Quo vadis? (Poirier tr.)/I

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CAPÍTULO I

Petronio vino á despertar cerca de mediodía y como de ordinario, grandemente fatigado. La tarde anterior había asistido á una de las fiestas de Nerón, la cual prolongose hasta horas avanzadas de la noche. Desde hacia algún tiempo la salud de Petronio venía decayendo. Hubo de confesarse á sí mismo que al desperrar sentíase como invadido por un entorpecimiento que parecía como si le quitase la facultad de reunir sus ideas. Pero el baño matinal y el esmerado masaje de su cuerpo, hecho por esclavos espertos, hubo de acelerar gradualmente la tarda circulación de su sangre, reavivándole y volviéndole su agilidad y sus fuerzas. De suerte que al salir del elæothesium[1], es decir, de la última división del baño, parecía como si viniera de surjir de entre los muertos, chispeantes los ojos, rejuvenecido, exuberante de vida, irreprochable hasta el punto de que ni el mismo Oton habría podido comparársele, mereciendo realmente el titulo que se le había dado de árbitro de la elegancia (arbiter elegantiarum).

Raras veces visitaba los baños públicos escepto cuando había ocasión de admirar á algún retórico de que se hablara en la ciudad, ó cuando con motivo de cumplir la mayor edad algún joven romano, se libraban combates de interés escepcional. Por otra parte, en su propia «ínsula» (casa aislada) tenía baños privados que Celer, el famoso contemporáneo de Severo, había ensanchado, reconstruido y arreglado espresamente para él, con un gusto tan refinado que Nerón reconocia la superioridad de ellos, respecto de los baños imperiales, aún cuando éstos eran más estensos, y acabados de una manera incomparablemente más fastuosa.

Petronio, después de la fiesta de la víspera, en la cual tanto le fastidiaron las bufonadas de Vatinio, con Nerón, Lucano y Séneca, había tomado parte en una discusión acerca de si tienen alma las mujeres.

Apenas se hubo levantado tomó su acostumbrado baño. Dos enormes balneatores (bañeros) lo tendieron sobre una mesa de ciprés, cublerta de fino lienzo egipcio, como la nieve blanco, y sumergiendo las manos en aromático aceite amasaban sus músculos. El en tanto aguardaba, cerrados los ojos, que el calor del laconium (estufa ó sudadero) y el calor de las manos de los bañeros penetrase en su cuerpo, y de él desalojaran el cansancio.

Solo después de transcurridos algunos instantes abrió los ojos y los labios. Preguntó que tiempo hacia, y si habían enviado unas alhajas que Idomeneo, el joyero, había prometido remitirle aquel día para que las examinara.

Se le respondió que hacia un hermoso tiempo: que una ligera brisa soplaba de los Montes Albanos, y que el joyero no había parecido por allí. Petronio volvió á cerrar los ojos é iba á ordenar que lo trasladasen al tepidarium, (baño de agua tibia), cuando, levantando las cortinas, el nomenclator anunció que Marco Vinicio estaba allí.

Petronio ordenó que llevasen al visitante al tepidarium, donde se hizo conducir acto continuo.

Vinicio era hijo de su hermana mayor, que habiase casado con un Marco Vinicio, personaje consular del tiempo de Tiberio. El joven, al presente, servia á las órdenes de Corbulón, contra los partos, y terminada la guerra, había vuelto á Roma. Petronio tenía por este joven cierta predilección: pues Marcos era de nobles formas y cuerpo de atleta, y sabía, aún en sus momentos de orgía, conservar, según las mejores reglas estéticas, aquel justo medio que Petronio apreciaba sobre todas las cosas.

—¡Salud, Petroniol—dijo el joven,—¡Qué los dioses te colmen con sus favores muy especialmente Asclepia y Cypris![2]

—¡Sé el bienvenido, y que el reposo te sea dulce después de la guerral—respondió Petronio, sacando su mano por entre los pliegues del delicado tejido de kirbaso[3] en que estaba envuelto,—¿Qué novedades hay entre los armenios? Duronte tu permanencia en Asia ¿has tenido ocasión de ir á Bitinia?

Petronio, muy famoso por sus gustos afeminados y su amor á los placeres, había sido tiempo atrás gobernador de la Bitinia, un gobernador enérgico y justo. Por este motivo recordaba con gusto aquella época; entonces probó que hubiera podido y sabido brillar, si tal hubiese sido su intención.

