Sancho Saldaña: 46
Capítulo XLVI
Cruzan las calles gentes a manadas
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derriba, rompe, tiende, parte y mata,
trastorna, arroja, oprime, estrella, asuela,
envuelve, desparece y arrebata.
VICENTE ESPINEL
Entre tanto, el populacho, siempre feroz, y mucho más en aquellos siglos incultos, había venido ya a las manoscon los soldados, y como si fueran enemigos mortales, unos y otros acometíanse con tanta rabia, y dábanse tan tremendos golpes y tan sin lástima, que bien pronto, por matar al traidor, como ellos decían, quedaron gran número de leales tendidos por tierra y anegados en su propia sangre. Venció en un principio el ímpetu popular, que arrolló a los primeros que presumieron oponerse a su furia, atropellando a los hombres de armas que guardaban al reo, y arrojándose como un torrente sobre el cadalso recio turbión de salvajes dando grandes gritos en derredor del de Iscar, que, inmóvil como una piedra, había conservado su posición puesto que tampoco el verdugo se había apresurado a desatarle las ligaduras.
-¡Arrastrarle! ¡Matarle a este ladrón! ¡Muera el traidor!
Tales eran las voces de aquella desenfrenada muchedumbre, que no hay juramento que no arrojase, mala palabra que no dijese ni insulto que no le hiciera. Viéndose vencedores, parecióles lo mejor divertirse en arrastrarle por las calles, aprobándolo todos unánimes como el mejor y más gracioso pensamiento del mundo. Y no se detuvieron mucho tiempo en arrojarse sobre el caballero y poner en obra su idea, sino que preparadas las cuerdas con que habían de arrastrarle, le desataron en tumulto y se lanzaron sobre su presa. Pero quedaron todos atónitos cuando vieron que en vez de ponerse en pie el caballero con intención de defenderse, como aguardaban, o lleno de espanto para suplicarles que le perdonaran la vida, apenas le soltaron los cordeles que le sostenían se desplomó en tierra sin sentido, y le hallaron frío y yerto como una estatua de hielo. Atribuyeron en un principio al miedo aquel parasismo que le hacía parecer como muerto, pero bien pronto se desengañaron, y habiéndole mirado con más despacio, hallaron que era efectivamente un cadáver. Arrancáronle con furor una especie de máscara que le cubría el rostro, y en que nadie había reparado hasta entonces, y ya como pájaros de rapiña, irritados cada vez más con lo que ellos llamaban una burla, iban a hacerle pedazos (porque el furor popular ni aun a los muertos perdona) cuando gritó uno de los circunstantes:
-¡Engaño! ¡Traición! Que no es el señor de Iscar, o el diablo ha tomado ahora la cara de Duarte para engañarnos.
-¡Es verdad! -gritaron todos, mirando con asombro el cadáver del pobre escudero.
-El de Iscar se ha escapado, sin duda, y ha dejado en su lugar al demonio.
-No hay duda en eso -respondió el albéitar de los hombres y las bestias del pueblo con mucha prosopopeya, y enarcando con mucho misterio las cejas-. El de Iscar salió la otra noche volando por una tronera, y no hay que replicar, porque lo que digo lo sé de muy buena tinta.
En este momento gran fuerza de soldados cayó sobre los alborotadores con aquel encarnizamiento con que los satélites que usan librea del despotismo, acometen siempre, con razón o sin ella, a sus indefensos hermanos, y habiéndose vuelto a enredar la sarracina de palos y cuchilladas, la victoria se decidió en favor de la tropa, que no satisfecha con arrojar de allí al pueblo corrió por las calles, escaló las casas y atropelló a todo el mundo, sembrando la muerte por todas partes, hiriendo y asesinando a placer y cebándose en la matanza, hasta que restablecieron el orden, es decir, la paz de las tumbas, en aquella desolada ciudad. La explanada del castillo quedó desierta, las calles cubiertas de muertos, y el cadáver del viejo Duarte por el diablo, hasta en la imaginación de los que más se jactaban de estar exentos de vulgares preocupaciones.