Ramos de violetas 17
{{gota|ermana mía: Tu que sabes la impresionabilidad que me distingue, comprenderás el gran deseo que habré tenido de que llegara el momento de poder volver al colegio, y hablar con Sor Inés, de la simpática Celia, prometiéndome á mí misma no hablar una palabra sobre religión, para que no sucediera lo de la tarde anterior, que en reflexiones se nos pasó el tiempo.
Llegué, y Sor Inés me recibió con la sonrisa en los labios, diciéndome con tono festivo:
— No se ha hecho V. esperar, no; bien dicen que la curiosidad es inherente á la muger.
— No es curiosidad, Sor Inés; lo que yo siento por Celia, es un interés vivísimo, la simple curiosidad no la he conocido jamás; pero vamos, principie V. su relato, no suceda lo de ayer.
— No sucederá, no tenga V. cuidado, vámonos al jardín y estaremos con más tranquilidad.
Llegamos á tan delicioso parage y nos sentamos junto á una fuente. Sor Inés se replegó un momento en sus recuerdos, su semblante tomó una expresión melancólica y con acento triste y pausado, dió principio á su relación.
— Si no fuera porque tengo gusto en complacer á V., no me ocuparía en referir un episodio que me impresiona; pero algún sacrificio le debemos á la amistad, y aunque á grandes rasgos, le contaré la historia de Magdalena, madre de Celia, pues la de esta última, está aún en los primeros capítulos.
Esa muger demacrada y de humilde continente que ha visto V. al lado de Celia, hace 18 años que era más bonita y más distinguida que su hija: vástago de una ilustre familia, vivía rodeada de todas las comodidades y encantos de la vida; jóven y bella, y por su buena posición, debe usted comprender que Magdalena tendría muchos adoradores.
— Ya lo creo que los tendría, y mucho más si poseía la especial simpatía de su hija.
— Algo de eso había, aunque no en tan alto grado; muchos eran, como le dije antes, los que pretendían á Magdalena, y ésta prefirió á un jóven abogado, bastante guapo, según pude juzgar por el retrato que ella me enseñó.
Cuando me confió sus amores yo la dije: ¡Ay! Magdalena, mal camino has emprendido, porque tu familia no permitirá nunca que te cases con un pobre. Ya he pensado en eso, me contestó ella, y para evitar disgustos á nadie he confiado mi secreto más que á tí y á mi doncella.
Una orden superior me hizo salir de Madrid; seguí escribiendo á Magdalena y ésta revelaba en sus cartas, que sentía una de esas pasiones que forman época en la vida; pasó un año y dejé de recibir noticias suyas, escribí á su familia y nadie me contestó; transcurrieron 10 años y volví á Madrid para dirigir este colegio. En el momento de tomar posesión de mi nuevo destino, me llamó la atención una niña de 8 á 9 años, pálida y triste; sentí por aquella criatura una atracción irresistible, la hice sentar á mi lado, y, sin saber por qué, me acordé de Magdalena, á quien nunca había olvidado y le pregunté á la niña:
— ¿Tienes madre?
— Sí, señora.
— ¿Cómo se llama?
— Magdalena.
— ¿Dónde vive?
— Muy lejos, á lo último de la calle de Embajadores, junto á una fuente; el número no lo sé.
Por la impaciencia que V. ha tenido por saber la historia de Celia, comprenderá la que yo sentiría por conocer cuánto le había pasado á mi antigua amiga, pues una voz secreta me decía que ella era la madre de Celia.
Al día siguiente, porque mis obligaciones no me dejaron ir antes, emprendí el camino en busca de Magdalena; al fin encontré su casa, pero ¡qué casa, Amalia! yo que la había dejado en un palacio, la encontré en un cuarto bajo, oscuro, con las paredes ennegrecidas, donde se respiraba una atmósfera viciada y nauseabunda, echada en un jergón, cubierta con una manta hecha girones, encontré á una mujer devorada por la fiebre con los ojos medio cerrados. Al sentir pasos los abrió, y la infeliz, al ver mi traje, solo pensó en su hija, é incorporándose me preguntó con una ansiedad indescriptible:
— ¿Está mala mi hija?