—Fuí hasta Heraclea á llevarle refuerzos á Corbulón,—respondió Vinicio.

—¡Ah, Heraclea! Allí conocí á una muchacha de Cólquida, por quien daría, de buena gana, todas las divorciadas de aquí, sin exceptuar á Popea. Pero estas son historias añejas. Preferible es que me hables de lo que pasa en la frontera de los partos. En el fondo no son muy temibles todos esos Vologesos, Tiridates, Tigranes y otros bárbaros que aún caminan á cuatro patas en su país, y no imitan al hombre más que en nuestra presencia. Pero ahora, sólo se habla en Roma de esas gentes; sin duda porque es menos peligroso que hablar de otra cosa cualquiera.

—Sin Corbulón, esas guerras podían terminar malamente.

—¿Corbulón? ¡Por Baco! Es un verdadero dios de la guerra; un verdadero Marte, un gran general, un hombre á la vez fogoso, leal é imbécil. Yo le quiero únicamente por el temor que inspira á Nerón.

—Corbulón no es un imbécil.

—Puede que tengas razón; por lo demás, poco importa. La estupidez, como dice Pyrron, no le cede en nada á la sabiduría, y en nada difiere de ella.

Vinicio empezó entonces á dar noticias de la guerra, pero cuando Petronio cerró de nuevo los ojos, reparó el joven en el aire de fatiga y en el enflaquecimiento del semblante de su tio, y cambiando al punto de tema, preguntóle con interés por su salud.

Petronio abrió de nuevo los ojos.

¿Salud? No. Su salud no era buena. Cierto era que aún no llegaba al estado del joven Sisena, que había perdido ya la sensación hasta el punto de que, cuando le llevaban al baño por la mañana, preguntaba: «¿Estoy de pie ó sentado?» Pero, de todas maneras no se sentía bien. Vinicio acababa de encomendarle á los númenes Venus y Esculapio. Pero él, Petronic, no creía en Esculapio. ¡Ni siquiera sabíase de quien era hijo este dios, si de Arsidoe ó de Coronidel y si era dudosa la madre, ¿qué podría decirse del padre? ¿Quién podía estar seguro en tales tiempos de saber quien era su padre?

Y aquí Petronio rió maliciosamente; luego, continuando, dijo:

—Cierto es que hace dos años envié á Malvasia tres docenas de mirlos vivos y una copa de oro; pero, ¿sabes tú por qué? Yo me dije: «Séame ó no esto favorable, no podrá hacerme daño alguno.» Aun cuando las gentes todavia siguen presentando ofrendas á los dioses, creo que todos piensan como yo; todos, con la probable escepción de los muleteros de alquiler que están en la Puerta Capena al servicio de los viajeros. Además, no sólo he tenido que habérmelas con Esculapio, sino también con los hijos de Esculapio. Cuando el año pasado sentí cierto malestar en la vejiga, perpetraron en mí no sé cuantos cuidados.

Yo comprendí que no eran sino unos embaucadores, pero me dije: «¿Qué mal hay en ello? El mundo hállase asentado sobre bases de engaño, y la vida no es más que una ilusión. El alma, á su vez, también es ilusión. Pero, uno debe tener el discernimiento suficiente para saber distinguir las agradables de las ingratas ilusiones.» Daré orden para que en mi hypocaustum[4] quemen madera de cedro rociada con ámbar gris, pues mientras viva he de preferir los perfumes á los hedores. En cuanto á Venus, bajo cuyos auspicios me has querido también colocar, me he familiarizado con su guarda hasta el punto de que estoy sintiendo unos punzantes dolores en el pie derecho. Pero, por lo demás, es una buena diosa. Supongo que tarde ó temprano habrás de llevar á su altar la ofrenda tuya, de unas palomas blancas.

—Verdad es,—le contestó Vinicio.—Las flechas de los partos no han tocado mi cuerpo, pero un dardo de amor acaba de herirme inesperadamente á pocos stadía[5] de una de las puertas de esta ciudad.

—¡Por las blancas rodillas de las Gracias! Ya me contarás esto en hora de mayor reposo.

—Venía justamente á pedirte consejo.

En el mismo instante aparecieron los depiladores[6] que rodearon á Petronio, en tanto que Marco entró en un baño de agua tibia.

