Ir al contenido

Sancho Saldaña: 17

De Wikisource, la biblioteca libre.
Sancho Saldaña
de José de Espronceda
Capítulo XVII

Capítulo XVII

Cien mil siglos le parecía cada hora
de las que faltaban hasta la dichosa
que esperaba.
PÉREZ DE HITA, Guerras de Granada


Luego que Usdróbal y el paje salieron de la habitación de Zoraida, llegaron sin hablar palabra hasta la torre de Oriente, que estaba a un extremo del gótico corredor, donde había una escalerilla de piedra cortada por fuera en el mismo muro que conducía a las obras exteriores de la fortaleza.

-Aguárdame aquí -dijo el paje- mientras subo a mi cuarto a tomar mis armas, que no creo que nos hayamos de batir con armas tan desiguales como son un puñal y una espada.

-Cierto que no -repuso Usdróbal-, pero no creo excusado que yo os acompañe, y si es preciso os ayude a vestir la armadura; porque, sea dicho con franqueza, Jimeno, no me fío mucho de vos.

-Más que yo de ti -replicó el paje- te puedes fiar de mí, puesto que prostituyo y empaño el lustre de mi nacimiento hasta el punto de aceptar tu desafío. Por lo demás, no me creas tan cobarde que no me considere capaz de dar una lección con las armas a un villano presuntuoso para que nunca más ose retar en su vida al noble de menos brío.

-Las mismas manos tengo que tú -respondió Usdróbal- y el mismo número de dedos en ellas; anda y trae tus armas, que no quiero que nadie me tache de desconfiado. Aquí te espero; si no vuelves antes de un cuarto de hora, ya que la echas de noble, te declararé no sólo cobarde, sino bastardo.

-A pensar como se debe de las mujeres, nada tendría de particular que lo fuese -repuso el paje sonriéndose con su acostumbrada impudencia-. Adiós -continuó-, y cree no necesito de nadie para hacerte arrepentir de tu orgullo.

Quedó, pues, Usdróbal, solo tarareando un romance con su natural buen humor como si fuese a un baile, y el paje se encaminó a su cuarto con el mismo descuido, pero no tan tranquilo, resentido como estaba su amor propio con la resistencia que había opuesto Zoraida a su mal intento.

-¡Quién lo creyera! -se iba diciendo el paje a sí mismo-. Es la mujer más rara que hay en el mundo. ¡Qué! Ni santa Lucrecia, ésa que contaba aquel monje que tanto se había resistido al Cid, tiene que ver con esa maldita fiera; y eso que nada me quedó que hacer; con todo, si hubiese yo cerrado la puerta, y no que ese mulo de carga se sopló de rondón como si hubiese entrado en su cuadra. ¡Maldito sea! ¡Ja! ¡Ja! -continuaba, riéndose-. Pero qué bien fingí; vamos, no puedo menos de reírme cuando me acuerdo que yo lloraba.

Hablando así llegó a su cuarto, y tomando sus armas, conforme se las iba vistiendo se le ocurrió un pensamiento que no sólo le obligó a no seguir adelante poniéndoselas, sino que, aflojándose las correas, se quitó la coraza, que ya se había ceñido, y la volvió a colocar donde estaba.

-¡El diablo me lleve por majadero! -exclamó-. ¡Vive Dios! ¡Irme yo ahora muy a lo caballero a rajar la cabeza a un miserable villano, que se considerará muy honrado con que yo me digne abrírsela en dos partes como si fuese una calabaza! ¡Pardiez, que soy más estúpido que Duarte, el escudero de mi señor! ¡Como si no pudiese vengarme de él y de ella de otra manera! No, señor, el jayán ese la echa de hombre de pro y tiene humos de caballero. Y a la verdad tiene motivos de creerse tal, viéndose tan favorecido de las damas. ¡Vive Dios que es el rival mío y el del señor de Cuéllar y que se lleva de calle a las dos princesas, como si valiese más él solo que nosotros dos juntos!

»Con todo, su favorita es Leonor, ha venido aquí por ella. Tengo en mi mano mi venganza, sin peligro de quedar mal. Protegeré su empresa, me congraciaré de ese modo con Zoraida, aunque no se le cumpla lo que desea. ¿Porque quién quita que un hombre ruede por una escalera abajo o que le suceda cualquier otra cosa? Luego, él es el único que me estorba aquí... En haciendo que no vuelva a parecer por acá, todo está concluido. ¡Ea! ¡Viva el ingenio! Buen chasco te vas a llevar, novel paladín -continuó, cerrando la puerta y dirigiéndose a buscarle-. Aún no sabes tú la culebra que te voy a liar.

Pensando así y meditando mil planes a cual más pérfidos, enderezó sus pasos el lindo paje al sitio donde le aguardaba Usdróbal, ya algo impaciente, muy divertido con sus perniciosos pensamientos, riéndose solo, ya de lo bien engañado que iba a quedar en cuanto le hablara. Pero antes de llegar a él reprimió su alegría, y ocultando el natural descaro de su semblante bajo la máscara de la humildad, se acercó a Usdróbal en ademán triste, los brazos cruzados y los ojos bajos con muestra de arrepentimiento.

Miróle Usdróbal, y no pudo menos de admirarse de verle sin armas, con el mismo traje que antes traía y con aspecto tan melancólico, cuando esperaba que volviese armado y con la arrogancia y la indiferencia propias de su carácter y de un hombre que venía a reñir.

-Por el alma de mi padre -le dijo- que estamos adelantados; me habéis tenido aquí de plantón media hora aguardándoos y os venís lo mismo que os habéis ido. ¿Qué es eso? Paréceme, además, que volvéis más pensativo que os fuisteis. ¿Habéis quizá reflexionado que la espada de un villano corta tanto como la de un gran señor? ¿O sois acaso de los que dicen que más vale que digan aquí huyó que aquí murió?

-Ni lo uno ni lo otro -repuso el paje-, y sabido es en el castillo que no soy hombre que huya a nadie la cara. Pero cuando se ha cometido una mala acción, no creo que el mejor medio de arrepentirse sea atravesar de una estocada al que se opuso a ella. Puedo tener cuantos defectos se quieran; en un momento de cólera puedo llegar a ser un criminal, pero mi corazón es bueno, y cuando conozco que no obré bien, no soy de aquellos que tratan de sostener a todo trance una cosa injusta.

