Refutación a una atroz calumnia/Pueyrredón
J. MARTIN DE PUEIRREDON
[editar]General de La República Argentina, desmiente la impostura con que
Mr. ALEJANDRO EVERETT, Ministro Plenipotenciario de los
Estados Unidos de América en la Corte de España, ha ofendido
su reputacion en una nota pasada en 20 de Enero
de 1826 al Duque Del Infantado, Primer
Secretario de Estado de S. M. C.
Mr. A. H. Everett, en cumplimiento de órdenes de su gobierno, y con el noble intento de persuadir al gabinete español de la conveniencia que le resultaria de reconocer la independencia, y de hacer la paz con los nuevos gobiernos de América; después de llenar su nota de reflecciones, que, aunque ecsactas, eran demasiado vulgares, para llegar al fin elevado, que se proponia; queriendo apurar el convencimiento ha dicho: "Pueyrredon, que parece haber sido comprado por los agentes de S. M. cuando ocupaba el puesto de Director supremo de las Provincias Unidas del Rio de la Plata, no pudo alistar bajo sus banderas un solo hombre; se vió obligado, á abandonar su puesto y su país; y se cree que despues ha muerto obscuramente en alguna parte de aburrimiento y pesadumbre." Continúa el Sr. Everett demostrando la imposibilidad, de que el gobierno español volviese á establecer su dominación en sus antiguas colonias, ni por la acción de las armas, ni por los medios de la sugestión; y presenta de nuevo como un convencimiento irresistible, que "el destino de Pueyrredon, de que ya se ha hablado, es una prueba práctica de aquella verdad. El era una persona que ejercía el supremo poder ejecutivo en uno de los nuevos estados; que gozaba mucha reputación, y aparentemente poseía una gran influencia, que empleó en procurar que la colonia que gobernaba, volviese á unirse con la madre patria del modo mas plausible que podia hacerse." Sigue el Sr. Everett sus persuasiones, fundadas sobre este dato, y agrega. ¿Pero qué sucedió? A pesar de tanta circunstancia favorable ¿logró Pueyrredon volver á la antigua dependencia la colonia que gobernaba? Ya se ha dicho, que no consiguió contar con un solo hombre, y que no pudo permanecer en su país. Cargado á la vez con la ecsecracion y el desprecio de todo el continente americano se vió obligado, para evitar una muerte ignominiosa, á ocultarse en un rincón obscuro, donde ha muerto de vergüenza y fastidio." ¡Bravo, señor negociador N. Americano! ¡Qué bella figura debió V. hacer ante el duque del Infantado, y ante el mismo rey Fernando, que me conocen personalmente, y que saben lodo lo que han tenido que sentir por resultado de mis operaciones en América, cuando el argumento mas valiente que V. les presentaba, era una grosera calumnia; una crasa impericia diplomática; una falsedad tan clásica en sí, como impudente en el carácter oficial, que ocupaba! No es, pues, estraño que el resultado de la negociación del Sr. Everett haya sido el que todos han visto. Pero el señor ministro me ha ofendido groseramente, imputando á mi nombre el crimen mas infame que conoce la sociedad; y yo debo hacer ver, que ha mentido maliciosamente, ó que ha obrado con una ligereza, que hace poco honor al carácter elevado que representaba en la córte española: porque en documentos oficiales como el de este ministro, y refiriéndose á hechos, es reprobada la impostura; y nada se puede decir que no se tenga la seguridad de probar.
He ofrecido hacer ver que Mr. Everett ha mentido maliciosamente, ó ha obrado con una ligereza impropia del carácter público que ejercía. Mas, ¡cómo persuadirme que el enviado de una nación amiga haya sido capaz de infamar mi nombre gratuitamente y con el solo intento de ofenderme! No hay hombre tan perverso sobre la tierra, que obre el mal sin algún interesa su favor; y no es posible que Mr. Everett haya tenido alguno, cuando es esta la vez primera que yo he oido su nombre. No: él no ha mentido, aunque ha dicho una falsedad enorme. Yo debo ser mas caritativo con el, que ha sido él veraz y justo conmigo. Pero no puede negarse, que ha obrado con una ligereza criminal en su carácter público, presentando como ciertos hechos desnudos de toda sombra de verdad, y apoyados en informes mentidos. Tal es el concepto menos desfavorable que me es permitido formar del ministro en cuestión. Me resta ahora averiguar de que origen corrompido pudo sacar la noticia de mi infidelidad.