—¡Ah! Será superfluo preguntarte si tu amor es correspondido, —replicó Petronio contemplando las marmoreas carnes de Vinicio,—si Lisipo te hubiera visto, servirías de ornato en la puerta que conduce al palatino, bajo los rasgos de cualquier Hércules juvenil.

El joven sonrió y se hundió en la pila, salpicando un mosaico que figuraba á Juno en el momento en que suplica al Sueño que duerma á Júpiter.

Terminado el baño, Vinicio, á su vez se entregó á las ágiles manos de los depiladores, y en este momento entró un lector[7], llevando sus papiros en un estuche de bronce.

—¿Quereis oir algo?—preguntó Petronio.

—Si se trata de una obra tuya con mucho gusto;—respondió Vinicio,—no siendo así, prefiero hablar. Actualmente, los poetas hasta tratan de detenernos para ofrecernos sus lecturas en todas las esquinas...

—Y no se puede salir á la calle sin ver á un poeta gesticulando como un mico. Agripa, á su regreso de Oriente, los tomaba por locos furiosos. El César hace versos, y todo el mundo sigue su ejemplo; pero no hay derecho á perpetuarlos mejores que los del César. Por eso siento algún temor por Lucano... En cuanto á mí, hago prosa y no rega lo los oídos de nadie, ni aún los mios. Lo que el lector quería hacernos oir son los Codicilos de ese pobre Fabricio Vejento...

—¿Por qué dices ese pobre?

—Porque se le ha hecho saber que debe vivir confinado en Odisa, sin que pueda tornar á su hogar doméstico hasta no recibir para ello una nueva orden. Esa Odisea será para él más fácil que para Ulises, pues seguramente su esposa no es ninguna Penélope.

Con todo, creo innecesario decirte que Fabricio obró estúpidamente. Pero, aquí ya nadie ve las cosas sino de una manera superficial. Su libro, bien mirado, no es más que una obrilla deleznable y tonta, que las gentes han empezado á leer con pasion desde que el autor ha sido en viado al destierro. Ahora escuchanse á porfía las voces ¡Escandalo! ¡Escandalo! y es posible que Vejento haya inventado algunas cosas; pero yo, que conozco la ciudad, que conozco á nuestros patricios y á nuestras mujeres, te aseguro que todo ello es pálido ante la realidad. Entre tanto, no hay hombre que hoy no busque el libro con zozobra, por lo que á él propio pueda referirse; con regodeo, por lo que toque á sus conocidos. En la librería de Avirno, cien escribientes se ocupan en copiarlo al dictado, y el éxito de la obra es cosa cierta.

—¿No figuran en ella tus asuntos?

—¡Sí! pero el autor está equivocado, porque soy á la vez peor y menos insípido de lo que él me presenta. Ya lo ves: desde mucho tiempo hemos perdido la noción de lo digno y de lo despreciable. Aun á mí mismo paréceme ya que, en realidad de verdad, no existe diferencia entre esos términos, si bien Séneca, Musonio y Trasca, pretenden verla. ¡Para mí todo es igual! ¡Por Hércules, digo lo que pienso! No obstante, he conservado el sentimiento estético, porque distingo perfectamente lo deforme de lo bello; pero nuestro poeta Barba de Bronce[8] por ejemplo, el automedonte, el cantor, el comediante, no comprende esto.

—¡Lo siento, sin embargo, por Fabricio! Es un buen compañero.

—La vanidad fué la causa de su ruina. Todos sospechaban de él, nadie tenía certidumbre plena; pero no supo reprimirse y reveló el secreto á todos bajo reserva. ¿Has oído la historia de Rufino?

—No.

—Entonces ven al frigidarium (refrijerador) á enfriarte: allí te la referiré.

Y pasaron entonces al frigidarium, en el centro del cual veíase una fuente de la que brotaba un líquido de brillante color de rosa, y con olor á violetas. Allí sentáronse en sendos nichos cubiertos de terciopelo, y se dispusieron á refrescar sus cuerpos.

Reinó el silencio por espacio de algunos instantes. Vinicio, entre tanto, contemplaba con aire pensativo un grupo en que un fauno de bronce, inclinado sobre el brazo de una ninfa, procuraba ansiosamente unir sus labios á los de ella.

—Tiene razón, —dijo el joven.—No hay cosa mejor en la vida.

