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Recuerdos de provincia/La vida pública

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A los dieciséis años de mi vida entré en la cárcel, y salí de ella con opiniones políticas, lo contrario de Silvio Pellico, a quien las prisiones enseñaron la moral de la resignación y del anonadamiento. Desde que cayó en mis manos por la primera vez el libro Mis Prisiones , inspiróme horror la doctrina del abatimiento moral que el preso salió a predicar por el mundo, que hallaron tan aceptables los reyes que se sentían amenazados por la energía de los pueblos. ¡Ya anduviera adelantada la especie humana, si el hombre necesitase, para comprender bien los intereses de la patria, tener ejercicios espirituales por ocho años en los calabozos de Espilberg, la Bastilla y los Santos Lugares! ¡Ay del mundo, si el zar de Rusia, el emperador de Austria o Rosas, pudiesen enseñar moral a los hombres! El libro de Silvio Pellico es la muerte del alma, la moral de los calabozos, el veneno lento de la degradación del espíritu. Su libro y él han pasado por fortuna, y el mundo seguido adelante, en despecho de los estropeados, paralíticos y valetudinarios que las luchas políticas han dejado. Era yo tendero de profesión en 1827, y no sé si Cicerón, Franklin o Temístocles, según el libro que leía en el momento de la catástrofe, cuando me intimaron por la tercera vez cerrar mi tienda e ir a montar guardia en mi carácter de alférez de milicias, a cuyo rango había sido elevado no hacía mucho tiempo. Contrariábame aquella guardia, y al dar parte al gobierno de haberme recibido del principal sin novedad, añadí un reclamo en el que me quejaba de aquel servicio, diciendo: "Con que se nos oprime sin necesidad". Fui relevado de guardia y llamado a la presencia del coronel del ejército de Chile, don Manuel Quiroga, gobernador de San Juan, que a la sazón tomaba el solcito, sentado en el patio, de la casa de gobierno. Está circunstancia y mi extremada juventud autorizaban naturalmente el que, al hablarme, conservase el gobernador su asiento y su sombrero. Pero era la primera vez que yo iba a presentarme ante una autoridad, joven, ignorante de la vida y altivo por educación, y acaso por mi contacto diario con César, Cicerón y mis personajes favoritos; y como no respondiese el gobernador a mi respetuoso saludo, antes de contestar yo a su pregunta —¿Es ésta, señor, su firma?—, levanté precipitadamente mi sombrero, calémelo con intención, y contesté resueltamente: —¡Sí, señor!— La escena muda que pasó en seguida habrá dejado perplejo al espectador dudando quién era el jefe o el subalterno, quién a quién desafiaba con sus miradas, los ojos clavados el uno en el otro, el gobernador empeñado en hacérmelos bajar a mí por los rayos de cólera que partían de los suyos, yo con los míos fijos, sin pestañear, para hacerle comprender que su rabia venía a estrellarse contra una alma parapetada contra toda intimidación. Lo vencí, y enajenado de cólera, llamó un edecán y me envió a la cárcel. Volaron algunos a verme, entre ellos Laspiur, hoy ministro, y que me tenía cariño, quien me aconsejó hacer lo que él había hecho siempre: cejar ante las dificultades. Mi padre vino en seguida, y contándole la historia, me dijo: —"Ha hecho usted una tontería; pero ya está hecha; ahora sufra las consecuencias sin debilidad"—. Siguióseme causa, preguntóseme si había oído quejarse del gobierno; respondí que sí, a muchos. Preguntado quiénes son, respondí que los que han hablado en mi presencia no me han autorizado para comunicar a la autoridad sus dichos. Insisten, me obstino; me amenazan, sácoles la lengua; y la causa fue abandonada, yo puesto en libertad, e iniciado por la autoridad misma en que había partidos en la ciudad, cuestiones que dividían la República, y que no era en Roma ni en Grecia donde había de buscar yo la libertad y la patria, sino allí, en San Juan, en el grande horizonte que habrían los acontecimientos que se estaban preparando en los últimos días de la presidencia de Rivadavia. Hasta la casualidad me empujaba a las luchas de los partidos que aun no conocía. En una fiesta del Pueblo Viejo, disparé un cohete a las patas de un grupo de caballos, y salió de entre los jinetes a maltratarme mi coronel Quiroga, ex gobernador entonces, atribuyendo a ultraje intencional lo que no era más que atolondramiento. Hubimos de trabarnos de palabras y estrerchanos, él a caballo y yo a pie. Hacíanle a él voluminosa causa cincuenta jinetes, y yo, que tenía en él y en su ágil caballo fijos los ojos para evitar un atropellón, empecé a sentir un objeto que me tocaba, por detrás, de una manera apremiosa e indicativa. Estiro una mano a reconocerlo y toco... el cañón de una pistola que me abandonaban. Yo también era en aquel instante la cabeza de una falange que se había apiñado en mi defensa. El partido federal, encabezado por Quiroga Carril, estaba a punto de irse a las manos con el partido unitario, a quien yo servía sin saberlo, en aquel momento, de punta. El ex gobernador se retiró confundido por la rechifla, y acaso asombrado de tener, segunda vez, que estrellarse en presencia de un niño, que ni lo provocaba con arrogancia, ni cedía con timidez, una vez metido en el mal paso. Al día siguiente era yo unitario. Algunos meses más tarde conocía la cuestión de los partidos en su esencia, en sus personas y en sus miras, porque desde aquel momento me aboqué el proceso voluminoso de las opiniones adversas.


