable que el viajero siente y no define y que parece despierta en él remotos recuerdos de felices días, pesares, alegrías que se fueron para no volver; amor olvidado, una imagen querida de su juventud desvanecida en medio del torbellino del mundo, seres que ya no existen, amistades… ¿qué sé yo más? Sensaciones melancólicas producidas por la expresión, fisonomía o aire del país o por el genio, ninfa o Dios como dirían los antiguos. Podreis ver pintado el mar batiendo, por ejemplo, las costas de Italia en una hermosa tarde, cuando el sol dora con sus más mágicos rayos las blancas casitas que coronan las rocas ceñidas de verdes guirnaldas y esmeraldas de flores; el agua y la espuma que se estrellan en los escondidos senos de las peñas, con todo el realismo ideal de aquellos parajes, si cabe la expresión; pero echareis de menos el perfume, la vida, el movimiento, la grandeza; no bordareis aquellas privilegiadas costas inmortalizadas por tantos poetas, ni pasareis revista a todo aquel espectáculo riente y poético, como el que desde un buque los contempla acariciado por la brisa del mar que hincha las velas, deslizándose tan suavemente, como las alas del sueño sobre la frente del niño, como la primera palabra de amor de los labios de una virgen como los acordes de la lejana orquesta en el silencio de la noche. ¡Qué emociones, qué sensaciones tan variadas no agitan a cada paso el corazón cuando se viaja en un país extraño y desconocido! Allí todo es nuevo: costumbres, idiomas, fisonomías, edificios, etc., todo es digno de observarse y meditarse.

Así como se ha dicho que el hombre se multiplica en razón de los idiomas que posee y habla, así también su vida se prolonga y renueva según vaya visitando diferentes paises. Vive más, porque ve, siente, goza, estudia más que el que no haya visto sino los mismos campos y el mismo cielo. En este los días de ayer son los de hoy y serán los de mañana, esto es, en la primera aurora y en el primer ocaso puede reducirse toda su existencia, todo su pasado, su presente y quizá su porvenir.

Qué revolución no se lleva a cabo en las ideas del que sale por primera vez de su nativo suelo y va recorriendo distintos países. Avecilla que sólo ha visto la seca grama de su nido y ahora contempla panoramas, inmensos mares, cascadas, ríos, montañas y bosques y cuanto puede entusiasmar una imaginación soñadora. Rectifícanse sus juicios y sus ideas; desvanécense muchas preocupaciones, examina de cerca lo que antes fue juzgado sin ser visto, halla cosas nuevas que le sugieren nuevos pensamientos, admira al hombre en su grandeza, como en su miseria le compadece; el antiguo y ciego exclusivismo se trueca en universal y fraternal aprecio del resto de la tierra y deja de una vez de ser el eco de ajenas opiniones para expresar las suyas propias, sugeridas por apreciaciones directas e inmediatos conocimientos. El trato de las gentes, cierta calma y sensato criterio en todos los actos, la reflexión profunda, un conocimiento práctico en todas las artes y ciencias, si no profundo y completo, al menos indeleble y seguro; hé aquí las ventajas que puede sacar de un viaje un espíritu atento y estudioso.

Un libro puede describir los habitantes, la historia, los monumentos, las producciones, la religión, todo lo que concierne a un pueblo, este conocimiento si bien útil y suficiente no satisface al desconfiado lector que anhela siempre ver las cosas por sí mismo; y tarde o temprano se olvidan las nociones; pues no se fijan en la memoria como en la del que en persona lo recorre, lo ve, lo palpa y analiza, dejando ideas que los incidentes graban de tal suerte que se hace imposible el olvidarlas.

Las naciones modernas han comprendido la ventaja que se saca de esta clase de estudios y todas sus tendencias se reducen a multiplicar las comunicaciones.

Por este medio un viajero lleva a su país los buenos usos que ha visto en los otros y trata de aplicarlos con las necesarias modificaciones; otro, las riquezas y artículos de que el suyo carece; este, la religión, las leyes y las costumbres; aquél, las teorías sociales y las nuevas reformas, introduciéndose así todas las mejoras sociales, religiosas y políticas. Indicio será, pues, del adelanto de un pueblo el buen estado de sus vías de comunicación y comercio, como indicio de la salud del hombre la perfecta circulación de la sangre por todos los vasos de la economía; porque sin estas vías no existen relaciones, sin relaciones no se comprenden los vínculos, sin vínculos no puede haber ni unión ni fuerza, y sin fuerza ni unión no se llegará jamás ni a la perfección ni siquiera al progreso.

Así se concibe el afán de abrir calzadas, túneles y carreteras, construir puentes, vapores, locomotoras y caminos de hierro y como si encontrasen pequeña la tierra para tanto movimiento invaden el aire hasta hace poco reino exclusivo de los pájaros y las nubes.

Viajan, pues, emigran e inmigran como en continuo vaivén todos los seres de la tierra, desde el insecto alado que va vagando de flor en flor, de planta en planta y de una en otra pradera hasta el mundo, ese pequeño viajero de los espacios infinitos, como la golondrina cuando busca mejores climas, la semilla arrebatada por el viento, el pez en el abismo desconocido de los mares o el hombre explorando y reconociendo sus vastos dominios.

La India ha abierto ya sus grandiosos templos y enseña sus ídolos colosales, como la China, las puertas de sus murallas, exponiendo sus raros y maravillosos productos. El África y el Polo abren sus grandes desiertos y se sentarán dentro de poco en el banquete del progreso, siendo deudores a Lowinstone, Stanley y Nordens Kjold6 de su adelanto y felicidad.

Laong Laan  


NOTAS

^1.  Alude a la muerte.

^2.  Robinson Crusoe por Daniel Defoe; Gulliver's Travels por Jonathan Swift.

^3.  Julio Verne, autor del 20,000 leguas debajo del mar; (Thomas) Mayne Reid, novelista irlandés.

^4.  Ideal de las Naciones Unidas.

^5.  Precioso tesoro —El saber humano.

^6.  Lowinstone (David Livingstone), y Henry Morton Stanley, exploradores de África; Nils Adolf Erik Nordens Kjold, explorador de las tierras Árticas.



  1. Publicado en La Solidaridad, 15 de mayo de 1889. Esta pieza literaria escribió Rizal en 1882 para el Diarong Tagalog, en Manila, pero no se publicó por la muerte de éste.