Rafael/VI

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Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
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Pasaba los días en mi cuarto con algunos libros que mi amigo me enviaba de Chambery. Por la tarde recorría solo los sitios salvajes y alpestres de las montañas que encuadran, del lado de Italia, el valle de Aix. Volvía a la noche transido de cansancio; me sentaba a cenar; retomaba a mi habitación, y permanecía acodado horas enteras en la ventana. Contemplaba ese firmamento que atrae los pensamientos del alma como el abismo atrae al que se inclina sobre él, cual si tuviera secretos que revelarle. Me dormía en este mar de pensamientos, cuyas orillas no quería buscar; me despertaba a los rayos del Sol, al murmullo de los manantiales, para sumergirme en el baño y reanudar, después del almuerzo, los paseos y las melancolías de la víspera.

Alguna vez por la noche, al inclinarme en mi ventana, sobre el jardín, veía otra ventana abierta, alumbrada por una luz, a algunos pasos de la mía, y una figura de mujer, acodada como yo, que con la mano se apartaba de la frente las largas trenzas de cabellos negros para mirar también al jardín resplandeciente de luna, a las montañas y al firmamento. En aquel claroscuro no distinguía yo más que un perfil puro, pálido, transparente, encuadrado por las negras ondas de una cabellera allisada y ceñida a las sienes. Dibujábase esta figura sobre el fondo luminoso de la ventana, alumbrada por la lámpara de la habitación. En ocasiones había yo también oído el sonido de una voz de mujer que decía algunas palabras o daba algunas órdenes en el interior. El acento, ligeramente extranjero, siempre puro; la vibración, un poco febril, lánguida, dulce, y, sin embargo, prodigiosamente sonora, de aquella voz, cuya alma sentía yo sin entender sus palabras, me había conmovido. Mucho tiempo después de haber cerrado mi ventana, seguía en mi oído aquella voz, como un eco prolongado. Nunca había yo oído nada que se le pareciese, ni siquiera en Italia. Resonaba entre los dientes semicerrados como esas pequeñas liras de metal que los niños de las islas del Archipiélago tañen con los labios, por la tarde, a la orilla del mar. Era un retintín más que una voz. Lo había yo observado sin sospechar que esta voz había de resonar tan hondo y para siempre en mi vida. No pensaba yo en el mañana. Pero un día, al entrar antes de anochecido por la puerta del jardín, bajo el emparrado, vi más de cerca a la extranjera, que se confortaba a los tibios rayos del Sol, sentada en un banco del jardín, al pie de un muro expuesto al Poniente. No oyó el ruido de la puerta, que yo cerré tras de mí; se creía sola. Pude contemplarla largamente sin ser visto. No había entre los dos más que la distancia de unos veinte pasos y la cortina de un parral despojado de pámpanos con les primeros fríos. La sombra de las últimas hojas de vid luchaba sola en su rostro con los rayos de sol, y parecía hacerlos flotar en él. Su estatura aparentaba ser mayor de lo natural, como la de esas mujeres de mármol, completamente envueltas en lienzos, de las cuales admiramos la figura sin discernir las formas. También ella estaba envuelta en una vestidura de pliegues amplios y sueltos; un chal blanco ceñido al cuerpo dejaba sólo ver sus manos, de dedos afilados y un tanto enflaquecidos que se cruzaban sobre las rodillas. Hacía girar entre ellos negligentemente uno de esos claveles rojos silvestres que florecen sobre la nieve de las montañas, y que se llaman, ignoro por qué, clavel poeta. Un volante del chal, subido en forma de capuchón, cubría lo alto de su cabeza para defender los cabellos de la humedad de la tarde. Lánguidamente doblegada sobre sí misma; inclinado el cuello sobre el hombro izquierdo; cerrados los párpados por largas pestañas negras contra el fulgor del sol; petrificadas las facciones; pálida la tez; la fisonomía sumergida en un pensamiento mudo, todo le hacía asemejarse a una estatua de la muerte; pero de la muerte que atrae y eleva el alma al sentimiento de las angustias humanas y la conduce a las regiones de la luz y del amor, a los rayos de la vida feliz y eterna. El ruido de mis pasos sobre las hojas muertas le hizo abrir los ojos. Eran sus ojos de color de mar claro, o de lapislázuli velado de obscuro, rasgados, un poco cerrados por el desmayo del párpado, y bordeados por la Naturaleza de esa franja espesa de pestañas negras y largas que las mujeres de Oriente buscan en el artificio para acentuar la expresión de la mirada y dar energía a la misma languidez y algo de salvaje a la voluptuosidad. La mirada de aquellos ojos parecía venir de una distancia que nunca he vuelto a medir en ningún ojo humano. Se asemejaba exactamente a esos fuegos estelares que os buscan como para tocaros en vuestras noches, y que vienen desde algunos millones de leguas en el cielo. La nariz griega se unía por una línea casi sin inflexión a una frente elevada y algo deprimida, como bajo la pesadumbre de un grave pensamiento; los labios eran finos, ligeramente caídos de las comisuras, con un pliegue habitual de tristeza; los dientes, de nácar, más que de marfil, como los de las hijas de las húmedas costas marítimas o los de las isleñas; la faz en óvalo, que comenzaba a demacrarse hacia las sienes y bajo la boca; la fisonomía, de un pensamiento, mejor que de un ser humano. Y sobre este sueño general de la expresión, una languidez indecisa entre la del sufrimiento y la de la pasión, que no dejaba a la mirada apartarse de aquel rostro sin llevarse impresa su imagen para siempre.

Era, en suma, la aparición de una enfermedad contagiosa dél alma bajo los rasgos de la más atrayente y majestuosa belleza que soñó nunca un hombre sensible.

La saludé con respeto al pasar rápidamente ante ella por la avenida; mi actitud reservada y mis ojos bajos parecían pedirle perdón por haberla distraído involuntariamente. Al acercarme, un ligero arrebol tiñó sus pálidas mejillas. Entré en mi cuarto, tembloroso, sin saber si lo que me estremecía era el frío de la tarde. Unos minutos después vi que también la joven volvía a casa, mirando a mi vantana con indiferencia. Y volví a ver a los días siguientes, a las mismas horas, en el jardín o en el patio; pero yo no tenía el pensamiento ni la audacia de abordarla. La encontraba también, en ocasiones, en las praderas de las quintas de recreo, conducida por niñas que arreaban su asno y cogían fresas para ella; otras veces, en su barca, por el lago. No le mostraba nuestra vecindad y mi interés más que con un saludo grave y respetuoso, que ella me devolvía com melancólica distracción, y proseguíamos cada uno nuestro camino por la montaña o por el agua.