Quo vadis? (Poirier tr.)/II

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CAPÍTULO II

Después de una comida, á la que se le daba el nombre de almuerzo, y que los dos amigos empezaron á una hora en que los simples mortales habían ya comido su principal comida (el prandium) Petronio propuso á su huésped que reposaran algunos momentos, pues según él no era la hora aquella oportura para hacer visitas.

—Hay es cierto,—dijo,—gentes que empiezan á visitar á sus amigos casi desde la salida del sol, creyendo que esa es una antigua costumbre romana, pero yo la considero más bien bárbara. Las horas de la tarde son más adecuadas, pero no antes de aquella en que el sol pasa al lado del templo de Júpiter en el Capitolio, y empieza á mirar oblicuamente al Forum (Plaza). En otoño hace calor aún y place á las gentes dormir un poco después de comer. Al mismo tiempo, es agradable escuchar el murmurio de la fuente en el atrium (vestibulo) y después de dar el obligado millar de pasos, dormir una siesta iluminados por la roja luz que penetra al través del medio alzado velarium[1] de color de púrpura.

Vinicio reconoció la justicia de estas observaciones y ambos empezaron su paseo y reanudaron su conversación comentando negligentemente lo que se decía en la morada del César y en la ciudad, y filosofando un poco acerca de la vida. En seguida, Petronio retiróse al cubiculum, (dormitorio), pero no durmió sino breves momentos, saliendo al cabo de media hora; y habiendo ordenado que le trajeran verbena, aspiró este perfume y con él se frotó las manos y sienes, diciendo á Vinicio:

—Parece increíble cómo reanima y refresca. Ya estoy listo.

La litera les aguardaba desde hacía rato: entraron á ella y Petronio ordenó que le condujesen al Vicus Patricius (barrio de los patricios ó nobles) á casa de Aulio. La «insulas de Petronio se hallaba situada al costado sur del Palatino, cerca del llamado barrio Carinae[2]. Por lo tanto, la vía más corta hacíase tomando dirección más abajo del Forum; pero como Petronio deseaba detenerse en el camino, en casa del joyero Idomeneo, hizo que los condujeran, por el Vicus Apollinis (barrio de Apolo) y el Forum, en dirección del Vicus Sceleratus (barrio impío, maldito), á cuyo extremo había muchas tabernae[3] de todas clases.

Unos africanos gigantescos conducían la litera, precedidos de esclavos llamados pedisequii[4]. Petronio al cabo de algunos instantes de silencio, se llevó á las narices la palma de la mano, perfumada con la verbena y pareció quedar en actitud meditabunda.

—Se me ocurre,—dijo luego,—que si tu diosa de las selvas no es una esclava, bien podría abandonar la casa de Plaucio y trasladarse á la tuya. Tú le prodigarías tu amor y la colmarías de riquezas, cual he hecho yo con mi adodorada Crisotemis, de quien hablando entre nosotros, estoy ya casi tan harto como ella lo está de mi.

Marco movió la cabeza.

—¿No?...—preguntó Petronio.—Poniéndose en lo peor, la cosa sería sometida al emperador, y puedes tener la seguridad de que, con ayuda de mi influencia, la decisión de nuestro Barba de Bronce te sería favorable.

—No conoces á Ligia,—respondió Vinicio.

—Entonces, permiteme que te pregunte si la conoces tú... de otro modo que no sea de vista. ¿La has hablado?

¿La has declarado tu amor?

—La ví en el baño, ya te lo he dicho; después la he encontrado dos veces. Durante mi permanencia en casa de Aulo, ocupaba un departamento destinado á los huéspe des, y, con mi muñeca dislocada, no podía comer en la mesa de familia. La víspera de mi partida ví á Ligia, durante la cena, y no pude dirigirla una palabra. Tuve que escuchar la narración de las victorias de Aulo en Bretaña y sus quejas sobre la decadencia de la pequeña propiedad en Italia. Luego, en cuanto escapé de las victorias y la pequeña propiedad, cayó en una serie de lamentaciones sobre las costumbres afeminadas del siglo. Tienen faisanes en sus corrales, pero se guardan muy bien de comérselos, partiendo del principio que cada faisán que se sirve á la mesa, precipita el final de la pujanza romana. Encontré á Ligia la segunda vez en la cisterna del jardin. Llevaba en la mano una caña de pescar, que acababa de atraer hacia sí y cuyo extremo volvía á la sazón á sumergir en el agua esparciendo al rededor cristalinas gotas irisadas. Observa mis rodillas. Por el escudo de Hércules te declaro que no me temblaron cuando las legiones de partos avanzaban como nubes sobre nuestros manipulos (1) lanzando tremendos aullidos; pero si tembláronme delante de la cisterna.

Y entonces, confundido como un muchacho que todavía lleva una bula (2) al cuello, imploré compasión con los ojos, ya que por prolongados instantes no me fué posible desplegar los labios, ni articular una sola palabra.

Petronio le contempló casi con aire de envidia y exclamó: —¡Dichoso el hombrel Porque, aún cuando el mundo y la existencia fueran, si es posible, peores de lo que son, hay en ellos una cosa perdurablemente buena: la juventud!

(1) pañía de soldados en las cohorte anas.

(2) Anillo en forma de corazón que los nobles romanos ponían al cuello de sus hijos hasta que llegaban éstos á la edad de 14 años.

C Transcurrido un breve espacio, preguntó: —¿Y no la hablaste?

