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Recuerdos de provincia/Mi educación

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Aquí termina la historia colonial, llamaré así, de mi familia. Lo que sigue es la transición lenta y penosa de un modo de ser a otro; la vida de la República naciente, la lucha de los partidos, la guerra civil, la proscripción y el destierro. A la historia de la familia se sucede, como teatro de acción y atmósfera, la historia de la patria. A mi progenie me sucedo yo; y creo que, siguiendo mis huellas, como las de cualquiera otro en aquel camino, puede el curioso detener su consideración en los acontecimientos que forman el paisaje común, accidentes del terreno que de todos es conocido, objetos de interés general, y para cuyo examen mis apuntes biográficos sin valor por sí mismos, servirán de pretexto y de vínculo, pues que en mi vida tan destituida, tan contrariada, y, sin embargo, tan perseverante en la aspiración de un no sé qué elevado y noble, me parece ver retratarse esta pobre América del Sur, agitándose en su nada, haciendo esfuerzos supremos por desplegar las alas y lacerándose a cada tentativa contra los hierros de la jaula que la retiene encadenada.


Extrañas emociones han debido agitar el alma de nuestros padres en 1810. La perspectiva crepuscular de una nueva época, la libertad, la independencia, el porvenir, palabras nuevas entonces, han debido estremecer dulcemente las fibras, excitar la imaginación, hacer agolpar la sangre por minutos al corazón de nuestros padres. El año 10 ha debido ser agitado, lleno de emociones, de ansiedad, de dicha y de entusiasmo. Cuéntase de un rey que temblaba como un azogado a la vista de un puñal desnudo, efecto de las emociones que lo conmovieron en las entrañas de su madre, en cuyos brazos apuñalearon a un hombre. Yo he nacido en 1811, el noveno mes después del 25 de Mayo, y mi padre se había lanzado en la revolución, y mi madre palpitando todos los días con las noticias que llegaban por momentos sobre los progresos de la insurrección americana. Balbuciente aún, empezaron a familiarizar mis ojos y mi lengua con el abecedario, tal era la prisa con que los colonos, que se sentían ciudadanos, acudían a educar a sus hijos, según se ve en los decretos de la junta gubernativa y los otros gobiernos de la época. Lleno de este santo espíritu el gobierno de San Juan, en 1816 hizo venir de Buenos Aires unos sujetos, dignos por su instrucción y moralidad de ser maestros en Prusia, y yo pasé inmediatamente a la apertura de la escuela de la patria, a confundirme en la masa de cuatrocientos niños de todas edades y condiciones, que acudían presurosos a recibir la única instrucción sólida que se ha dado entre nosotros en escuelas primarias. La memoria de don Ignacio y de don José Jenaro Rodríguez, hijos de Buenos Aires, aguarda aún la reparación que sus inmensos, sus santos servicios merecen; y no he de morir sin que mi patria haya cumplido con este deber sagrado. El sentimiento de la igualdad era desenvuelto en nuestros corazones por el tratamiento de señor que estábamos obligados a darnos unos a otros entre los alumnos, cualquiera que fuese la condición o la raza de cada uno; y la moralidad de las costumbres estimulábanla el ejemplo del maestro, las lecciones orales, y castigos que sólo eran severos y humillantes para los crímenes. En aquella escuela, de cuyos pormenores he hablado en Civilización y Barbarie , en Educación popular , y conoce hoy la América, permanecí nueve años sin haber faltado un solo día bajo pretexto ninguno, que mi madre estaba ahí, para cuidar con inapelable severidad de que cumpliese con mi deber de asistencia. A los cinco años de edad leía corrientemente en voz alta, con las entonaciones que sólo la completa inteligencia del asunto puede dar, y tan poco común debía ser en aquella época esta temprana habilidad, que me llevaban de casa en casa para oírme leer, cosechando grande copia de bollos, abrazos y encomios que me llenaban de vanidad.


Aparte de la facilidad natural de comprender, había un secreto detrás de bastidores que el público ignoraba, y que debo revelar para dar a cada uno lo que le corresponde. Mi pobre padre, ignorante, pero solícito de que sus hijos no lo fuesen, aguijoneaba en casa esta sed naciente de educación, me tomaba diariamente la lección de la escuela, y me hacía leer sin piedad por mis cortos años la Historia crítica de España por don Juan Masdeu, en cuatro volúmenes, el Desiderio y Electo , y otros librotes abominables que no he vuelto a ver, y que me han dejado en el espíritu ideas confusas de historia, alegorías, fábulas, países y nombres propios. Debí, pues, a mi padre, la afición a la lectura, que ha hecho la ocupación constante de una buena parte de mi vida, y si no pudo después darme educación por su pobreza, diome en cambio por aquella solicitud paterna el instrumento poderoso con que yo por mi propio esfuerzo suplí a todo, llenando el más constante, el más ferviente de sus votos.


Siendo alumno de la escuela de lectura, construyóse en uno de sus extremos un asiento elevado como un solio, a que se subía por gradas, y fui ya elevado a él con nombre de ¡primer ciudadano! Si el asiento se construyó para mí, dirálo don Ignacio Rodríguez, que aún está vivo; sucedióme en aquel honor un joven Domingo Morón, y cayó después en desuso. Esta circunstancia, la publicidad adquirida desde entonces, los elogios de que fui siempre objeto y testigo, y una serie de actos posteriores, han debido contribuir a dar a mis manifestaciones cierto carácter de fatuidad de que me han hecho apercibirme más tarde. Yo creía desde niño en mis talentos como un propietario en su dinero, o un militar en sus actos de guerra. Todos lo decían y en nueve años de escuela no alcanzaron a una docena, entre dos mil niños que debieron pasar por sus puertas, que me aventajasen en capacidad de aprender, no obstante que al fin me hostigó la escuela, y la gramática, la aritmética, el álgebra, a fuerza de haberlas aprendido en distintas veces. Mi moralidad de escolar debió resentirse en esta eterna vida de escuela, por lo que recuerdo que había caído al último en el disfavor de los maestros. Estaba establecido el sistema seguido en Escocia de ganar asientos. Proponíase una cuestión de aritmética, y los que no subían bien me miraban. Si habían de perder en la votación los que se paraban, yo fingía pararme para precipitarlos; si por el contrario convenía pararse yo me repantigaba en el asiento y me paraba repentinamente para soplarles el lugar a los que me habían estado atisbando. últimamente obtuve carta blanca para ascender siempre en todos los cursos, y por lo menos dos veces al día llegaba al primer asiento; pero la plana era abominablemente mala, tenía notas de policía, había llegado tarde, me escabullía sin licencia, y otras diabluras con que me desquitaba del aburrimiento, y me quitaban mi primer lugar y el medio de plata blanca, que valía conservarlo todo un día entero, lo que me sucedió pocas veces.