Cuando la guerra estalló, entregué a mi tía doña Angela la tienda que tenía a mi cargo, alistéme en las tropas que se habían sublevado contra Facundo Quiroga en las Quijadas, hice la campaña de Jachal, halléme en el encuentro de Tafín, salvé de caer prisionero con las carretas y caballadas que había tomado yo el primero en el Pocito bajo las órdenes de don Javier Angulo; escapéme con mi padre a Mendoza, donde se habían sublevado contra los Aldaos las tropas mismas que nos habían vencido en San Juan, y a poco fui nombrado con don J. M. Echegaray Albarracín, ayudante del general Alvarado, quien hizo donación de mi persona al general Moyano, que me cobró afición, y me regaló un día, en premio de una buena travesura, el caballo bayo-overo en que fue vencido don José Miguel Carrera. Después he sido ayudante de línea incorporado al 2° de coraceros del general Paz; instructor aprobado de reclutas, de lo que puede dar testimonio el coronel Chenaut, bajo cuyas órdernes serví quince días; más tarde declarado segundo director de academia militar, por mi conocimiento profundo de las maniobras y tácticas de caballería, lo que se explica fácilmente por mi hábito de estudiar. Pero la guerra con todas las ilusiones que engendra, y el humo de la gloria que ya embriaga a un capitán de compañía, no me han dejado impresiones más dulces, recuerdos más imperecederos, que aquella campaña de Mendoza, que concluyó en la tragedia horrible del Pilar. Fue para mí aquella época la poesía, la idealización, la realización de mis lecturas. Joven de dieciocho años, imberbe, desconocido de todos, yo he vivido en el éxtasis permanente del entusiasmo, y no obstante que nada hice de provecho, porque mi comisión era la de simple ayudante, sin soldados a su mando, era o hubiera sido un héroe, pronto siempre a sacrificarme, a morir donde hubiese sido útil, para obtener el más mínimo resultado. Era el primero en las guerrillas, y a media noche el tiroteo lejano me hacía despertar, escabullirme, lanzarme por calles desconocidas, guiándome por los fogonazos hasta el teatro de la escaramuza, para gritar, para meter bulla y azuzar el tiroteo. últimamente me había proporcionado un rifle con que hacía, donde había guerrillas, un fuego endemoniado, hasta que me lo quitó el general Moyano, como se les quita a los niños el trompo, a fin de que hagan lo que se les manda y de cuyo cumplimiento los distrae el embeleso. Mi padre, que me seguía como el ángel tutelar, se me aparecía en estos momentos de embriaguez a sacarme de atolladeros que sin su previsión habrían podido serme fatales. De día en día iba haciéndome de mayor número de amigos en la división, y en la mañana del 29 de septiembre, día de la derrota nuestra, después de haber por mi vigilancia y previsión salvado el campo de un ataque, por un lienzo de muralla que habían echado abajo en la noche, un joven Gutiérrez me prestó su partida de 20 hombres para ir a escaramucear con el enemigo por otro lado. Era yo esta vez dueño de una fuerza imponente, y la calle, de paredes largas como una flauta, ahorraba al general la necesidad de trazarse un plan estratégico muy complicado. Avanzar para adelante, y huir para atrás, he aquí las dos operaciones jefes, pivotales de la jornada. Los soldados de ambos bandos, milicianos por lo general, lo que menos deseaban era irse a las manos, y ésta era la curiosidad que yo tenía y que me proponía satisfacer. Ordeno un tiroteo que sirva de introducción al capítulo; avánzome en seguida a provocar de palabras, diciéndole montonero, avestruz y otras lindezas al oficial adverso, quien, sin avanzarse mucho, me hace fusilar con tres o cuatro de los suyos, que se estaban un minuto apuntándome los tiros. Me ingenio del modo más decente que puedo para no seguir sirviendo de blanco, después de haberme aguantado quince tiros a veinticinco pasos. Mando cargar, nos entreveramos un segundo, y los míos y los ajenos retroceden a un tiempo, cada partida por su lado, dejando en el fugaz campo de batalla al pobre general mohíno de que no siguiera un rato más la broma. Reúnome a los míos, y siento en todas las evoluciones del caballo que me acompaña un soldado. Extrañan su fisonomía los otros, reconócenlo enemigo que se ha quedado entre los nuestros, siendo el poncho el uniforme de todos: lo atacan, lo defiendo; insisten en matarlo, se dispara; salgo a su alcance y al reunirse a los suyos, logro metérmele de por medio, y al sesgar el caballo, acomodarle un chirlo en buena parte, echarlo dentro de la acequia que corría al costado de la calle, y dejar a disposición de los nuestros el caballo ensillado, mientras yo hacía frente a los que venían en su socorro. He aquí la hazaña más contabile que he hecho en mis correrías militares. Después era ya hombre hecho, capitán de línea, y por necesidad circunspecto.


Asistía con frecuencia a los debates que tenía el general Alvarado con el pobre Moyano. Alvarado no tenía nunca razón, pero tenía el prestigio de la guerra de la independencia y oponía a todo la fuerza de inercia, que es el poder más temible. Moyano fue fusilado, y Alvarado se retiró tranquilo a San Juan, después de vencido. Más tarde mandaba decir al señor Sarmiento, escritor en Chile, que en la Vida de Aldao hacía alusión a su conducta de entonces, que ya él se había vindicado de esos cargos. Mucha sorpresa causó a Frías mi respuesta: "Dígale al general que un ayudantito que dio él a Moyano, y reprendió una vez por el ahínco con que oía las conversaciones entre los jefes, es el Señor Sarmiento a quien se dirige ahora". ¡Oh! ¡Diez veces han perdido la República hombres honrados, pero fríos, incapaces de comprender lo que tenían entre manos! Tomóme afición don José María Salinas, ex secretario de Bolívar, patriota entusiasta, adornado de dotes eminentes y que fue degollado por Aldao, mandado mutilar, desfigurado con una barbaridad hasta entonces sin ejemplo. últimamente en los dos días que precedieron a la derrota del Pilar, por la amistad del doctor Zuloaga, que había tomado el mando de la división, fui admitido, a los consejos de guerra de los jefes, no obstante mi poca edad, contando con mi discreción; debo creer que suponiéndome rectitud de juicio, pues que de mi resolución no había que dudar.


