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Sancho Saldaña: 41

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Sancho Saldaña
de José de Espronceda
Capítulo XLI

Capítulo XLI

Y a un lado miro con soberbias torres
el palacio de Lara
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Tanto desastre al infelice dueño,
tanta desolación a su familia,
¡cuán distinto se ve!...
ÁNGEL DE SAAVEDRA, El Moro Expósito.


Hallábase en esto Usdróbal fuera del castillo de Cuéllar, en las cercanías, adonde había tenido que retirarse temeroso de ser conocido. Sin embargo, no dejaba de hacer sus excursiones al fuerte, ansioso de saber de Leonor y de favorecer a su hermano si podía libertarle de la prisión en que yacía aguardando a cada instante la muerte.

Habían ya puesto en liberad a Nuño, a quien por fuerza arrancaron del lado de su señor, no pareciéndoles ser persona de importancia para que fuese preciso tenerle preso, y quizá también por quitar al de Iscar el consuelo que su fiel criado pudiera darle.

Los días habían pasado lentamente uno tras otro para don Hernando, que solo en uno de los calabozos del fuerte, no acertaba a darse razón del por qué le tenían allí tanto tiempo sin decirle palabra ni sacarle al patíbulo, lo que ya casi deseaba en su desesperación, cada mañana, apenas amanecía, esperaba ver entrar el verdugo en su calabozo con la escolta que había de acompañarle al suplicio, y al menor ruido que sentía apercibía el ánimo para el terrible trance en que a cada momento esperaba verse. Imaginaba otras veces posible su libertad, ya porque la guerra siguiera, ya porque algún amigo secreto le protegiese; pero ni la hora de la muerte llegaba ni sus esperanzas se realizaban, y pasaba lentamente un día tras otro sin recibir noticia alguna ni ver apariencia de que se decidiese de alguna manera su suerte.

Sin embargo, no se descuidaba el buen Nuño, ni por verse él libre se había olvidado de su señor preso; antes bien, todos los días venía al castillo por si hallaba ocasión de verle, y ya que no podía otra cosa, se contentaba con preguntar por él a su amigo el viejo Duarte, quien solía darle noticias. Volvíase Nuño descontento y gruñendo casi todos los días del castillo, viendo que sus deseos a tan corto servicio habían de limitarse por fuerza, trazando a todas horas cómo libertar a don Hernando, para lo que ya había intentado hablar a Duarte, puesto que la rudeza y la fidelidad de aquel viejo para con su amo el de Cuéllar le quitaba el ánimo cuando más determinado venía a confiarle su plan.

Con este pensamiento, y renegando de su falta de resolución, salió de Cuéllar una tarde, y con mucho despacio, asaz pensativo y del mal humor dirigía su pasos al pueblo de Iscar, pesaroso de haber vivido tantos años para sobrevivir a la ruina de aquel castillo, mansión otro tiempo de la alegría y el lujo y ahora desolado trofeo del conquistador. Ocupaban sus almenas las tropas de don Sancho, que se habían apoderado de él, y la vista de los soldados de un rey no menos odioso para Nuño que para su amo, más de una vez había hecho al buen viejo derramar amargas lágrimas de coraje. Veíase en su vejez sin asilo y a merced de algún antiguo vasallo de su señor, que por piedad le había recogido, y esta idea cruel para un hombre acostumbrado a mirar los vasallos de su amo como siervos suyos ajaba su amor propio tanto que ni aun bastaban las ilusiones que se hacía él mismo de que aquel labriego al favorecerle no hacía sino cumplir con su deber, y era un nuevo dardo que venía a clavarse en su alma.

Envuelto, pues, en estas meditaciones caminaba, y ya el sol empezaba a ocultarse cuando alzando la vista de pronto vio un hombre enfrente de él parado que le miraba de hito en hito, sin pestañear y como si quisiera reconocerle. Miróle Nuño asimismo, pero volviendo a sus largos monólogos, prosiguió su camino sin acordarse más de aquel hombre, hasta que en habiendo andado pocos pasos más sintió que le tiraban de la rienda a su caballo para detenerle, lo que le hizo volver en sí y llegar la mano a la guarnición de la espada por lo que pudiera acaecer.

-Sosegaos, señor Nuño, que más vale que seamos amigos, y yo no vengo con intención de ofenderos -dijo el joven que estaba pie a tierra, y en el cual reconoció a Usdróbal, a quien más de una vez había visto en el campo de los rebeldes.

-Por Santiago -repuso Nuño-, que me alegro de hallarte, galán, pero siento que me hayas sorprendido, y si mi amo, el padre de don Hernando, me hubiese visto ahora caminar tan desprevenido, no habría dejado de decirme algo que me pesara. Pero a bien que él ya murió, su hija Dios sabe dónde estará, su hijo irá a acompañarlo dentro de poco y yo no los veré ya en todo lo que me queda de vida.

Dio a estas últimas palabras el pobre viejo un tono tal de melancolía y pesadumbre, que Usdróbal no pudo menos de conmoverse.

-Buen amigo -le dijo-, es menester más ánimo, y la esperanza no debe abandonaros tan pronto. Aquí me tenéis a mí...

-Tú eres muchacho -respondió Nuño-, y a tu edad lo mismo me daba a mí ocho que ochenta, pero ya soy viejo. Esperaba morir en el castillo de mis amos dejándolos a ellos felices; ellos han sido mi única familia, pues yo no he tenido hijos ni mujer, y no he vivido tantos años sino para ver morir a sus hijos y su casa en poder de otro dueño que ha echado de allí hasta los perros. Amigo mío, créeme: este golpe es demasiado cruel para que yo lo sufra con resignación.

-Con todo -repuso Usdróbal-, no hay que desesperarse todavía. Si esta noche queréis quedaros aquí conmigo en esa cabaña que veis, haremos penitencia juntos y acaso entre los dos daremos traza de que las cosas mejoren de aspecto. Puede ser que todo se componga y que hallemos medios de salvar a tus amos.

-Si tú, buen amigo -repuso Nuño-, encuentras camino de burlar la vigilancia de nuestros contrarios, te juro que puedes disponer de mi vida y de mí como de un esclavo. Vamos, que no dejaré yo también de servir de algo en tus designios, aunque no sea más que por mi prudencia y la experiencia que tengo del mando, que de algo me han de servir los años y las guerras y trabajos en que me he visto.

-Así es, buen Nuño -replicó Usdróbal-. Vamos.

Y diciendo y haciendo se encaminaron juntos hacia una choza que allí cerca, entretejida de ramas de árboles que en el techo ondeaban, se veía a la luz del crepúsculo como el yelmo de un caballero, y en entrando en ella los dejaremos meditando sus planes, cuyo resultado hemos de conocer por último, contentándonos con saber que al día siguiente muy de mañana montó Nuño a caballo, y habiéndose despedido de Usdróbal salió a buscar al Velludo, que andaba no lejos de aquellos contornos con su partida.