— No, Magdalena, tu hija está buena, y estreché entre mis brazos á la amiga de mi infancia. Era ella, mi corazón no se había engañado! era aquella jóven que yo dejé en la opulencia y que la encontraba sumida en la más horrible miseria. Ella tardó algunos momentos en recordarme, tan debilitada estaba su memoria, pero un raudal de lágrimas me hizo comprender que me había conocido; apoyé su cabeza en mi pecho y la dejé llorar, cubriéndola de besos y prodigándole las más dulces caricias.
¡Cuánto sufrí, Amalia, en aquellos momentos! cuántas reflexiones dolorosas se agolparon á mi mente; cuando se tranquilizó un poco, me miró con más fijeza y me dijo:
— Cómo has llegado á saber de mí?
— Por tu hija; ayer llegué á Madrid y en cuanto la vi, sin darme cuenta de ello, me acordé de tí y la pregunté cómo se llamaba su madre, me dijo tu nombre y el presentimiento me decía que aunque hay muchas Magdalenas en el mundo, tú eras la que yo nunca había olvidado.
— ¡Ay! yo tampoco te aparté de mi memoria, Inés, pero he tenido vergüenza de llegar hasta tí.
— ¡Vergüenza tú, hija mía! y de qué?
— He sido muy culpable, Inés.
— ¡Culpable! tú no puedes haberlo sido, débil tal vez, pero criminal, nunca. La infeliz me miró con un reconocimiento, con una gratitud tan profunda, que me reveló todo un mundo de dolor y de humillaciones.
— Habla, hija mía, si puedes.
— Sí, si puedo; desde que tú has venido, me siento mejor, escúchame. Cuando tú te fuistes de Madrid tenía yo amores con Luís; á pesar de nuestras precauciones, mi familia se enteró, la que me tenía preparado un casamiento con un señor conde octogenario, pero inmensamente rico; renuncio á pintarte lo que sufrí con las luchas domésticas, insultos, malos tratamientos y un odio feroz por parte de mi padre que estaba medio arruinado, y contaba con mi casamiento para que su yerno le prestara auxilio. La familia de Luís, pobre, pero noble y orgullosa, cuando se enteraron de la oposición, lo tomaron por desprecio y no querían de manera ninguna que se casara conmigo. Nosotros, en medio de tantas contrariedades, sucedió lo que era de esperar, que cuando nos veíamos después de diez ó doce días de tormento, vivíamos, en un segundo, más que otros amantes en un año de vida normal. El me juraba un amor eterno y que sería mi esposo ante Dios y ante los hombres; yo estaba loca, frenética, y hay momentos en la vida que todas nuestras aspiraciones se refunden en la mirada de un ser amado. Luís era mi mundo, yo no veía más que á él.
— No te fatigues, Magdalena, le dije yo, comprendo lo demás.
—Sí; pero lo que tú no podrás comprender, es que Luís, (hijo de una familia supersticiosa hasta el extremo), quiso buscar en la religión un amparo, un apoyo para nuestra unión, y no titubeó en decirle á su confesor que amaba á una mujer con delirio, y que contaba con su protección para verificar su enlace; necesario, porque su corazón lo reclamaba y además, porque su honor y su conciencia así se lo exigían. ¿Qué pensarás tú que hizo el confesor?
— ¿Fué á ver á tu padre?
— No; se levantó al oir la revelación de Luís, le cogió por un brazo y le dijo con voz amenazadora:
«¡Hijo del pecado! ya que has sido débil dominado por la flaqueza humana, levántate, desgraciado, del fango en que te has hundido, deja á esa mujer que expíe en la soledad y el abandono la enormidad de su delito; tú te irás fuera de España, y sólo en el momento de tu partida te daré la absolución; mientras tanto, yo no puedo absolver á un hombre que vive en el pecado.»
Pero señor, le decía Luís, si hay perjuicio de tercero, si esa infeliz va á ser madre; ¿qué culpa tiene ese pobre ángel que va á nacer, délas faltas que sus padres han cometido?
«Escrito está que las faltas de los padres caerán sobre los hijos hasta la cuarta y quinta generación. Los hijos del pecado, son los réprobos maldecidos de Dios.»
Yo no tengo fuerzas, Inés, para contarte todos los detalles de aquella fatal entrevista, de la que yo no supe sus resultados, hasta mucho tiempo después.