—¡Más ó menos! Pero, además de esa afición, tienes tú, amor á la guerra, por la cual no siento yo ninguna, porque bien me sé que bajo la tienda de campaña se rompe uno las uñas y pierden éstas su rosado tinte. De ahí que todo hombre tenga sus especiales preferencias. Barba de Bronce ama el canto, particularmente el propio; y el viejo Escauro ama su vaso corintio, que mantiene cercano á su lecho durante la noche, y al cual besa en las horas de insomnio. Y tanto, que en fuerza de este incesante besar, le tiene ya gastados los bordes. Dime: ¿no haces tú versos?

—No; jamás he compuesto ni siquiera un hexámetro.

—¿Y no tocas el laud, ni cantas?

—No.

—¿Ni sabes conducir un carro?

—Hace años tomé parte en dos carreras en Antioquía, pero sin resultado.

—Me tranquilizas. ¿De que partido eres en el Hipódromo?

—De los Verdes.

—Estoy tranquilo del todo, tanto más, cuanto que á pesar de tu gran fortuna, no eres tan rico como Pallas ó Séneca, Porque indudablemente se pueden hacer versos, cantar acompañándose con el laud, declamar y guiar un carro; pero hay una cosa muy preferible y sobre todo menos peligrosa: y es, no hacer versos, no cantar, no tocar el laud y no guiar carros. Es todavía mucho mejor admirar todos esos artes cuando Barba de Bronce los practica. Tu eres hermoso: Popea puede enamorarse de tí, hé aquí el único peligro. Pero no, tiene demasiada experiencia. De amor, sus dos primeros maridos la han saciado, y con el tercero, tiende á otra cosa. ¿Creerás que ese imbécil de Oton la ama todavía con delirio? Allá está paseándose por los campos de España y soltando suspiros al viento. Ha perdido sus antiguos hábitos, y se ha abandonado hasta el punto de que solo emplea tres horas para su peinado. ¡Quién lo hubiera creído!

—Yo comprendo á Oton,—respondió Vinicio,—sin embargo, en su lugar, haría otra cosa.

—Di.

—Reclutaría entre los montañeses de aquella nación legiones leales. ¡Son bravos soldados esos iberos!

—¡Vinicio! ¡Vinicio! Tengo deseos de decirte que no serías capaz. Porque esas cosas se hacen y no se dicen, ni aún á título de hipótesis. En cuanto á mí, en su lugar, me burlaría de Popea, me burlaría de Enobarbo; quizás alistaría iberos en mis legiones, pero no hombres, sino mujeres. Todo lo más, escribiría epígramas que no leería á nadie... al revés de ese pobre Rufino.

—Me has prometido contarme eso.

—Te lo referiré en el unctorium (untorio)[9].

Pero en el unctorium la atención de Vinicio dirigióse á otros objetos, á saber; las admirables esclavas que allí aguardaban á los bañistas. Dos de ellas, africanas, semejantes á estatuas de ébano, empezaron á unjir sus cuerpos con delicados perfumes de la Arabia; otras, frijias, peritas en peinados, llevaban en sus manos, flexibles como serpientes, peines y espejos de acero bruñido; dos doncellas griegas oriundas de Cos, que eran verdaderas deidades como bellezas, hallábanse presentes en calidad de vestiplicae[10] aguardando llegara el momento de adaptar pliegues estatuarios á las togas de sus señores.

—¡Por Júpiter, el gran desparramador de nubes!—exclamó Marco Vinicio,—¡qué selecciones haces!

—Prefiero la selección á la agrupación, contestó Petronio. Toda mi familia[11] de Roma no pasa de cuatrocientos siervos, y juzgo que para el servicio personal, solamente los improvisados necesitan de mayor número de individuos.

—Cuerpos más hermosos no los posee ni mismo Barba de Bronce,—dijo Vinicio, en tanto que sus narices dilatábanse con fruición.

—Tú eres mi pariente,—contestó Petronio con aire de amistosa indiferencia,— y yo no soy ni tan misantropo como Barso, ni tan pedante como Aulio Plaucio.

Cuando Vinicio oyó este último nombre, olvidó por un momento á las doncellas de Cos, é irguiéndose con viveza, preguntó:

—¿Cómo vino á tu mente el nombre de Aulio Plaucio? Sabes tú que después de haberme dislocado el brazo fuera de la ciudad, pasé varios días en su casa? Quiso el acaso que Plaucio acudiera en el momento del accidente, y viendo que yo sufría mucho hizome conducir á su casa. En ella un esclavo suyo, el médico Merion, me hizo recobrar la salud. Precisamente deseaba hablarte de este asunto.