-¡Juro a Dios -respondió Usdróbal- que me he llevado chasco contigo y que creí que tenías todo bueno menos el alma! Pero ya que dices tú lo contrario, no habrá más remedio que creerte. Pero, en fin, ¿a qué viene todo eso?

-Viene -replicó el paje- a que sería yo un mal hombre si aceptara tu desafío y no estrechara de veras mi amistad con quien sin duda es más que lo que parece, y puesto que no lo sea, es digno de ella por su virtud.

-Es la primera vez -replicó Usdróbal- que me oigo elogiar de ese modo; hasta ahora sólo me habían alabado por mi mala cabeza, pero ya veo que me falta poco para ir al cielo, si he de creer lo que dices.

-Yo he hecho mal -continuó el paje- en haber atropellado a una mujer sola y sin defensa.

-Eso sí -interrumpió Usdróbal-, y merecías que te asaetearan vivo. Si hubiera sido con su consentimiento, pase, que no soy yo tan escrupuloso que me hubiera metido a estorbarlo; pero por fuerza, juro por todo el infierno que es una infamia.

-Es cierto, una infamia -repitió Jimeno sin mudar de color-, y harto arrepentido estoy de ella; pero la ocasión, el amor, algunas palabras acaso mal entendidas... ¿Quién podrá decir que no ha pecado en su vida?

-En resumidas cuentas -replicó Usdróbal-, todo eso se reduce a que no te quieres batir conmigo, ¿no es cierto?

-Así es -repuso el paje-, pero no por miedo que tenga, porque te juro que no lo he conocido nunca, y ocasiones vendrán en que veas que no miento, sino porque tú no me has hecho nada, ni creo tampoco que yo te haya dado a ti ningún motivo de queja. En cuanto a Zoraida, estoy pronto a pedirle humildemente perdón, a darle cuantas satisfacciones me exija, y lejos de creer que me humillo con hacer esto, estoy seguro que me ensalzo a tus ojos, o me equivoco mucho.

-¿Qué quieres que te diga? -replicó Usdróbal-. Aunque siempre mi opinión es, cuando se trata de batirse, dejar las explicaciones para después, creo, no obstante, que tienes razón. De todos modos, ¿qué más podía yo prometerme, aunque te hubiese vencido, que lo que tú me ofreces de buena gana? Por otra parte, como tú has dicho, no tengo ninguna queja de ti. Conque no hay más sino dar esto por acabado, y como si no hubiese sucedido nunca.

-No basta -repuso el paje-; yo quiero ser tu amigo, y para probártelo te voy a cumplir la palabra que te di de proteger la fuga de Leonor esta misma noche.

-¡Oh!, eso sí -exclamó Usdróbal-; eso primero que todo, y aquí tienes mi mano y mi corazón.

-Ahí tienes la mía -respondió Jimeno, alargándosela.

Apretáronselas mutuamente los dos recién hechos amigos, Usdróbal con toda la sinceridad de su alma y el paje con toda la doblez de la suya, pero en apariencia con el afecto y la cordialidad de un verdadero amigo de corazón.

-Esta misma noche -prosiguió el paje- la sacarás de aquí; voy ahora mismo a proporcionarte todos los medios posibles para que tu empresa tenga buen éxito. De aquí a dos horas estarás en este mismo sitio, que es el más solitario del castillo y donde podemos hablar con la confianza de que nadie nos oiga; aquí en todas partes hay mucho que recelar -añadió, mirando a un lado y a otro y bajando la voz-; sin ver nosotros a nadie, puede haber quien nos espíe. Cada pared de éstas esconde un eco que repite nuestras palabras; a un lado y a otro se puede esconder mucha gente sin ser vistos.

»Acércate -continuó, tomándole una mano y haciéndole que tocase la pared-. ¿Ves este muro de piedra y sólido al parecer? Pues está hueco, y entre las piedras de este lado y las del otro hay un pasadizo que, siguiendo toda la muralla, da vuelta a la fortaleza, tiene salidas y comunicaciones con todas las habitaciones y las escaleras. Pero hay muy pocos que conozcan estos secretos. Yo mismo no sabía nada de ellos hasta que Zoraida me los comunicó para que pudieses sacar a Leonor sin peligro.

-Más te agradezco ese favor que si me hicieras príncipe -repuso Usdróbal, encantado de la franqueza del paje.

-Te aseguro que no tendrás nada que agradecerme -respondió Jimeno- y que todo lo hago únicamente por hacer algo bueno en mi vida. Esta noche, como iba diciendo, yo te introduciré en uno de esos pasadizos y haré de modo que Leonor esté preparada para que te siga sin hablar palabra ni meter ruido, a una seña que tú darás. Saldrás por el mismo camino por donde entraste; bajarás una escalerilla de caracol que está a la izquierda, a la primera vuelta que forma el callejón, y con una llave que te daré abrirás una puerta que da al campo y...

-Son demasiadas señas ésas para que yo me acuerde -interrumpió Usdróbal-, y lo mejor será, puesto que caminas de buena fe, que tú mismo me sirvas de guía. A ti te conocen y te respetan aquí más que a mí y sabrás responder a las atalayas que acaso encontraremos en el camino.

-Juro por las barbas de todos los difuntos habidos y por haber -repuso el paje- que no hay peligro ninguno, y que así no me salgan todas las cosas como deseo si esta aventura tiene mal fin.

-Con todo -replicó Usdróbal-, siempre he oído decir que adonde menos se piensa salta la liebre, y no creo que andarse sin guías por andurriales, atajos, escaleras y pasadizos no conocidos sea muy prudente. No que yo desconfíe de ti ni tema por mi vida tampoco, sino que a la verdad sentiría que esa pobre muchacha se pudriera aquí para siempre.

-Muy prevenido eres -respondió el paje-, y a fe mía que no te creí tan prudente; pero, en fin, si ha de calmar tus temores el que yo te acompañe, dalo por hecho, que no sólo iré contigo, sino que te daré cuantas seguridades exijas de mi persona. Y ahora, adiós, hasta la noche, que de aquí a dos horas me aguardarás en este mismo sitio.