Terminaron este episodio incidentes que son necesarios al objeto de esta narración. Saben todos el origen de la vergonzosa catástrofe del Pilar. El fraile Aldao, borracho, nos disparó seis culebrinas al grupo que formábamos sesenta oficiales en torno de Francisco Aldao, su hermano, que había entrado en nuestro campo, después de concluido un tratado entre los dos partidos beligerantes. El desorden de nuestras tropas, dispersas merced a la paz firmada, se convirtió en derrota en el momento, en despecho de esfuerzos inútiles para restablecer las posiciones. Jamás la naturaleza humana se me había presentado más indigna, y sólo Rosas ha excedido en cinismo a los miserables que le preparaban así el camino. Yo estaba aturdido, ciego de despecho; mi padre vino a sacarme del campo y tuve la crueldad de forzarlo a fugar solo. Laprida, el ilustre Laprida, el presidente del congreso de Tucumán, vino en seguida y me amonestó, me encareció en los términos más amistosos el peligro que acrecentaba por segundos. ¡Infeliz! ¡Fui yo el último de los que sabían estimar y respetar su mérito, que oyó aquella voz próxima a enmudecer para siempre! Si yo lo hubiera seguido, no pudiera deplorar ahora la pérdida del hombre que más honró a San Juan, su patria, y ante quien se inclinaban los personajes más eminentes de la República, como ante uno de los padres de la patria, como ante la personificación de aquel congreso de Tucumán que declaró la independencia de las Provincias Unidas. A poco andar lo asesinaron, sanjuaninos, se dice, y largos años se ignoró el fin trágico que le alcanzó aquella tarde. Yo salí del campo del Pilar después de haber visto morir a mi lado al ayudante Estrella, y haber ultimado uno de los nuestros a un soldado enemigo que me cerraba el paso, mientras bregábamos con la lanza y el sable con que yo había logrado herirlo. Salí por entre los enemigos, por una serie de peripecias y de escenas singulares, entrando en espacios de calle en que nosotros éramos los vencedores, para pasar a otro en que íbamos prisioneros. Más allá los hermanos Rosas de partidos contrarios, se disputaban un caballo; más adelante juntéme con Joaquín Villanueva, que fue luego lanceado, reuniéndome con José María, su hermano, que fue degollado tres días después, y todos estos cambios de situación se hacían al andar del caballo, porque el vértigo de vencedores y vencidos que ocupábamos en grupo de media legua en una calle, apartaba la idea de salvarse por la fuga. Pocos sabían lo que pasaba realmente atrás, y de esos pocos era uno yo. Cuando la hora de reflexión, de la zozobra y el miedo vino para mí, fue cuando habiendo salido de aquel laberinto de muertes, por un camino que entre ellas me trazó mi buena estrella, vine a caer en manos de las partidas que se dirigían a la ciudad a saquear, y una de ellas, después de haberme desarmado y desnudado, me entregó al comandante don José Santos Ramírez, en cuyo honor debo decir que venía cargado de noble botín hecho en el campo de batalla: heridos y prisioneros que traía a salvar de la carnicería bajo el techo doméstico. El comandante Ramírez me salvó entonces, y cuatro días después, cuando llegó a San Juan orden de fusilar a los jóvenes sanjuaninos que habían sido tomados prisioneros, entre los cuales cayeron Echegaray, Albarracín, Carril, Moreno y otros, la mayor parte pertenecientes a las primeras familias, que por convicciones habían momentáneamente tomado las armas, don José Santos Ramírez contestó a los que reclamaban para matarme: "Ese joven es el huésped de mi hogar, y sólo pasando sobre mi cadáver llegarán hasta él". Entregóme a poco a Villafañe para que uno de mis tíos me restituyese al seno de mi familia. De mi padre, salvado al principio de la derrota, hay un hecho digno de recuerdo. La ignorancia de mi paradero llevábalo inconsolable, fuera de sí, y como avergonzado de haber salvado su existencia. Parábase a cada momento a esperar los últimos grupos de fugitivos, para ver si su hijo venía entre ellos, hasta ser el último de los que precedían a las partidas enemigas. Llegado a lugar de salvamento, no quiso seguir hacia Córdoba a los prófugos, y permaneció días enteros rondando, en torno de las avanzadas enemigas, hasta que cayó en su poder, como aquellas tigres a quienes han robado sus cachorros, y vienen llevadas del instinto maternal a entregarse a los cazadores implacables. Trajéronlo a San Juan, pusiéronlo en capilla, y escapó de ser fusilado mediante una contribución de dos mil pesos.