—Cuando me hube repuesto un tanto de mi emoción, la dije que me hallaba de regreso del Asía, que me había dislocado un brazo cerca de la ciudad, y había sufrido cruelmente; pero que en el instante de abandonar tan hospitalaria casa, venía á comprender que el sufrimiento en ella era más de desear que el placer en otro sitio; que la enfermedad allí era preferible á la salud en otra parte.

Confusa ella á su vez, escuchaba mis frases con la cabeza inclinada, en tanto que algo trazaba con la caña de pescar sobre la arena de color de azafrán. Después alzó la vista y en seguida volvió á observar las líneas trazadas en el suelo. Una vez más dirigió luego hacia mí los ojos, cual si fuera á interpelarme, y por último, huyó de repente, cual una amadríada (1) que se hallara delante de un feroz estulto.

—Deben ser lindos sus ojos.

—Como el mar, y como en el mar me he ahogado en ellos. Créeme: menos azul es el archipiélago. Un momento después vino un niño, hijo de Plaucio, á hacerme una pregunta. Pero yo nada ofa ni entendía á la sazón.

—¡Oh Minerval—exclamó Petronio,—arranca de los ojos de este mancebo la venda que Eros ha puesto sobre ellos; si no se romperá la cabeza contra las columnas del templo de Venus.

—¡Oh tú, botón primaveral del árbol de la vida,—agregó dirigiéndose á Vinicio,—primer verde retoño de la vid!

En vez de llevarte á casa de Plaucio, debiera ordenar que te condujesen á Gelocio: allí hay una escuela para jóve nes no familiarizados con la vida!

—¿Qué deseas en particular?

—Dime qué escribió en la arena. ¿Sería acaso la palabra amor, ó un corazón atravesado por una flecha, ú otra (1) Ninfa de los bosques y selvas.

cosa semejante, merced á la cual pudiéramos saber si los sátiros han hablado al oído de esa ninfa y reveládole algunos de los secretos de la vida? ¿Cómo es posible que no reparase en esos signos?

—Hace más tiempo que me puse la toga del que á ti te parece, dijo Vinicio.—Antes de que el pequeño Aulio echase á correr, fijé cuidadosamente la atención en esos signos, porque no ignoro que á menudo las doncellas de Grecia y de Roma escriben en el suelo imágenes que sus labios no traducirían en palabras. Adivina lo que pintó.

—Si no lo he adivinado ya, no lo adivinaré jamás.

—Un pescado...

—¿Dices?...

—Digo, un pescado. ¿Significa eso que aún circula sangre fría por sus venas? No lo sé. Pero tú, que me has llamado botón primaveral, me explicarás ese signo.

—Querido mío, interrogaremos á Plinio. Es especialista en peces.

La conversación tuvo que interrumpirse, pues la litera atravesaba en aquel momento calles animadísimas, de donde salía un vocerío espantoso, y bien pronto por la Vía de Apolo, llegaron al Foro.

Una multitud inmensa sa paseaba bajo los arcos de la basílica de Julio César, ó estaba sentada en las gradas del templo de Castor y Polux, ó daba vueltas alrededor del pequeño santuario de Vesta, semejante, sobre aquel despilfarro de mármol, á enjambres multicolores de mariposas y escarabajos. Por lo alto, descendiendo las enormes gradas del templo consagrado á Júpiter, Jovi, Optimo, Máximo,—afluían nuevas oleadas de gente. Cerca de los Rostros (1), peroraban algunos oradores callejeros. Los industriales vendían, anunciando con grandes gritos, vino ó agua mezclada con zumo de higos. Los charlatanes encomiaban la virtud de sus drogas; los adivinos, los zahories (1) La tribuna desde donde se arengaba al pueblo.

y los intérpretes de sueños ponderaban su ciencia. El sistro, la sambuca egipcia (1) y la flauta griega, mezclaban sus sonidos al tumulto. Los enfermos y los devotos llevaban cestas cargadas á los dioses. Entre las piernas de los transeuntes, los palomos picoteaban en las losas el grano de las ofrendas, se elevaban un momento con gran estrépito de alas, y se abatían luego sobre los sitios que la concurrencia dejaba libres. Los grupos se apartaban dejando paso á las literas; veíanse en ellas rostros hermosísimos de mujer ó caras macilentas de caballeros y senadores. La población políglota repetía en voz alta sus nombres con el aditamento de algún epíteto de alabanza ó de burla. Por entre aquellos heterogéneos grupos surgían de tiempo en tiempo, avanzando con paso mesurado, partidas de soldados ó guardias que conservaban el orden en las calles. Y por todas partes el idioma griego escuchábase á la par que el latino.

Vinicio, que por largo tiempo había estado ausente de la ciudad, contemplaba con cierta curiosidad aquel enjambre de seres y aquel Foro Romano, que á la vez dominaba el mar de gentes y se veía inundado por él. Petronio, que adivinó los pensamientos de su acompañante, calificó muy apropiadamente aquello de «nido de los Quirites, (ciudadanos romanos), sin los Quirites.» Porque, á la verdad, el elemento local hallábase casi perdido en aquella masa de hombres, compuesta de todas las razas y naciones.