Dábanme además una superioridad decidida mis frecuentes lecturas de cosas contrarias a la enseñanza, con lo que mis facultades inteligentes se habían desenvuelto a un grado que los demás niños no poseían. En medio de mi abandono habitual, prestaba una atención sostenida a las explicaciones del maestro, leía con provecho, y retenía indeleblemente cuanto entraba por mis oídos y por mis ojos. Contó en una serie de días el maestro la preciosa historia de Robinson, y repetíala yo, tres años después, íntegra, sin anticipar una escena, sin olvidar ninguna, delante de don José Oro y toda la familia reunida.


Hiciéronme sombra, sin embargo, de tiempo en tiempo, niños altamente dotados de brillante inteligencia y mayor contracción al estudio que yo. Entre ellos, Antonio Aberastáin, José Álvarez, un Leites de capacidad asombrosa, y otros cuyos nombres olvido.


En aquel naufragio de mis cualidades morales, de los últimos tiempos de la escuela por desocupación de espíritu, salvé una que me importa hacer conocer. La familia de los Sarmientos tiene en San Juan una no disputada reputación, que han heredado de padres a hijos, dirélo con mucha mortificación mía, de embusteros. Nadie les ha negado esta cualidad, y yo les he visto dar tan relevantes pruebas de esta innata y adorable disposición, que no me queda duda de que es alguna cualidad de familia. Mi madre, empero, se había premunido para no dejar entrar con mi padre aquella polilla en su casa, y nosotros fuimos criados en un santo horror por la mentira. En la escuela me distinguí siempre por una veracidad ejemplar, a tal punto que los maestros la recompensaban proponiéndola de modelo a los alumnos, citándola con encomio, y ratificándome más y más en mi propósito de ser siempre veraz, propósito que ha entrado a formar el fondo de mi carácter, y de que dan testimonio todos los actos de mi vida. Concluyó mi aprendizaje de la escuela por una de aquellas injusticias tan frecuentes, de que me he guardado yo cuando me he hallado en circunstancias análogas. Don Bernardino Rivadavia, aquel cultivador de tan mala mano, y cuyas bien escogidas plantas debían ser pisoteadas por los caballos de Quiroga, López, Rosas y todos los jefes de la reacción bárbara, pidió a cada provincia seis jóvenes de conocidos talentos para ser educados por cuenta de la nación, a fin de que, concluidos sus estudios, volviesen a sus respectivas ciudades a ejercer las profesiones científicas y dar lustre a la patria. Pedíase que fuesen de familia decente, aunque pobres, y don Ignacio Rodríguez fue a casa a dar a mi padre la fausta noticia de ser mi nombre el que encabezaba la lista de los hijos predilectos que iba a tomar bajo su amparo la nación. Empero se despertó la codicia de los ricos, hubo empeños, todos los ciudadanos se hallaban en el caso de la donación, y hubo de formarse una lista de todos los candidatos; echóse a la suerte la elección, y como la fortuna no era el patrono de mi familia, no me tocó ser uno de los seis agraciados. ¡Qué día de tristeza para mis padres aquel en que nos dieron la fatal noticia del escrutinio! Mi madre lloraba en silencio, mi padre tenía la cabeza sepultada entre sus manos.


Y, sin embargo, la suerte, que había sido injusta conmigo, no lo fue con la provincia, si no es que ella no supo aprovechar después de los bienes que se le prepararon. Cayóle la suerte a Antonio Aberastáin, pobre como yo y dotado de talentos distinguidos, una contracción férrea al estudio y una moralidad de costumbres que lo ha hecho ejemplar hasta el día de hoy. Llamó la atención en el colegio de Ciencias Morales por aquellas cualidades, aprendió inglés, francés, italiano, portugués, matemáticas y derecho, graduóse en esta facultad, y regresó a su país, donde fue compelido, al día siguiente de su llegada, por la Junta de Representantes, a desempeñar la primera magistratura judicial de la provincia. En 1840 emigró de su país para no volver a él; fue nombrado ministro del gobierno de Salta por la fama de capacidad de que gozaba, salió al último de aquella provincia por entre las lanzas de las montoneras, pasó a Chile, fue hecho secretario del intendente de Copiapó, y reside hoy en aquella provincia viviendo de su profesión de abogado y gozando de la estimación de todos. Nadie mejor que yo ha podido penetrar en el fondo de su carácter, amigos de infancia, su protegido en la edad adulta, cuando en 1836 llegábamos ambos a un tiempo a San Juan, desde Buenos Aires él, de Chile yo, y empezó a poco de conocerme a prestarme el apoyo de su influencia, para levantarme en sus brazos cada vez que la envidia maliciosa de aldea echaba sobre mí una ola de disfavor o de celos, cada vez que el nivel de la vulgaridad se obstinaba en abatirme a la altura común. Aberastáin, doctor, juez, supremo de alzadas, estaba ahí siempre defendiéndome entre los suyos, contra la masa de jóvenes ricos o consentidos que se me oponían al paso. He debido a este hombre bueno hasta la médula de los huesos, enérgico sin parecerlo, humilde hasta anularse, lo que más tarde debí a otro hombre en Chile, la estimación de mí mismo por las muestras que me prodigaba de la suya; sirviéndome ambos a enaltecerme más que no lo hubiera hecho la fortuna. La estimación de los buenos es un galvanismo para las sustancias análogas. Una mirada de benevolencia de ellos puede decir a Lázaro: levántate y marcha. Nunca he amado tanto como amé a Aberastáin; hombre alguno ha dejado más hondas huellas en mi corazón de respeto y aprecio.


Desde su salida de San Juan, el supremo tribunal de justicia es desempeñado por hombres sin educación profesional, y a veces tan negados los pobres que para arrieros serían torpes. Ultimamente, la honorable sala de representantes ha declarado que ni en defecto de abogados sanjuaninos, pueda ser juez un extranjero , es decir, un individuo, de otra de las provincias confederadas, y basta citar este acto legislativo para mostrar la perversión de espíritu en que han caído aquellas gentes.


Don Saturnino Salas fue otro de los agraciados; dedicóse a las matemáticas, para las que lo había dotado la Naturaleza de una de aquellas organizaciones privilegiadas que hacen los Pascal y los D'Ampère. Cultivó aquella ciencia con pasión, daba lecciones a sus concolegas para vestirse, haciendo uso de su habilidad fabril para confeccionar zapatos y remendar sus vestidos en la suma pobreza y orfandad en que lo dejó la destrucción del colegio de Ciencias Morales, que es uno de los mil crímenes cometidos por el partido reaccionario, por vengarse Arana y Rosas de la malquerencia que justamente les profesaban los colegiales, como la luz debe aborrecer al apagalámparas.


