Rafael/V

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IV
Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
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Fuí recibido con agrado y bondad en casa del anciano médico. Se me dió una estancia cuya ventana daba al jardín y al campo. Casi todas las otras habitaciones estaban vacías. La gran mesa redonda estaba desierta también, A la hora de comer se reunían sólo la familia de la casa y tres o cuatro enfermos rezagados de Chambery y Turín. Estos enfermos iban a los baños después de la multitud para encontrar alojamientos menos caros y una vida económica, conforme con su pobreza. No había allí persona con quien yo pudiese charlar o contraer alguna familiaridad eventual. Harto lo sentían el viejo médico y su esposa. Se excusaban también con lo avanzado de la estación y con haberse marchado los huéspedes demasiado pronto. Sólo hablaban con visible entusiasmo y tierno y compasivo respeto de una joven extranjera retenida en los baños por un desfallecimiento, que se temía degenerase en consunción lenta. Desde hacía algunos meses, la joven, con solo una doncella, ocupaba la habitación más apartada de la casa. Nunca bajaba al comedor general. Comía en su cuarto, y nunca se la veía más que en su ventana del jardín, a través del cortinaje de parras, o en la escalera, cuando regresaba de pasear en asno por los "chalets" de la montaña.

Yo sentía piedad por esta muchacha, relegada como yo y sola en un país extraño; enferma, puesto que buscaba allí la salud; triste, sin duda, puesto que evitaba el rumor y hasta las miradas de la gente. Pero no deseaba verla, pese a la admiración que en derredor mío despertaban su gracia y su belleza. Lleno el corazón de ceniza, fatigado de precarias y miserables afecciones, ninguna de las cuales, exceptuada la de la pobre Antonina, había sido recogida con verdadera piedad en mi recuerdo; avergonzado y arrepentido de amoríos míseros y desordenados; ulcorada el alma por mis faltas; desecada y árida por el tedio de vulgares embriagueces; tímido y reservado de carácter y actitud, y falto de esa confianza en sí mismo que lleva a algunos hombres a intentar encuentros y familiaridades de ocasión, ya no pensaba en ver ni en que me viesen. Menos todavía pensaba en amar. Gozaba, al contrario, del áspero y falso orgullo de haber sofocado para siempne esa puerilidad en mi corazón, y de bastarme a mí mismo para sufrir o para sentir en este mundo. En cuanto a la dicha, no creía en ella.