—¿Por qué? Acaso has ido á enamorarte de Pomponia?

En ese caso, te compadezco: Pomponia ya no es joven, ¡y es virtuosa! Imposible imaginar una peor combinación. ¡Brr!

—De Pomponia, no, por cierto,—contestó Vinicio.

—¿Y de quién entonces?

—Yo mismo no lo sé. Ni siquiera conozco su nombre de un modo cierto: ¿Ligia ó Calina? La llaman Ligia en la casa, por ser oriunda de la nación ligia ó Ligur, pero tiene su propio nombre bárbaro de Calina. Es una admirable casa la de los Plaucios. Hay en ella muchos indivíduos, pero se vive allí tan calladamente como en los bosques de Subiaco. Por espacio de varios días, nada supe acerca de la divinidad que bajo aquel mismo techo habitaba. Una vez, al rayar el alba, la ví bañándose en la fuente del jardín, y te juro, por esa espuma de que surgió Venus afrodita, que los primeros rayos del sol jugaban á través de su cuerpo. Creí que el sol al levantarse la hacía disipar delante de mí como se disipa el crepúsculo de la mañana. La ví dos veces más y desde entonces no conozco la tranquilidad; se han desvanecido todos mis otros deseos. No me preocupan los placeres que pueda brindarme la ciudad; no quiero ya mujeres, ni oro, ni bronces de Corinto, ni ámbar, ni nácar, ni vinos, ni festines, solio quiero á Ligia. Petronio, mi alma se lanza hacia ella, como en el mosaico de tu tepidario, el Sueño se lanza hacia Paisitea.

—Si es una esclava, cómprala.

—No es una esclava.

—¿Qué es, pues? ¿Una liberta?

—No ha sido jamás esclava.

—¿Entónces?

—No sé. Una hija de un rey...

—Me intrigas, Vinicio.

—La historia no es muy larga. Tú quizás hayas conocido á Vannio, rey de los Suevos, que, arrojado de su país, habitó largo tiempo en Roma, donde se hizo célebre por su destreza en el juego de dados y su habilidad para conducir un carro. Druso le restauró en el trono. Vannio gobernó al principio con mucha oportunidad y emprendió gloriosas guerras, pero luego comenzó á desollar no sólo á sus vecinos, pero también á sus súbditos. De manera que Vangio y Sidon, hijos de Vibilio rey de los Hermunduros, se concertaron para que viniese á Roma á probar suerte en el juego de dados.

—Lo recuerdo; eso fué en tiempo de Claudio. La fecha no es remota.

—No... Estalló la guerra. Vannio llamó en su auxilio á los Yazigos, en tanto que sus sobrinos se concertaban con los ligios. Estos, muy inclinados á la rapiña, y que habían oído hablar de las enormes riquezas de Vannio, llegaron en tan gran número, que el mismo Claudio empezó á temblar por la seguridad de sus fronteras. Claudio no tenía el ánimo de intervenir en una guerra entre bárbaros, pero escribió á Atelio Hister, que á la sazón tenia el mando de las legiones del Danubio, encargándole que vigilara de cerca las operaciones bélicas y no permitiese á los 'combatientes perturbar la paz de que disfrutábamos. Hister exigió entonces á los ligures la promesa de que no traspasarían la frontera; y estos, no tan sólo convinieron en ello, sino que además constituyeron rehenes en prenda de su compromiso, entre los cuales rehenes figuraban la esposa y la hija de su caudillo. Bien sabes tú que los bárbaros llevan consigo á la guerra á rus esposas y á sus hijos. Mi Ligia es la hija de ese caudillo.

—¿Cómo te hallas al corriente de todo eso?