-¡Oye! -dijo Usdróbal-. Antes de que te vayas démonos prendas para que no podamos uno a otro engañarnos ni descubrir nada sin que peligremos los dos.

-¡Por Santiago! -exclamó el paje-, que desconfías demasiado de mí, y te juro a fe de noble que no te engaño.

-No acepto ese juramento, porque no te lo puedo devolver -replicó Usdróbal-, no siendo noble como tú; cuanto más que lo que yo te propongo tanto vale para mí como para ti. Ni tú ni yo nos conocemos tanto que podamos fiarnos absolutamente uno de otro, y cuando de buena fe se procede no duelen prendas. Esto no lo sabe nadie sino tú y yo; si se descubre tiene la culpa uno de nosotros, y es muy justo, ya que los dos entramos en la intentona, que no la pague uno solo.

-Natural condición de villanos -repuso el paje- es desconfiar de todos. Pero no me importa, y como tú has dicho, no duelen prendas cuando se obra bien. Ahí tienes esa sortija de oro en que están trabajadas las armas de mi familia y que vale más que cuanto tú puedas darme.

Y sacándosela del índice de la mano derecha se la entregó a Usdróbal.

-Pues yo, en cambio -respondió Usdróbal-, te entrego este relicario, en que va un pedazo de la verdadera cruz, que trajo al convento en que me crié un peregrino de Tierra Santa, y que vale, sin duda, más -añadió, besándolo devotamente- que toda la nobleza de que pueden jactarse todos los ricoshombres de España. Lo he llevado conmigo desde niño y me ha libertado de más de un riesgo.

El paje lo recibió con indiferencia y se lo guardó en uno de los bolsillos del follado o calzón de seda plegado que se usaba entonces.

Hecho esto, se despidieron segunda vez, y cada uno fue a ocuparse de lo que tenía que hacer.

Quedó Usdróbal un momento entre pensativo y alegre, persuadido de que había tomado cuantas medidas podía dictar la prudencia, y muy pagado de sí mismo, siendo quizá ésta la primera vez en su vida que había obrado con precaución.

-Si trata de engañarme -se decía a sí mismo- y me prenden, yo le juro que le han de colgar a mi lado. Pero no hay cuidado, y si hubiera tenido intención de venderme, no hubiera andado tan fácil en darme tantas seguridades. ¡Pobre Leonor! Lo mismo es acordarme de ella que siento un no sé qué como si estuviera enamorado. ¿Y por qué no la he de amar? Tan hermosa, tan joven, tan dulce como es, ¿qué extraño tiene que yo la ame? Pero lejos, lejos de mí esta idea; mi nacimiento y mi posición en el mundo son obstáculos insuperables para que nunca se realice mi atrevimiento. No, yo no la amo; yo soy únicamente un esclavo fiel que la serviría toda mi vida de rodillas sólo por merecer una mirada suya. ¡Ah! -continuó suspirando-. ¡Por qué no fueron nobles mis padres! Y ya que no... Pero no pensemos más que en servirla siempre; servirla siempre para que, al menos, no me mire con odio.

En estas imaginaciones bajó al patio, donde sus compañeros se divertían en varios juegos de fuerza y de ligereza, y metiéndose entre ellos procuró distraerse y aturdir el ánimo con las voces y la alegría de la multitud.

-¡Duarte! -gritó Saldaña, despertándose, al escudero, que siempre le acompañaba-. ¿En dónde está Jimeno?

-Señor -respondió el viejo, que no tenía mucho cariño al buen paje-, para la falta que hace, lo mismo da que esté aquí que en Roma; estará por ahí haciendo piruetas.

-¡Animal! -replicó Saldaña-. No te pregunto qué hace, sino dónde está.

-Vuestro padre no me llamaba nunca animal -repuso Duarte-, ni ese fue el nombre con que me bautizaron.

-¿Dónde está el paje?

-Le iré a buscar si queréis -continuó, levantándose con mal gesto-. ¡Vive Dios! -añadió, murmurando entre dientes-, que no parece sino que el demonio del títere ese nos ha de traer a todos revueltos.

-¡Largo de ahí! A buscarlo -gritó Saldaña imperiosamente-, y basta de refunfuñar.

-Voy allá -repuso el escudero con calma, y echó a andar hacia la puerta; pero no había aún llegado a ella cuando vio al paje que venía, y mirándole con el peor ceño del mundo se puso a un lado para dejarle entrar.

-¿Qué me miras, mulo? -le preguntó Jimeno en voz baja, riéndose de su gesto.

-Aquí está ya la alhaja -gritó Duarte a su señor, y salió del cuarto gruñendo un millón de maldiciones contra el niño mal criado que no respetaba sus canas.

-¿En dónde habéis estado, Jimeno? -preguntó Saldaña con impaciencia-. ¿Os parece regular dejarme aquí solo con ese bárbaro de Duarte, que si le pido agua me trae un ungüento y que siempre lo trueca todo?

-Permitid, señor -replicó Jimeno con humildad-, que os diga que, aunque tenéis razón en lo que decís, he ido a cumplir vuestras órdenes.

-¿Y qué órdenes he dado yo -repuso Saldaña- si me acabo ahora mismo de despertar?

-En cuanto volvisteis en vos, la primera cosa que me dijisteis -contestó el paje- fue que mandara matar a Zoraida, y...

-¿Y la habéis muerto ya? -preguntó el de Cuéllar con sobresalto.

-Aún no -repuso Jimeno-; pero he dado las órdenes convenientes... y esta noche...

-¡Infame! -exclamó Saldaña con ira-. ¿Quieres cargarme más delitos que los que tengo? ¿Quieres que cumpla lo que me ofreció y que me vea a todas horas perseguido de su aparición? Corre al momento, y juro a Dios que al primero que le toque el pelo de la ropa que le mande yo arrancar el corazón por mano del verdugo y colgarle de una almena para espantajo.

-Señor -replicó el paje-, cuando salí de aquí a obedeceros pensé justamente en lo que acabáis de decir ahora mismo, y no di las órdenes con tanta premura que corra esa mujer todavía ningún riesgo, habiéndose contenido esta reflexión, y persuadido de que no os faltarían medios mejores de libraros de ella para siempre sin peligro de vuestra conciencia, porque al fin claro está que es forzoso que no la volváis a ver.