No ha sido, sin duda, del seno de la República Argentina, porque nunca hubo dentro de ella quien se atreviese, ni aun á concebir sospechas de mi fidelidad. Lo digo con vanagloria á la presencia de mi gobierno y de mis compatriotas. Podrá ser que me hayan faltado luces para desempeñar á satisfacción de todos los distintos cargos honoríficos y difíciles, que he obtenido desde la instalación del gobierno patrio: pero siempre me ha sobrado fuego y decisión por la libertad y la independencia de mi país.
Tampoco ha podido ser por instrucciones recibidas de su gobierno; porque este mas circunspecto y mas zeloso de su crédito no habría aventurado la publicación de un hecho, cuya falsedad produgese su humillación. Ademas, es por el tiempo que yo ejercia el poder supremo de la República, que llegó á estas riveras una comisión diplomática mandada por el presidente de los Estados Unidos con el objeto de imponerse del estado de orden interior, fuerza y arbitrios de los nuevos gobiernos. Esta comisión era compuesta de tres personas respetables, entre las que ocupaba el primer lugar el Sr. Rodney, enviado después en calidad de ministro cerca de nuestro gobierno. Con la mas candorosa buena fe, y con aquel sentimiento de cordialidad que inspira un amigo, de cuyo interés no puede dudarse, mandé que los comisionados fuesen instruidos por los gefes de los respectivos departamentos, de cuanto les interesase saber en nuestra situación interior. Léanse las memorias que estos comisionados presentaron al presidente de su República al retorno de su comisión, y que fueron publicadas por las prensas de N. A.; y será preciso convenir en que Mr. Everett no pudo recibir de su gobierno la noticia de mi venta a los agentes de su S. M. C.
Es visto que el ministro N. Americano no pudo sacar de la República Argentina la noticia que lo puso en el caso de ser impostor y ridículo, y mas que verosimil que tampoco la hubo de las relaciones de su gobierno. ¿De donde, pues, ha podido este hombre sacar la especie estravagante de mi venta á los agentes españoles, de mi arrepentimiento, de mi desesperación, y de mi muerte obscura? Mientras él no lo dice, como yo lo espero, si es que tiene honor y delicadeza, me será permitido entrar en la obscuridad de las congeturas, y fijarme en probabilidades, tal vez engañosas, pero las únicas que se presentan con alguna apariencia de verdad.
A fines del año 1816, hallándome encargado del mando de la República me vi precisado á expulsar de ella á unos pocos hombres, que ponían en conflicto la quietud y el orden interior con las continuas maquinaciones de su genio díscolo y perturbador; habiéndome puesto antes de acuerdo con una comisión, que el congreso nombró de su seno, para imponerse de las causas que me impulsaban á esta medida. Fue precisamente la América del Norte el lugar á que fueron todos ellos á asilarse: y es racional creer, que estos individuos, en la necesidad de ocultar la verdadera causa de su espatriacion; pues que no es natural, ni presumible, que ellos dijesen, que habían sido espelidos por perturbadores del orden, y atentadores contra la autoridad nacional mas legalmente constituida, que había tenido hasta entonces el Estado, inventasen la venta y la traición como único arbitrio que le quedaba, para hacer entender, que por ser ellos buenos patriotas y zelosos defensores de la libertad, habían sido espulsados por la autoridad vendida. Esto no será, tal vez ecsacto: pero ello se presenta con una verosimilitud capaz de inclinar el juicio mas detenido y circunspecto. Los que han conocido las personas, á que me refiero, darán mas importancia á esta presunción; y solo ella ha podido indicarme el origen, de donde el señor Everett estrajo las falsas noticias, que produjo diez años después sin ecsamen, sin criterio, y con una ligereza inconcebible. Yo puedo admitir sin violencia esta presunción