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Rosas y ruiseñores

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Rosas y ruiseñores
de Vicente Blasco Ibáñez

Vengo de Aranjuez de contemplar los espléndidos jardines que la primavera viste con regio manto y corona de flores, mientras el Tajo los arrulla con el monótono zumbido de sus aguas espumantes.

Los árboles gigantescos, cantados por la musa popular, ondean su cabellera de apretadas hojas junto al azul del cielo, inmenso cristal por el que resbalan, como mosquitos casi imperceptibles, las bandas de pájaros viajeros. Una sombra húmeda y verdosa se extiende bajo el follaje. Sobre el suelo brillan, con temblona luz de monedas de oro, las pequeñas manchas circulares de los rayos de sol que logran filtrarse entre las hojas.

Los sátiros y ninfas de las antiguas fontanas parecen estremecer sus bronces con palpitaciones de carne viva en esta luz misteriosa; ríe el mármol de la Venus y los amorcillos al deslizarse por su pálida superficie los estremecimientos de la brisa, acompañados de un cabrilleo de resplandores y movibles sombras; refléjanse invertidas en la dormida agua de los grandes tazones las desnudeces mitológicas, las canastillas de flores de piedra, como adornos de mesa, de blanco biscuit, montados sobre bases de veneciano espejo.

Y en esta penumbra verde, moteada de inquietos puntos de sol; en este ambiente rumoroso, donde aletean tenues mariposas, zumban pesados insectos de metálico coselete y alas estridentes, y vuela el regio faisán, aristócrata del aire, extienden las rosas su erupción primaveral: unas, encendidas, de color de aurora; otras, pálidas y sedosas, con el tinte suave de la carne femenil oculta bajo el misterio de las ropas.

El perfume, alma de las flores, espárcese en sutiles oleadas bajo el follaje temblón, mezclado con el olor acre y campestre de los árboles. Las corolas extienden en tomo de ellas una atmósfera mágica e invisible que parece surgir de los incensarios de una religión de hadas.

El tacto goza al acariciar el velludo terciopelo de las grandes hojas, el oído parece mecerse con el arrullo de la cascada lejana, con el gotear del surtidor, desgranándose en un continuo esparcimiento de perlas, con los mil ruidos misteriosos de la corteza que estalla en el tronco, de la yema que rompe su envoltura, de la hoja que cae y voltea entre las piedrecitas de la avenida del insecto que zumba, del sapo que chapotea en el agua verdosa, moviendo sus ágiles remos para refugiarse bajo la amplia tienda de la planta acuática; la vista se embriaga de luz y de color ante las rosas, sultanas del jardín, escoltadas por escuadrones de pensamientos con sus caras barbudas de lansquenetes, rematadas por grandes boinas de morado terciopelo; ábrense los labios para paladear los sutiles aromas del aire, mezcla confusa de sabores y olores, mieles vegetales, vagarosas y acres, que son el sustento de todo un mundo de bestias insaciables y casi microscópicas, volátiles o rampantes: pero de todos los sentidos, es el olfato el que goza con más intensidad en esta fiesta primaveral.

Los perfumes son el lujo hermoso e inútil de la Naturaleza, y el olfato es el sentido menos necesario y más superfluo de nuestro organismo.

Como dice Maeterlinck, nadie sabe de qué sirven a las flores sus perfumes y en qué puede favorecer su vida ese ambiente mágico de que se rodean.

El perfume es hermoso, y esto le basta para justificar su existencia, como tantas cosas de nuestra vida que son completamente superfluas, pero la alegran y la hacen llevadera, inspirándonos un amor más intenso que las cosas útiles y necesarias.

El olfato es el último de los sentidos que se desarrolla en nosotros y el menos necesario. A lo más, sirve para defender nuestra nutrición y nuestra respiración, avisándonos con un alerta desagradable la proximidad de los alimentos putrefactos o la atmósfera enrarecida. Hay muchas personas que viven perfectamente sin poseer este sentido.

Además, el olfato es variable en sus sensaciones, según las razas y el grado de cultura de los pueblos. Desfalleceríamos de angustia ante los olores caros a un esquimal o a un salvaje del interior del África, y éstos, a su vez, se encogerían de hombros al ver cómo aspiramos una flor, cuyo tenue perfume no llegan a percibir.