-Eso sí -respondió Saldaña-, y para eso el mejor medio es que se vaya de aquí o echarla por fuerza si no quiere irse.

-De ningún modo, señor -repuso el paje-; en primer lugar, porque su tenacidad es tal y son tan maravillosas sus artes que, aunque se la llevasen al fin del mundo volvería, y si la encerrasen, hallaría medio de salir, aunque fuese de las entrañas de la tierra, porque, o mucho me equivoco, o en su desesperación ha hecho pacto con los demonios; cuanto más que, dado caso que no volviera, iría publicando por todas partes, con gran descrédito vuestro, lo que no es capaz de imaginarse el diablo, y quizá perderíais vuestra fama.

-Tienes razón, Jimeno -respondió Saldaña-, y no hay remedio. Es lo que ella me ha dicho; es el demonio de mi persecución.

-No hay duda -repuso el paje-, y lo que acabo de averiguar lo confirma.

-¡Maldición! -exclamó Saldaña-. ¿Qué ha hecho esa condenada mujer?

-Señor -respondió Jimeno-, ha ideado un plan diabólico, y que siento tener que decíroslo, porque os va quizá a irritar demasiado, y lo primero es cuidar de vuestra salud.

-¡Maldito! Pues si lo has apuntado ya, ¿quieres dejarme así en la incertidumbre para que padezca lo mismo sin satisfacer mi curiosidad?

-He hecho de modo, poniéndome en su confianza, que no tendrá efecto, a pesar de sus arterías -replicó el paje-. ¡Pero es horrible! ¡Es un plan!...

-¡Demonio! O calla o habla del todo, o por Santiago, te estrello contra la pared -gritó Saldaña, enderezándose en la cama lleno de cólera.

-Quería evitaros un disgusto -respondió Jimeno, que se deleitaba en enfurecerlo-; pero ya que lo tomáis por empeño os lo diré; sosegaos.

-Pues dilo y sé breve, que, ya que he de vivir atormentado, más vale que sea por hechos que no por imaginaciones -repuso Saldaña, dejándose caer en la cama.

-El caso es, señor, que cuando salí de aquí, dudoso si obedecería vuestras órdenes o las miraría como un acto de acaloramiento de que pudierais arrepentiros después, oí gritos hacia la habitación de Zoraida. Curioso de ver qué era, me encaminé hacia allí, aunque las voces me parecieron tan espantosas y lúgubres que necesité de todo mi ánimo para no volver el pie atrás. Llegué por fin a la puerta, y hallándola cerrada, me puse a escuchar, asombrado de lo que oía. Era ella que evocaba a los demonios con los conjuros más terribles que ha usado en su vida la bruja más detestable y con las más sacrílegas maldiciones que pienso oír jamás. Con todo, como hablaba en lengua extraña, sólo pude entender muy poco; pero juraría que oí vuestro nombre y el de Leonor.

-¿Mi nombre y el de Leonor? -exclamó Saldaña, estremeciéndose involuntariamente-. Sigue, Jimeno, sigue.

-Sí, señor -continuó el paje-, oí vuestro nombre y el de Leonor. Poco después bajó la voz, y me pareció que estaba hablando sola; pero bien pronto sentí otra voz que le respondía, y que yo creo que era el demonio, que había acudido a sus gritos y estaba hablando con ella.

-¡Jimeno! -gritó Saldaña, afectando serenidad, aunque en su rostro estaba pintado el terror-. Sería una ilusión tuya; es imposible, deliras.

-No, señor, nada de eso -prosiguió el paje-; yo mismo lo pensé así en un principio, pero... ¿Os ponéis pálido? ¿Qué tenéis? Callaré.

-No, no es nada; sigue, nada tiene de extraño que esté algo pálido.

-Después me convencí -continuó Jimeno- de que era verdad. Oí, pues, como iba diciendo, que la hablaban, y entonces algún ángel me hizo adivinar lo que maquinaba esa mujer infernal, y entendí que trataba nada menos que de envenenar a Leonor.

-Por todo el infierno -exclamó Saldaña lleno de ira- que es la bruja más horrible que nunca he oído. Sal y haz que la quemen viva y que echen sus cenizas al viento.

-Pensad, señor -repuso el paje-, en lo que vos mismo dijisteis antes, y que si la hacéis matar de orden vuestra...

-Tienes razón; no hay remedio -interrumpió Saldaña-. Será menester que yo huya, que sea yo el que me vaya o me mate. ¡Maldita, maldita sea! ¡Envenenar a Leonor! ¿No te estremeces tú, alma de Caín? -añadió, mirando a Jimeno-. ¿No te asombra de que haya quien sea capaz de envenenar a una mujer tan hermosa y tan inocente?

-En verdad -repuso el paje- que no estoy menos horrorizado que vos, pero ya no hay que tener cuidado; soy yo el que ha de hacerlo, y ya os podéis imaginar que me he valido de este ardid para evitar que lo hiciera otro.

-Tú eres malo, Jimeno; eres, sin duda, mucho más malo y más perverso que yo -dijo Saldaña, mirándole de hito en hito, y el paje, a pesar de la seriedad que exigía el asunto, no pudo menos de agradecerle el cumplimiento haciéndole una cortesía. Pero Saldaña, sin notarlo, continuó-: Yo, si hubiese oído lo que tú me cuentas, entro y le clavo el puñal mil veces hasta la guarnición. Es menester ser verdaderamente malo para disimular y mentir hasta ese punto.

No cambió de color por eso Jimeno, ni en ningún movimiento suyo hubiera podido conocer el observador más escrupuloso que estaba mintiendo en aquel momento; antes por el contrario, y sin aparentar la turbación más ligera, respondió a Saldaña con su acostumbrada desfachatez:

-Vos me llamáis malo únicamente porque, en vez de cometer un crimen para impedir otro, me he valido de la astucia y hecho caer en el lazo a nuestra enemiga. He pensado así inutilizar sus encantos, y aunque no se me oculta que por sus malas artes vendrá a descubrir mi enredo, tenemos tiempo entre tanto de delatarla por bruja al tribunal eclesiástico y poner fin de esa manera a sus tramas.

-¿Pero tú crees de veras -preguntó Saldaña- que esa mujer haya hecho pacto con el demonio?