relativamente á la noticia de mi venta á los agentes españoles: pero ¿como creer, que tomase del mismo origen el cuento de mi pesadumbre, de mi arrepentimiento, de mi desesperación, y de mi muerte en un lugar obscuro? Solo el señor Everett podrá revelar este secreto, sino quiere incurrir en una nota mas vergonzosa: sin que pueda jamas salvarse de la de no haber ocurrido á los agentes diplomáticos, que ha tenido constantemente su gobierno en esta República para rectificar sus noticias antes de avanzarse á dar una estocada de ciego á mi opinion. Si él hubiera obrado como discreto negociador; si hubiera tomado de orígenes puros, como tubo tiempo y proporción de hacerlo, las noticias que debian servir para la formación de su carta; no me habría ofendido á mi; y habría podido saber, que el orgullo Argentino nunca se ha conformado con comprar á precio de oro su independencia, según lo propuso el señor Everett en su célebre carta, comparándonos á los negros de Haity. Pero basta ya de esta materia, en que, sin haber dicho todo lo que mi justo resentimiento pudiera, creo, sin embargo, haber dicho mas de lo que mi educacion quisiera. Me considero acreedor á alguna indulgencia por la calidad del objeto que me ocupa.
Antes de producir las pruebas, que destruyen radicalmente cuanto ha dicho el señor Everett sobre mi apostasia, séame permitido manifestar el desagrado que me causa la necesidad de tomar una pluma embotada ya por el tiempo, para referir hechos personales. Me cuesta, en efecto, hacerlo, pero yo no encuentro por ahora otro medio de desmentir a un impostor, que se halla á dos mil leguas de mí, que el de presentar la historia de mi vida pública, para que se deduzcan de ella los principios que me han dirijido. Si yo escribiera únicamente para mis compatriotas los Argentinos, despreciaría, tal vez, la calumnia, asegurando mi confianza su propia estravagancia, y la notoriedad de mi fidelidad; ó haría solo ligeras indicaciones de los hechos, que bastasen para desmentir la impostura; pero, cuando escribo para todo el continente Americano, y para todos los hombres de Europa que hayan leído la carta de mi descrédito, debo ser mas difuso á mi pesar. Los que me conocen particularmente, no deben leer este papel: será tediosa su lectura: pero los que deseen imparcialmente saber, si hubo, en efecto un gefe supremo de la República Argentina capaz de venderse al gobierno español para entregarla, deben armarse de paciencia, y leer hasta el fin.
Voy á tocar ligeramente los sucesos remarcables de mi vida, que dán una certidumbre de los principios que he profesado públicamente veinte años antes que el señor Everett tubiese la inocencia de infamarme.
En 1806 fué invadida esta ciudad, Buenos Aires, por una división de tropas inglesas al mando del general Berresford, y ocupada sin resistencia por el abandono y fuga de las autoridades españolas. Mis servicios espontáneos en aquella ocasión crítica, para vengar honrosamente la ignominia de mi patria, arrancándola del poder estrangero, me grangearon distinciones y condecoraciones del monarca á quien obedecía.
Me hallaba en la córte de España en 1808 en calidad de diputado por la ciudad de Buenos Aires, cuando aquel reino fue ocupado por los ejércitos del emperador Napoleón. Yo ví entonces, no la ocasión favorable como se ha creido vulgarmente, sino el deber en que los sucesos ponian á la América, de no seguir uncida al yugo del usurpador, despues que habían sido rotos los vínculos que la unian á la madre patria. Ví que su interés y su propia dignidad le imponian esta obligacion.
Salí precipitadamente de Madrid el día 1º. de Mayo con dirección á Cadiz, y en la resolución de restituirme á mi pais, para ponerme á la cabeza de mis bravos húsares. Sucesos afortunados me habían dado algún crédito entre mis compatriotas, y yo crei que debía emplearlo en bien de mi patria.