Paso en blanco el riesgo de que salvé de ser asesinado en el cuartel de la revolución de Panta, Leal y los Herreras, todos bandidos de profesión, y fusilados después por Benavides, y el peligro mayor aún que corrí al día siguiente de manchar mis manos con la sangre de algunos de entre los miserables sublevados, peligro de que me libraron circunstancias independientes de mi voluntad. Paso asimismo en blanco otras peripecias, ascensos militares y campañas estériles, hasta el triunfo de Quiroga en Chacón, que nos forzó en 1831 a emigrar a Chile, y a mí a pasar de huésped de un pariente en Putaendo a maestro de escuela en los Andes, de allí a bodeguero en Pocuro con un pequeño capitalito que me había enviado ni familia, dependiente de comercio en Valparaíso, mayordomo de minas en Copiapó, tahúr por ocho días en el Huasco, hasta que en 1836 regresé a mi provincia, enfermo de un ataque cerebral, destituido de recursos y apenas conocido de algunos, pues, con los desastres políticos, la primera clase de la sociedad había emigrado, y hasta hoy [no] ha vuelto. Una complicada operación de aritmética que necesitaba el gobierno, púsome a poco en evidencia y pasando los días, y comiéndome privaciones, llegué por la amistad de mis parientes a colocarme entre los jóvenes que descollaban en San Juan, siendo más tarde el compañero inseparable de mis antiguos condiscípulos de escuela, los doctores Quiroga Rosas, Cortínez, Aberastáin, hombres de valor, de talento y de luces, dignos de figurar en todas partes de América. De aquella asociación salieron ideas utilísimas para San Juan: un colegio de señoras, otro de hombres que hicieron fracasar, una sociedad dramática, y mil otros entretenimientos públicos tendientes a mejorar las costumbres y pulirlas, y como capitel de todos estos trabajos preparatorios, un periódico, El Zonda , que fustigaba las costumbres de aldea, promovía el espíritu de mejora, y hubiera producido bienes incalculables si el gobierno, a quien El Zonda no atacaba, no hubiese tenido horror a la luz que se estaba haciendo. Y de aquí vino mi segunda prisión, por haberme negado a pagar veintiséis pesos, que en violación de las leyes y decretos vigentes, se proponía robarme el gobierno. Débenme don Nazario Benavides y don Timoteo Maradona, de mancomún et in solidum , veintiséis pesos todos los días que amanece, y me los pagarán, ¡vive Dios!, uno u otro, ahora o más tarde, el segundo más bien que el primero, porque un ministro está ahí para prestar su consejo al gobernador, poco conocedor de las leyes de su país, demasiado voluntarioso para detenerse ante esas frágiles barreras opuestas al capricho, pero que se hacen insuperables para el respeto que entre los hombres cultos merecen los derechos ajenos. La ley de imprenta de la provincia, siendo la única imprenta que hay de propiedad pública, provee los medios de pagar las publicaciones, dejando a beneficio de la imprenta la venta de periódicos, para facilitar de este modo su publicación. El gobernador de San Juan, queriendo librar a la provincia de los graves males que podría acarrearle la publicación de un periódico redactado por cuatro hombres de letras muy competentes, esto es, para no tener quien examinase sus actos ni ilustrase la opinión pública, mandóme decir que valía doce pesos el pliego de papel impreso, desde el número 6° de El Zonda adelante. Ordené al impresor que tirase el tal número, y El Zonda murió así sofocado. Un día recibo orden de comparecer ante el gobierno. —¿Ha satisfecho usted el valor del último número de El Zonda ?— ¿Satisfacer? ¿A quién? —A la imprenta. —¿A la imprenta? ¿Por qué? —Porque así está mandado. —¿Mandado por quién? —A usted se le ha comunicado la orden. —¿A mí? No es cierto. —¿No ha comunicado al señor la orden de pagar doce pesos por pliego de impresión del número 6° de El Zonda ? —Sí, señor. —¿Cómo dice usted, señor Sarmiento, que no? —Repito que no se me ha comunicado esta orden. —¡Sí, señor, se le ha comunicado! —Repito que no he recibido orden ninguna; Galaburri me ha dado un mensaje de don Nazario Benavides; Galaburri es lo mismo en este caso que la cocinera de Su Excelencia, a quien no querrá permitirse hacerla intermediaria entre el gobierno y los ciudadanos. Sobre asuntos de imprenta y de cosas públicas, el gobierno se entiende por decretos, y mientras las leyes existentes no estén abolidas por otra ley que las modifique, no tengo nada que ver con los chismes que Galaburri me traiga de lo que dice el gobernador o el ministro.


El Ministro . —¿Dónde están esas leyes que invoca?

—Vergüenza es que un ministro me pregunte eso; él, que está encargado de hacerlas cumplir, vaya, registre el archivo.

El Gobernador . —Usted pagará lo que se ha mandado.

—Su Excelencia me permitirá asegurarle que no.

El Gobernador . —Señor edecán Coquino; a las cuatro de la tarde ocurrirá usted a casa del señor a recoger la suma que adeuda.

A las cuatro de la tarde recibirá Su Excelencia la misma respuesta. No es la pequeña suma de dinero lo que siento, sino la manera de cobrarla y la ilegalidad del cobro. Defiendo un principio, no me someto a la arbitrariedad del gobierno que no tiene facultades extraordinarias.

A las cuatro de la tarde se presenta el edecán, y con mi negativa, me intima la orden de acompañarlo a la prisión. Estando en el calabozo, me dice: —Tengo orden de intimarle que, si no paga a la oración, se prepare para salir desterrado donde el gobierno lo mande. —Bien. —Pero, ¿qué respondo al gobierno? —Nada. —Pero, señor, se pierde usted. —Le agradezco su interés. —Pero, ¿qué le digo? —¿Qué le ha de decir usted? Que me ha comunicado la orden.

El oficial salió triste y desconsolado; Benavides y Maradona pasaron luego a caballo, preocupados también ellos del rumbo que tomaría el asunto. Llegaron a poco mis amigos Rodríguez, Quiroga, Cortínez y Aberastáin, tuvimos consejo, y la mayoría decidió que transigiese, en atención a que era preciso salvar el colegio de que era director, siendo el íntegro, el animoso Aberastáin, el único que me apoyaba en mi propósito de hacer frente hasta el último a aquella arbitrariedad. Vino el edecán, y recibió un libramiento contra un comerciante, con el cual y su firma al pie, me procuré un documento por donde cobrar a su debido tiempo, en vista de las leyes y decretos violados en mi daño, la suma expoliada, con daños y perjuicios. ¡Don Timoteo Maradona, hoy presbítero! Usted que se confesaba cada ocho días, y que hoy perdona a los otros sus pecados, interrogue su conciencia, y si no le dice que ha robado, arrancado por la violencia veintiséis pesos, que debe usted a todas horas, si no pesan éstos sobre su conciencia, le diré yo que usted, señor presbítero, es un corrompido malvado.