-¿Y vos lo dudáis? -replicó el paje-. Estoy tan seguro de lo que digo como que no hay médico en el mundo que pueda averiguar de qué están compuestos los brebajes que ha preparado, y yo mismo la he oído hablar con el diablo y ella misma me lo ha confesado.

-¿Y estás tú pronto a sostener de todos modos la acusación? -replicó el conde.

-A prueba de hierro y de agua, y a pie y a caballo si tiene algún campeón -contestó el paje, aludiendo a las diferentes pruebas que en aquel tiempo se hacían en las causas de magia.

-Pero si ese pacto es verdad, como dices -insistió Saldaña-, ¿cómo has podido tú engañar a una mujer que protege el diablo?

-Señor -replicó Jimeno-, Dios pone a veces una venda en los ojos del más perspicaz y le hace que caiga en el hoyo que evitaría un ciego.

-Así será -respondió el de Cuéllar-, o tal vez que tú eres más diablo que el diablo mismo. De todos modos, quisiera saber de qué artería te has valido.

-Del amor.

-¿Del amor? -preguntó el conde con extrañeza-. ¿Y ella te ama a ti?

-No, señor -repuso el paje-, pero yo he fingido que la amaba; ella me ha creído necesario para poner en ejecución su designio y lo ha fingido también.

-Pardiez que es la primera vez que me río hace seis años -exclamó Saldaña con una sonrisa diabólica-. Algo ratera me parece tu superchería; pero, en fin, yo me lavo las manos; es cosa tuya, y a ti te tocará responder por tu alma, que no a mí. Yo te agradezco tus servicios, Jimeno, y te los agradeceré mucho más cuando me vea libre de su persecución.

-Pues para ello -respondió Jimeno- es menester denunciarla al tribunal cuanto antes. Además de que estoy seguro de que es bruja y de mi serenidad al acusarla, su opinión no es la mejor en todos estos contornos, y habrá miles que atestigüen en contra de ella. No tiene aquí a nadie, es una extranjera de la maldita religión de Mahoma, y a poco que se extienda y publique lo que ella es, se verá odiada de todos y se aprobará su sentencia de muerte como justa y bien dada por el tribunal. Ninguno saldrá en su defensa, sufrirá la pruebas de las barras, y si por algún artificio pasase por ellas sin quemarse, reiteraré la acusación y la sostendré a todo trance.

-El plan es como tuyo -dijo entonces Saldaña-, pero, en fin, yo no tengo nada que ver contigo, líbrame de ella y haz lo que quieras.

-Podéis contar con que mañana en todo el día quedará el castillo desocupado de esa mala hembra -contestó Jimeno.

Quedó Saldaña sumido en uno de aquellos letargos mentales en que caía siempre después de cualquier conversación en que su ánimo tomaba algún interés, como si revolviese en su imaginación todo lo que se había dicho. Calló el paje, y hubo un largo rato en que reinó el más profundo silencio en la habitación.

La luz amortiguada del crepúsculo, pronto ya a oscurecerse, penetraba apenas por las altas ventanas de la estancia entre los vidrios de colores, y casi no se distinguían los adornos del cuarto, confuso todo con las sombras de la noche, que se acercaba.

-Esta es la hora más terrible para mí -dijo el supersticioso Saldaña-; en cada sombra veo un fantasma. Si yo pudiese rezar... ¿Oyes? Tocan a la oración; recemos, Jimeno.

La campana de alguna iglesia del pueblo marcaba entonces efectivamente la hora de esta devoción cotidiana, y sus lúgubres y prolongados sonidos, sucediéndose lentamente, llegaron a sus oídos en aquel punto. Muchas veces, tanto Saldaña como su paje, los habían oído sin sentir el temor secreto que en aquel momento turbó de repente su corazón, y ambos a dos murmuraron un Avemaría con mucho recogimiento. Entraron poco después dos criados y colocaron dos lámparas de plata encendidas sobre una mesa de tres pies con remates de bronce, y, saliendo en seguida, la luz cambió los pensamientos de los dos malvados, haciéndoles volver a tomar el camino de que se habían separado por un instante.

-Voy, señor -dijo Jimeno-, con vuestro permiso, a dar orden que de ningún modo se ejecute la sentencia que fulminasteis contra Zoraida. Nuestras gentes son de suyo ejecutivas cuando se trata de cumplir mandatos de este jaez, y no sería extraño que adelantasen la hora.

-Sí, ve al momento -respondió Saldaña-; sería la mayor desgracia que podía sucederme el que esa mujer muriese por orden mía. Como tú has propuesto, ya es otra cosa; yo nada tengo que ver, y así no podrá venir después a echármelo en cara y a maldecirme.

-¿Queréis que llame a García o a Duarte que os acompañen? -preguntó el paje.

-No, de ningún modo -respondió Saldaña-; que estén ahí cerca por si se me ocurre algo. Quiero estar solo.

Hízole Jimeno una cortesía respetuosa al retirarse, y saliendo de la habitación se dirigió en seguida al sitio donde Usdróbal debía aguardarle; pero no había andado muchos pasos cuando, dándose una palmada en la frente, como si se hubiese acordado de pronto de alguna cosa, volvió atrás muy de prisa, torció varios corredores a derecha y a izquierda, bajó algunas escaleras, y llegando, por último, a las salas bajas que habitaban los hombres de armas, entró en una de ellas y llegó al cuarto o pabellón del jefe de los aventureros.

-¿Qué hace tu capitán? -preguntó el paje a uno de los soldados que estaban allí a la puerta.

-Ahí dentro está -repuso éste- refrescando el paladar con unos cuantos amigos.

-¡Martín Gutiérrez! -gritó el paje, llamándole.

-Adelante el que sea -respondió una voz ronca desde adentro con arrogancia. Oyéronse en seguida dos o tres juramentos y dos o tres puñetazos, al parecer dados sobre una mesa por alguno que quería, sin duda, tener razón y echaba mano de las ya dichas para probarlo.

-Ahí está la gente que busco -se dijo el paje a sí mismo, entrando sin más cumplimientos, y bien seguro de que no por eso aquellas buenas gentes se enojarían.