Me ocupaba en Cadiz de mi embarque, cuando fuí llamado por el gobernador de aquella plaza, marquez de la Solana, para hacerme saber, que era indispensable mi regreso a la córte, para representar los derechos de mi ciudad en aquella circunstancia importante. Mi resistencia lo puso en la necesidad de manifestarme, que mi regreso era ordenado por el nuevo gobierno; y que debia realizarlo lo mas pronto posible.
Ya estaban desenvueltas las miras de la Francia, y ya se contemplaba ésta segura poseedora de la España. La reunión de la América era el objeto de sus grandes cuidados. Mi salida de Madrid sin conocimiento de los nuevos gobernantes les había descubierto, que mis ideas no se acordaban con su sistema; y resolvieron trastornarlas, cualesquiera que fuesen. El carácter de representante de uno de los primeros pueblos de América, con que me hallaba, debió inquietarlos: de aquí la órden para mi restitución á la córte.
Nada de esto podía ocultárseme: y en tan estrecho apuro preferí el bien de mi país a mi propia seguridad. Yo pude, á la verdad, sustraerme á la violencia que se me hacía, fugando de la plaza á la escuadra inglesa, que bloqueaba aquel puerto: pero esto habria descubierto prematuramente mis intentos. Preferí pues, como lo hize, mandar á Inglaterra emisarios de mí confianza, [1] para que impusiesen al ministerio británico de la situación de España, le asegurasen que la América Meridional no se sujetaría á la dinastía de Napoleón; y pidiesen un buque para trasladarse sin pérdida de tiempo á Buenos Aires, á fin de prevenir á sus habitantes contra las intrigas de una nación, que amenazaba á todo el globo con su insaciable ambición. El ministro ingles oyó á mis comisionados, y les ofreció todos los aucsilios que fuesen necesarios á su intento. La noticia de los movimientos de algunas provincias de España contra las armas francesas debió obligar á mis comisionados á suspender sus gestiones; y en efecto, regresaron á España para darme cuenta del resultado.
A virtud de la órden que me habia sido comunicada por el gobernador de Cádiz, regresé yo á Madrid en los primeros días del mes de junio. Fui inmediatamente llamado por el embajador francés, Mr. Laffore, principal agente y director de aquella artificiosa maniobra. Desaprobó mi salida de la corte: me hizo ofertas lisongeras para mi ciudad: y me previno, que me dispusiese para ir al congreso de Bayona. Yo satisfice á lo primero con la moderación propia del momento; pero me escusé del viage á Bayona, esponiendo no estar autorizado por mí poderdante. Todo me fue allanado, diciendo que el gobierno me daría las facultades y demas necesario.
Apenas se habían pasado ocho días, de inquietud y sobresalto para mi por el prudente temor de que mis gestiones con el ministerio ingles llegasen á noticia de los usurpadores, cuando empezaron á sentirse en la corte los primeros rumores del movimiento de los pueblos contra los ejércitos franceses. La pena capital impuesta entonces á todo oficial, que fuese sorprehendido pasándose de Madrid á las provincias, no fue bastante á contenerme: y, despreciando el riesgo, mayor en mi por la doble calidad de ser representante de una capital de América, y por la circunstancia de haber sido llamado particularmente, salí segunda vez burlando su vigilancia.
La revolución de España no presentaba mas que los esfuerzos de la desesperación en los sacudimientos de la agonía: y en verdad que su resultado no habría sitio el que se vió, si sucesos de otro órden no la hubiesen favorecido. Esa misma revolución y el desórden, en que estaba envuelta la nación Española, favorecian poderosamente mis intentos: y, guiado únicamente de ellos, llegué segunda vez á Cadiz con un viage interrumpido y dificil, por evitar las divisiones francesas, que ocupaban la Castilla, la Mancha, y parte de las Andalucías, puntos precisos á mi tránsito.
A mi llegada á aquel puerto supe la procsima salida de un buque para Buenos-Aires; y por él dirigí las comunicaciones que se encuentran con los núms. 1 y 2: algunos dias después realizé en efecto mi embarque para el Rio de la Plata.