Mi situación a fines de 1839 se hacía en San Juan cada vez más espinosa, a medida que el horizonte político se cargaba de nubes amenazadoras. Sin plan ninguno, sin influencia, rechazando la idea de conspirar, en cafés y tertulias, como en la presencia de Benavides, decía mi parecer con toda la lisura que me es propia, y los recelos del gobierno me rodeaban en todas partes, como una nube de moscas zumbando a mis oídos.


Un incidente vino a complicar la situación. El fraile Aldao fue derrotado y se anunció su llegada instantánea a San Juan. Los pocos hombres que hacían sombra al gobierno temieron por su vida. El doctor Aberastáin era el único que no se quería fugar. Yo lo decidí, se lo pedí y se resignó. Yo sólo entre todos conocía a Aldao de cerca. Yo sólo había sido espectador en Mendoza de las atrocidades de que habían sido víctimas doscientos infelices, veinte de entre ellos mis amigos, mis compañeros. Cuando se le habló de prepararme para la intentada fuga, yo di las razones de conveniencia y de deber que me imponían la obligación de permanecer en San Juan, y tuvieron que asentir a ellas.


Aldao no vino pero sobre mí se reconcentraban los temores del gobierno y la rabia de los hombres nuevos, desconocidos, en cuyas manos habían puesto las armas. Aberastáin defendía a una pobre mujer a quien un propietario había asesinado el hijo ebrio, en una tentativa de robarle una oveja. El juez de alzada decía a la madre: "Vaya usted, mujer; el ladrón se le mata y se le arroja de una pata a la calle". Y con esta formidable sentencia se le negaba audiencia, y hacía un año que estaba dando pasos porque se levantara información sumaria del caso. Como Aberastáin faltase, el juez puso un proveído ordenando a la mujer que, si dentro de cuatro días no presentaba acusación en forma, se sobreseería en la causa. Al segundo día, la mujer desvalida presentó la pieza requerida, estableciendo el delito por un lado, y por otro recapitulando todas las iniquidades del juez, comprobadas por la causa misma. El juez principió a mirar con ojo serio el asunto y fue a verme a casa para probarme que la Carta de Mayo, es decir, la Constitución política, autorizaba a matar al que penetrase en la casa de un particular.

Los escritos arreciaban, la evidencia del crimen del propietario se hacía más palpable, y a faltar al juez el apoyo del poder, lo que no era imposible en aquellos momentos, el tal podría ser declarado cómplice. Entonces un personaje federal y mi amigo me escribió diciéndome que yo defendía el crimen contra la propiedad, y que él era desde entonces el defensor del homicida. Contestéle que le sentaba bien a él, que era rico, defender la propiedad, que yo defendía el derecho a conservar la vida que teníamos los pobres que, por tanto, cada uno estaba en su terreno, dependiendo del éxito de la causa y de la importancia de las pruebas el saber si había un ladrón o un asesino en ella. Un tercer escrito en la mujer puso en campaña al juez para obrar una transacción entre partes, a condición que ese escrito no se incorporase en la causa. El juez se veía convicto, confeso de complicidad, y sentenciado. La mujer era menesterosa; su hijo muerto no podía volver a la vida; hicieron lucir ante sus ojos un poco de oro, y convino en la transacción. De ese oro tomé quince pesos para mí, por mis tres escritos que hubieran podido costarme la cabeza, y cincuenta que mandé al destierro al doctor Aberastáin que había defendido a la pobre un año y que le supieron a talega de pesos, tan bien venidos le fueron. Por entonces hice un esfuerzo supremo. Vi a Maradona, ex ministro; a los representantes de la sala, a cuanto hombre podía influir en el ánimo de Benavides, para que lo contuviesen, si era posible, en la pendiente en que yo lo veía lanzado; el despotismo, el caudillaje, el trastorno de todos los fundamentos en que reposan las sociedades. Llamóme el naciente tiranuelo a su casa. —Sé que usted conspira, don Domingo. —Es falso, señor, no conspiro. —Usted anda moviendo a los representantes. —¡Ah! ¡Eso es otra cosa! Su Excelencia ve que no hay conspiración; uso de mi derecho de dirigirme a los magistrados, a los representantes del pueblo para estorbar las calamidades que Su Excelencia prepara al país. Su Excelencia está solo, aislado, obstinado en ir a su propósito, y me intereso en que los que pueden, los que deben, lo contengan en tiempo. —Don Domingo, usted me forzará a tomar medidas. —¡Y qué importa! —¡Severas! —¿Y qué importa? —¿Usted no comprende lo que quiero decirle? —¡Sí, comprendo, ¡fusilarme! ¿Y qué importa?— Benavides se quedó mirándome de hito en hito; y juro que no debió ver en mi semblante signo ninguno de fanfarronada; estaba yo poseído en aquel momento del espíritu de Dios; era el representante de los derechos de todos, próximos a ser pisoteados. Vi en el semblante de Benavides señales de aprecio, de compasión, de respeto, y quise corresponder a este movimiento de su alma. —Señor, le dije, no se manche. Cuando no pueda tolerarme más, destiérreme a Chile; mientras tanto, cuente Su Excelencia que he de trabajar por contenerlo, si puedo, en el extravío adonde se lo lleva la ambición, el desenfreno de las pasiones. Y con esto me despedí.


Algunos días después fui llamado de nuevo a casa de gobierno. —He sabido que ha recibido usted papeles de Salta, y del campamento de Brizuela. —Sí, señor, y me preparaba a traérselos. —Sabía que le habían llegado esos papeles, pero ignoraba (añadió con sorna), que quisiese mostrármelos. —Es que no había puesto en limpio la representación de mi parte con que quería acompañárselos. Aquí tiene Su Excelencia lo uno y lo otro. —Estas proclamas son impresas aquí. —Se equivoca, señor, son impresas en Salta. —¡Hum! A mí no me engaña usted. —Yo no engaño jamás, señor. Repito que son impresas en Salta.

