Recuerdos de provincia/Juan Eugenio de Mallea

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En el año del Señor de 1570, es decir, ahora unos doscientos ochenta años, "en la ciudad de San Juan de la Frontera, por ante el muy magnífico señor don Fernando Díaz, juez ordinario por Su Majestad, don Juan Eugenio de Mallea, vecino de dicha ciudad, pareció por aquella forma y manera que más conviniese a su derecho, y dijo: que, teniendo necesidad de presentar ciertos testigos para hacer ad perpetuam rei memoriam una probanza, pedía y suplicaba que los testigos que ante su merced presentara, tomándoles juramento en forma debida y de derecho, so cargo del cual fuesen preguntados y examinados por el tenor del interrogatorio atrás contenido, lo que dijeren y expusieren, signado y firmado por escribano, interponiendo su merced, su autoridad y decreto judicial, se lo mandase entregar para seguimiento de su justicia; mandando ante toda cosa citar y suplicar a los oficiales reales de esta ciudad para que se hallasen presentes a ver jurar y conocer a los dichos testigos, y decir y contradecir lo que vieren que les conviene".


Fechada y evacuada la probanza, y no teniendo más testigos que presentar, y "habiéndose acabado el papel en la ciudad", pasó a la ciudad de Mendoza del Nuevo Valle de Rioja a continuar su diligencia. Los testigos presentados en San Juan, e interrogados por ante el escribano público Diego Pérez, lo fueron: Diego Lucero, Gaspar Lemos, procurador y mayordomo de ciudad; Francisco González, fiscal de la Real Justicia; Gaspar Ruiz, Anse de Fabre, Lucas de Salazar, Juan Contreras, Hernando Ruiz de Arce, factor y veedor; Hernán Daría de Sayavedra, Juan Martín Gil, Diego de Laora, un Bustos, Juan Gómez, isleño, y otros dos. Del tenor de las respuestas dadas a las veinticuatro preguntas del interrogatorio resulta, a fuerza de confrontaciones y de conjeturas, la historia de los primeros diez años de la fundación de San Juan, y la biografía interesantísima del hijodalgo don Juan Eugenio de Mallea, que había sido juez ordinario y era a la sazón contador de la Real hacienda y alférez real, teniendo en su casa el estandarte y manteniendo a sus expensas sus gentes y caballos. Dejando a un lado el enojoso estilo y fraseología de la escribanía, haré breve narración de los hechos que en dicho interrogatorio quedan probados. La mayor parte de los testigos, vecinos entonces de San Juan, conocen a Mallea de dieciséis años antes y han militado con él en las campañas del sur de Chile, habiendo Mallea venido del Perú con el general don Martín Avendaño en 1552.


En 1553, cuando acaeció la muerte de Pedro Valdivia, Mallea se hallaba en la Imperial, a las órdenes de Francisco de Villagra, que tan notable papel hizo en las guerras de Arauco. Aquel jefe, sabiendo la situación desastrosa en que había quedado Concepción después de la derrota de Tucapel, acudió con su gente a aquella ciudad, puso orden a los negocios y salió de nuevo a campaña con ciento ochenta hombres, entre los cuales contaba Mallea, quien se halló en la triste jornada del cerro de Mariguiñu, llamado desde entonces de Villagra en conmemoración del desastre. Pasó en seguida a Concepción, y más tarde fue destacado a repoblar a Villarica. En 1556 pasa a Valdivia en compañía de don García Hurtado de Mendoza, hasta que, en 1558, sale entre los ciento cincuenta soldados que mandó García, con el capitán Jerónimo de Villegas, a la repoblación de Concepción, que había sido abandonada desde la derrota de Villagra. Es hijodalgo, y se le vio siempre entre los capitanes; había servido durante veinte años a sus propias expensas "con sus armas y caballos, y hecho cuanto en la guerra le había sido mandado que hiciese como bueno y leal vasallo de Su Majestad", hasta que, casado en San Juan con la hija del cacique de Angaco, que se llamó doña Teresa de Ascensio y le trajo en dote muchos pesos de oro y diole varios hijos; estaba, por fin, adeudado en pesos de oro, habiendo perdido la hacienda de su mujer en el mantenimiento de su gente y casa en servicio del rey, y no pagándole tributo los indios que le habían caído en encomienda en Mendoza, y que, después de la fundación de San Juan, cayeron en los términos y jurisdicción de la última ciudad.