Aquella cualidad industrial es inherente y orgánica en la familia de los Salas. Su padre don Joaquín Salas inventaba máquinas y aparatos para todas las cosas, y perdió una inmensa fortuna heredada de doña Antonia Irarrazábal, parte en aquellos ensayos de su ingenio. Don Juan José Salas, su hijo, despunta por la misma capacidad fabril, que en San Juan, dados los hábitos de rutina española, se malogra en curiosidades improductivas. En fin, las señoras Salas, solteras, viven en una honesta medianía del producto de una industria que ellas han inventado, perfeccionado en todos sus detalles, y elevado a la categoría de una de las bellas artes. Son célebres en San Juan las flores artificiales de mano de las Salas que, sin exageración, rivalizan con las más bellas de París, cuyas muestras estudian a fin de adivinar los procederes fabriles, que en cuanto a la belleza artística imitan ellas a la naturaleza misma, y no pocas veces le harían aceptar una rosa de sus manos, o una rama de azahares, tal es la paciente habilidad que han puesto en copiarla hasta en los más mínimos accidentes. Su hermano don Saturnino ha continuado por largos años estudiando por vocación las matemáticas, enseñándolas por necesidad, enrolado en el cuerpo de ingenieros en Buenos Aires, y contento en la miseria, única recompensa hoy en su patria del saber que no se hace delincuente e inmoral. Mientras que aquel profundo matemático vegeta en la miseria, el gobierno de San Juan pagaba tres mil pesos anuales a un zafio desvergonzado que se daba por hidráulico, maquinista, ingeniero, abogado y entendido en cuanta materia se mencionaba. Defendió pleitos, fue empresario de teatro, escritor, coronel, mazorquero, director de obras públicas, juez de aguas, el amigo de los federales, el terror de los unitarios, y en verdad el ser más vil que ha deshonrado a la especie humana, habiendo para oprobio de aquella ciudad durado diez años esta innoble farsa. ¡Salud, federación! ¡Por el fruto se conoce el árbol! Era el tercero don Indalecio Cortínez, que se consagró a las ciencias médicas, con aplauso de la clase entera, y tal dedicación a la cirugía, que tenía concesión especial de cadáveres hecha por los catedráticos, a fin de que pudiese en su cuarto entregarse a sus estudios favoritos sobre el organismo humano. Volvió a San Juan a ejercer su profesión científica, después de doctorado en tres facultades; levantó una casa de altos en la plaza, adquiriendo el local de la iglesia de Santa Ana arruinada, y emigró a Coquimbo, abandonando cuanto poseía para salvar de la persecución que se cebaba sobre todos los que tenían ojos para prever el abismo de males en que iba a ser sepultada la República por el triunfo de los caudillos que no saben hoy por dónde salir del pantano en que ellos mismos se han metido. El doctor Cortínez refresca hasta hoy sus conocimientos teniéndose, por las Revistas a que está suscrito, al corriente de los progresos que la ciencia hace en Europa; y San Juan ha perdido en él un médico hábil, y la fortuna que acumula hoy en Coquimbo, recompensa de sus aciertos, la han disipado sus perseguidores de San Juan. Esperando por momentos estoy la ley que prohíba en San Juan a los médicos extranjeros curar a los enfermos, prefiriendo, como en los tribunales, a los curanderos nacidos y criados en la provincia.


Los tres restantes fueron don Fidel Torres, que no ha vuelto a su país; don Pedro Lima, que murió, y don Eufemio Sánchez, que profesa, a lo que he oído, la medicina en Buenos Aires. Lo único que hay claro, es que ninguno de los seis jóvenes educados por don Bernardino Rivadavia ha permanecido en San Juan, privándose esta provincia de recoger el fruto de aquella medida que por sí sola bastaría para hacer perdonar a aquel gobierno muchas otras faltas. Quiero antes de entrar en cosas más serias, echar una mirada sobre los juegos de mi infancia, porque ellos revelan hábitos solariegos de que aún se resiente mi edad madura. No supe nunca hacer bailar un trompo, rebotar la pelota, encumbrar una cometa, ni uno solo de los juegos infantiles a que no tomé afición en mi niñez. En la escuela aprendí a copiar sotas, y me hice después un molde para calcar una figura de San Martín a caballo que suelen poner los pulperos en los faroles de papel; y de adquisición en adquisición, yo concluí en diez años de perseverancia con adivinar todos los secretos de hacer mamarrachos. En una visita de mi familia a casa de doña Bárbara Icasate, ocupé el día en copiar la cara de un San Jerónimo, y una vez adquirido aquel tipo, yo lo reproducía de distintas maneras en todas las edades y sexos. Mi maestro, cansado de corregirme en este pasatiempo, concluyó por resignarse Y respetar esta manía instintiva. Cuando pude, por el conocimiento de los materiales de la enseñanza del dibujo, faltóme la voluntad para perfeccionarme. En cambio esparcí más tarde en mi provincia la afición a este arte gráfico, y bajo mi dirección o inspiración se han formado media docena de artistas que posee San Juan. Pero aquella afición se convertía en mis juegos infantiles en estatuaria, que tomaba dos formas diversas: hacía santos y soldados, los dos grandes objetos de mis predilecciones de niñez.


Criábame mi madre en la persuasión de que iba a ser clérigo y cura de San Juan, a imitación de mi tío, y a mi padre le veía casacas, galones, sable y demás zarandajas. Por mi madre me alcanzaban las vocaciones coloniales; por mi padre se me infiltraban las ideas y preocupaciones de aquella época revolucionaria; y obedeciendo a estas impulsiones contradictorias, yo pasaba mis horas de ocio en beata contemplación de mis santos de barro debidamente pintados, dejándolos en seguida quietos en sus nichos, para ir a dar a la casa del frente una gran batalla entre dos ejércitos que yo y mi vecino habíamos preparado un mes antes, con grande acopio de balas para ralear las pintorreadas filas de monicacos informes. No contara estas bagatelas si no hubiesen tomado más tarde formas colosales, y proporcionándome uno de los recuerdos que hasta hoy me hacen palpitar de gloria y de vanidad. Por lo que hace a mi vocación sacerdotal, asistía cuando niño de trece años a una devota capilla, en casa del jorobado Rodríguez, capaz de contener veinte personas, y dotada de sacristía, campanario y demás requisitos, con una dotación de candeleros, incensarios y campanas sonoras, hechas por el negro Rufino, de don Javier Jofré, y de que hacíamos enorme consumo en repiques y procesiones. Estaba consagrada la capilla a nuestro padre Santo Domingo, desempeñando yo durante dos años por aclamación del capítulo, y con grande edificación de los devotos, la augusta dignidad provincial de la orden de predicadores. Acudían los frailes del convento de Santo Domingo a verme cantar misa, para lo que parodiaba a mi tío el cura que cantaba muy bien, y de quien, siendo yo monaguillo, atisbaba todo el mecanismo de la misa, no sin marcar la página del misal en que estaban el evangelio y epístola del día para reproducirlos íntegros en mi misa particular.


Por las tardes de los domingos, el provincial se tornaba en general en jefe de un ejército de muchachos, ¡ay de los que quisiesen hacer frente a aquella lluvia de piedras que salía del seno de mi falange! Andando el tiempo, yo había logrado hacerme de la afección de una media docena de pilluelos, que hacían mi guardia imperial y con cuyo auxilio repetí una vez la hazaña de Leónidas a punto de que el lector, al oírla, la equivocará con la del célebre espartano. Este es un caso serio que requiere traer uno a uno los personajes que brillaron en aquel día memorable.