La imprenta de San Juan no tiene esta letra versalita, este otro tipo, aquél...

Benavides insistía, hizo llamar a Galaburri, y se convenció de su error. —Déme usted el manuscrito ése. —Yo lo leeré, señor; está en borrador. —Léalo usted—. Yo guardaba silencio. —Léalo, pues. —Haga Su Excelencia salir afuera al señor jefe de policía, a quien no es mi voluntad hacerle confidencias.


Y cuando hubo salido, echándome miradas que eran una amenaza de muerte, como si yo debiese pagar su mala educación que lo hacía permanecer de tercero, yo leí mi factum con voz llena, sentida, apoyando en cada concepto que quería hacer resaltar dando fuerza a aquellas ideas que me proponía hacer penetrar más adentro. Cuando concluí la lectura, que me tenía exaltado, levanté los ojos, y leí en el semblante del caudillo... la indiferencia. Una sola idea no había prendido en su alma, ni la duda se había levantado. Su voluntad y su ambición eran una coraza que defendía su razón y su espíritu.


Benavides es un hombre frío; a eso debe San Juan el haber sido menos ajado que los otros pueblos. Tiene un excelente corazón, es tolerante, la envidia hace poca mella en su espíritu, es paciente y tenaz. Después he reflexionado que el raciocinio es impotente en cierto estado de cultura de los espíritus; se embotan sus tiros y se deslizan sobre aquellas superficies planas y endurecidas. Como la generalidad de los hombres de nuestros países, no tiene conciencia clara del derecho ni de la justicia. Le he oído decir candorosamente que no estaría bien la provincia sino cuando no hubiese abogados; que su compañero Ibarra vivía tranquilo y gobernaba bien, porque él solo en un dos por tres decidía las causas. Rosas tiene en Benavides su mejor apoyo: es la fuerza de inercia en ejercicio, llamado todo al quietismo, a la muerte, sin violencia, sin aparato. La provincia de San Juan, salvo La Rioja, San Luis y otras, es la que más hondamente ha caído; porque Benavides le ha impreso su materialismo, su inercia, su abandono de todo lo que constituye la vida pública, que es lo que el despotismo exige. Coman, duerman, callen, rían, si pueden, y aguarden tranquilos, que, en veinte años más..., sus hijos andarán en cuatro pies.


Benavides tenía prisa en desembarazarse de toda traba; quería salir a campaña, ser general de ejército, y puso todos los medios que Rosas había ya puesto en juego para llegar a sus fines. Hízose conceder facultades extraordinarias, reclutó gente y puso a su cabeza hombres obscurísimos, sin que un solo federal de algún valer en la provincia entrase a componer el personal del ejército. Mandábalo en jefe un Espinosa, tucumano, que había sido teniente o capitán con Quiroga, joven valiente, borracho consuetudinario, y sin roce alguno. Fue sacado de la cárcel uno de los Herreras; el último de tres bandidos chilenos del mismo nombre, condenado a muerte por asesinatos y salteos, ajusticiados dos ya, y este último más tarde por Benavides mismo, cuando recayó en su profesión de salteador. Llamóse al servicio al indio Saavedra, salteador y asesino, muerto después de una puñalada en una borrachera, y no ajusticiado como, por error, dije hablando al principio de su familia. Fue capitán un cómico limeño, Mayorga, que murió borracho a manos del general Acha. Llamó Benavides a su lado como edecán para repartir contribuciones a Juan Fernández, joven de buena familia, descendido voluntariamente a la chusma, con quien vivía encenagado en la borrachera y el juego; la criatura más despreciable y despiadada de todas las que había entonces en San Juan. Un italiano embustero, corrompido, zafio e ignorante, fue hecho mayor. Bajo las órdenes de estos jefes, la escoria de la sociedad, habían llamado al servicio a muchos jóvenes obscuros, pero que tenían el noble deseo de surgir y elevarse, todos sin educación, salidos muchos de las clases abyectas de la sociedad, y de entre las cuales se han formado después, aunque en tan mala escuela, buenos militares y ciudadanos honrados. Los Estados Unidos son federales, y la igualdad de todos los hombres es, como debe ser, la base de las instituciones; pero la oficialidad del ejército se prepara en la academia militar de West-Point, célebre en el mundo hoy por la ciencia que profesan, por la distinción de los cadetes, salidos de las familias más influyentes, hijos de los hombres más notables. Chile mismo no ha gozado de reposo y de prosperidad sino el día en que ennobleció el ejército llamando a sus filas, por la educación, a los hijos de las familias más elevadas. Así han trastornado la sociedad en la República Argentina, elevando lo que está deprimido, humillando y apartando lo que es de suyo elevado; así triunfó la federación y así se sostiene, llena de miedo siempre, teniendo necesidad para vivir de humillar, de aterrar, de cometer nuevas violencias y nuevos crímenes. Benavides no tenía ministro entonces, todos los federales le huían el bulto y él sólo con sus tropas llevaba adelante su insano designio. ¡Así toman el nombre de los pueblos para llamarse gobiernos, después que los han envilecido y ajado!