El desórden de la España había motivado el de algunos puntos de América. La opinión de las autoridades del virreinato de Buenos-Aires estaba dividida, y habia producido actos ruidosos. [2] El gobernador de Montevideo había negado obediencia al Virrey, y había establecido una junta á imitación de las de España. Yo navegaba, entre tanto, con la esperanza lisongera de promover la Independencia de mi patria, y bien distante de temer los nuevos disgustos, que me esperaban. Pero mis comunicaciones al Cabildo de Buenos-Aires habian llegado á manos del gobernador de Montevideo por una conducta poco digna de sus capitulares, y me habían preparado el arresto que sufrí á mi arribo á aquel puerto. A los cuarenta y cinco días de la mas estrecha incomunicación fui reembarcado para España bajo la custodia de un oficial y soldados españoles.
Yo debia temer graves males para mi persona, al ser presentado a un pueblo enfurecido, y acostumbrado á despedazar en tumulto á sus mas acreditados magistrados, sin mas causa que sus ciegas sospechas de infidelidad: pero el genio protector de la América me facilitó los medios de salvarme de este nuevo peligro. Yo conseguí que el barco, que me conducía, arribase á las costas del Brasil. Allí pude adormecer la vigilancia de mis guardias, y me embarqué directamente para Buenos-Aires, á donde llegué sin inconviniente.
Hacia pocos dias que me hallaba en esta capital, cuando se tuvo la noticia del arribo del nuevo Virrey Cisneros á Montevideo. El Mariscal Nieto fue enviado por él como en vanguardia de su poder; y la primera providencia que éste tomó, fue la órden de mi arresto, que se efectuó en él cuartel del regimiento de Patricios. ¡Siempre recordaré con gratitud las pruebas públicas de amistad, que me dieron los jefes y tropa de aquel digno regimiento, en la noche que debí ser embarcado por disposición del dicho Nieto! Sin la decisión y esfuerzos de estos generosos compatriotas yo habría sido conducido de nuevo al sacrificio.
Yo no pude ya dudar, que mi ruina estaba en los acuerdos de la política española; y que mi permanencia en aquel arresto, aumentando mis riesgos personales, espondria intempestivamente á compromisos ruidosos la decisión de mis amigos. Favorecido, pues, de ellos, dejé en la misma noche mi prisión, y me diriji á una casa de campo, en que permanecí los dias que se necesitaron para aprestar un buque, que me condujo nuevamente al Rio Janeiro. [3] Llegado apenas á aquella corte, fue reclamada oficialmente mi persona por el embajador español, [4] que afortunadamente encontró resistencia en la liberalidad de principios del Rey D. Juan 6.
Desde aquel asilo observaba yo la marcha de los negocios de mi país, y recibia frecuentes noticias del estado de la opinión pública. Cuando la consideré suficiente formada, tomé la resolución atrevida de presentarme entre mis compatriótas, para destruir el influjo y poder que consevaba aun el Virrey; y efectué mi embarque clandestinamente en aquel puerto á fines de Mayo de 1810. El 9 de Junio siguiente tomé tierra en la costa veinte y cinco leguas al Sud de la capital; y fui sorprendido con la noticia de la instalación del gobierno Patrio en 25 de Mayo anterior. Que calculo mi regocijo el que sea capaz de figurarse lo amargo de mis fatigas y anhelos anteriores á éste acontecimiento. Pocos dias pude detenerme en la capital, porque fui inmediatamente provisto de gobernador de la provincia de Cordova: sacado de allí para la presidencia de Charcas: nombrado general en jefe del ejército del Perú después de la jornada desgraciada de Sipesipe: y trasladado de aquel destino al poder ejecutivo á principios del año 1812.
La esposicion que acabo de hacer, no tiene á la verdad relación alguna directa con la acusación de Mr Everett: pero yo he creído necesario hacerla, para manifestar el carácter consecuente de mis ideas y de mis operaciones a favor de la independencia de mi pais. Mas, como es con referencia al tiempo de mi mando en el directorio supremo que el Sr. Everett me supone la venta á loa agentes españoles, pasaré también una ligera revista de mis operaciones en aquel periodo importante; para manifestar la inverosimilitud de la impostura, y la poca circunspeccion del impostor.
