Semblanza de Gayarre
Oía yo anoche á Gayarre, y mi admiración por él no era solamente producida porque canta con éxito tan grande. Yo admiro á Gayarre bajo un doble punto de vista. Veo en él al artista y al hombre. Recuerdo sus intimidades conmigo cuando me habla de su pueblo nativo; de su herrería, de su amo, de la primera levita que se puso y del primer orfeón en que cantó, llamando la atención de Eslava con su voz á ninguna otra parecida. En seguida veo sus progresos de quince años. Su paseo por Europa y América, llevando en triunfo el apellido del humilde herrero navarro que hoy se siente orgulloso de tener tal hijo. Comparo todo esto con la gran cruz del sietemesino A***, con el título improvisado del ignorante B***, con la dirección general del adulador Q***, y con la vanidad absurda é injustificada de los advenedizos pasajeros, cuyo nombre no ha de pasar de las paredes del cementerio. Nada más fácil que nacer con un título de marqués y ser grande desde que se va en los brazos de la nodriza. Esto no cuesta trabajo alguno. Pero sucede que se anda por el mundo, y para que las gentes sepan con quién tratan, hay que darles una tarjeta en la que se lea El marqués de K***; y el serlo es tan fácil, que Cánovas, por ejemplo, hijo del pueblo, los hace cuando quiere. Lo difícil, lo meritorio en estos tiempos prácticos y de todo progreso, es salir á la calle y notar que todo transeúnte os mira, murmurando entre dientes vuestro apellido; es viajar en ferrocarril y que el interventor, al tomar el billete para hacerle el reglamentario agujero, recuerde haber visto vuestra fisonomía en algún retrato ó en alguna caricatura; es entrar en una tienda, comprar por valor de una cantidad que no se lleva en el bolsillo, encargar que envíen lo comprado á casa, y que el dependiente, al apuntar las señas y el nombre del comprador, levante los ojos y diga con asombro risueño: — ¡Ah! ¿Usted es Gayarre?— que equivale á decir: — ¡Conque usted es el ídolo del público? ¿Conque usted es el que era obrero, y luego fué corista, y después partiqumo, y más tarde tenor de provincia, y luego artista de primo cartello, y hoy asombro de Europa? — Porque aquel dependiente, lo mismo que el barrendero de la calle lector de los carteles de la víspera, saben que hay un español que sin títulos, ni grandes cruces, ni presidencia sin cartera, tiene el privilegio de convocar á la multitud, subyugarla, fascinarla, conmoverla, excitar á la vez todos los nervios de una concurrencia de dos mil quinientas personas, obligarla á levantarse de su asiento, aplaudir frenéticamente con un entusiasmo diez veces mayor al que produce la entrada de un conquistador ó la inútil habilidad de meter una espada en los rubios de un toro... Gayarre es la expresión de los tiempos modernos.
Cuando trabajaba en Pamplona, reinaba en España doña Isabel II, imperaba en Francia Napoleón III, no había nihilismo en Rusia, Victor Manuel representaba la monarquía sin discusión, gobernaba á sablazos el Egipto Ismail-Pacha, y el rey de Prusia estaba sin sombra, porque Bismarck no había empezado á ocuparse de Europa. Entonces Gambetta era un abogado, Prim un general, Echegaray un ingeniero, Parnell un cualquiera, Zola un escribiente, Carpeaux un aprendiz, Edisson un obrero, Castelar un catedrático, Pradilla un dibujantillo, Sellés un estudiante ignorado. Esto era hace quince años, y en ese tiempo desaparecen imperios; surge la protesta en el Norte; caen los tiranos de Oriente; aparece el hombre de Alemania; se levanta la república central de Europa; cambia la paz de España el soldado de Reus; Echegaray transforma el teatro; Parnell agita la Irlanda; Zola revuelve el fango de la vida moderna; Edisson descubre nuevos mundos á la ciencia; Castelar da la vuelta al orbe; Pradilla asombra en París; Selles alza la bandera de la juventud literaria sobre las ruinas del clasicismo antiguo, y el aplauso de la multitud, desde Moscow á las playas de Rota, proclama el imperio de la inteligencia y los triunfos del mérito personal.