Últimamente, una cuarta vez, fui llamado a casa de gobierno. Esta vez estaba yo prevenido, sabía que se preparaba un golpe de terror y que yo era la víctima designada. Era domingo, y me había despedido de casa de algunos entre chanzas y veras, y escrito afuera que mi existencia estaba en peligro. Fui, no obstante, al llamado, haciéndome acompañar de un sirviente para que diese la noticia de mi prisión en caso de ocurrir. Vi de paso a uno de mis amigos, y resistí a sus ruegos, a sus súplicas, de que desistiese de presentarme: —Lo van a prender, todo está dispuesto. —Deje usted; me ha hecho llamar Benavides por un edecán, y tendría vergüenza de no asistir al llamado—. Me aprehendieron, y a la oración, al presentarme la escolta que debía conducirme a la cárcel, el ruido de sables me hizo estremecer los nervios; zumbábanme los oídos, y tuve miedo, pavor. La muerte, que creí decretada en ese momento, se me presentó triste, sucia, indigna; y no tuve valor para recibirla en aquel carácter. Nada sucedió, sin embargo, y en mi calabozo me remacharon una barra de grillos. Pasaron los días, y como los ojos a la obscuridad, el espíritu se habituó a dominar las sombras y el desencanto. Era una víctima pasiva, y si no es mi familia, nadie estaba cuidadoso de mi suerte. Mi causa era la mía no más. Sufría porque había sido indiscreto, porque había deseado atajar el mal sin poseer los medios de atajarlo; a los hechos materiales oponía protestas, abnegación aislada, y los hechos seguían su camino.


La noche del 17 de noviembre, a las dos de la mañana, un grupo de a caballo gritó, parándose enfrente a la cárcel: — ¡Mueran los salvajes unitarios! — Tan sin antecedentes era esta aclamación, tan helado y acompasado salía aquel grito de las bocas de los que lo pronunciaron, que se conocía que era una cosa calculada, convenida, sin pasión. Comprendí que algo se urdía. A las cuatro repitieron la misma dosis, mientras yo velaba escribiendo una zoncera que me tenía entretenido. Al alba se introdujo en la prisión un andaluz que la echaba de borracho, y entre agudezas y bromas risibles para distraer a los centinelas, al pasar, haciendo equis cerca de otro preso que me acompañaba, dejaba caer en frases entrecortadas: "¡Los van a asesinar!... ¡Las tropas vienen a la plaza!... El comandante Espinosa los va a lancear... ¡Al señor Sarmiento!... ¡Salven si pueden!..."


Esta vez estaba yo montado a la altura de la situación; pedí a casa un niño, escribí al obispo que no se asustase, y que tratase con su presencia de salvarme..., pero el pobre viejo hizo lo contrario, se asustó, y no pudo hacer que sus piernas lo sostuviesen. Las tropas llegaron y formaron en la plaza. El niño que estaba a la puerta del calabozo, a guisa de telégrafo, me comunicaba todos los movimientos. Algunos gritos se oyeron en la plaza, carreras de caballos; vi pasar la lanza de Espinosa, que la pedía. ¡Hubo un momento de silencio! Y luego ochenta oficiales se agruparon bajo la prisión, gritando: —¡Abajo los presos!— El oficial de guardia subió y me ordenó salir. —¿De orden de quién? —Del comandante Espinosa. —No obedezco-.

Entonces pasó al calabozo vecino, y extrajo a Oro, y lo exhibió; pero al verlo gritaron de abajo: —¡A ése no! ¡A Sarmiento! —Vaya pues, me dije yo; no hay manera de excusarme aquí porque ya le había a mi compañero jugado otra vez el chasco de hacerle poner los grillos más gordos, por una negativa imperiosa a recibirlos antes en mis delicadas piernas. Salí y me saludaron con un ¡hurra! de muera y denuestos aquellos hombres que no me conocían, salvo dos que tenían razón de aborrecerme. —¡Abajo! ¡Abajo! ¡Crucifige eum! —¡No bajo! Ustedes no tienen derecho de mandarme. —¡Oficial de guardia: bájelo a sablazos! —Baje usted— me decía éste con el sable enarbolado. —No bajo—, tomándome yo de la baranda. —¡Baje usted! —Y descargaba sablazos de plano. —No bajo— respondía yo, tranquilamente. —¡Déle usted de filo... ca...! —gritaba Espinosa, espumando de cólera—. Si subo yo, lo lanceo, ¡señor oficial de guardia! —Baje usted, señor, por Dios —me decía bajito el buen oficial, verdugo a su pesar y medio llorando, mientras me descargaba sablazos—; voy a darle de filo ya . —Haga usted lo que guste —le decía yo quedo—; no bajo. Algunos gritos de espanto de dos ventanas de la plaza, salidos de bocas que me eran conocidas, al ver subir y bajar aquel sable, me habían conturbado un poco. Pero quería morir como había vivido, como he jurado vivir, sin que mi voluntad consienta jamás en la violencia. Había además en aquella situación una pillería de mi parte, que debo confesar humildemente. Yo me había cerciorado de que Benavides no estaba en la plaza, y este dato me había servido para combinar rápidamente mi plan de defensa. La baranda de los altos del cabildo era realmente mi tabla de salvación. Las tropas han venido a la plaza, me decía yo; luego Benavides tiene parte en la broma; no está aquí para achacarla al entusiasmo federal, y decir como Rosas al asesinar a Maza, que era aquél un acto de "atroz licencia en un momento de inmensa, profunda irritación popular". Ahora la cárcel está, en línea recta, a cuadra y media de casa de Benavides. El sonido corre a tantas leguas por minuto, y para llegar a 225 varas sólo se necesitaba un segundo. En vano el gobernador habría querido lavarse las manos de aquella tropelía anónima, que ahí estaba ya, en lugar alto y expectable, para enviar a su fuente de origen el delito. Los criados de la casa de Benavides, uno de sus escribientes, su edecán, corrieron al ver brillar el sable que revoloteaba sobre mi cabeza, gritando despavoridos uno en pos de otro: —¡Señor! ¡Señor! ¡Están matando a don Domingo! —¡Tenía, pues, cogido en su propia red a mi gaucho taimado! ¡O se confesaba cómplice, o mandaba orden de dejarme en paz, y Benavides no tenía coraje entonces para cargar con aquella responsabilidad; mi sangre habría estado destilando sobre su corazón, gota a gota, toda su vida!