Había en casa de los Rojos un mulato regordete que tenía el sobrenombre de Barrilito , muchacho inquieto y atrevido, capaz de una fechoría. Otro del mismo pelaje, de Cabrera, de once años, diminuto, taimado, y tan tenaz, que cuando hombre, elevado a cabo por su bravura, desertó de las filas de Facundo Quiroga con algunos otros, y en lugar de fugarse, tiroteó al ejército en marcha hasta que se hizo coger y fusilar. A éste llamábanle Piojito . Descollaba el tercero bajo el sobrenombre de Chuña , ave desairada; un peón chileno de veinte o más años, un poco imbécil, y por tanto muy bien hallado en la sociedad de los niños. Era el cuarto José I. Flores, mi vecino y compañero de infancia, a quien también distinguía el sobrenombre de Velita , que él ha logrado quitarse a fuerza de buen humor y jovialidad. Era el quinto el Gaucho Riberos , excelente muchacho y mi condiscípulo; y agregóse más tarde Dolores Sánchez, hermano de aquel Eufemio, a quien por envolverse el capote en el brazo para defenderse de las piedras, llamábamos Capotito . Este nuevo recluta se educó a mi lado, y probó muy luego ser digno de la noble compañía en que se había alistado. En el año, pues, del Señor no sé cuántos (que los niños no saben nunca el año en que viven), hicimos tres o cuatro jornadas más o menos lucidas, con más o menos pedradas y palos dados y recibidos, terminando un domingo en deshacer un ejército y tomar prisioneros generales, tambores y chusma, que paseamos insolentemente por algunas calles de la ciudad. Esta humillación impuesta a los vencidos trajo su represalia, y no más tarde que el miércoles o jueves de la semana siguiente, supimos que los barrios de la Colonia y de Valdivia, cuan grandes son, y poblados de cardúmenes de muchachos, se aprestaban a volvernos la mano al domingo siguiente. Viernes y sábado me llovían los avisos cada vez más alarmantes de los progresos de la liga colono-valdiviana, mientras que yo citaba a toda mi gente para hallarme en aptitud de recibirlos dignamente. Sobrevino el domingo tan esperado por los unos, tan temido por los otros, y llegó la tarde y se avanzaba la hora y mis soldados no aparecían, tanto miedo les ponía la noticia de los preparativos y amenazas de nuestros enemigos. En fin, convencidos de la imposibilidad de aceptar el combate, dirigímonos yo y aquellos seis de que he hecho mención, y que no habrían dejado de reunirse, aunque se hubiera despoblado el cielo, hacia los puntos por donde era presumible viniese el ejército aliado. Así marchando a la ventura llegamos hasta la Pirámide , en donde oímos ya el fragor de las aclamaciones y gritos de entusiasmo de los chiquillos y el sonido de los tambores de calabazas o de cuero que los precedían. Momentos después apareció la columna y se derramó en el erial vecino. ¡Dios mío! Eran quinientos diablejos con veinte banderas, y picas y sables de palo que no reflejaban los rayos del sol. Contamos más de treinta adultos mezclados entre la imberbe turba tanta era la novedad que causaba aquella inusitada muchedumbre.


Nosotros, instintivamente, retrocedimos temerosos de ser sepultados por aquella avalancha de muchachos ávidos de hacer una diablura, sobre todo en venganza de lo pasado en el domingo anterior. Tomamos los siete por la calle de atravieso que conduce hacia el molino de Torres, desconcertados, cabizbajos, y punto menos que huyendo. Precede al puente echado sobre el ladrón del molino hacia el norte, un terreno sólido, gredoso y unido, mientras que en torno del puente había una enorme cantidad de guijarros sacados del fondo de la acequia. Una idea me vino que Napoleón me la habría adquirido, que Horacio Cocles me habría disputado como suya. Ocurrióme que, parados los siete en el estrecho puente y con aquella bendición de piedras a la mano, podíamos disputar el paso al ejército aliado de la Colonia y de Valdivia. Detengo a los míos, les explico el caso, los arengo, y concluyo arrancándoles un está bueno firme y chisporroteando de entusiasmo. Me prometen obediencia ciega, tomo yo con dos más, Riberos y Barrilito , el centro del puente, distribuyo dos de cada lado de la trinchera hecha por la acequia, y todos nos ocupamos diligentemente en acopiar piedras, de manera de suplir el número por la vivacidad del fuego. Habíamos apercibido en tanto, y el aire se estremecía con los gritos de aquella muchedumbre que se avanzaba rápidamente sobre nosotros. Mi plan era no disparar una piedra hasta tenerlos a tiro. Acercóse la turba, y de repente arrojamos tal granizada de piedras, que los chiquillos de diez a doce años, a quienes en el montón alcanzaron, dieron prueba sonora de que no se habían malogrado del todo. Huyó aquella chusma desordenada, querían lanzarse los míos a la persecución, pero el general lo había calculado todo y visto que la interposición del puente era el único medio posible de defensa.


Cuando digo que lo había calculado todo, olvidaba que lo mejor no se me había pasado por las mientes, y era que las mismas piedras que habíamos tirado, podían volvérnoslas a su turno, y que a su retaguardia tenía la inmensa columna la calle de San Agustín, rica en guijarros a despear los caballos que la transitan. Vueltos en efecto de su espanto los agresores, y mandando muchachos por centenares a traer piedras a ponchadas, se trabó el más rudo combate de que hayan hecho jamás mención las crónicas de los pilluelos vagabundos.