El año de 1560 pasó con cien hombres de guerra el capitán Pedro de Castillo la cordillera nevada, hacia el oriente de Chile, y fundó la ciudad de Mendoza del Nuevo Valle de Rioja, que así está nombrada en los autos seguidos en 1571 por el escribano público don N. Herrera en la dicha ciudad. Por las declaraciones de los testigos resulta que se distribuyeron en Mendoza los habitantes que allí encontraron, siendo presumible que a Mallea le tocasen algunos de las lagunas de Guanacache, por lo que pudieron más tarde caer dentro de los términos de San Juan. Poco tiempo después salió de Mendoza el general don Juan Jofré, con alguna gente a descubrimiento hacia el norte, y descubrió, en efecto, varios valles que no se nombran, si no es el de Tulún, en el cual, volviendo a Mendoza y regresando a poco tiempo, fundó la ciudad de San Juan de la Frontera. La semejanza de Tulún, Ullún y Villicún, nombres que se conservan en las inmediaciones, permite suponer eran éstos los valles, con el de Zonda, "que hallaron muy poblados de naturales, y la tierra parecía ser muy fértil", como lo es en efecto. En 1561, gobernando en Chile don Rodrigo de Quiroga, pasó a la provincia de Cuyo el general don Gonzalo de los Ríos con nueva gente de guerra a sofocar el alzamiento de indios. Después de trazada la ciudad, se alzaron los huarpes, sus habitantes, y la tierra fue pacificada de nuevo. Tres leguas hacia el norte de la ciudad hay un lugar llamado las Tapiecitas, a causa de los restos de un fuerte cuyas ruinas eran discernibles ahora veinte o treinta años, y su colocación en aquel lugar parece explicar el nombre de San Juan de la Frontera, por no estar reducidos los indios de Jachal y Mogna, cuyo cacique último vivió hasta 1830, habiendo llegado a una senectud que pasaba de ciento veinte y más años.


Aquel general de los Ríos, vuelto a Mendoza de su campaña, supo por un indio prisionero, que había un país lejano en cuyas montañas se encontraba oro en abundancia tal, que la imaginación de los españoles lo bautizó desde luego con el nombre de Nuevo Cuzco; la expedición de descubrimiento de aquel Dorado pasó de Mendoza a San Juan, y cuantos pudieron alistar caballos, se lanzaron a la conquista del vellocino de oro. Don Juan Eugenio de Mallea "salió con su gente y muchos caballos". Marcharon algunos días siguiendo al indio que los conducía, dieron vueltas y revueltas, los víveres escasearon, y una mañana al despertar para emprender nueva jornada, encontraron que el indio había desaparecido. Hallábanse en medio de un desierto sin agua, sin atinar a orientarse del rumbo a que quedaban las colonias; y, después de padecimientos inauditos, llegaron tristes y mohínos a San Juan los chasqueados, habiendo perecido de sed y de hambre quince de entre ellos. Y —¡cosa singular!— la tradición de este suceso vive hasta hoy entre nosotros, y no se pasan diez años en San Juan, sin que se organicen expediciones en busca de montones de oro, que están por ahí sin descubrirse, y que intentaron los antiguos en vano, fugándoseles el indio baqueano, en el momento en que habían encontrado una de las señas dadas por el derrotero .


Como fue la preocupación de los conquistadores hallar por todas partes oro tan abundante como en el Perú y en México, la poesía colonial, los mitos populares, están reconcentrados en toda América en leyendas manuscritas que se llaman derroteros . El poseedor de uno de estos itinerarios misteriosos, lo cela y guarda con ahínco, esperando un día tentar la peregrinación preñada de incertidumbre y peligros, pero rica de esperanzas de un hallazgo fabuloso. Hay tres o cuatro de éstos en San Juan, siendo el más popular el de las Casas Blancas , en el que, después de vencidas dificultades infinitas, a las que sólo faltan, para ser verdaderos cuentos árabes, espantables dragones y gigantes descomunales que cierren el paso y ser fuerza vencer, han de encontrarse, terminando el ascenso de una elevadísimo y escarpada montaña, las suspiradas Casas Blancas , de cuya techumbre cuelgan en pescuezos de guanacos, sacos de oro en pepitas que diz que dejaron allí escondidos los antiguos, habiéndose caído y derramado muchos, dice el derrotero , a causa de haberse podrido el cuero de los susodichos pescuezos. Me figuro a los primeros colonos de San Juan, en corto número en los primeros años, careciendo de todas las comodidades de la vida, bajo el cielo abrasador, y establecidos sobre un suelo árido y rebelde, que no da fruto si no se lo arranca el arado, descontentos de su pobre conquista, ellos que habían visto los tesoros acumulados por los Incas, inquietos por ir adelante, y descubrir esa tierra inmensa que deja, desde las faldas orientales de los Andes, presumir un horizonte sin límites. Las indicaciones dudosas de algún huarpe, acaso de las minas de Hualilán o de la Carolina, reunían en corrillos a los conquistadores condenados a abrir acequias para regar la tierra, con aquellas manos avezadas sólo a manejar el mosquete y la lanza. ¡Labradores de América! ¡Valiera más no haber dejado la alegre Andalucía, sus olivares inmensos y sus viñedos! La ubicación de la mayor parte de las ciudades americanas está revelando aquella preocupación dominante de los espíritus. Todas ellas son escalas para facilitar el tránsito a los países de oro; pocas están en las costas en situaciones favorables al comercio. La agricultura se desarrolló bajo el tardo impulso de la necesidad y del desengaño, y los frutos no hallaron salida desde los rincones lejanos de los puertos, donde estaban las ciudades.