Ramos de violetas 13
¡Era tarde!
Era una humilde aldea,
y en su pequeña iglesia
la campana voltea,
y á su clamor acuden presurosas
muchachas más bonitas que las rosas,
con ojos negros, grandes y expresivos,
que han hecho en este mundo más cautivos,
que hicieron los cristianos en Granada.
Sus cabellos en trenzas apretadas
descienden por su espalda,
y de flores del campo una guirnalda
todas van á ofrecer con fé sencilla
al santo que veneran reverentes,
y el entusiasmo en sus pupilas brilla.
¡Oh! almas puras, tranquilas é inocentes.
¡Dichosas de vosotras que la vida
pasais sin conocer los sinsabores!
y nunca las espinas
llegasteis á encontrar entre las flores!
Ancianos, niños, todos van gozosos,
no á la fiesta del santo únicamente,
si no á cubrir de flores la carrera
de una niña hechicera,
que en sus sienes ostenta pudorosa
la bendita corona de azahares,
y en sus labios de rosa,
dulcísima sonrisa revelaba
que soñaba en amar, y en ser dichosa.
Un hombre de severo continente,
de profunda mirada
y de espaciosa frente,
de abundantes cabellos
que la nieve dejó su huella en ellos,
en la niña fijaba
dulce, serena y paternal mirada.
A la iglesia llegaron
y ante el altar humildes se postraron;
la niña oró con el fervor sencillo
de los primeros años;
y él fijó su mirada
quizás en los profundos desengaños,
que tuvo al principiar esta jornada,
que unos la llaman vida y otros nada.
Un ministro de Dios crédulo y bueno,
les hizo sobre el santo matrimonio
algunas reflexiones,
diciendo al terminar: ¡Dios es testigo
que en su sagrado nombre yo os bendigo!
La pareja feliz salió del templo;
la jóven desposada
risueña y candorosa,
fijaba en el espacio su mirada,
cual si quisiera en su amoroso anhelo
dejar la tierra y elevarse al cielo.
Una silla de postas esperaba
á los recién casados;
los que al subir en ella saludaron
con frases cariñosas,
á la compacta turba de aldeanos,
que con semblantes tristes y llorosos
decían con acento entrecortado:
«que Dios dé larga vida á los esposos.»
Entre nubes de polvo, el carruaje
se perdió en las revueltas del camino,
y más de un viejo dijo con tristeza:
— Ya se vá nuestro amparo y nuestro alivio.
¡Raquel era la madre de los pobres,
para todos tenía igual cariño!
nunca hubiera llegado D. Enrique.
— En mal hora á nuestros valles vino;
dijo una anciana de semblante adusto,
aun me parece verle, cuando herido,
rendido de cansancio y de fatiga,
le encontramos á orilla del camino.
Raquel al verle se acercó afanosa
diciendo con angustia: ¡pobrecito!
¿Si estará muerto? pero no; respira,
débil su aliento es, pero está vivo.
¡Quién había de pensar que á aquel enfermo
le tomara Raquel tanto cariño!
Hasta el extremo de dejar su tierra.
¡Pobre del ave que dejó su nido!
¡Sabe Dios, sabe Dios, lo que le espera!...»
Sonó en esto el tambor y luego el pito,
y todos los oyentes de la anciana
echaron á correr, creció el bullicio,
y á bailar se pusieron las muchachas
y todo fué alegría y regocijo.
Según cuentan, de la fiesta aquella
nacieron esperanzas, y amoríos,
y más tarde se hicieron casamientos
y... algún tiempo después hubo bautizos;
porque la historia de la raza humana
ha sido, es y será siempre lo mismo.
¿Y á Raquel, la olvidaron los labriegos?
Los desgraciados, no; nunca el olvido
en su pecho creció, la recordaban
cuando se hallaban sin tener abrigo,
cuando las nieves del helado invierno
les dejaban sin techo y sin asilo.
Los más afortunados olvidaron
aquella niña de dorados rizos,
de una alma tierna, cariñosa y pura,
de un corazón amante y compasivo.
Como podían muy bien vivir sin ella,
¡Á qué la habían de guardar cariño!