Acercóse a la trinchera que yo defendía un muchacho, Pedro Frías, y me propuso, a fuer de parlamentario, que peleásemos a sable, ¡Nosotros siete contra quinientos! Después de bien reflexionada la propuesta, la deseché terminantemente, y un minuto después el aire se veía cubierto de piedras que iban y venían, a tal punto que aun había riesgo de tragarlas. Al Piojito le rompieron la cabeza, y destilando sangre y mocos de llorar, y echando sendas puteadas, disparaba piedras a centenares como una catapulta antigua; el Chuña había caído desmayado ya dentro de la acequia a riesgo de ahogarse; estábamos todos contusos, y la refriega seguía con encarnizamiento creciente; la distancia era ya de cuatro varas y el puente no cedía el paso, hasta que el negro Tomás, de don Dionisio Navarro, que estaba en primera línea gritó a los suyos: "¡No tiren, vean al general que no puede mover los brazos!". Cesó con esto el combate y se acercaron los más inmediatos hacia mí, silenciosos y más contentos de mí que de su triunfo. Era el caso que a más de las pedradas sin cuento que yo tenía recibidas en el cuerpo, habíanme tocado tantas en los brazos, que no podía moverlos, y las piedras que aun lanzaba por puro patriotismo, iban a caer sin fuerza a pocos pasos. De mis valientes habían flaqueado y huido dos, que no nombro por no comprometer su reputación, que no ha de exigirse a todos igual constancia. Estaban aún a mi lado Riberos, chillaba y puteaba todavía el Piojito , y sacamos al Chuña de la acequia, a fin de cuidar de nuestros heridos. Quisieron algunos desalmados compelerme a seguir en clase de prisionero; opúseme yo con el resto de energía que me quedaba, teniendo mis dos brazos caídos y empalados; intervinieron en mi favor los hombres que venían en la comitiva, dando su debido mérito y todo el honor de la jornada a los vencidos, y retiréme bamboleándome de extenuación a casa, donde con el mayor sigilo me administré durante una semana frecuentes paños de salmuera para hacer desaparecer aquellas negras acardenaladuras que me habrían hecho aparecer, si me hubiese desnudado, a guisa de potro overo, tan frecuentes y repetidas eran. ¡Oh, vosotros, compañeros de gloria en aquel día memorable! ¡Oh, vos, Piojito , si vivierais! ¡ Barrilito , Velita , Chuña , Gaucho y Capotito , os saludo aún desde el destierro en el momento de hacer justicia al ínclito valor de que hicisteis prueba! Es lástima que no se os levante un monumento en el puente aquél para perpetuar vuestra memoria. No hizo más Leónidas con sus trescientos espartanos en las famosas Termópilas. No hizo menos el desgraciado Acha en las acequias de Angaco, poniendo con la barriga al sol a tanto imbécil que no sabía apreciar lo que vale una acequia puesta de por medio, cuando hay detrás una media docena de perillanes clavados en el suelo.


Volviendo a mi educación, puede decirse que la fatalidad intervenía para cerrarme el paso. En 1821 fui al seminario de Loreto en Córdoba, y hube de volverme sin entrar. La revolución de Carita me dejó sin maestro de latín. En 1825 principié a estudiar matemáticas y agrimensura, bajo la dirección de M. Barreau, ingeniero de la provincia. Levantamos juntos el plano de las calles de Rojo, Desamparados, Santa Bárbara, y de allí rodeado hacia el Pueblo Viejo; y yo solo, por haberme abandonado el maestro, la de la Catedral, Santa Lucía y Legua. En el mismo año fui a San Luis a continuar con el clérigo Oro la educación que había interrumpido la revolución del año anterior. Un año más tarde era llamado por el gobierno para ser enviado al colegio de Ciencias Morales, y llegaba a San Juan después de haberme negado una vez, en el momento que las lanzas de Facundo Quiroga venían en bosque polvoroso agitando sus siniestras banderolas por las calles.


En 1826 entraba tímido dependiente de comercio en una tienda, yo, que había sido educado por el presbítero Oro en la soledad que tanto desenvuelve la imaginación, soñando congresos, guerra, gloria, libertad, la república en fin. Estuve triste muchos días, y como Franklin, a quien sus padres dedicaban a jabonero, él que debía robar al cielo los rayos y a los tiranos el cetro, toméle desde luego ojeriza al camino que sólo conduce a la fortuna. En mis cavilaciones en las horas de ocio, me volvía a aquellas campañas de San Luis en que vagaba por los bosques con mi Nebrija en las manos, estudiando mascula sunt maribus , e interrumpiendo el recitado para tirarle una piedra a un pájaro. Echaba de menos aquella voz sonora que había dos años enteros sonado en mis oídos, plácida, amiga, removiendo mi corazón, educando mis sentimientos, elevando mi espíritu. Las reminiscencias de aquella lluvia oral que caía todos los días sobre mi alma, se me presentaban como láminas de un libro cuyo significado comprendemos por la actitud de las figuras. Pueblos, historia, geografía, religión, moral, política, todo ello estaba ya anotado como en un índice; faltábame empero el libro, que lo detallaba, y yo estaba solo en el mundo, en medio de fardos de tocuyo y piezas de quimones, menudeando a los que se acercaban a comprarlos, vara a vara. Pero debe haber libros, me decía yo, que traten especialmente de estas cosas, que las enseñen a los niños; y entendiendo bien lo que se lee puede uno aprenderlas sin necesidad de maestros; y yo me lancé en seguida en busca de esos libros, y en aquella remota provincia, en aquella hora de tomada mi resolución, encontré lo que buscaba, tal como lo había concebido, preparado por patriotas que querían bien a la América, y que desde Londres habían presentado esta necesidad de la América del Sur, de educarse, respondiendo a mis clamores los catecismos de Ackermann , que había introducido en San Juan don Tomás Rojo. ¡Los he hallado!, podía exclamar como Arquímedes, porque yo los había previsto, inventado, buscado aquellos catecismos, que más tarde, en 1829, regalé a don Saturnino Laspiur para la educación de sus hijos. Allí estaba la historia antigua, y aquella Persia, y aquel Egipto, y aquellas Pirámides, y aquel Nilo de que me hablaba el clérigo Oro. La historia de Grecia la estudié de memoria, y la de Roma en seguida, sintiéndome sucesivamente Leónidas y Bruto, Arístides y Camilo, Harmodio y Epaminondas y esto mientras vendía yerba y azúcar, y ponía mala cara a los que me venían a sacar de aquel mundo que yo había descubierto para vivir en él. Por las mañanas, después de barrida la tienda, yo estaba leyendo, y una señora Laora pasaba para la iglesia y volvía de ella, y sus ojos tropezaban siempre día a día, mes a mes, con este niño inmóvil, insensible a toda perturbación, sus ojos fijos sobre un libro, por lo que, meneando la cabeza, decía en su casa: "¡Este mocito no debe ser bueno! ¡Si fueran buenos los libros no los leería con tanto ahínco!".


Otra lectura ocupóme más de un año: ¡la Biblia! Por las noches, después de las ocho, hora de cerrar la tienda, mi tío don Juan Pascual Albarracín, presbítero ya, me aguardaba en casa, y durante dos horas discutíamos sobre lo que iba sucesivamente leyendo, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. ¡Con cuánta paciencia escuchaba mis objeciones para comunicarme en seguida la doctrina de la Iglesia, la interpretación canónica, y el sentido legítimo, y recibido de las sentencias donde decía blanco, no obstante que yo leía negro, y las opiniones divergentes de los santos padres! La Teología natural , de Paley; Evidencia del Cristianismo , por el mismo; Verdadera idea de la Santa Sede , y Feijóo, que cayó por entonces en mis manos, completaron aquella educación razonada y eminentemente religiosa, pero liberal, que venía desde la cuna transmitiéndose desde mi madre al maestro de escuela, desde mi mentor Oro hasta el comentador de la Biblia, Albarracín.