Los elementos que desde el año 1810 habían obrado sucesivamente nuestras desgracias, y detenido los progresos de una causa tan ilustre, parecieron conjurados, todos á la vez, para poner en el último conflicto nuestra ecsistencia al concluir el año de 1815. Las pocas fuensas que habíamos salvado del ejército del Perú, amenazaban disolverse. Las que se organizaban en la provincia de Cuyo estaban mal seguras en su propio campo. Los enemigos, envanecidos con sus victorias, convinaban planes para envolvernos por todos los puntos de la República. El tesoro nacional se hallaba en la impotencia de proveer á las necesidades mas urgentes. El espíritu público de las provincias había perdido de vista los peligros comunes. La discordia se había apoderado de todos los corazones desmoralizando los sentimientos generosos y honrados. El valor se malograba en destruirse mutuamente los ciudadanos de una misma patria. La subordinación militar estaba relajada. La calumnia hacia destrozos en la opinión de los ciudadanos mas respetables. La capital del estado, que había conservado cierta divinidad en los mas difíciles accesos, no parecia ya sino el foco de las pasiones de todos los pueblos. La anarquía, en una palabra, había puesto al estado en una conflagración universal. Con todo; cuando se creia que nuestros conflictos no pudieran aumentarse, aparecieron sobre las fronteras de la Banda Septentrional del Rio de la Plata las tropas portuguesas, para aprovecharse de nuestras discordias. Nuevo peligro, y nuevo campo para sembrar desconfianzas, y para que los odios llevasen sus venganzas personales hasta hacer sospechosa la lealtad. No es fácil trazar el cuadro perfecto de nuestras desventuras en aquel periodo desgraciado, ni enumerar los riesgos de que triunfó la constancia de los Argentinos: pero, cuando parecian mas perdidas las esperanzas del remedio, entonces fue que empezaron á declinar nuestros males.
Acababa de instalarse el congreso en Tucuman, de quien esperaban los pueblos su salud. Los destinados á ser legisladores de la patria, y á fijar su destino con la sabiduría de sus consejos, tuvieron que emplear mas de una vez el valor, y arrostrar con ánimo intrépido los peligros, por no permitir, que fuese profanado el último asilo, que restaba á la patria en sus infortunios. En esta crisis fue que la Representación Soberana se dignó encargarme del honroso, pero terible destino, de la dirección suprema del estado. Yo había mandado otras veces, y habia probado demasiado las amarguras de estos cargos, para que no fuese considerada como un sacrificio mi obediencia. Miembro entonces del cuerpo soberano estaba en el interior conocimiento de la enorme masa de males, que iba á gravitar sobre mi: pero esos mismos males ejecutaron mi sumisión.
Desde el seno del congreso partí con la investidura de gefe supremo á la provincia de Salta; y tuve la fortuna de dejar concluidas las ruidosas diferencias, que habian dividido al pueblo y al ejército; y preparados los elementos que dieron después á los salteños tan gloriosa fama. Continué hasta el ejército; ecsaminé su situación; reconocí las fortificaciones levantadas para protejer su debilidad: y dadas las órdenes convenientes, regresé á Tucuman, y tuve la lisongera satisfacción de haber acelerado con mi influencia la memorable acta de la declaración solemne de nuestra independencia. Seguí mi marcha hasta la ciudad de Cordoba, donde habia dispuesto que el general San Martin me esperase, para combinar los medios de rescatar á Chile del poder de los españoles.
A mi llegada á la capital, ¡qué de pasiones! ¡Cuantos intereses opuestos! Mi resolución estaba tomada: yo me apresuré á cumplir mis juramentos. Anuncié á los pueblos que borraba de mi memoria todo lo pasado, y que premiaría el mérito donde lo encontrase: jamas falté á mi promesa, ni jamas me arrepentiré de ello. A este proceder y á las virtudes de mis compatriotas debí, que las autoridades se sostuviesen á despecho de los innovadores mas resueltos; que sirviesen reconciliados y gustosos los que antes se habian creido con derecho á ser mis enemigos: y, por decirlo breve; que la obediencia á los poderes legítimos y el amor al órden formasen el espíritu público de las provincias, á cuyo destino tuve la gloria de presidir por mas de tres años.