Veíanse alli etíopes, individuos procedentes del norte lejano y que ostentaban sus tallas de gigantes y sus cabellos rubios; britanos, galos, germanos, habitantes del Lérico, notorios por sus oblicuos ojos; hombres del Eufrates y del Indo, con barbas teñidas de rojo, sirios de las márgenes del Orontes, con sus ojos negros de mirada dulce; (1) Instrumento músico de metal, & modo de trompeta, que se alarga y acorta recogiéndose en sí mismo, para que haga ia diferencia de voces que pide la música..

habitantes de los desiertos de la Arabia, con su aspecto de hombres disecados, hasta el hueso; judíos de pechos enjutos; egipcios, con su eterna é impasible sonrisa en los labios: numidios y africanos; griegos de Tesalia, quienes, al igual de los romanos, eran dueños de la ciudad, pero en ella imperaban por la ciencia, el arte, la sabiduría y el engaño; griegos de las islas, del Asia Menor, de Egipto, de la Italia, de la galia narbonense. Entre la turbamulta de esclavos de orejas agujereadas, no faltaban los hombres libres,—población ociosa á la cual el César divertía, alimentaba y aun vestía,—y los visitantes de fuera, á quienes la vida fácil y las espectativas de hacer fortuna, atraían á la gigantesca ciudad. No escaseaban tampoco los mercenarios.

Había sacerdotes de Serapis, que llevaban ramos de palma en las manos; sacerdotes de Isis, á cuyos altares presentábanse mayor numero de ofrendas que al templo de Júpiter Capitolio; sacerdotes de Cibeles, conduciendo en las manos, doradas espigas de arroz; y sacerdotes de las divinidades nómadas; y danzarinas orientales, con sus tocados relucientes, y vendedores de amuletos, amansadores de culebras, y videntes, ó profetas de Caldea; y por último, individuos sin ocupación alguna, que semanalmente acudían en demanda de cereales á los graneros situados á orrillas del Tiber, que se batían por adquirir billetes de lotería para el Circo, que pasaban las noches en las casuchas desmedradas de los barrios transtiberinos y los días de sol bajo los pórtidos cubiertos, ó en los sucios figones del Subura, en el Puente Milvio, ó delante de las «insulas de los grandes, de donde se les arrojaba de cuando en cuando los sobrantes de la mesa de los esclavos.

Petronio era conocido de toda aquella multitud; en los oidos de Vinicio resonaban á cada paso estas palabras: «¡Es él!» Se le amaba por su liberalidad; y su fama habíase aumentado aun, desde el día en que intervino acerca del César, contra el decreto que condenaba á muerte á todos los esclavos del prefecto Pedanio Segundo, sin distinción de sexo ni edad, porque uno de ellos había asesinado á aquel monstruo. Petronio, por otra parte, declaró claramente que el negocio le importaba poco, y que había hablado al César como particular, en su cualidad de «Arbitrio de las elegancias,» en el cual, aquella matanza, digna de Escitas, pero no de romanos, había ofendido el sentimiento estético.

Petronio, en efecto, se preocupaba poco del reconocimiento del pueblo. Este mismo pueblo, y él lo recordaba perfectamente, idolatraba á Británico, á quien Nerón había envenenado, y á Agripina, á quien hizo asesinar, y á Octavio, á quien mandó ahogar por evaporación hirviente en la isla Paudataria, después de haberle hecho abrir las venas, y á Rubelo Plauto, á quien desterró, y á Tráseas, que mañana raba su sentencia de muerte; la popularidad, pues, podía considerarse como un funesto presagio, y nuestro escéptico no dejaba de ser un tanto supersticioso... Petronio despreciaba á la multitud en su doble cualidad de aristócrata y esteta. Aquellas gentes que comían habas agusanadas y que enronquecían y sudaban jugando á la morra en las esquinas ó bajo los peristilos, no merecían el nombre de humanos...

De ahí que no diese respuesta alguna á los aplausos, ni á los besos que le enviaban á porfía. Entre tanto, refería á Marco el caso de Pedanio, á la vez que se sublevaba, indignado, contra la volubilidad de la canalla, que á la mañana siguiente de la horrible carnicería batió palmas á Nerón, á su paso por las calles que le conducían al templo de Júpiter Stor.

Luego hizo detener la litera frente á la librería de Avirno, descendió y compró un lujoso manuscrito que entregó á Vinicio, diciendo: —Hé aquí un obsequio para ti.

—Gracias,—conte—tó Vinicio.

Y luego al leer el título, preguntó:

—Satyricon?» ¿Una obra nueva? ¿De quién es?

—Mia. Pero yo no deseo seguir por los rumbos de Rufino, cuya historia he ofrecido contarte, ni los de Fabricio Vejento. De ahí que nadie sepa nada respecto á este libro, y por eso te digo que no hables de él, como mío, á persona alguna.

—Tu has dicho que no escribes versos,—dijo Vinicio, hojeando el manuscrito como por la mitad;—pero aquí veo que la prosa á menudo alterna con ellos.

—Cuando lo leas, fija tu atención en la fiesta de Trimalquion. En cuanto á versos, me han hastiado desde que he visto á Nerón escribiendo un poema épico. Vitelio, cuando desea aliviarse de sus excesos gástricos, emplea unos dedos de marfil que se introducen en la garganta; otros se sirven al efecto de plumas de flamenco (fenicóptero) empapadas en aceite de oliva, ó en una decocción de tomillo silvestre.

En cuanto á mí, bástame leer una poesía de Nerón; el resultado es inmediato. Al instante me encuentro en aptitud de aplaudirla, si no con la conciencia tranquila, con el estómago limpio.

Dicho lo cual, hizo nuevamente detener la litera, esta vez delante de la tienda de Idomeneo, el orifice, y después de haber ajustado el negocio de las joyas, dió por fin orden para que la litera fuese conducida directamente á la mansión de Aulio.