Sólo te diré, que yo, viéndome en aquel estado y temiendo a mi padre más que á la ira de Dios, le escribí á mi madre una carta diciéndola lo que me pasaba y despidiéndome de ella, pidiéndole perdón, y en aquella misma noche salí de mi casa paterna y me fui á Vicálvaro donde vivía mi nodriza; mi madre, aunque me quería, era un ser muy débil y enfermizo, sujeta en un todo á la tiránica voluntad de mi padre, y nada pudo hacer por mí.
Cuando Luís vino á verme, en mi agitación y aturdimiento, no me llamó la atención su profunda tristeza; mi familia no se cuidó de averiguar mi paradero y sólo me concedió el desprecio y el olvido.
Luís, venía á verme siempre que podía, y al fin llegué yo á notar el amargo desaliento que se retrataba en sus ojos: le preguntaba si tenía queja de mí, y entonces él me miraba con lástima y me decía: ¡pobre Magdalena! ¡qué desgraciada eres! ¿por qué habremos sido tan débiles los dos? y al decir esto se apartaba de mí y echaba á correr como un loco por el campo, y loco estaba el infeliz efectivamente, loco estaba volviéndolo su confesor, á quien Luís seguía confiándole sus cuitas y pidiéndole la absolución y el cura negándosela y amenazando con excomulgarle si no me abandonaba por completo.
Luís se había educado en un seminario y desde su infancia estaba acostumbrado á una obediencia ciega; en su casa no se hacía más que lo que el confesor quería. Una hermana suya era monja, porque así lo quiso su padre espiritual; otro hermano, seguía la carrera eclesiástica y por estos detalles comprenderás el círculo de hierro en que vivía Luís; al mismo tiempo, el desgraciado me quería y conocía la fatal influencia que había ejercido en mi vida, pero entre el amor y la condenación eterna con que le amenazaba su confesor, si se unía á la mujer culpable, no sabía el infeliz qué partido tomar.
En medio de tan encontrados elementos, hizo Celia su aparición en el mundo; yo la recibí con lágrimas de ternura y Luís con una muda desesperación, porque al ver aquel pobre ángel que parecía tenderle sus brazos, él no tenía valor para rechazarla, pero veía en lontananza las llamas eternas, y antes que esto, el descrédito social con la excomunión.
Un mes estuvo luchando; al fin el miedo lo venció y me mandó esta carta; y al decir esto, Magdalena sacó de entre la ropa que cubría su pecho, un papel arrugado que me entregó diciendo: léela tú. Con sumo trabajo pude entenderla, porque tantas lágrimas habían caído sobre ella que habían puesto sus líneas ininteligibles; poco más ó menos decía así:
«Magdalena, por el que murió en la cruz, yo te pido que me perdones todo el mal que te he causado; le confié á mi padre espiritual nuestros desgraciados amores, y él, más sabio que nosotros, porque está iluminado por el Espíritu Santo, me ha dicho que hemos sido tan culpables, que una vida de tortura no es bastante para expiar nuestro delito; que nuestra unión es imposible, porque nuestro mismo crimen nos separa, y cuando le he hablado de la pobre Celia, me ha contestado que escrito está que las culpas de los padres caerán sobre los hijos hasta la cuarta y quinta generación; y que sólo se calmará la ira de Dios consagrando á esa hija del pecado á una vida de penitencia y de expiación, y si persisto en la reincidencia de mi extravío, que él me excomulgará en la tierra y Dios nos maldecirá en el cielo.
»¿Qué hacer, Magdalena, en trance tan horrible? Yo conozco que desgarraré tu corazón y que te haré la más desgraciada de las mujeres; yo tengo aun la debilidad de recordar á ese pobre ángel que ha venido á este mundo para llorar, y á su recuerdo, el llanto de la desesperación brota en mis ojos; ella es el fruto de nuestra culpa, pero ¡Dios mío! ¡la quiero tanto! que si la sigo viendo, no tendré valor para cumplir la penitencia que me ha sido impuesta. ¡Adiós, Magdalena! Si esa infeliz criatura vive, conságrala á Dios para que se calme el enojo del Eterno. ¡Pobre Magdalena! que huella nos ha dejado una hora de locura y de amor; me inspiras la más profunda compasión. ¡Adiós, Magdalena!... ¡Adiós!...»