El curso del tiempo y el grado de civilización han hecho progresar este sentido, despertando en él nuevas perfecciones y despojándolo de su primitiva brutalidad. Los antiguos sólo gustaban de perfumes gruesos, ruidosos, aplastantes. En la antigüedad fueron pocos los poetas que hablaron de los aromas de las flores. Los perfumes amados eran los brutales, los sólidos. los asfixiantes: el almizcle, el benjuí, la mirra, el incienso, los que se conservan hoy para sahumerios de enfermo o mantiene la tradición religiosa en el interior de los templos. Los perfumes cantados por Salomón y otros poetas hebraicos sólo podría sufrirlos hoy una pastora zafia.

En la vida moderna, el olfato marca con su desarrollo diversos estados de civilización y separa unas clases sociales de otras. Del mismo modo que la música es para muchos un placer de primera necesidad y para otros un ruido innecesario o molesto, los perfumes hacen soñar a algunos seres humanos y dejan a otros en la más absoluta indiferencia.

Las flores sólo son amadas por los habitantes de las ciudades. El labriego marcha por la campiña sin que jamás se le ocurra aspirar el perfume de una rosa. Las más de las veces no puede percibirlo su olfato, habituado al hedor del estiércol, al vaho ardoroso de la tierra, al acre y enérgico aroma de los grandes vegetales. Las flores que no sirven para la venta las desprecia; las que crecen silvestres, matizando con vivas tintas los rubios bancales de trigo, las aborrece como diosas ladronas que roban al surco una, parte del vigor destinado a dar al pan su fuerza nutritiva.

En muchos jardines de Valencia cultívanse las flores en grandes extensiones, como si fueran patatas, sin que el hortelano se sienta conmovido por su belleza, sin que se detenga a aspirarlas; cuando están en sazón, las corta lo mismo que en una siega y las envía a Madrid o a otros mercados, satisfecho de la buena cosecha, igual que si exportase vino a Francia o cebollas a Inglaterra.

Sólo en las ciudades alcanzan estas joyas frágiles y perfumadas una dulce adoración. La Humanidad refinada en sus gustos se extasía al sumir su olfato en el nimbo invisible que envuelve sus corolas; los ojos femeniles se entornan al contemplarlas, sintiendo que un mundo nuevo de sensaciones y anhelos despierta en su interior.

El misterio de estos perfumes, que nadie sabe a qué necesidad de vida responden y cada vez ensanchan el más moderno de los sentidos humanos, hace pensar en un futuro de mayor perfectibilidad para el hombre.

El olfato se desarrolla con la civilización. Sutiles sensaciones que no conocieron los antiguos, nos hacen deleitarnos con la respiración de las flores. Los perfumes hoy en moda son tan finos y vagarosos, que un griego o un romano no llegaría a percibirlos. La castellana medieval de las leyendas romántico-caballerescas, perfumada con azafrán o con alhucema, aspiraría en vano los botes de tocador usados por la mujer moderna.

El olfato humano se aguza, adivinando en torno de él un infinito de sensaciones ocultas, de misterios que duermen en el espacio.

Como presiente Maeterlinck, ¡quién sabe qué sorpresas nos aguardan cuando el olfato llegue a perfeccionarse, ideal físico de las beldades de entonces, salían con sus escopetas damasquinadas, en busca de los faisanes, y seguidos de humildes servidores y perros inquietos. Eran el rey y su inseparable Manuel.

Entre tiro y tiro hablaba Godoy a su protector de lo que ocurría más allá de los Pirineos. Europa sentíase alarmada ante las conmociones de Francia, próxima a dar a luz algo nuevo y monstruoso; agitaciones, motines, las fortalezas reales tomadas al asalto por el populacho, los reyes en peligro, después, con lenta degradación de la Monarquía, su fuga infructuosa, la invasión de las Tullerías, la prisión, el suplicio de los regios parientes. Y el buen Carlos acogía estas noticias con mal humor, porque perturbaban la calma de su existencia acabando por confiarlo todo a Manuel para no sufrir nuevas inquietudes. Que enviase ejércitos a la frontera, si es que podía formarlos; que movilizara a los frailes, gente robusta, numerosa y batalladora, capaz de combatir con los enemigos de Dios. El se limitaba modestamente a sus glorias, y al regresar a la Casa del Labrador o al Real Palacio de Aranjuez, decía sonriendo a María Luisa:

—Hoy han caído trescientos.