Pensando así llegó adonde estaba el capitán y otros dos o tres subalternos suyos jugando en un tablero a un juego llamado Alquerque, y que era muy parecido al que hoy se llama de tres en raya, con un pellejo de vino al lado, que no era mucho menor la bota de que se servían. El adorno del cuarto consistía en una mala mesa de pino, en que ardía un candil, dos o tres escaños o bancos cojos y varias piezas de armaduras, como escudos, yelmos y espadas colgadas por las paredes. Gozaba el paje de mucha consideración en el castillo merced al favor de Saldaña; así que en cuanto entró todos se pusieron en pie, menos el capitán, que le miró de arriba abajo, con aquella manera de perdonavidas que le era natural, al tiempo de saludarle.

-Hola, señores -dijo el paje-, parece que se pasa el tiempo alegremente.

-A estilo de gente de guerra -repuso el capitán-; vos no querréis catar de esto -continuó, alargándole la bota-, porque eso no es sino para la gente cruda.

-Os equivocáis, capitán -replicó el paje, aceptando el convite y sin hacer ningún melindre, a pesar de su aparente delicadeza-. Donde vos ponéis la boca, no debe tener escrúpulo de ponerla el mismo rey en persona.

Y venciendo su repugnancia a beber por donde tantos habían bebido, empinó la bota con la misma soltura que pudiera hacerlo el bebedor más acreditado. Tomóla en seguida el que estaba al lado, que se la presentó al capitán, quien, no habiéndola recibido por cortesía, le hizo señas que bebiese y corriese la rueda, lo que se obedeció puntualmente.

-¿Y qué os trae por acá, señor Jimeno? -preguntó el veterano saboreándose.

-Una orden secreta que hay que comunicaros -replicó el paje.

-¿Hay que hacer alguna correría?

-No hay necesidad siquiera de salir del castillo para cumplirla.

-Lo siento -respondió el veterano-; atiza esa torcida -continuó, volviéndose a uno de sus amigos-, que nos vamos a quedar a oscuras.

-No es cosa mayor -dijo el paje-, pero es importante que suceda, y, además, pide mucho sigilo, por lo cual será bueno que os hable a solas.

-¡Ea, muchachos! Fuera de aquí hasta luego, que voy a recibir órdenes -gritó Martín Gutiérrez a sus amigos.

Salieron todos obedeciéndole, y habiendo quedado solos el capitán y el paje, dio éste dos o tres vueltas por el cuarto, como receloso de que alguno oyera, cerró la puerta con mucho cuidado y se acercó al capitán, que le miraba con desprecio, como si le parecieran todas aquellas precauciones ridículas o cobardes.

-Gran novedad debe haber, señor Jimeno -le dijo-, que no parece sino que se trata de ponernos en emboscada.

-Pues de eso se trata, señor Gutiérrez. El señor de Cuéllar me manda que os diga pongáis esta noche en uno de los nichos de la escalerilla del norte que va a la estacada dos o tres hombres de aquellos que merezcan más vuestra confianza. La cosa no es nada, no se trata más que de echar un hombre al otro mundo antes que le llegue la hora.

-¿Y para eso dos o tres hombres? -replicó el veterano, sonriéndose con aire matón-. Por el alma de mi padre que se han vuelto gallinas los hombres de este siglo.

-No es eso, señor capitán, no es eso -respondió el paje-, sino que no se quiere meter ruido sin necesidad.

-A mí poco me importa -repuso el capitán-; pero pensé que era asunto de más empeño. Con todo, estoy convenido con el señor de Cuéllar en servirle por dos años más y obedeceré.

-¿Y qué hombres me dais? -preguntó el paje.

-Os llevaréis ahí dos muchachos de pelo en pecho y el chico nuevo que llaman Usdróbal, que con eso se estrenará.

-No, ese muchacho de ningún modo -repuso el paje-; tiene muchos humos de caballero y quizá lo echaría a perder.

-Para eso, como queréis, cualquiera es bueno.

-Sí, pero sobre todo a ese muchacho -insistió el paje- no hay que decirle ni una palabra.

-¿Y a qué hora? -preguntó el capitán.

-A eso de media noche.

-Está bien; es una pequeña algara, dos o tres jinetes que salen a correr la tierra, una sorpresa de poca importancia.

-Cuento con ellos -repuso Jimeno.

-A no dudarlo -repuso el capitán.

-En dando yo dos palmadas, ¡firme! en el que vaya a la izquierda bajando la escalerilla, y ahora, adiós.

En diciendo esto, el paje se despidió precipitadamente como el que había fallado en más de un cuarto de hora a la cita y temía llegar tarde. Entre tanto, Usdróbal hacía ya mucho tiempo que le aguardaba impaciente y desesperado con su tardanza, ya temiendo si se habría arrepentido de sus ofertas, ya buscando razones con que excusar su retardo. La noche había cerrado ya enteramente, tan oscura, que apenas se divisaba una estrella en el firmamento.

El lector que por curiosidad haya visitado alguno de los castillos antiguos que han luchado hasta hoy con el transcurso de los siglos y el furor de los hombres, y que todavía elevan sus almenadas torres y sus murallas ya casi destruidas como un monte de piedra, llenando de lúgubre majestad sus contornos, puede formarse fácilmente una idea exacta del edificio en que pasaban los sucesos que acabamos de referir. (2)

Todo allí era sombrío como el dueño de la fortaleza; la noche parecía más oscura en aquellos corredores, por cuyas altas claraboyas apenas penetra la luz del día; el eco de los pasos resuena a lo largo con temeroso ruido y la palabra se repite, por bajo que se hable, sordamente en todos los ángulos del muro, como si mil seres invisibles habitasen por todas partes y respondiesen con tristes gemidos a la voz humana. No era Usdróbal supersticioso, pero la oscuridad que le rodeaba, la soledad, el ruido pausado del eco, que resonaba sus pasos, y, sobre todo, la hora, podían haber cubierto de melancolía el corazón más alegre por naturaleza. No era él ya tampoco aquel joven de buen humor que por nada tomaba pena, que a todo se acomodaba y que con tanta indiferencia vivía en la cueva de los ladrones como en el más suntuoso palacio. Nunca había deseado hasta entonces saber de quién era hijo, y ahora hubiera dado con gusto la mitad de su vida por conocer al padre que le engendró y saber si era de nacimiento ilustre y podía pretender con razón los altos destinos a que se sentía inclinada su alma, y que halagaban tanto su fantasía. Veíase entonces mezclado con la escoria más vil de la sociedad, sin nombre, sin hechos de armas gloriosos, y este pensamiento y el recuerdo de Leonor humedeció sus ojos con una lágrima de amargura. Quizá ella le miraría como un bandido y le despreciaría, creyendo que sólo el vil interés y las demás pasiones bajas podían tener cabida en su alma. Su última conversación con ella harto se lo había probado, y demasiado había visto en sus ojos que le miraba con indiferencia y como a un hombre de inferior jerarquía, y cuyo deber era sacrificarse por ella. Deseaba volver a hablarle, antes de poner en ejecución el plan que tenía de salvarla aquella noche, y este deseo, que se aumentaba en cada instante y a cada idea que se le ocurría, poniéndole tan impaciente como si le pinchasen mil alfileres, le hacía que esperase a Jimeno con más ansia, falto ya casi de sufrimiento. Llegó, por fin, el suspirado momento, y Usdróbal sintió pasos de alguno que se acercaba.