—En el camino te contaré la historia de Rufino,—dijo luego, como una prueba de lo que puede llegar a ser la vanidad en un autor.

Pero antes de que hubiera empezado su relación, había torcido la litera por el Vicus Patricius, y bien pronto se encontraron delante de la casa de Aulio.

Un joven y fornido janitor (portero) abrió la puerta que conducía al ostium (entrada, antecámara) frente á la cual una urraca encerrada en su jaula les dió una chillona bienvenida, gritando la palabra Salve!» (¡Salud!) En el camino de la segunda antecámara, al atrio, Vinicio dijo: —¿Has notado que los porteros en esta casa no llevan cadenas?

—Esta es una admirable casa, contestó Petronio, bajando la voz.—Por cierto que se sospecha que Pomponia Graecina sustenta esa superstición oriental que consiste en rendir homenaje á un cierto Chrestos (1). Al parecer, quien le prestó este servicio, fué Crispinilla, la misma que no puede perdonar á Pomponia porque á ésta le ha bastado un marido de por vida. ¡Una mujer de un solo marido!

Hallar hoy día en Roma algo semejante, es más difícil que procurarse medio plato de hongos frescos de Nórico.

Has de saber que la juzgaron ante un tribunal doméstico.

—A tu juicio, es una casa admirable. Más tarde te referiré todo lo que he visto y oído en ella.

Entre tanto, habían llegado al atrinm. El esclavo que allí estaba, y que llevaba el nombre de atriensis (2), ordenó á un nomenclador que fuese á anunciar á los visitantes.

Petronio, que se figuraba que en aquella mansión austera debía reinar un tedio eterno, no salía de su asombro; miraba en torno suyo con cierta sorpresa desatinada, pues ninguna tristeza se sentía en aquel atrio luminoso. De lo alto, por una ancha claroboya, caía un haz de luz deslumbrante que se fragmentaba en mil chispas sobre las aguas de una fuente que se vertía en un pilón cuadrado; el impluvium estaba rodeado de anémonas y lirios. Indudablemente había en aquella casa, singular predilección por los lirios, pues había platabandas enteras, plantadas de aquella flor, blancos, rojos; había también lirios color zafiro, cuyos pétalos delicados parecían bañados de gotitas de plata líquida. Estatuitas de bronce, figurando aves acuá.

(1) Cristo. llamado entonces por los romanos Chrestos ó Chrestus por ignorancia de la etimologia del nombre.

(2) Especie de mayordomo de una casa, ticas, y niños, surgían del musgo y de las hojas compactas. En un rincón un caballito de bronce, inclinando sobre el agua su cabeza, verde por la humedad, parecía beber. El piso del atrio estaba pavimentado de mosáico.

Las paredes, incrustadas de mármol rojo en parte y en parte cubiertas de pinturas, representando árboles, peces, pájaros y grifos, encantaban por la feliz combinación de los colores. Los marcos de las puertas que caían sobre las piezas laterales estaban embutidos de concha y marfil; contra las paredes se erguían estatuas de antepasados de Aulio.

Por todas partes reinaba en aquella morada una atmósfera de tranquilidad y de holgura tan distante del derroche, como decorosa, y sobre firme base establecida.

Petronio, que vivía de manera incomparablemente más ostentosa y elegante, no pudo, sin embargo, encontrar allí nada que ofendiera su buen gusto; y acababa de volverse hacia Vinicio para hacerle aquella observación, cuando un esclavo, el velarius (1) corrió hacia un lado la cortina que separaba el atrium (vestibulo) el tablinum (sala de recibo), desde el cual pudo verse á Aulio Plaucio que con paso apresurado venía hacia ellos.

Era un hombre que se acercaba ya al ocaso de la vida, blanca de canas la cabeza, pero fresco aún el semblante enérgico, un tanto deprimido, en el cual dibujábanse todavía unas líneas como de águila. En ese instante advertíase en él. una expresión parecida al asombro y aun al temor, á causa de la inesperada visita del compañero, amigo y consejero de Nerón.

Petronio era demasiado perspicaz y hombre de mundo para no reparar en ello; de ahí que, después de las primeras frases de saludo, anunciara con toda la desenvoltura y elocuencia de que era capaz, que había venido á tribu(1) El que estaba á la puerta y cortina de la cámara del príncipe d amo, y facilitaba la entrada.

tar sus agradecimientos por los cuidados de que fuera objeto en aquella casa el hijo de su hermana, agregando que la gratitud era el sólo móvil de aquella visita, para la cual había alentado además la antigua amistad que lo ligaba á Plaucio.

Este, á su vez, le aseguró que en su casa sería siempreun bienvenido huésped; y en cuanto á gratitud, declaró que á él animábalo el propio sentimiento para con Petronio, aun cuando estaba cierto de que éste no adivinaría por el momento la causa.

En efecto, no la adivinaba Petronio. En vano alzaba hacia arriba sus pardos ojos, en su empeño por recordar el más mínimo servicio que hubiera prestado á Plaucio ó á cualquiera otra persona. Ninguno venía á su mente, á no ser que fuera el que intentaba prestar ahora á Vinicio.

De manera que el aludido por Aulio había podido en realidad prestarlo él involuntariamente, pero sólo involuntariamente.

—Siento gran afecto y estimación por Vespasiano, cuya vida salvaste,—dijo Aulio,—cuando tuvo la desgracia de dormirse mientras escuchaba los versos de Nerón.