Hablaba de los faisanes.

Ninguna inquietud inmediata turbaba su ánimo. La tormenta que gruñía más allá de las fronteras no penetraría en su casa. Nada tenía que temer. España no estaba para nuevas empresas en Europa; pero todavía era muy grande en el mundo: la más extensa de las naciones. El sol de Carlos IV. aunque más pálido que el de Carlos I. tampoco se ponía nunca. La metrópoli, cubierta de conventos, con las ciudades muertas y los caminos llenos de mendigos, no valían gran cosa; pero de casi todos los mares del mundo emergían pedazos de tierra dependientes del rey de Madrid, y al otro lado del Atlántico, medio continente, que representaba casi la sexta parte del planeta, hablaba nuestra lengua, y los pueblos oían sombrero en mano lo que su majestad católica se dignaba decirles, de tarde en tarde, al través de miles de leguas. No había que temer nada del espíritu de los tiempos; el rey podía cazar tranquilamente. Ua bloqueo intelectual aislaba los Pirineo? y las inmensas costas de nuestra América. ,

Llegaban las fragatas a los puertos del Pacífico después de navegar un año entero, y la muchedumbre acudía ansiosa de noticias. Sólo le daban una interesante: «Su majestad, que Dios guarde, sigue disfrutando de excelente salud.» Lo demás no merecía atención. Pero junto con esta noticia, siempre igual, llegaban en los buques otras novedades que se desembarcaban cautelosamente, como horrible contrabando: libros ocultos en barriles, periódicos que servían de inocente forro a obras de devoción, folletos disimulados entre mercancías, y una bocanada de aire europeo esparcíase por las ciudades coloniales, soñolientas a la sombra de sus innumerables conventos.

El rey, en su billar de la Casa del Labrador, recordaba de tarde en tarde, con el taco en la mano, los lejanos dominios, al enterarse de un nuevo envío de perfumado rapé, de rico chocolate o de conchas y metales preciosos, regalo de los buenos súbditos. Estaba seguro de los fieles virreyes de Méjico y Perú, de la hermosa Capitanía General de Nueva Granada, de las ricas provincias de Chile y Buenos Aires, grandes como reinos. Nada de extraordinario y de peligroso ocurriría jamás en aquella España transatlántica, dormida y feliz en su sueño, bajo la paternal vigilancia del monarca. El buen Carlos olvidaba pronto a esta España que nadie podía disputarle, que era suya por derecho divino, para volver su pensamiento a otros lugares más próximos e interesantes, hablando con entusiasmo de los faisanes de Aranjuez, de los venados de La. Gran ja, de los gamos de El Pardo, de la Albufera de Valencia, con sus espesas bandas de aves acuáticas, y de los cotos de la Mancha y Extremadura, abundantes en perdices y liebres.

Y cuando tal hacía estaban ya en el mundo Miranda, Bolívar, San Martín, Hidalgo y O'Higgins; unos, oficiales al servicio de la España colonial ; otros, simples criollos ansiosos de conquistar personalidad.

El rey cazador y labriego acabó tranquilamente sus días. La Casa del Labrador no evoca visiones sangrientas como el pequeño Trianón. Florecen las rosas en torno de ella, vuelan los faisanes, agitan los árboles su cabellera verde a lo largo de las majestuosas avenidas; pero en el suelo cubierto de flores, de perfumes y susurros se adivina la presencia de algo enorme que está allí enterrado: una España que fue, y no cayó bravamente en heroica y tenaz resistencia, sino que se desplomó de anemia, dulcemente, con el cráneo hueco y un paternóster en los labios como último suspiro.

FIN DE «LUNA BENAMOR- CUENTOS- BOCETOS Y APUNTES»

Nazaret. Poblado marítimo de Valencia