Cuando concluí de leer esta horrible carta, Magdalena había perdido el conocimiento, la infeliz no podía sufrir tan multiplicadas emociones.
Hice traer un coche, y entre los pobres vecinos de la casa y yo, trasladamos á la enferma al carruaje, no queriendo yo que por más tiempo respirara aquel aire inficionado.
La traje aquí, la hice acostar, y un buen médico se encargó de su curación; cuando pasaron algunos días, pudo continuar su relato en estos términos.
Inés; tú que has querido tanto, conocerás la impresión que me causaría aquella desgarradora carta; no tuve lágrimas, enmudecí, y las fuentes de la vida huyeron de mí. Celia, lloraba acosada por el hambre, y yo no la podía dar ni una gota de mi llanto; sumergida á la mayor miseria, solo la providencia pudo salvar á mi hija; mi nodriza, la pobre mujer, era el único ser que me tendía los brazos, pero que no podía darme más que su cariño, pues también le faltaban los recursos para vivir; pasaron dos meses cuando una mañana recibí una carta de Luís que decía así:
— «Magdalena; ven á Madrid, estoy en el hospital de la Princesa, creo que voy á morir, ven...»
Leerla y ponerme en camino con Celia y mi nodriza, todo fué uno; la impaciencia del dolor me prestaba alas, y llegué al hospital jadeante y sobreexcitada. ¡Qué cuadre se presentó á mis ojos! Luís no era ni su sombra: suplicó que lo dejaran solo conmigo, me pidió que á Celia la pusiera en sus brazos, y me contó con voz insegura, la serie de tormentos que había sufrido en los dos meses de nuestra separación.
De resultas de haber volcado la diligencia en que iba, tuvo que andar más de dos horas sobre nieve, y la insensibilidad se apoderó de sus pies, la sangre se coaguló, y la ciencia no encontró remedio para su mal.
La familia no quería ni que se casara conmigo ni que saliera de Madrid, de consiguiente, su partida ocasionó disgustos y que le abandonaran los suyos.
Siete meses vivió aquel desgraciado sufriendo los dolores más espantosos; con una resignación asombrosa; me pidió que le llevara una estampa de Santa Filomena, de quien él era muy devoto y á la que decía que veía de noche; los médicos dijeron que estaba loco, y su confesor que se habían apoderado de él los malos espíritus; pero no estaba loco, no, y siempre insistía en casarse conmigo para dejarle nombre á Celia, pero el confesor decía que sin todos los papeles arreglados de ninguna manera nos casaba, y como sin dinero nada se puede hacer, los meses pasaron, y una mañana, cuando fui á verle, que iba todos los días, no encontré más que su cadáver: no tuve ni aún el triste consuelo de recibir su último suspiro.
Sola con mi infortunio y con el recuerdo de Luís, pobre ser sacrificado en aras del más tiránico fanatismo, no te puedo explicar como viví cinco años, hasta que Dios tuvo misericordia de mí, y pude colocar á Celia en este establecimiento, donde fué tan bien recibida, que ha sido el único goce que he tenido en mi dolor.
Algo más tranquila, me dediqué á bordar, y así subvenía á mis cortas atenciones. A mi familia, nunca tuve valor para pedirle nada, convencida que no recibiría más que su desprecio. Así he vivido, hasta que hace un año se apoderó de mí una fiebre lenta, pero que me ha ido consumiendo. He agotado mis escasos recursos, y no he querido entrar en un hospital, porque entonces no podría salir á ver á mi hija. ¡Se quiere tanto á los hijos! que si no fuera por ella me hubiera suicidado hace mucho tiempo.
¿Qué le diré á V. más, Amalia? Que á fuerza de cuidados, pude conseguir que Magdalena recobrara en algo su perdida salud. Una sobrina mía la tiene recogida en su casa, pero el remedio ha llegado demasiado tarde; parece que ha perdido la vida de relación y para que tome algún alimento, se consigue únicamente, nombrándole á su hija. Se pasa muchas horas mirando el retrato del pobre Luís, sin llorar ni proferir una queja.