En un lindo gabinete
con buen gusto decorado,
junto á una mesa sentado
un hombre joven está.
Arrugas tiene su frente,
sus ojos tristes destellos,
hebras blancas sus cabellos,
¿qué misterio guardará?
¿Por qué vejez prematura
le quita el brillo á sus ojos?
¿Halló en su camino abrojos
que hirieron su corazón?
Los debió hallar, porque solo
sufriendo agudo tormento,
se adquiere ese desaliento
que deja la decepción.
Escribe, y de vez en cuando
lee en alta voz; escuchemos,
y de este modo sabremos
la causa de su inquietud.
Que deben ser muy curiosas
y bien tristes sus querellas,
cuando han marchitado ellas
la flor de su juventud.
— ¿A quién podré contarle la lucha de mi vida?
¿A quién podré decirle la historia de mi ayer?
¿A quién mejor que al hombre que en noche bendecida
calmó con sus palabras mi horrible padecer!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
«Escucha, noble anciano, tal vez en tu memoria
le guardas un recuerdo al triste pecador,
que te contó en su duelo, su dolorosa historia,
manchada con un crimen, un crimen por amor.
¡Oh! sí, sin duda alguna, te acuerdas del tormento,
de aquel dolor sin nombre que yo te describí,
y aun creo que te escucho cuando con dulce acento
dijistes: «¡Desgraciado! ¡Jesús murió por tí!
»La paz de tu existencia la tienes en tu mano,
»la sombra de tu vida la ahuyenta clara luz!
»no tiene tu mañana ningún fatal arcano,
«estudia, imita, signe al mártir de la cruz.
»De la conciencia escucha el eco misterioso,
»el mágico sonido que hiere al corazón,
»y así tendrá tu vida dulcísimo reposo
«llegando al heroísmo tu santa abnegación.»
«Seguí de tus consejos la senda bendecida,
dejé mi patrio suelo, lancéme á pelear,
y consagré afanoso las horas de mi vida,
al noble pensamiento de creer y de esperar.
El campo de batalla laureles dió á mi frente,
y heridas que á mi cuerpo le hicieron decaer.
Por muerto me dejaron, y un ángel inocente
con fraternal desvelo la vida dió á mi ser.
Un alma enamorada, su cándida ternura
impresionó mi mente, cuando me dijo así:
«Enrique, ¿qué te aqueja, qué causa tu amargura?
»Yo siento al verte triste lo que jamás sentí.
»¿Qué tienes? Habla, dime, confíame tus dolores,
»yo quiero consolarte y ser tu ángel de paz;
»yo quiero que tus ojos contemplen siempre flores,
»que plácida esperanza color le dé á tu faz.»
¡Raquel! la hermosa niña me amaba y no sabía
lo que era aquel desvelo y aquella agitación.
Ingénua y candorosa, luchaba y me decía
la historia que guardaba su joven corazón.
¿La amaba yo lo mismo? ¡Ay! no; yo recordaba
á una mujer hermosa, satánica... infernal;
con delirante anhelo su imágen evocaba,
aunque ha sido en mi vida aparición fatal.
Pero Raquel me amaba; y dije así: «mi vida
la debo á sus cuidados, por ella renací;
en justa recompensa la serviré de egida.»
Por gratitud bendita mi nombre la ofrecí.
Ella aceptó gozosa, y el lazo de Himeneo
nuestras dos existencias por siempre las unió;
cumplió la casta niña su celestial deseo,
Raquel vive dichosa y resignado yo.
Y lucho y es mi vida tormento sin segundo.
¿Por qué yo no domino mi débil voluntad?
¿Por qué viendo en mi esposa amor grande y profundo
me ha de inspirar tan solo dulcísima piedad?
¡Problema indescifrable que resolver ansío!
¿Podrás tú, noble anciano, hacer la solución
del misterioso enigma? ¡oh! sí; yo en tí confío
que harás la anatomía de un pobre corazón.
Tú irás analizando; podrás fibra por fibra
decirme por qué el hombre en su incesante afán,
al eco del pasado su pensamiento vibra
y en pos de sus recuerdos sus ilusiones van.