Cuando los furibundos de abajo se convencieron de que yo no quería morir en las patas de los caballos, gustándome más hacerlo en lugar decente y despejado, subieron diez o doce de ellos, y cogiéndome de los brazos, me descendieron abajo, en el momento que llegaban doce cazadores que Espinosa había pedido para despacharme. Pero Espinosa quería verme la cara y aterrarme. El cómico limeño, a quien yo silbaba en el teatro por ridículo, hecho capitán de la federación, me tenía apoyada la espada en el pecho, con los ojos fijos en Espinosa para empujarla; el comandante, en tanto, me blandía la lanza, y me picaba en el corazón gritando blasfemias. Yo tenía compuesto mi semblante, estereotipado en el aspecto que debía conservar mi cadáver. Espinosa picó más fuerte entonces, y mi semblante permaneció impasible, a juzgar por la rabia que le dio, pues, recogiendo su lanza, me mandó una horrible lanzada. La moharra tenía media vara de largo y un palmo de ancho, y yo conservé por muchos días el cardenal que me quedó en la muñeca de rebotarle la lanza lejos de mí. Entonces el bruto se preparaba para saciar su rabia burlada, y yo, inspirado por el sentimiento de la conservación y calculando que debía Benavides mandar a su edecán, levantando la mano extendida, le dije con imperio: —¡Oiga usted, comandante!—; y como él prestase atención, yo di vuelta, metime debajo del corredor para rodear el grupo de los caballos, llegué al extremo, cayeron sobre mí, apartéme una nube de bayonetas del pecho con ambas manos, y llegó el edecán del gobierno, que mandó suspender la farsa, consintiendo solamente en que me afeitasen, cosa que habían hecho con otros. Si en el fondo no hubo permiso para más, Espinosa había perdido ya el dominio de sus pasiones de bandido, y yo habría tenido frescura suficiente para hacer caer la máscara con que Benavides quería ocultarse. Metiéronme a la cárcel baja, y entonces ocurrió una escena que dobló el terror de la población. Mi madre y dos de mis hermanas atropellaron las guardias y subieron a los altos; vióseles entrar y salir de los calabozos vacíos; descendieron como una visión y fueron a rematar a casa de Benavides, a pedirle el hijo, el hermano. ¡Oh! ¡También el despotismo tiene sus angustias! Lo que pasó en seguida sábenlo varios; y no fui yo sin duda quien suplicó ni dio satisfacciones, holgándome todos los días de que en aquella prueba no se desmintiese la severidad de mis principios, ni flaquease mi espíritu.


Algo más hay sobre este suceso y quiero consignarlo aquí, para consuelo de los que desesperan de que los atentados cometidos impunemente hace diez años, reciban su condigno castigo en la tierra. Los ejecutores de aquella farsa sangrienta, todos sin escapar uno, han muerto de muerte trágica. A Espinosa lo atravesó una bala en Angaco. En la obscuridad de la noche, viendo Acha un bulto en la calle, hizo disparar algunos tiros al retirarse de la chacarilla a la plaza, y cayó muerto del caballo el cómico aquel que esperaba la orden de atravesarme; el indio Saavedra, que me había dado un puntazo, acabó su carrera asesinado. Y el gaucho Fernández, tullido, encenagado en la borrachera, en la crápula, si vive todavía, es para mostrar quién fue ayudante del gobernador en aquellos días de vértigo y de infamia. Como mi madre, yo creo en la Providencia, y Bárcena, Gaetán, Salomón y todos los mazorqueros, asesinados entre ellos mismos, ajusticiados por el que les puso el puñal en las manos, carcomidos por el remordimiento, la desesperación, el delirio y el oprobio, atormentados por la epilepsis o disueltos por la pulmonía, me hacen esperar todavía el fin que a todos aguarda. Rosas está ya desahuciado. Su cuerpo es un cadáver tembloroso y desencajado. El veneno de su alma está royendo el vaso que la contiene, y vais a oírlo estallar luego, para que la podredumbre de su existencia deje lugar a la rehabilitación de la moral y de la justicia, a los sentimientos comprimidos por tantos años. ¡Ay, entonces, de los que no hayan hecho penitencia de sus pasados delitos! El mayor castigo que pueda dárseles es el de vivir, y yo he de influir para que a todos, sin excepción, se les castigue así.


Mi residencia de cuatro años en San Juan, y ésta es la única época de mi vida adulta que he residido en mi Patria, fue un continuo y porfiado combate. También quería yo, como otros, elevarme, y la menor concesión de mi parte me habría abierto de par en par las puertas de la administración y del ejército de Benavides; él lo deseaba, y tenía al principio grande estimación por mí. Pero quería elevarme sin pecar contra la moral y sin atentar contra la libertad y la civilización. Bailes públicos, sociedades, máscaras, teatros, me tuvieron siempre a la cabeza; a la ignorancia creciente y en boga, oponía colegios; al conato de gobernar sin trabas, respondía con un periódico; contra la prisa de suprimirlo ilegalmente, entregaba mi persona a las prisiones; contra las facultades extraordinarias, hacía valer de palabra y por escrito el derecho de petición a los representantes para hacerlos cumplir con su deber; a la intimidación, la entereza y el desprecio; al cuchillo del 18 de noviembre, un semblante impasible y la paciencia para dejar burladas maulas y trapacerías innobles. Todo se ha dicho de mí en San Juan, algún mal han creído; pero nadie ha dudado nunca de mi honradez ni de mi patriotismo, y apelo de ello al testimonio de los que han escogido llamarse mis enemigos. Viví honorablemente haciendo de perito partidor, para lo que me habilitaban algunos rudimentos de geometría práctica y el arte de levantar planos que había adquirido en mi infancia. Forzado por falta de abogados, defendí algunos pleitos, y siendo el doctor Aberastáin supremo juez de alzada y mi amigo íntimo, perdí ante su tribunal los dos más importantes. Si este hecho no aboga por mi capacidad leguleya, muestra al menos la incorruptibilidad del juez.