—Buena fortuna fué la suya al no escucharlos,—replicó Petronio; pero no he de negar que la cosa pudo tener un desenlace fatal. Barba de Bronce deseaba irremisiblemente enviarle un centurión' portador del amistoso anuncio de que se abriese las venas.

—Pero tú, Petronio, le hiciste desistir de ese empeño, haciendo mofa del asunto.

—Así es; mejor dicho, no es así. Dije á Nerón, que si Orfeo hacía dormir con su canto á las bestias feroces, el triunfo suyo era igual, puesto que había logrado adormecer á Vespasiano. A Enobarbo puede censurársele, á condición de que a una ligera crítica se agregue una gran lisonja. Nuestra graciosa Augusta, Popea, sabe esto á la perfección.

—Ay! Tales son los tiempos—exclamó Aulio.—A mí me faltan dos incisivos, que me hizo caer una piedra arrojada por un bretón; desde entonces silbo al hablar; y sin embargo declaro que mis mejores días fueron los que en Bretaña pasé.

—Porque fueron días de victoria,—agregó Vinicio.

Pero Petronio, alarmado ante la perspectiva de que el viejo general pudiera dar principio á la narración de sus campañas, cambió el tema.

—Sabe—dijo—que en las inmediaciones de la comarca Palestrina fué encontrado muerto un lobezno de dos cabezas; y por ese mismo tiempo, durante una tempestad, un rayo cayó sobre un ángulo del templo de Luna, cosa inaudita por estar el otoño tan avanzado. También un cierto Cota, que había referido esto, agregó que los sacerdotes de aquel templo predecían la ruina de la ciudad, ó cuando menos la ruína de una casa poderosa; pudiéndose conjurar tan sólo el peligro con grandes sacrificios.

Aulo manifestó que, en efecto, tales señales no eran cosa de despreciar; cuando los crímenes sobrepujan toda medida; ¿cómo asombrarse de que se irriten los dioses?

En semejante caso parecíale que se imponían las ofrendas propiciatorias.

Petronio emitió su opinión: —Tu casa, Plaucio no es demasiado grande por más que la habite un grande hombre; la mía, á decir verdad, cubre con exceso las necesidades de su modesto dueño, pero es aun pequeña. Y si se trata de la ruina de una casa tan importante, por ejemplo, como la Domus Transitoria (1) ¿vale la pena de que hagamos ofrendas para conjurar su ruina!

Plaucio no respondió, y esta reserva hirió un tanto á Petronio, porque, á pesar de la infinita elasticidad de su moral, jamás había sido un delator.

Así, pues, segunda vez llevó la conversación por otros (1) La casa del César.

derroteros; empezó á encomiar el buen gusto que reinara en aquella casa.

—Es una antigua casa,—dijo Plaucio, en la cual no se ha hecho cambio alguno desde que yo la heredé.

Cuando se hubo corrido la cortina que separaba el atrium del tablinum, pudo verse la casa abierta desde un extremo al otro, de manera que á lo largo del tablinum, y del peristilo que le seguía, y del vestíbulo situado á continuación y que llevaba el nombre de oecus, (1) la mirada se extendía hasta el jardín, que visto á esa distancia semejaba un cuadro brillante colocado en un obscuro marco. Desde allí risas alegres é infantiles llegaban hasta el atrium.

—¡Oh, general!—dijo Petronio.—Permite que escuchemos más próxima á nosotros esa risa placentera que tan raras veces suele oirse en estos días.

—Con mucho gusto,—contestó Plaucio levantándose.—Son mi pequeño Aulio y Ligia, que están jugando á la pelota. Por lo que á la risa toca, creo, Petronio, que toda nuestra vida se emplea en ella.

—La vida solo risa merece, por eso las gentes se rien de ella,—contestó Petronio.—Pero la risa en tu casa tiene un timbre diferente.

—Petronio pasa días enteros sin reir,—dijo Vinicio,pero en cambio después rie noches enteras.

Así conversando, recorrieron la casa en toda su extensión y llegaron hasta el jardín, donde Ligia y el pequeño Aulio jugaban con pelotas que esclavos destinados exclusivamente á ese juego y llamado spheristan (jugadores de pelota,) recogían y ponían en sus manossu encuentro á Petronio dirigió una mirada rápida, fugaz, á Ligia; el pequeño Aulio, al ver á Vinicio, corrió saludarlo; pero el joven tribuno siguió sin detenerse hasta llegar delante de la hermosa niña, á quien saludó con una (1) Sala, pieza para hacer su labor las mujeres. El comedor.

inclinación de cabeza. Ligia á la sazón estaba de pie, con una pelota en la mano y el cabello en ligero desorden, anhelante por la agitación del juego y con las mejillas encendidas.