¡Oh! dime de la vida el lazo misterioso
que enlaza lo pasado, el hoy y el porvenir;
tan solo tus palabras podrán darme reposo
por tí me alcé del fango, por tí llegué á vivir.»
Ven conmigo lector, vamos ahora
á ver de un hospital las tristes salas,
donde vive entre llantos y dolores
una gran parte de la raza humana;
una mujer hermosa y distinguida
de dulce y melancólica mirada,
se acerca á los enfermos, y les dice
que en Dios cifren su amor y su esperanza.
Un humilde sayal cubre su talle,
dejó del mundo las brillantes galas;
ahora todos la dicen Sor María,
pero en la sociedad se llamó Sara.
Una mujer galante cuya historia
misterios dolorosos encerraba,
una mujer que arrepentida y triste
quiso regenerar su pobre alma.
Una mujer que al terminar el día
un suspiro dulcísimo exhalaba,
diciendo con voz tenue: «¡Enrique! ¡Enrique!
¿Por qué yo no te amé cuando me amabas?»
Y pidiendo por él, sus labios rojos
repetían tiernísima plegaria
¡Pobre Sara! arrepentida
de sus torpes devaneos,
de sus impuros deseos
y su loca bacanal,
Hoy consagra su existencia
á consolar al que llora,
y del Ser eterno implora
su clemencia celestial.
Hoy se ha convertido en ángel
la segunda Magdalena;
cariñosa, dulce y buena
para todos tiene amor.
Los enfermos la bendicen,
y los niños la reclaman,
y las mujeres la llaman
la elegida del Señor.
Una noche que se hallaba
junto al lecho de una niña
que abandonaba este mundo
sin dolor y sin fatiga,
abismada en sus recuerdos
Sara, triste y afligida,
escuchaba silenciosa
lo que la enferma decía.
— ¡Oh! señora, sois tan buena,
tan tierna y tan compasiva...
que yo diré á D. Enrique...
— ¿Qué Enrique es ese, hija mía?
— Un amigo de los pobres,
que me ha prestado en mi vida
alivio con sus limosnas,
consuelo con sus caricias.
Como me voy á morir,
quiero verle, Sor María,
y le he mandado llamar.
— ¿Y vendrá? — Sí, sí, enseguida;
siento pasos, él será,
miradle bien. Sor María.
Sara tembló y hasta exhaló un gemido,
porque un presentimiento la decía
que al hombre que tan tarde había querido
quizás por vez postrera miraría.
No se engañó; era Enrique, que angustiado,
miró á la enferma con profunda pena,
diciendo con acento entrecortado:
— ¡No temas el morir, fuistes muy buena!
¡Pobre niña! luchastes en la vida
sin que un ser compasivo te amparara!
— Más vale verla muerta que perdida.
— ¿Qué acento es ese? ¡Cielo santo!... ¡Sara!..
¿Es un sueño quizá de mi deseo?
— No: que es la realidad.
— ¿Y ese atavío?
Os miro y no os conozco, y hasta creo
qne es ilusión del pensamiento mío.
— No es ilusión, Enrique; soy aquella
desgraciada mujer, que allá en el mundo
os pareció tan jóven y tan bella,
que le brindasteis vuestro amor profundo.
Soy la mujer que en su fatal locura
negó el amor por deificar el oro,
soy aquel ser de condición impura
que arrepentida de mis culpas, lloro.
Vos, me dijisteis: «Sara hay otra vida
y ese amor que consume y que no quema,
consagradle al Señor, pedidle egida
y él os dará la salvación suprema.
Siempre un recuerdo os guardaré en mi mente,
no abrigo contra vos ningún encono,
y á Dios le pido en mi oración ferviente
que él os perdone como yo os perdono.»
Aquel perdón regeneró mi alma
y me hizo amaros con afán profundo;
pedí á la religión consuelo y calma
y en pos de vuestra huella crucé el mundo.
¿Y vos cómo vivis?
— ¡Ay! Sara, vivo
cumpliendo la misión que me ha tocado:
en la red de un deber estoy cautivo.
— Qué me quereis decir?
— Que me he casado.
— ¿Y sois feliz?