—Aulo Plaucio me lo ha referido. Los ligios en realidad no atravesaron la frontera; pero esos bárbaros van y vienen con un impetu de tempestad. Así, pues, un día los ligios debían hacerse humo, coronadas las cabezas con cuernos de auriochs[12]. Mataron á los suevos y yazigos de Vannio; pero su propio rey cayó también. Desaparecieron entonces, llevándose su botín de guerra, y los rehenes quedaron en poder de Hister. La madre murió poco después, y no sabiendo Hister qué hacerse con la hija, remitióla á Pomponio, gobernador de Germania. Este á la terminación de la guerra con los catos, regresó á Roma, donde Claudio, como sabes, permitió que fuese recibido en triunfo. La doncella en esa ocasión seguía tras del carro del conquistador; pero, una vez terminada la solemnidad, no pudiendo los rehenes ser considerados como cautivos y no sabiendo Pomponio qué hacer definitivamente con la niña, dióla á su hermana Pomponia Graecina, esposa de Plaucio. En esa casa, en que todos,—empezando por los amos y concluyendo por las aves de gallinero,—son virtuosos, la doncella creció, jay! tan virtuosa como la propia Graecina, y tan bella que Popea misma, á su lado, parecería un higo de otoño, junto á una manzana de las Hespérides.

—¿Y qué?

—Y yo te repito que desde el momento en que ví cómo los rayos del sol, en aquella fuente, pasaban directamente al través de su adorable cuerpo, me enamoré de ella como un loco.

—¿Es pues transparente como una lamprea ó una sardinilla?

—No te rías, Petronio. Una brillante vestidura puede cubrir heridas dolorosas. Has de saber además, que á mi regreso de Asia, pasé una noche en el templo de Mopso. Mopso se me apareció en sueños y me anunció que el amor modificaría mi vida profundamente.

—Yo he oído decir á Plinio que no creía en los dioses, pero si creía en los sueños; puede que tenga razón. Además, se trata de un dios, ante el cual, mis burlas se detienen, porque creo en la eternal y omnipotente Venus Generatriz. El amor ha hecho surgir el mundo del caos. ¿Ha hecho bien? Es discutible; pero su poder es patente; se puede no bendecirla, pero hay que reconocerla.

—¡Ay de mí, Petronio! ¡Una disertación filosófica no equivale á un buen consejo!

—Dime, pues, qué deseas, con toda claridad.

—¡Quiero á Ligia! Quiero que mis brazos que ahora abrazan el vacío, la estrechen á ella. Quiero respirar su aliento. Si fuese una esclava, yo le daría á Aulo por ella cien jóvenes, bellas y vírgenes. Quiero guardarla en mi casa hasta el día en que mi cabeza sea tan blanca como la cima del Soracta en invierno.

—Ella no es esclava, cierto, pero en definitiva, forma parte de familia de Plaucio, y como es una niña abandonada se tiene el derecho de considerarla como una alumna[13], y Plaucio puede cederla si quiere.

—Parece que no conozcas á Pomponia Gracina. Por otra parte, los dos esposos la quieren como si fuera hija propia.

—Conozco á Pomponia; un verdadero ciprés. Si no fuese mujer de Aulo Plaucio, la contratarían como plañidera. Desde la muerte de Julia no se ha quitado la estola negra y tiene el aire de caminar ya por el prado sembrado de asfodelos. Es además, «la mujer de un sólo hombre,» y por consiguiente, entre nuestras romanas, cuatro ó cinco veces divorciadas debe ser considerada como una especie de ave fénix. Y á propósito, ¿no te has enterado de que en el alto Egipto, dicen que ha sido vista el ave fénix? ¡Un acontecimiento que sólo ocurre cada quinientos años!

—¡Petronio, Petronio! en otra ocasión podremos hablar del fénix.

—¿Qué puedo yo decirte, Marco mío? Conozco á Aulo Plaucio, el cual, aún cuando vitupera mi sistema de vida, me es en cierto modo adicto, y acaso hasta me respeta quizás más que á otros, porque sabe que nunca he sido delator, como Domicio Africano, y toda esa canalla de los intimos de Enobarbo. Sin abrigar la pretensión de ser un estoico, más de una vez me han sublevado ciertos actos de Nerón, que Séneca y Burro miraban cubriéndose los ojos con las manos abiertas. Si tú crees que algo puedo hacer en tu favor cerca de Aulio, estoy á tus órdenes.

—Creo que sí puedes. Tienes influencia sobre él; y además, tu ingenio te ofrece inagotables recursos. ¡Si tú quisieras hacerte cargo de la situación y hablar á Plaucio!

—Tienes una idea exagerada de mi influencia y de mi ingenio; pero si no deseas más que eso, hablaré á Plaucio inmediatamente que él y los suyos hayan regresado á la ciudad.