En el triclinio del jardín, al que daban sombra la hiedra, la vid y la madreselva, estaba sentada Pomponia Graecina y se acercaron á saludarla. Petronio la conocía, porque, aún cuando no visitaba á Plaucio, habíala visto en la casa de Antistia,hija de Rubelio Plauto, y además en la casa de Séneca y en la de Polion. Petronio no podía substraerse á un cierto sentimiento de admiración que le causaban el semblante de Pomponia, pensativo y apacible, y la dignidad de su porte, de sus ademanes y palabras. Ella venta á perturbar de tal manera su concepto acerca de la mujer, que aquel hombre, corrompido hasta la médula de los huesos y despreocupado como ningún otro habitante de Roma, en presencia de Pomponia no solamente se sentía inclinado á estimarla, sino que perdía un tanto el dominio de sí mismo, que era su cualidad saliente. Y ahora, al tributarle sus agradecimientos por las atenciones que había prodigado á Vinicio, dejó escapar, casi involuntariamente, un «domina,» (señora,) cosa que jamás le ocurría cuando hablaba, por ejemplo, con Calvia Crispinilla, Escribonia, Veleria, Solina, y otras mujeres de la alta sociedad. Después de los saludos y agradecimientos consabidos, se quejó de que la veía en muy raras ocasiones, manifestándole que no era habitual encontrarla ni en el circo ni en el anfiteatro; á lo cual contestó ella con acento apacible, poniendo su mano en la mano de su esposo: —Nos hacemos viejos, y amamos cada día más las dulzuras del hogar doméstico.

Petronio quiso protestar de aquellas aficiones al retiro, pero Aulo Plaucio añadió con su voz sibilante: —Y cada día nos sentimos más extraños entre esas gentes que inundan de nombres griegos nuestros dioses romanos.

—Hace ya algún tiempo que los dioses se han convertido en figuras retóricas,—respondió negligentemente Petronio, y son los griegos los que nos han importado la retórica; yo confieso por mi parte que me es más fácil decir Hera que Juno,—é indicó con la mirada que en presencia de Pomponia se imponía el evocar á Juno.

Después protestó contra lo que la dama dijera de la vejez.

—Verdaderamente, la vejez llega pronto, más o menos pronto, según el género de vida que se ha observado; pero hay rostros que Saturno parece olvidar.

Petronio dijo esto con bastante sinceridad, porque Pomponia Gracina, aun cuando de edad madura, conservaba una rara frescura en su rostro; y como tenía la cabeza pequeña y las facciones delicadas, á pesar de sus negros ropages y á pesar de su austeridad, en ciertos momentos parecía joven y bella.

El niño, que durante la permanencia de Vinicio en la casa, le había cobrado cariño, le invitó á jugar á la pelota.

Detrás del niño, Ligia había entrado en el triclinio. Bajo las hiedras, con mil rayos de sol que jugueteaban en su rostro, pareció á Petronio más bonita que á primera vista, y semejante á una ninfa. Y, como no le había dirigido aún la palabra, levantóse, é inclinándose ante ella, le dijo las palabras con que Ulises saluda á Nausicaa: —«Me postro ante tí... diosa ó mortal... Si eres una de las mortales que viven sobre la tierra, tres veces bendecidos tu padre y tu madre, y tres veces bendecidos tus hermanos.» La exquisita cortesanía de este hombre de mundo era grata aun á la misma Pomponia. En cuanto á Ligia, escuchóle ruborizada y confundida, sin atreverse á levantar la vista. Pero, casi inmediatamente después, una sonrisa sutil agitó como á impulsos de un estremecimiento las comisuras de sus labios, y pudo notarse en la expresión de su rostro una lucha entre la natural timidez de la doncella y el deseo de dar una contestación. Evidentemente triunfó el deseo, porque dirigiendo una rápida mirada á Petronio, le contestó en un impulso subitáneo con las propias palabras de Nausicaa, repitiéndolas sin tomar aliento, en una sola emisión, casi á la manera de una lección aprendida.

«Extranjero, no pareces ni hombre avieso, ni de juicio escaso.».

En seguida volvióse y echó á correr como una tímida avecilla.

Esta vez tocó á Petronio el turno del asombro, pues no había esperado escuchar versos de Homero de labios de una doncella, cuyo bárbaro origen le era conocido por Vinicio. De ahí que dirigiese una mirada interrogadora á Pomponia, mirada que no pudo ésta contestar, porque en el propio momento había vuelto la vista sonriendo á su esposo, en cuyo semblante, á la sazón, reflejábase una espresión de satisfecho orgullo.

No podía él ocultarlo. En primer lugar, había sentido desde el principio por Ligia un afecto paternal; y en seguida, y á despecho de sus arraigadas preocupaciones de romano, que le impelían á tronar contra el griego y la generalización de este idioma, consideraba que poseerlo era llegar á la más alta cumbre del pulimento social. El mismo, jamás había podido lograr aprenderlo con perfección y por ello sentíase intimamente mortificado. Complaciale sobremanera, por lo tanto, el que se hubiera dado una respuesta en el idioma y con los versos de Homero, á este hombre de exquisita cultura, tanto en las letras como en sus maneras, y quien acaso no habria estado lejos de considerar como casa de bárbaros el hogar de Plaucio.

—Tenemos en casa un pedagogo griego,—dijo volviéndose á Petronio, —que dá lecciones á nuestro hijo, y la ni.

ña asiste á ellas. Todavía no es más que una pajarita de las nieves, pero ha llegado á ser para nosotros muy querida.

Petronio miró al través de las ramas de madreselva hacia el interior del jardin, y á las tres personas que allí estaban ahora jugando.