-¿Quién eres? -le dijo-. ¿Eres tú, Jimeno?

-El mismo -repuso el paje, que, sacando una linterna sorda de metal de que venía provisto, deslumbró de repente al aventurero e iluminó parte del corredor.

-Ya era hora de que vinieras, que me has hecho esperar aquí un siglo.

-Más esperan -replicó el paje- los que están aguardando al Mesías y aún les queda más que esperar.

-Vamos, ¿y traes buenas noticias? ¿Has preparado ya todo?

-Todo está ya dispuesto, y es bien seguro que no le prepararon mejor su fuga al rey don Alonso cuando volvió disfrazado de Alemania; bien me puedes agradecer la noche que vas a pasar con tu dama en cuanto salgas de aquí.

-Jimeno -respondió Usdróbal, en un tono de voz que manifestaba su enojo-, guárdate de gastar malicias a costa de esa dama, porque rompemos aquí mismo las amistades.

-Te creía más prudente -repuso el paje con calma-, y no creí que era ésta ocasión de que te incomodaras conmigo. Pero, en fin, tengamos paz, que los buenos amigos se sirven unos a otros y luego se baten.

-Así es -respondió Usdróbal-, y ya que te has empeñado en servirme, sírveme por completo y haz de modo que yo le hable un momento.

-¿A quién? -preguntó el paje.

Usdróbal apenas se atrevía a nombrarla, pero el paje le quitó ese trabajo.

-¡Ah! -continuó diciendo-. Sí, a Leonor. Ya veo que estáis muy enamorados los dos.

Si el rayo de luz de la linterna hubiera reflejado en el rostro de Usdróbal en aquel momento, tal vez los colores que se asomaron en él habrían confirmado al paje, que, por lo menos, no había mentido en la mitad de lo que había dicho.

-Tu malicia te engaña -repuso Usdróbal con seriedad-. Has de saber que Leonor de Iscar ni me ama ni me puede amar, que ella es como el sol y yo como el más miserable gusano que vivifican sus rayos. En fin, ¿puedes hacer que la vea? -continuó, después de una pausa, tomada sin duda para suspirar.

-Veré - respondió Jimeno-. Sígueme.

Echó a andar el paje alumbrado delante de su linterna, que iba disipando poco a poco las sombras según pasaban, y Usdróbal a corta distancia le seguía melancólico y pensativo.

Cuando hubieron llegado cerca de la habitación de Leonor, el paje se acercó muy quedito a Usdróbal, y le dijo al oído que le aguardara allí mientras iba a disponer que él entrase.

-Jimeno -le respondió Usdróbal-, yo te creo mi mejor amigo si me proporcionas esta entrevista; te confesaré que no soy digno siquiera de servirte de escudero y que todos los días de mi vida te obedeceré y te seguiré a todas partes donde quieras llevarme.

-No es cosa para tanto -repuso el paje con frialdad-, y te aseguro que no tienes nada que agradecerme. -Y dejándole solo continuó entre sí-: Si tú supieras que estás como el que van a ahorcar, que le dan cuanto pide, qué poco le gustaría esta entrevista. Yo te juro que será la última que tengas en adelante. No volverás otra vez a estorbarme.

Entró hablando así en la habitación de las prisioneras, y cerrando tras de él la puerta desapareció.

Media hora haría que le esperaba Usdróbal cuando sintió la voz de Jimeno, y oyó poco después que siseaban llamándole. Acercóse con tímidos pasos y embargado el aliento, no por miedo que tuviera, sino porque iba a hablar a la mujer que amaba, y no es de aquellas empresas, aunque a la primera vista parezca lo contrario, que necesitan menos determinación, y mucho más en la situación de nuestro aventurero. Llegó por fin a la puerta sin atreverse a entrar, indeciso, como si el natural arrojo del desembarazado mozo hubiera cedido a la timidez del amante.

-Entra -le dijo el paje-, que parece que estás entumido, y no metas bulla.

Usdróbal no contestó una palabra, pero obedeció su mandato entre dudoso y resuelto, lleno de placer y al mismo tiempo con un peso sobre el corazón.

La estación, como se ha dicho, era de verano, y el calor solía refrescar algún tanto por la tarde. Las nubes que habían cubierto el cielo al entrar la noche se habían disipado a la salida de la luna y aparecía la bóveda azul a intervalos sembrada por una parte de nubecillas blancas, entre las cuales, como bajo un velo finísimo de encaje, giraba la luna derramando su amortiguada luz, y sólo a un extremo del horizonte se descubrían aún algunos celajes negros.

Varias puertas de la habitación daban, como se ha dicho, a un suntuoso jardín. En una de ellas, sentada Leonor, tomaba a aquella hora el fresco, más cuidadosa por su hermano y distraída por su situación, que ocupada en admirar el hermoso espectáculo que desenvolvía la noche a sus ojos. El paje había tenido cuidado de hacer retirar a todos los que la servían, y Usdróbal pudo entrar hasta allí sin que le sintiese ella misma. Estaba sentada en una de las gradas de piedra que conducían al jardín, vuelta de espaldas a la puerta por donde Usdróbal entró, y éste no pudo menos de suspenderse y pararse al verla y al oírla cantar con aquella voz argentina que tanto le llegaba al alma el siguiente romance, que era entonces muy conocido:

¿Hay pena más cruda,
hay mayor pesar,
que del que se odia
verse requebrar?