El ejército del interior á cuyo frente coloqué al bien acreditado general Belgrano, fue rápidamente reforzado; consiguiéndose en poco tiempo que la moral y la disciplina, que se habían perdido en las desgracias, fuesen completamente restablecidas. Es bien sabido el estado de fuerza, órden y subordinación á que llegó.
Lejos de desatender al ejército de Cuyo por la contracción que demandaba el del Perú, marcharon de esta capital regimientos en su refuerzo; se crearon con rapidez otros nuevos; fue provisto superabundantemente de armas, municiones, y caja militar; y se redoblaron los connatos para poner en planta la arrojada empresa de escalar los Andes. La feliz ejecución de esta empresa dió á las naciones motivo de calcular la respetabilidad de nuestro poder; causó el espanto de los enemigos; engendró la gratitud de nuestros hermanos de Chile; y erigió á la patria uno de los mas brillantes monumentos de su fuerza y de su gloria.
El ejército de la capital se organizó al mismo tiempo que el del interior y el de los Andes: la fuerza de linea se dobló: las milicias perfeccionaron su disciplina: toda la esclavatura se formó en batallones, que se doctrinaban diariamente en ejercicios militares. La capital se puso en estado de no temer que un ejército de diez mil enemigos hiciese sozobrar su libertad; y se tomaron medidas para el caso que el despecho de los peninsulares quisiese doblar el número.
Nuestra marina se fomentó en todos los ramos: se compraron y armaron nuevos buques para la defensa de nuestras costas y ríos. Se uniformó la táctica militar; y se adelantó con las luces y la esperiencia, que adoptó de las naciones guerreras. Se cubrieron de un armamento lucido las salas de armas. Se proveyeron los parques para sostener la lucha por muchos años. Se restableció el Estado Mayor General, para dar una dirección uniforme a los ejércitos, para fomentar todos los ramos de la milicia, y para arreglar su sistema económico.
El sistema de rentas recibió las mejoras compatibles con nuestros conocimientos y con la urgencia de nuestras necesidades. Se estinguió la mayor parte de la deuda interior, única que reconocía el estado. Se alivió á los pueblos de algunos impuestos gravosos. Se restableció el antiguo colegio de San Carlos, llamado después de la Union del Sud, para formar el corazón de la juventud con el cultivo de las ciencias, y con la práctica de las virtudes morales y sociales. Por último, se sancionó y publicó la constitución permanente del estado, obra digna de las luces y de la probidad del augusto cuerpo que la formó, y que fue aceptada y jurada con veneración y regocijo por los pueblos.
Después de haber conducido á las provincias al estado floreciente que acabo de espresar, yo hice dimisión del alto cargo con que me habia honrado la confianza de mis compatriotas, por reiteradas renuncias ante el congreso, que fueron al fin admitidas en junio de 1819. No es mi intento ahora hacer ostentación de las ventajas que reportó el estado en los años que yo ejercí el poder supremo. Saben bien todos mis compatriotas, que la discordia y la anarquía despedazaban á las provincias; que ejércitos numerosos amenazaban por distintos puntos nuestra destrucción; que los nuestros estaban casi disueltos por rebezes anteriores; que la pobreza pública nos afligía; que no se encontraban elementos para nuestra defensa; y que aun los mas animosos desconfiaban de todo remedio, cuando el voto unánime del congreso nacional me encargó del mando supremo el 3 de mayo de 1816. No es menos constante que, al dejarlo el 10 de junio de 1819, restituí el estado en un órden y armonia admirable: dos ejércitos enemigos destruidos totalmente del otro lado de los Andes, y prisioneros en nuestro poder hasta sus primeros generales: otro repulsado repetidas veces, y siempre bien escarmentado en las gargantas del Perú; un reino entero conquistado y restituido á nuestros hermanos de Chile: parques ricamente abastecidos: armas y municiones abundantes para muchos años: establecimientos literarios: cuarteles de elegancia y comodidad construidos para la guarnición de la capital: la deuda interior minorada estraordinariamente, sin haber contraído ninguna esterior: y en suma; yo devolví un estado con importancia interior, y con un crédito exterior, superior á todo concepto. Mi objeto solo es, desmentir la aleve calumnia, con que el señor Everett, contándome ya entre los muertos, ha injuriado mi nombre en su carta al ministro español, publicada en un periódico de esta capital; y es este objeto único el que me ha forzado a presentar en bosquejo el cuadro que formó el tiempo de mi administración, como un antecedente eficaz para desmentir la impostura.