Vinicio se había quitado la toga, quedándose solo con la túnica y en ese momento tiraba la pelota que Ligia, de pie en el lado opuesto, con los brazos levantados trataba de recibir. La niña á primera vista no había hecho una muy grande impresión en Petronio, pues habíale parecido demasiado delgada. Pero desde el momento en que la contempló más de cerca en el triclinio, dijose á sí mismo que la Aurora podría comparársele: como juez en la materia encontraba que no había nada de vulgar en aquella criatura. Fué tomando en consideración y apreciando en todo su valor cada una de sus bellezas, desde su rostro de claro y sonrosado tinte, sus frescos labios que parecían reclamar un beso, sus ojos azules como el azul del mar, la blancura alabastrina de su frente, la opulencia de sus negros cabellos, que al ondear daban brillantes reflejos de ámbar ó de bronce corintio, su delicado cuello, la divina curvatura de sus hombros, su talle flexible, delgado, juvenil, con toda la frescura de Mayo y todo el perfume de las flores recién abiertas. El apreciaba todas aquellas perfecciones con ojo de artista, y como adorador de la belleza, declaraba que al pie de la estatua de aquella virgen podría esculpirse la palabra «Primavera». E inmediatamente víno á su memoria Crisotemis y no pudo menos que estallar en franca risa. Ahora Crisotemis, con su polvo de oro en el cabello y en las teñidas cejas, se le presentaba fabulosamente marchita, y semejante á un rosal de hojas amarillentas que las va sembrando una á una. Pero todavia Romaseguía envidiándole á esa Crisotemis. Luego también recordó á Popea; y aun bea, la famosísima, presentósele como una mujer sin alma, como una máscara de cera. En esta niña de contornos tanagros, no solo había una primavera, sino también un alma radiante que destellaba al través de su cuerpo de rosa, como la llama al través del cristal de una lámpara.

—Vinicio tiene buen gusto,—pensó,—y mi Crisotemis se remonta al sitio de Troya.

Y volviéndose hacia Pomponia: —Ahora comprendo, domina, que al lado de esos dos seres, prefiráis vuestra casa al circo y á los festines del Palatino.

—Sí,—respondió Pomponia con los ojos fijos en Aulo y Ligia.

El jefe de la casa se puso á contar la historia de la joven y cuanto sabia, por Atelio Hister, acerca de aquellos ligios, esparcidos en las brumas septentrionales.

Los jugadores, á todo esto, habían cesado. Luego de dar unos pas sentáronse en un banco, cerca de la piscina.

Bien pronto el niño se apartó para agitar los pecesillos, y Vinicio reanudó la conversación empezada durante el paseo.

—Sí,—decía con voz temblorosa y muy bajito,—apenas dejé la toga pretexta (1), me enviaron á las legiones del Asia. No he podido conocer la ciudad, ni la vida ni el amor.

Sé de memoria un poco de Anacreonte y de Horacio; pero no puedo, como Petronio, repetir versos cuando la razón hállase supeditada por la admiración é incapaz de encontrar siquiera palabras propias con que espresar lo que se siente. Cuando niño frecuenté la escuela de Musonio, quien me enseñó que la felicidad consiste en desear lo que los dioses desean y que por consiguiente ella depende de nuestra voluntad. Creo, sin embargo, que existe algo más, algo de mayor precio y magnitud, y que no ésta subordinado á la voluntad, algo que solo el amor puede con(1) Vestidura talar guarnecida en su parte inferior con una tira de púrpura, que llevaban en Roma los jóvenes nobles de ambos sexos hasta la edad de 17 años.

quistar. Los dioses mismos persiguen esa felicidad; natural es entonces que yo tambien. ¡Oh, Ligial que hasta ahora no he conocido el amor, siga los pasos de los dioses.

También yo busco á la que habría de darme la verdadera felicidad..

Aquí calló Vincio; y por espacio de algunos instantes no se escucharon otros ruidos que los que hacía el pequeño Aulio al arrojar piedrecillas al agua para asustar á los peces. Después de un rato, Vinicio repuso con voz aun más baja y contenida.

—Pero tú conoces á Tito, el hijo de Vesperiano, ¿verdad?

Dicen que acababa apenas de salir de la pubertad, cuando sintió por Berenice tal amor, que el sentimiento le arrancó la vida. También yo podría amar asi, joh, Ligia! La fortuna, la gloria, el poder, son solo humo, vanidad! El hombre rico encontrará siempre otro hombre más rico que él; la mayor gloria de otro hombre ha de eclipsar la del hombre famoso; los fuertes, vencidos serán por otros más fuertes que ellos. Pero, ¿podría acaso el mismo César, podría cnalquier dios, esperimentar delicia mayor, ó mayor felicidad que la de un simple mortal en el instante en que sobre su pecho siente el aliento de otro pecho amado ó en que besa unos adorados labios? ¡De ahí que el amor nos haga iguales á los dioses, oh, Ligia! .

Ella escuchaba con cierta alarma, con asombro, y al mismo tiempo sonaban esas palabras á sus oidos cual si fuesen las notas de una flauta griega ó de una citara.

Parecíale por momentos que Vinicio estaba entonando una especie de canto maravilloso que iba infiltrándole por los oidos, agitando su sangre, penetrándole hasta el corazón y llevando hasta él una especie de desmayo y de temor, á la vez que una delectación antes no comprendida. Parecíale también que Vinicio la estaba hablando de algo que vivía dentro de su ser desde antes, pero de lo cual no había podido hasta entonces darse cuenta. Comprendía que él estaba despertando en su alma lo que había existido en ella latente y adormecido; y que en aquel momento, uno como nebuloso ensueño iba presentándosele á la vista y tomando más y más definidas, y halagadoras, y hermosas formas.

Entre tanto, el sol había, salvado la línea del Tiber desde hacia rato é ido á hundirse por sobre el Janiculo (1).