— ¡Feliz!... pudiera serlo
si perdiera su imperio mi memoria;
lucho por conseguirlo y obtenerlo,
más ¡ay! no olvido mi pasada historia.
Que siempre vaga por la mente mía
fantástica visión.
— ¿Y vuestra esposa,
ignora vuestro ayer?
— Sí; temería
turbar sus sueños de color de rosa.
— Y os amará, ¿es verdad?
— Sí, con locura;
por mí sintió la sensación primera.
— ¿Y es muy bella?
— Su cándida hermosura
es dulce cual la flor de primavera.
Pero yo necesito de otra vida
llena de agitación y de temores.
¿Por qué me hicisteis tan profunda herida?
¡Qué habéis sido el amor de mis amores!
¿Por qué tan tarde, Sara, habeis amado?
¿Por qué tan tarde, Sara, habeis creído?
¿Por qué el genio del mal nos ha inspirado?-
La enferma en esto repitió un gemido.
Y Enrique y Sara sobre el triste lecho
se inclinaron mirando á la inocente,
que con las manos puestas sobre el pecho
fijó en el cielo su mirada ardiente.
— ¿Sufres mucho? los dos la preguntaron.
— Dios me tiende sus brazos, Sor María.
Y sus hermosos ojos se cerraron
cuando su luz el alba difundía.
Enrique y Sara su marchita frente
besaron con profundo sentimiento,
se miraron después, y tristemente
señalaron los dos al firmamento.
—¡Adios Enrique, adios! perdón os pido
por el inmenso mal que os he causado.
¡Cuánto Enrique por mí habreis sufrido,
pero la Providencia os ha vengado!
— Ya os lo dije otra vez, «que yo en mi mente
no abrigo contra vos ningún encono,
y siempre pediré al Omnipotente
que él os perdone como yo os perdono.»
Sus manos se estrecharon anhelantes,
sus miradas ardientes se cruzaron,
y lágrimas de fuego en sus semblantes
por sus mejillas pálidas rodaron.
Enrique hizo un esfuerzo y presuroso
abandonó la estancia mortuoria
diciendo con acento doloroso:
— ¡Dios mío! haced que pierda la memoria.
Sara fijó en la muerta su mirada
y dijo con profundo desconsuelo:
— ¡Dichosa tú! que acabas tu jornada.
¡Ruega... ruega por mí, ángel del cielo!
¡Qué transición! Cuando por vez primera
Enrique la ofreció su amor profundo,
en un salón de baile se encontraban
gozando del placer que brinda el mundo.
Cuando se vieron, por la vez postrera,
junto á un lecho de muerte se miraron
y cerrando los ojos de una niña
sus manos convulsivas se encontraron.
¿Y qué pasó después? dirán sin duda
los curiosos lectores.
¿Qué había de suceder? Tras la tormenta
presenta el arco iris
sus mágicos colores,
las avecillas cantan
y abren su cáliz las pintadas flores.
Cuando Enrique vió á Sara
con su humilde sayal y su tristeza,
y vió desvanecido
el tipo de elegancia y gentileza
que tanto había querido...
¿quién sabe si á su esposa contemplando
iría sus perfecciones admirando?
Y sin él darse cuenta, lentamente,
(yo no digo que á Sara olvidaría,)
más seguiría del tiempo la corriente
y un pálido recuerdo guardaría
de un ensueño perdido en lontananza,
de una sombra de ayer sin esperanza.
Pero cuenta la historia
que Raquel tuvo un niño tan hermoso,
que cuando Enrique con amor profundo
á su hijo contemplaba,
se olvidaba de todo en este mundo
y en éxtasis divino se embriagaba.
Sara cumpliendo su misión bendita,
viviendo entre tormentos y dolores,
me atrevo á asegurar que mucho tiempo
le consagró un recuerdo á sus amores;
nada más natural, el pensamiento
pide con insistencia su alimento,
y como su presente
tan solo sufrimientos la ofrecía,
claro está que su mente
su amoroso pasado evocaría.
Triste es vivir; afectos encontrados,
encarnizada guerra,
ensueños de placer evaporados,
¡bien podemos llamarnos desgraciados
aquellos que vivimos en la tierra!