Ocho meses habian corrido desde mi separación del directorio, cuando tuvieron lugar los escandalosos sucesos del año 1820: de ese año en que se vieron entronizados la impostura, la licencia y el vicio: año de desenfreno, de disolución y de ruina: de ese año para siempre funesto á la memoria de los amigos de la libertad. Yo habia sido zeloso y constante defensor del órden; y debí temer los efectos del desorden, promovido y sostenido por esos mismos hombres, á quienes yo habia hecho sentir el peso de la autoridad. En aquella crisis violenta resolví ponerme fuera del alcanze de sus venganzas, como lo hicieron centenares de hombres respetables; y, para realizarlo honorosamente, pasé al congreso la nota que aparece con el número 3, y que me fue contestada con el 4 y siguiente.
¿Si será de la historia de este periodo de desgracias y de descrédito para la República, que habrá tomado su origen la impostura del señor Everett? Mas ¿cómo presumir que el ministro de una nación americana no haya, á lo menos leído los escritos del ilustre De Prat [5] en que habló de Buenos Aires y de su gobierno en los años 1817 y 1818 con el entusiasmo que le inspiró la noticia de nuestros gloriosos hechos, y de nuestra arreglada situación interior? Y, si leyó estos instrumentos, que favorecían tanto al intento de su carta y de su mision en España, ¿cómo no dudó de la ecsactitnd de sus noticias anteriores, y como no aprovecha las oportunidades, que siempre tuvo para rectificarlas por medio de los agentes públicos de su nación en nuestra República? Protesto que no lo concibo, y también protesto, que estoy tentado á arrepentirme del sentimiento caritativo, que me hizo al principio buscar disculpas á su falsedad y á su ligereza. Pero no: yo quiero suspender todo juicio ofensivo hasta que el señor Everett me dé la contestación que le pido, y que yo espero con confianza; porque debo creer que, aunque no dijo la verdad, obró de sana fe, y no le será en tal caso violento reparar su error.
Yo creo, entretanto, que, después de haber demostrado por la historia de mi vida pública la inverosimilitud, y hasta la imposibilidad, de que pueda encontrarse un solo paso de mi carrera, que no desmienta la imputación del ministro, debo contar con el juicio del hombre imparcial á mi favor: mi conciencia á lo menos me dá esta seguridad.
- Buenos Aires, 24 de Marzo de 1829.
- ↑ Don José Moldes, cadete de la compañía americana de los guardias de Corps, y don Manuel Pinto negociante de Buenos Aires, que habían dejado á Madrid con el mismo propósito que yo.
- ↑ El de primero de Enero de 1809 entre el Virrey Liniers y la Municipalidad.
- ↑ Yo conservaré siempre en lo mejor de mi alma la memoria de aquellos amigos generosos; y, si no recomiendo su nombre á la estimacion pública, es porque no lo permite el carácter de este papel.
- ↑ El Marqués de Casa-Irujo, que desde aquel tiempo manifestó su desafecto á los Americanos.
- ↑ Les trois derniers mois de l'Amérique Méridionale et du Bresil. Art. Buenos Aires-p.47. Les six derniers mois de l'Amérique et du Brésil; pag. 163 y 177 á 186.