Por entonces pasó a visitar a San Juan el canónigo don Ignacio Castro Barros, e hizo su misión pública predicando quince días sucesivamente en las plazas, a la luz de la luna, teniendo por auditorio cuanta gente cabe apiñada en una cuadra cuadrada de terreno. Yo asistía con asiduidad a estas pláticas, procurando ganar desde temprano lugar favorecido. Precedíale la fama de gran predicador, y durante muchos días me tuvo en febril excitación. Había logrado despertar en mi alma el fanatismo rencoroso que vertía siempre de aquella boca espumosa de cólera, contra los impíos y herejes a quienes ultrajaba en los términos más innobles. Furibundo, frenético, andaba de pueblo en pueblo, encendiendo las pasiones populares contra Rivadavia y la reforma, y ensanchando el camino a los bandidos, como Quiroga y otros, a quienes llamaba los Macabeos. Hice confesión general con él para consultarme en mis dudas, para acercarme más y más a aquella fuente de luz, que con mi razón de dieciséis años hallé vacía, obscura, ignorante y engañosa. Los estragos que aquel iluso hizo en San Juan pueden colegirse del decreto de 28 de julio de 1827, expedido por el gobierno enemigo de Rivadavia y sus partidarios: "Una funesta experiencia —dice— ha enseñado cuánta es la facilidad con que se pasa de la diferencia de opiniones a la discordia, y de ésta a la guerra. Esta misma experiencia es la que ha producido en el gobierno el convencimiento de que, si bien debe asegurarse a cada individuo la libertad de manifestar decorosa y legalmente su opinión, es también necesario impedir que procure extender aquélla atacando a los que piensan de otro modo, por medios reprobados y sumamente peligrosos. Cuando se han tocado estos arbitrios, cuando ciertas instituciones santas y venerables se han hecho hablar en favor de lo que se llama una disputa política, se halla minada la tranquilidad pública. En fuerza de estas consideraciones y por haberse llegado a entender que algún ministro del santuario ha hablado directa y aun personalmente en la cátedra del Espíritu Santo en las mismas cuestiones políticas que ya han ocasionado otra vez derramamiento de sangre en San Juan, el gobierno ha venido en decretar:


"1º Queda prohibido hacer mención de cuestiones políticas en ningún discurso público religioso que se pronuncie en el templo del Señor, donde no debe oírse sino la moral santa del Evangelio, los preceptos del Redentor del mundo, los consuelos de la religión divina y los ruegos de los fieles.

"2º Comuníquese al venerable clero, y dése al Registro — Quiroga [26.], — José Antonio de Oro [27.], secretario." Hízome dudar de su sinceridad el espectáculo de una de esas farsas que le habían valido su celebridad. Terminaba una prédica dentro de la iglesia ensañándose contra Llorente, a quien llamó impío, viborezno, por haber calumniado al santo tribunal de la inquisición, asegurando al auditorio que había muerto comido de gusanos en castigo de sus iniquidades. Seguíale yo con avidez en aquellas imprecaciones destilando veneno, sangre, maldiciones y ultrajes contra Rousseau y otra retahíla de nombres, para mí desconocidos y su bilis se iba exaltando, y la rabia de un poseído se asomaba a sus ojos inyectados de sangre, y a su boca, en cuyos extremos se colectaban babas resecas; cuando de repente se levanta, y extendiendo los brazos y levantando su voz estentórea, a que respondían los ecos de las bóvedas del templo, invocó al demonio mandándole presentarse ante él, asegurando en términos positivos y terminantes que él tenía potestad del Cielo para hacerlo comparecer, y que iba a presentarse en el acto; y sus ojos lo buscaban y sus manos crispadas señalaban los lugares obscuros de la iglesia, y las mujeres inquietas se movían y volvían la cara para huir, mientras yo, clavaba los ojos en aquella fisonomía del clérigo, descompuesta y cárdena, esperando encontrar en ella signos de fascinación, por no atreverme todavía a creer todo aquello una patraña. Después he visto a Casacuberta hacer con igual pasión papeles más difíciles, y he sentido bullir mi sangre de indignación contra aquella prostitución de la cátedra.


El cura Castro Barros echó en mi espíritu la primera duda que lo ha atormentado, el primer disfavor contra las ideas religiosas en que había sido creado, ignorando el fanatismo y despreciando la superstición. Después he sabido la historia de aquel insano. Era su resorte favorito en las campañas, entre las gentes incultas, arrojar desde el alma de un condenado, y asegurar que aquella persona a quien se le asentase la pluma, estaba ya predestinada a los suplicios eternos; y las infelices mujeres, a quienes había hecho apiñarse en torno de la cátedra, con sus llantos y movimientos agitaban el aire, y la vagorosa plumilla revoloteaba y cambiaba de dirección, paseando el espanto y la desolación por sobre las cabezas de la muchedumbre, que al fin se ponía de pie, enajenada de terror, dando alaridos y desbandándose por los campos. Omito mil escenas horribles de este género y la calavera y el crucifijo, para entablar coloquios risibles, si no fueran odiosos, entre dos objetos tan venerados, y hacer cantar a la calavera tonaditas mundanas, y describir después sus tormentos en el infierno, y gozarse él en ellos, recordándole entonces uno a uno sus deslices pasados. De esta escuela de predicadores salen en las colonias españolas los terroristas políticos, de sus blasfemias contra los impíos ha salido el mueran los salvajes unitarios . De ahí han salido las chispas que apasionaron a la muchedumbre, y la lanzaron a los crímenes, a las matanzas de que hemos sido víctimas. De la boca de Castro Barros, como de la de los puritanos de Inglaterra, salía siempre la Sagrada Escritura empapada en sangre, azuzando las pasiones brutales de la muchedumbre. Afortunadamente para la gloria de Castro Barros, tuvo la fuerza de alma de volver más tarde sobre sus pasos, cuando se mostraron los crímenes y la barbarie que él había armado de un pretexto santo. Prestó en 1829 su ardorosa cooperación al general Paz en Córdoba, le atrajo las simpatías de sus compatriotas y algunas arrobas de plata labrada de conventos y monasterios fueron, por influjo suyo, a engrosar el desmedrado caudal del ejército, como muestra decidida de su adhesión. En los diarios de la época publicó el doctor Castro Barros una exposición de las razones que lo habían hecho cambiar de partido, y volver sobre Facundo Quiroga y sus partidarios las mismas armas con que había preparado la sangrienta lucha. Después siguió la suerte de los unitarios, escapó un pontón de Rosas, donde para vivir le era necesario achicar la bomba todos los días, por meses enteros, para conservar su cansada y enfermiza existencia. Llegó más tarde a Chile, donde, volviendo con la vejez a los excesos de fanatismo de la primera época de sus predicaciones, abogó con calor por la inquisición y otras ideas extremas, hasta que la muerte dio reposo el año pasado a aquella vida por tantas pasiones agitada. La Revista Católica hallóle en olor de santidad, y de paso se sirvió insinuar, con caridad evangélica, que el muerto doctor tenía émulos, aludiendo a mí que había principiado a escribir su biografía, con otros conceptos menos equívocos, si bien más injuriosos. Perdóneles Dios su petulancia, que no era el pobre clérigo digno objeto de mi emulación.