Celia no sabe la causa moral que destruye la vida de su madre. Magdalena no le ha dicho más que, de resultas de la muerte de su padre, quedaron reducidas á la miseria; pero Celia, con esa doble vista maravillosa de que está dotada, me dice muchas veces: ¡cuánto debe haber sufrido mi madre para quedarse sumergida en ese estado de postración! La pobreza, hija mía, le digo yo, tiene fatales consecuencias. Aquí hay algo más. Sor Inés, me dice ella. Pero, ¿qué tiene Amalia, que se pone tan pálida?
— ¡Qué he de tener, señora! qué he de tener! Que no puedo menos de estremecerme dolorosamente al pensar la desgracia inmensa de que han sido víctimas tres seres. ¿Y todo por quién? Por un hombre que se llama ministro de Dios...! Vea V. los tristísimos resultados del fanatismo y de la ignorancia.
— Bien sabe que le dije de antemano que Celia era una de las innumerables víctimas del oscurantismo religioso; pero que quiere V., todas las religiones tienen sus mártires.
— Cierto que tienen sus mártires, pero mueren dichosos defendiendo su idea y adorando su creencia; pero Celia despojada de sus padres y del nombre que le pertenece, ocupando una de las más tristes posiciones sociales, no tiene ni aún el consuelo de amar su desgracia, sino de rebelarse contra su infortunio.
— Así le sucede, Amalia; muchas veces, cuando yo la animo para que trabaje y estudie, me dice sonriéndose con tristeza: para lo que yo he de figurar, ya sé bastante. Lo que me llama mucho la atención es la profunda antipatía que siente por el clero. Cuando tiene que ir á confesar, siempre me dice: pero, Sor Inés, ¿porqué no había de valer la confesión que yo le hago á V., si V. sabe mis más ocultos pensamientos? ¿A qué irle á decir á un hombre que no me inspira confianza, lo que yo guardo en el santuario de mi alma?
¡Pobre Celia! su corazón le dice que una confesión mal interpretada, le arrebató todo cuanto poseía en la tierra, y luego me negará V. la comunicación directa de los espíritus!
— Yo no niego ni concedo, Amalia; trato de cumplir lo mejor que puedo la ley de Dios, pero me asusta verdaderamente el trastorno social que traerá la práctica de esas nuevas doctrinas. Adiós templos y altares, comunidades religiosas, todo cambiado, esto va á ser el caos...
— El caos lo es ahora, Sor Inés, en que no hay más que interés individual; pero la tarde toca a su fin y no quiero distraerla por más tiempo de sus ocupaciones. Adios, señora, y gracias mil por su amabilidad.
— No las merece, Amalia; yo he tenido mucho gusto en complacer á V. y ya que tanto le interesa Celia, venga V. á verme y hablará con ella, y ésta le contará varios sueños que ha tenido, proféticos se puede decir, y vé visiones, porque siempre está viendo á su padre.
— Ya me ha dicho V. bastante para que yo vuelva pronto.
— Cuando V. quiera. Amalia, adios.
Me separé de Sor Inés, y al momento de llegar á casa, te cuento como me la han contado, la historia de la pobre Celia; que debe ser médium vidente; desgraciada criatura sacrificada en aras de la más torpe aberración.
¡Cuántas historias dolorosas encierran los confesionarios! Luchas políticas que no son más que guerras fratricidas, dramas ocultos en el hogar doméstico, pasiones violentas y contrariadas por falsos votos; todo ha brotado de estos centros de hipocresía y de espionaje.
Pequeña arca de Noé, donde se han encerrado los reptiles llamados vicio y codicia.
Jamás he acercado mi frente á sus mezquinas regillas; yo le he pedido á Dios misericordia en las orillas del mar, en la cumbre de las montañas, en la sombra de los bosques, en los valles y en las llanuras; yo he visto á Dios en todas partes, menos en los parajes que los hombres han destinado para su adoración; siempre me he rebelado en contra la oración rutinaria; no encuentro plegaria alguna que interprete fielmente lo que siente nuestro corazón en esas horas de dolor supremo, y en esos instantes de goce inefable.
Hay miradas, hay suspiros, hay ademanes que no se pueden apreciar ni enseñar.
Adios, hermana mía, adios.