Por encima de los inmóviles cipreses caia la luz dorada que llenaba toda la atmósfera. Ligia alzó hasta Vinicio sus azules ojos, como si en aquel instante despertara de un sueño; y el joven, al inclinarse entonces hacía ella y mirarla con ojos en que temblaba una súplica, presentóse á la sazón á la doncella, visto, á los reflejos de la tarde, como el más hermoso de los hombres, más hermoso que todos los dioses griegos y romanos cuyas estatuas había ella visto en las fachadas de los templos. Y oprimiéndola Vinicio con los dedos ligeramente el brazo, más arriba de la muñeca, la dijo: —¿No adivinas lo que te estoy diciendo, Ligia?

—No,—contestó ella en voz tan baja y contenida que el joven alcanzó apenas á oirla.

Mas él no la creyó. Tomó la mano de Ligia, atrájola más vigorosamente hacia su cuerpo, é iba á llevarla ya á su corazón, el cual, bajo la influencia de los deseos despertados por aquella virgen de maravillosa hermosura, daba palpitaciones semejantes á los golpes de un martillo, y la hubiera dirigido un torrente de frases llenas de fuego, si en ese instante no apareciera Plaucio, quien habiendo venido por un sendero que atravesaba un cerco de mirtos y aproximándose á los jóvenes, les dijo: —Se está poniendo el sol; así, pues, tened cuidado con el frío de la tarde. No hay que chancearse con Libitina.

(Proserpina. La Muerte.) —Me he quitado la toga—replicó Vinicio y no siento el frío.

(1) Uno de los siete montes de Roma del otro lado del Tiber —Sin embargo, sólo se ve la mitad del disco solar por encima del Janiculo—replicó el viejo soldado.—Habladme del dulce clima de Sicilia, donde el pueblo se reune á la puesta del sol sobre las plazas, para saludar en coro á Febo, que se oculta.

Y con abundancia de datos celebraba la Sicilia, donde tenía una gran explotación agrícola. Las hojas aun no caían de los árboles, y sobre la ciudad sonreía todavía un cielo clemente; pero cuando la viña amarillease, cuando la nieve hubiese cubierto las montañas albanas y soplasen los dioses un viento hostil sobre la Campania, entonces, quizás se trasladaría con toda su familia al apacible refugio del campo.

—¿Tendrías la intención de dejar á Roma?—preguntó Vinicio con inquietud.

—Hace tiempo que la tengo,—respondió Aulio,—pues allá abajo la vida es más tranquila y segura.

Y acto seguido cantó las alabanzas de sus verjeles, de sus ganados, de su quinta oculta entre el follaje y de las colinas donde fiorecían el tomillo y el romero, sobre los cuales zumban enjambres de abejas. Pero Vinicio era sordo á esta nota bucólica. Pensaba en los medios de conquistar á Ligia. A veces echaba rápidas ojeadas á Petronio.

Este, entre tanto, sentado cerca de Pomponia, prestaba alternativamente su atención al hermoso espectáculo de la puesta del sol, al jardín y al grupo de personas que se hallaban ahora de pie junto al estanque de los peces. Sus blancas vestiduras resaltaban sobre el fondo obscuro de los mirtos, brillando como el oro al recibir los últimos rayos del sol.

En el firmamento, las postreras luces de la tarde empezaban á presentar reflejos, ora purpurados y violáceos, ora cambiantes como de ópalo, viendose también una ancha faja de color de lirio. Las siluetas obscuras de los cipreses fueron haciéndose más y más pronunciadas. En las personas, en los árboles, en el jardín todo, reinaba ahora una dulce calma vespertina.

Esa calma impresionó á Petronio, y le impresionó especialmente por lo que tocaba á las personas. En los rostros de Pomponia, del anciano Aulio, de su hijo y de Ligia, advertíase algo que no estaba él habituado á ver en los rostros de las personas que le rodeaban todos los días, ó mejor dicho, todas las noches. Había en los que ahora observaba cierta luz, cierto reposo, cierta serenidad, que parecían irradiar íntimamente, como emanaciones de la vida que todos esos seres llevaban. Y con una especie de asombro pensó Petronio que bien podrían existir una belleza y una dulzura que él—que vivía acechando la belleza y la dulzura incesantemente—no había llegado á conocer todavía.

No le fué posible guardar para si aquel pensamiento, y dijo, volviéndose á Pomponia:

—Estoy considerado, desde lo íntimo de mi alma, cuán diferente es este mundo vuestro del mundo que gobierna nuestro Nerón.

Ella alzó su delicado semblante hacia la vespertina luz, y dijo con dulzura:

—No Nerón, sino Dios gobierna el mundo.

Sucedióse un momento de silencio. Sintiéronse luego cerca del triclino y por el sendero del jardín, los pasos del viejo general, de Vinicio, Ligia y el pequeño Aulio, mas, antes de que llegaran, Petronio alcanzó á hacer á Pomponia esta otra pregunta:

—Pero entonces, ¿crees tú en los dioses, Pomponía?

—Creo en Dios, que es uno, justo y todopoderoso,contestó la mujer de Aulio Plaucio.


  1. Velarium, velaria—Lienzos, telones ó cortinas para defenderse del calor y del agua.
  2. Barrio de Roma así llamado por sus casas, cuyos techos se asemejan á las carenas ó quillas de los navios.
  3. Tiendas, tabernas, posadas y también casas de mal vivir.
  4. Pajes, lacayos ó criados que acompañaban á pie á sus amos.