Desde aquella época me lancé en la lectura de cuanto libro pudo caer en mis manos, sin orden, sin otro guía que el acaso que me los presentaba, o las noticias que adquiría de su existencia en las escasas bibliotecas de San Juan. Fue el primero la Vida de Cicerón por Middleton, con láminas finísimas, y aquel libro me hizo vivir largo tiempo entre los romanos. Si hubiese entonces tenido medios, habría estudiado el derecho para hacerme abogado, para defender causas, como aquel insigne orador a quien he amado con predilección. El segundo libro fue la Vida de Franklin y libro alguno me ha hecho más bien que éste. La vida de Franklin fue para mí lo que las vidas de Plutarco para él, para Rousseau, Enrique IV, Mme. Roland y tantos otros. Yo me sentía Franklin; ¿y por qué no? Era yo pobrísimo como él, estudioso como él, y dándome maña y siguiendo sus huellas, podía un día llegar a formarme como él, ser doctor ad honorem como él y hacerme un lugar en las letras y en la política americanas. La vida de Franklin debiera formar parte de los libros de las escuelas primarias. Alienta tanto su ejemplo, está tan al alcance de todos la carrera que él recorría, que no habría muchacho un poco bien inclinado que no se tentase a ser un Franklincito, por aquella bella tendencia del espíritu humano a imitar los modelos de la perfección que concibe. Escribir una vida de Franklin adaptada para las escuelas, ha sido uno de los propósitos literarios que he acariciado largo tiempo; y ahora que me creía en aptitud de realizarlo, llevado de las mismas ideas, lo ha efectuado M. Mignet, por encargo de la Academia Francesa, con un éxito completo, aunque mi plan era diverso, más popular y más adaptable, a nuestra situación. Tal como es el libro de Mignet, pedílo a Francia, y lo he hecho poner en castellano para generalizarlo, porque yo sé por experiencia propia cuánto bien hace a los niños esta lectura. ¡Santas aspiraciones del alma juvenil a lo bello y perfecto! ¿Dónde está entre nuestros libros el tipo, el modelo práctico, hacedero, posible, que puede guiarlas y trazarlas un camino? Los predicadores nos proponen los santos del Cielo para que imitemos sus virtudes ascéticas y sus maceraciones; pero por más bien intencionado que el niño sea, renuncia desde temprano a la pretensión de hacer milagros, por la razón sencilla de que los que lo aconsejan se abstienen ellos mismos de hacerlos. Pero el joven que sin otro apoyo que su razón, pobre y destituido, trabaja con sus manos para vivir, estudia bajo su propia dirección, se da cuenta de sus acciones para ser más perfecto, ilustra su nombre, sirve a su patria ayudándola a desligarse de sus opresores, y un día presenta a la humanidad entera un instrumento sencillo para someter los rayos del cielo, y puede vanagloriarse de redimir millones de vidas con el preservativo con que dotó a los hombres, este hombre debe estar en los altares de la humanidad, ser mejor que Santa Bárbara, abogada contra rayos, y llamarse el Santo del Pueblo.


Para los pueblos del habla castellana, aprender un idioma vivo es sólo aprender a leer, y debiera uno por lo menos enseñarse en las escuelas primarias. El clérigo Oro al enseñarme el latín, que no sé, me había dotado de una máquina sencilla de aprender idiomas, que he aplicado con suceso a los pocos que conozco. En 1829, escapado de ser fusilado en Mendoza por el fraile Aldao, por la benéfica y espontánea intercesión del coronel don José Santos Ramírez, a cuyo buen corazón no deben perjudicar las flaquezas de su juicio, tuve en San Juan mi casa por cárcel, y el estudio del francés por recreo. Vínome la idea de aprenderlo con un francés, soldado de Napoleón, que no sabía castellano, y no conocía la gramática de su idioma. Pero la codicia se me había despertado a la vista de una biblioteca en francés perteneciente a don José Ignacio de la Rosa, y con una gramática y un diccionario prestados, al mes y once días de principiado el solitario aprendizaje, había traducido doce volúmenes, entre ellos las Memorias de Josefina. De mi consagración a aquella tarea puedo dar idea por señales materiales. Tenía mis libros sobre la mesa del comedor, apartábalos para que sirvieran el almuerzo, después para la comida, a la noche para la cena; la vela se extinguía a las dos de la mañana, y cuando la lectura me apasionaba, me pasaba tres días sentado registrando el diccionario. Catorce años he puesto después en aprender a pronunciar el francés, que no he hablado hasta 1846, después de haber llegado a Francia. En 1833 estuve de dependiente de comercio en Valparaíso, ganaba una onza mensual, y de ella destiné media para pagar al profesor de inglés Richard, y dos reales semanales al sereno del barrio para que me despertase a las dos de la mañana a estudiar mi inglés. Los sábados los pasaba en vela para hacerlo de una pieza con el domingo; y después de mes y medio de lecciones, Richard me dijo que no me faltaba ya sino la pronunciación, que hasta hoy no he podido adquirir. Fuime a Copiapó, y mayordomo indigno de La Colorada , que tanta plata en barra escondía a mis ojos, traduje a volumen por día los sesenta de la colección completa de novelas de Walter Scott, y otras muchas obras que debí a la oficiosidad de Mr. Eduardo Abott. Conservan muchos en Copiapó el recuerdo del minero a quien se encontraba siempre leyendo, y aun en Lima el señor Codecido recordóme, a mi vuelta de Europa, un suceso relativo a aquellos tiempos. Por economía, pasatiempo y travesura, había yo concluido por equiparme completamente con el pintoresco vestido de los mineros, y habituado a los demás a mirar este disfraz como mi traje natural. Calzaba babucha y escarpín; llevaba calzoncillo azul y cotón listado, engalanando este fondo, a más del consabido gorro colorado, una ancha faja de donde pendía una bolsa capaz de contener una arroba de azúcar, y en la que tenía yo siempre uno o dos manojos de tabaco tarijeño. Por las tardes ascendía de la mina del Desempeño don Manuel Carril, juntos pasábamos al Manto de los Cobos , en cuya cocina reunidos discutíamos política media docena de mayordomos, patrones o peones argentinos, añadiéndose a este parlero y ahumado congreso, un joven parisiense, a quien dábamos lecciones de un castellano tan castizo que, una vez que encontró señoras, dejó lastimados sus oídos, y a nosotros, que éramos sus maestros, confundidos de los progresos que en tan corto tiempo había hecho el alumno, no sin reconvenirle después y explicarle todas las frases, palabras e interjecciones castellanas que no tenían fácil curso en otra sociedad que aquella de la cocina del Manto de los Cobos , de que él formaba parte.


