Rafael/IV
IV
El otoño era dulce, pero precoz. Era la estación en que las hojas, heridas por la helada matutina, y un instante coloreadas de tintas rosas, caen en copiosa lluvia de las parras, de los cerezos, de los castaños. Las nieblas se extendían hasta el mediodía, como vastas mundaciones nocturnas, sobre todos los valles, no dejando sobresalir más que las cimas de los más altos álamos en la llanura, las mesetas elevadas como islas y los dientes de las montañas, cual cabos o espollos sobre un océano. Los soplos tabios del mediodía barrían toda esta espuma de la tierra cuando el Sol había llegado a lo alto del cielo. Aquellos vientos, encañonados en las gargantas de las montañas y desgarrados por las rocas, aquellas aguas y aquellos árboles, tenían murmullos sonoros, tristes, melodiosos, potentes e imperceptibles, que parecían recorrer en unos minutos toda la gama de las alegrías, de las fuerzas o de las melancolías de la Naturaleza. El alma se conmovía hondamente. Luego se desvanecían como conversaciones de espíritus celestes que han pasado y se alejan. Sucedíanlos silencios que sólo allí se producen y que os apagaban hasta el ruido de la respiración. Recobraba el cielo su serenidad casi italiana. Los Alpes se diluían en un firmamento inmenso e insondable; las gotas de la bruma de la mañana caían resonando en las hojas secas, o brillaban como chispas en el prado. Estas horas eran breves. Las sombras azules y frescas de la tarde se deslizaban rápidamente, desplegadas como un sudario sobre los horizontes que apenas habían gozado de las últimas luces solares. La Naturaleza parecía morir, pero como mueren la juventud y la belleza: en toda su gracia y en toda su serenidad.
Tal país, tal estación, tal naturaleza, tal juventud y tal languidez de todas las cosas en derredor mío, tenían una maravillosa consonancia con mi propia languidez. La acentuaban hechizándola. Sumergíame en abismos de tristeza; pero una tristeza viva, bastante llena de pensamientos, de impresiones, de comunicaciones íntimas con lo infinito, de claroscuro en mi alma para que yo no intentase esquivarla. Enfermedad de hombre, pero enfermedad cuya sensación es un atractivo en vez de ser un dolor, y en que la muerte semeja un voluptuoso desvanecimiento en lo infinito. Yo estaba resuelto a entregarme a ella por entero en lo sucesivo, a huir de toda compañía que pudiese distraerme de ella, a envolverme en silencio, soledad y frialdad en medio de la gente que encontrase allí; el aislamiento de mi espíritu era un sudario, a través del cual yo no quería ver a los hombres, sino tan sólo a la Naturaleza y a Dios.
Al pasar por Chambery había visto a mi amigo Luis de X***. Le había hallado en el mismo estado en que yo me encontraba: sabio displicente, hastiado de la amargura de la vida; genio indescifrable, alma replegada sobre sí misma, cuerpo fatigado de pensar. Luis me había indicado una casa aislada y tranquila, en lo alto de la ciudad de Aix, donde se daba hospedaje a los enfermos. Esta casa, regida por un anciano médico retirado y su mujer, no tenía con la ciudad otra comunicación que un estrecho sendero, el cual subía hasta ella entre los arroyos de los manantiales calientes. La trasera de la casa daba a un jardín rodeado de pórticos emparrados. Más allá, prados en pendiente y bosques de castaños y nogales conducían a las montañas por llanadas alfombradas de hierba, o por barrancos donde estaba uno seguro de no encontrar más que cabras. Luis me prometió venir a establecerse en Aix conmigo tan pronto como ultimase algunos asuntos que le retenían en Chambery a causa de la muerte de su madre. Su presencia había de serme grata. porque su alma y la mía se comprendían por su desilusión. Sufrir lo mismo es mucho mejor que gozar igual. El dolor tiene muy diferentes lazos que la dicha para unir dos corazones. Luis era en aquel momento el único ser cuyo contacto no podía serme doloroso. Le esperaba sin impaciencia.