—Regresaron hace dos días.

—En tal caso, vamos al Triclinium (triclinio)[14], en donde nos aguarda la comida, y cuando hayamos reparado nusstras fuerzas, daremos orden para que nos conduzcan á casa de Plaucio.

—Tú has sido siempre bueno para conmigo,—contestó Vinicio con efusión, y ahora voy á ordenar que coloquen tu estatua entre mis lares[15]—una tan hermosa como ésta—y colocaré ofrendas ante ella.

Y esto decía vuelto el semblante á las estatuas que ornamentaban todo un costado de aquella perfumada cámara y señalando una en que veíase á Petronio representando á Mercurio con el caduceo en la mano; luego exclamó:

—¡Por la luz de Helios! (el sol) Si el «divino» Alejandro se pareciese á ti, comprendería yo á Helena!

Y en esta exclamación había á la vez tanta sinceridad como lisonja, porque Petronio, si bien de más edad y de formas menos atléticas, era más hermoso que el propio Vinicio. Las mujeres de Roma admiraban, no tan solo su flexible ingenio y su buen gusto,—que le habían conquistado el título de arbiter elegantiæ,—sino también su cuerpo. Esta admiración traslucíase evidentemente en aquellos instantes hasta en los rostros de las doncellas de Cos que á la sazón se ocupaban en arreglar artísticamente los pliegues de su toga; una de las cuales, cuyo nombre era Eunice, que le amaba en silencio, tenía ahora fijos en él los ojo con expresión de sumiso arrobamiento. Pero Petronio ni siquiera reparó en ello; y sonriendo á Vinício, por única respuesta recordó la expresión de Séneca referente á las mujeres: Animal impudens, etc..

Y en seguida, poniendo familiarmente una mano sobre el hombro de su sobrino, lo condujo al triclinio.

En el uncturio, las dos jóvenes griegas, las frigias y las etiopes, se quedaron arreglando los utensilios del tocador. Pero en el mismo momento, bajo la cortina levantada por el frigidario, aparecieron las cabezas de los bañeros y se oyó un ligero «pst». A este llamamiento, una de las griegas, las frigias y las etiopes desaparecieron: aquel era el momento en que empezaban en las termas las escenas de juego y disipación, á las cuales no se oponía jamás el inspector, pues gustaba también de echar una cana al aire. Petronio se recelaba lo que ocurría, pero en su cualidad de hombre indulgente, hacia la vista gorda.

En el unctuorio quedaba solamente Eunicia. Durante un momento, con la cabeza inclinada, oyó las risas que se alejaban; luego tomó el taburete de ambar y marfil en que Petronio había estado sentado y lo colocó delante de la estatua de éste.

De pie sobre el banquillo, echó los brazos al cuello de la estatua; sus cabellos rodaron hasta su cintura en olea
Su boca estaba pegada á los frios labios. (Pág. 17)
das de oro; su carne se pegó al mármol; su boca estaba pegada á los frios labios de Petronio.

  1. Pieza de baños en donde se untaban el cuerpo con aceite.
  2. Lino finisimo que se encontraba en España según Plinio.
  3. Esculapio y Venus.
  4. Estufa para calentar las piezas ó habitaciónes. Se llamaba también así la misma pieza calentada con la estufa.
  5. Estadios, medida itineraria de 125 pasos.
  6. Depilador, el que entresacaba las canas ó estirpaba el vello del cuerpo.
  7. Los lectores eran siervos literatos que tenían los romanos para que les leyesen.
  8. En latin Aenobarbus, significa barba de bronce. Era el sobrenombre por el cual se conocía á la familia Domicia, de la cual descendia Nerón que, como se sabe, era hljo de Domicio Enobarbo, pretor y cónsul en tiempo de Tiberio, y de Agripina, hija de Germánico, siendo adoptado por Claudio, cuando éste casó con Agripina.
  9. El sitio en que se untaban ó frotaban con aceite ó esencias los que salían del baño.
  10. Doncellas ó camareras encargadas de vestir á sus amos.
  11. Familia llamaban los romanos al número total de siervos de una casa.
  12. Toro salvaje de las antiguas Germania y Galias.
  13. La que se criaba como hija.
  14. Leeho escaño con capacidad para que se recostaran á comer tres persona. También cenador ó pieza para comer.
  15. Lar, dios del hogar doméstico, genio protector y conservador.