Era juez de minas en 1835 el mayor Mardones, que había militado en la República Argentina en los tiempos de la guerra de la independencia; su señora tenía tratos, costumbres, aseo y algunos muebles que nos reconciliaban con la vida civilizada, y solíamos por la noche bajar a su habitación, en la placilla, y pasar allí agradablemente el rato. Una noche encontramos hospedado a un señor Codecido, pulcro y sibarita ciudadano que se quejaba de las incomodidades y privaciones de la jornada. Saludáronlo todos con atención, toquéme yo el gorro con encogimiento, y fui a colocarme en un rincón, por sustraerme a las miradas en aquel traje que me era habitual, dejándole ver, sin embargo, al pasar, mi tirador alechugado, que es la pieza principal del equipo. Codecido no se fijó en mí, como era natural con un minero a quien sus patrones consentían que los acompañase, y a haber yo estado más a mano, me habría suplicado que le trajese fuego u otra cosa necesaria. La conversación rodó sobre varios puntos, discreparon en una cosa de hecho que se refería a la historia moderna europea, y a nombres geográficos, e instintivamente Carril, Chenaut y los demás se volvieron hacia mí para saber lo que había de verdad. Provocado así a tomar parte en la conversación de los caballeros, dije lo que había en el caso, pero en términos tan dogmáticos, con tan minuciosos detalles, que Codecido abría a cada frase un palmo de boca, viendo salir las páginas de un libro de los labios del que había tomado por apir. Explicáronle la causa del terror en medio de la risa general, y yo quedé desde entonces en sus buenas gracias. Divertía a los mineros en Punta Brava con dibujos de animales y pájaros; daba lecciones de francés a unos jóvenes, y encontré allí un mayordomo con tan extraordinaria facultad de retener lo que leía, que recitaba libros enteros sin olvidar una coma. Este tenía los ojos prominentes, como lo requería Gall. Pertenece a mis estudios de Chañarcillo la edición de un libro sobre emigración , desde San Juan y Mendoza a las orillas del Colorado , hacia el Sur, que a falta de prensa recité una vez a Manuel Carril, teniéndolo durante dos horas de tal manera embobado con mi cuento, que cuando me paraba a cobrar aliento, me decía: —Continúe, continúe—, y al fin exclamó entusiasmado: —Yo pongo hasta la camisa para llevar a cabo el proyecto—: pues yo sólo pedía ochenta mil pesos para que un millar de muchachos de buena voluntad nos fuésemos al Sur y fundásemos una colonia en un río navegable, y nos enriqueciésemos. Recuerdo esto, porque me complace mostrar cuán antigua es la manía en mi espíritu por continuar la obra de la ocupación de la tierra, que paralizó la guerra de la independencia y despueblan hoy la ignorancia e incapacidad de aquellos gobiernos.


En 1837 aprendí el italiano en San Juan, por acompañar al joven Rawson, cuyos talentos empezaban desde entonces a manifestarse. últimamente en 1842, redactando El Mercurio , me familiaricé con el portugués, que no requiere aprenderse. En París me encerré quince días con una gramática y un diccionario, y traduje seis páginas de alemán, a satisfacción de un inteligente a quien di lección, dejándome desmontado aquel supremo esfuerzo, no obstante que creía haber cogido ya la estructura del rebelde idioma.


He enseñado a muchos el francés, por el deseo de propagar la buena lectura, y a varios de mis amigos, sin darles lecciones, para echarlos en el camino que yo había seguido, les decía primero: —Usted no se ha de contraer a estudiar, ya lo estoy viendo—; y cuando los veía picados de amor propio, les daba algunas lecciones sobre la manera de estudiar por sí solos. Bustos, el de la Escuela Normal, y P..., mi tierno amigo, me avisaron un mes o dos después que ya sabían francés, y en efecto lo habían estudiado.


¿Cómo se forman las ideas? Yo creo que en el espíritu de los que estudian sucede como en las inundaciones de los ríos, que las aguas al pasar depositan poco a poco las partículas sólidas que traen en disolución, y fertilizan el terreno. En 1833 yo pude comprobar en Valparaíso que tenía leídas todas las obras que no eran profesionales, de las que componían su catálogo de libros publicados por El Mercurio . Estas lecturas, enriquecidas por la adquisición de los idiomas, habían expuesto ante mis miradas el gran debate de las ideas filosóficas, políticas, morales y religiosas, y abierto los poros de mi inteligencia para embellecerse en ellas. En 1838 fue a San Juan mi malogrado amigo Manuel Quiroga Rosas, con su espíritu mal preparado aún, lleno de fe y de entusiasmo en las nuevas ideas que agitaban el mundo literario en Francia, y poseedor de una escogida biblioteca de autores modernos. Villemain y Schlegel, en literatura; Jouffroi, Lerminnier Guizot, Cousin, en filosofía e historia; Tocqueville, Pedro Leroux, en democracia; la Revista Enciclopédica , como síntesis de todas las doctrinas; Carlos Didier y otros cien nombres hasta entonces ignorados para mí, alimentaron por largo tiempo mi sed de conocimientos. Durante dos años consecutivos prestaron estos libros materia de apasionada discusión por las noches en una tertulia, en la que los doctores Cortínez, Aberastáin, Quiroga Rosas, Rodríguez y yo discutíamos las nuevas doctrinas, las resistíamos, las atacábamos, concluyendo al fin por quedar más o menos conquistados por ellas. Hice entonces, y con buenos maestros a fe, mis dos años de filosofía e historia, y concluido aquel curso, empecé a sentir que mi pensamiento propio, espejo reflecto hasta entonces de las ideas ajenas, empezaba a moverse y a querer marchar. Todas mis ideas se fijaron clara y distintamente, disipándose las sombras y vacilaciones frecuentes en la juventud que comienza, llenos ya los vacíos que las lecturas desordenadas de veinte años habían podido dejar, buscando la aplicación de aquellos resultados adquiridos a la vida actual, traduciendo el espíritu europeo al espíritu americano, con los cambios que el diverso teatro requería.


En todos estos esfuerzos estuvo siempre en actividad el órgano de instrucción y de información que tengo más expedito, que es el oído. Educado por medio de la palabra por el presbítero Oro, por el cura Albarracín; buscando siempre la sociedad de los hombres instruidos, entonces y después, mis amigos Aberastáin, Piñero, López, Alberdi, Gutiérrez, Oro, Tejedor, Franqueiro, Montt y tantos otros, han contribuido sin saberlo a desenvolver mi espíritu, transmitiéndome sus ideas, o dando asidero a las mías para un desenvolvimiento que viene de suyo a completarlas. Así preparado, presentéme en Chile en 1841, maduro, puedo decir, por los años, el estudio y la reflexión, y los escritos que la prensa ponía a mi vista me hicieron creer desde luego que los hombres que habían recibido una educación ordenada, no habían atesorado mayor número de conocimientos, ni masticádolos más despacio. No a principio de mi carrera de escritor, sino más tarde, levantóse en Santiago un sentimiento de desdén por mi inferioridad, de que hasta los muchachos de los colegios participaron. Yo preguntaría hoy, si fuera necesario, a todos esos jóvenes del Seminario , si habían hecho realmente estudios más serios que yo. ¿También a mi querían embaucarme con sus seis años del Instituto Nacional? ¡Pues qué! ¿No sé yo, hoy examinador universitario, lo que en los colegios se enseña?