Diránle en las armas
bizarro y audaz,
será con los damas
donoso y galán.
¿Qué importa? -En el mundo
no hay mayor pesar
que del que se odia
verse requebrar.

Dirán que en su escudo
grabados están
más timbres que lleva
arenas el mar;
que pecho le pagan
cien pueblos y más;
que puede mil lanzas
al rey presentar;
y que en sus castillos
su bandera ondea
que allá en la pelea
tembló el musulmán.

¿Qué importa? -En el mundo
no hay mayor pesar
que del que se odia
verse requebrar.


Había escuchado Usdróbal su canto mirándola sin pestañear, estático y sin movimiento, parado a corta distancia de ella, como si fuera una estatua de hierro. Veíase en sus ojos la ternura y la melancolía, y hubiera dado cuanto hay de bueno en el mundo porque aquel momento feliz de ilusiones hubiese sido el último de su vida.

El que ama interpreta todo cuanto ve y escucha, y Usdróbal, en la canción que acababa de oír, creyó leer el corazón de Leonor y se confirmó en la idea de que, ya que no fuese amado, no tenía al menos rival. Distraído con esto, apenas se acordaba ya del objeto de su venida (si otro tenía que el de verla) y hasta que Leonor se levantó de su asiento no recobró su memoria.

-Señora... -le dijo con voz balbuciente.

-¡Oh!, mi buen amigo Usdróbal -le respondió Leonor con suavidad-, mucho me alegro de veros antes de que llegue la hora de salir de aquí, porque, a decir la verdad, tiemblo que os suceda alguna desgracia.

La frente de Usdróbal pareció iluminarse de alegría, siendo el cuidado que Leonor mostraba por él, más de lo que se atrevía a esperar.

-Mi intención al venir aquí -repuso Usdróbal bajando los ojos- ha sido únicamente tranquilizaros y disipar cualquier temor que pudieseis tener de que saliera mal nuestra empresa.

-Os habéis portado conmigo mejor de lo que podía esperar -replicó Leonor-, y mucho más no teniendo, como no tenéis, motivo para favorecerme.

-Señora -repuso Usdróbal-, era mi deber volveros la libertad que yo mismo ayudé a quitaros tan infamemente. Y aunque es verdad que a vuestros ojos debe parecer extraño que un miserable bandido, un villano de nacimiento y cuyos criminales hechos vos misma presenciasteis, trate de hacer una obra buena en su vida; no obstante, mi corazón no es malo, y yo...

La voz le faltó al llegar aquí, y sus ojos caídos y el color encendido de su rostro mostraban bien a las claras los afectos de su alma. Leonor los interpretó de otro modo, y no vio en todo esto sino la vergüenza que el recuerdo de su mala acción le causaba.

-Yo he olvidado ya todo en cuanto a vos toca -respondió Leonor con dulzura-, y sería muy injusta si os aborreciese.

-¡Oh!, no, no me aborrezcáis nunca -gritó Usdróbal, arrojándose a sus pies de pronto-. Yo soy feliz con sólo eso, con sólo que me perdonéis, con sólo que os dignéis mirarme como al perro a quien echáis el pan debajo de la mesa, sin odio y con lástima.

-¿Qué hacéis, Usdróbal? -repuso la dama con altivez, habiendo descubierto en sus desconcertadas acciones la causa de tantos servicios-. Levantaos.

Usdróbal se puso en pie y se retiró atrás dos o tres pasos con respetuoso ademán y sin alzar los ojos, como si temiese empañar el brillo de aquel sol con sus miradas atrevidas.

-Perdonad -le dijo- si os he enojado con lo que he hecho; puedo jurar que no ha sido mi intención ofenderos.

-Tal creo -replicó Leonor-: pero desde aquí en adelante, cuando hayáis cumplido vuestro ofrecimiento de sacarme de aquí, ya que tan gran servicio queréis hacerme, yo os haré pagar al precio que queráis, y no volveremos a vernos más.

-¡Pagar! ¿Con dinero? -murmuró Usdróbal, y una lágrima de fuego quemó al mismo tiempo sus párpados y se secó en sus encendidas mejillas.

Miróle Leonor y no pudo menos de conmoverse y extrañarse de la delicadeza de aquel villano.

-¿Y a qué hora -le preguntó- vendréis esta noche?

-Entre doce y una -respondió Usdróbal con acento melancólico-. La seña serán tres golpes en esta pared que se abre -continuó, señalando a un ángulo del cuarto-; vos responderéis con otros tres, abriré yo entonces y me seguiréis.

-¿Y no corréis ningún riesgo? -preguntó Leonor.

-Creo que no -replicó Usdróbal-, y aunque así sea, ¿qué vale la vida cuando se ha de pasar sin brillo y en el olvido, cuando se ha nacido para arrastrarse eternamente como la culebra, que ni aun puede mirar al águila que se remonta?

En diciendo así quedó un momento pensativo, alzó después los ojos y los fijó en Leonor con una expresión tal de ternura y pena que habría conmovido un mármol. Leonor no le miraba. Saludó en seguida y se retiró, dejándola llena de esperanza y de temor hasta que sonase la hora. No bien hubo salido cuando halló al paje en la antesala, que le aguardaba.

-¿Qué tal? ¿Está todo ya concertado? -le preguntó éste con su maliciosa sonrisa.

-Todo -respondió Usdróbal con sequedad.

-Pues ahora a descansar hasta luego.

-¿Falta mucho tiempo? -preguntó Usdróbal con impaciencia.

-Tres horas lo menos -repuso el paje-. Parece que no sales muy satisfecho.

-¿Qué te importa? -replicó Usdróbal bruscamente; pero reconociendo la falta que cometía hablando así a quien tanto le favorecía, añadió-: No, descontento no; pero siento tener que aguardar tanto tiempo.

-Pues no hay más remedio que tener paciencia -contestó Jimeno.

-Si tu sangre te escaldara como a mí el corazón, no me darías esa respuesta. ¿Vendrás a buscarme?

-Sí. ¿Adónde?

-Ni yo lo sé -respondió Usdróbal-. En cualquier parte. Estaré paseando en la explanada del castillo.

-Pues hasta luego.

-Adiós.