Gayarre no es sólo á mis ojos el artista sin rival, el cantante que transporta al espectador interpretando las divinas notas de los grandes maestros. Gayarre es el siglo XIX paseando triunfante por Europa; es el herrero del Roncal, que conmueve á los reyes y admira á los pueblos; es la manifestación práctica de este siglo artístico, industrial, comercial, científico y expresión del progreso que todo lo domina; es el pueblo coronado, la humildad en triunfo, el arte sobre todo, el mérito individual sobre la dominación tradicional de lo antiguo.
El sábado, á las ocho de la mañana, me despertó una voz conocida.
¡Y qué voz!
La primera del mundo, como usted y yo hemos dicho mil veces, mi querido Isidoro.
Era la de Julián Gayarre, el cual, como de costumbre, se detenía veinticuatro horas para que las pasáramos juntos.
Vuelve de Italia, va á Lisboa. Cantará en San Carlos hasta fin de Diciembre; el 15 de Enero deberá estar en Napóles; porque declaro á fuer de hombre sincero, que en el invierno de París, tan animado, tan fastuoso, tan abundante en espectáculos y diversiones, y en medio de una sociedad española y americana que casi casi pone olvido de la patria como vida social, hay para mí dos necesidades del alma que no pueden llenar París, Londres, Roma, Viena, Berlín, Petersburgo, ni otra cualquier gran ciudad de Europa.
El palco de María Buschenthal y la voz de Gayarre.
Aquel palco, que es una casa, y cuya dueña es un amigo; aquella voz que sale de los labios de un tenor que además es un íntimo, me hacen olvidar todas las penas, contrariedades y amarguras que yo paso.
Gayarre es la esperanza de Vaucorbeil. Más tarde ó más temprano, nuestro tenor cantará en la Grande Opera, y entonces, como el arte que nuestro compatriota cultiva es el que más pronto llega á la multitud, el que el público siente más, y el que está más en moda, nuestro orgullo patrio llegará á su colmo, porque después del renombre alcanzado en París por Madrazo, Fortuny, Villegas, Domingo, Vierge, Sarasate, Gener, Lacalle, Salmerón, Algarra, Olózaga, Miranda, Palmaroli, Arcos, Calzado y tantos otros españoles que se han apoderado del idioma y del gusto de este centro del mundo para brillar en él como periodistas, literatos, letrados, artistas, filósofos, hombres de negocios, diplomáticos, pintores, músicos y cuanto han querido ser, el día en que el cantor navarro, repito, llegue por derecho propio á la escena de la Grande Opera, París y su población flotante reconocerán que los elogios de toda la prensa de Europa y América no han sido exagerados cuando han declarado á Gayarre el primer tenor del mundo.
Una vez, el invierno pasado, quiso mi buena fortuna proporcionarme la ocasión de pasar un rato en el foyer de las bailarinas de la Grande Opera. Hay que vivir aquí para saber las dificultades que se oponen á la entrada de un simple mortal en aquel salón donde doscientas mujeres bonitas, adornadas de brillantes, representan á la Francia moderna en su lado frívolo y á la vez importante. Hay que ser abonado, ó persona de calidad, ó recomendado de la dirección, que se niega á facilitar permisos, ó diplomático extranjero ¡Qué sé yo! Se llega con más facilidad al salón de una princesa que al de estas señoritas de veinte luises. Verdi, el gran Verdi, fué despedido á la puerta no hace cuatro meses, porque quiso entrar de levita.
Cogidos del brazo de Camilo Bloch, y á fuerza de súplicas y de referencias, entramos dos extranjeros en el foyer y pasamos todo un acto allí dentro. Una hora que me diera motivo á muchas causeries para ese periódico, si no temiera nuevas acusaciones de inmoralidad de estilo por parte de ese santo público.
Y una vez allí, y hablando con éste y con el otro, y con la otra y con ésta, decía yo, contemplando el lujo y la grandeza del teatro:
— Todo esto es muy notable; local, bailarinas, decoraciones, óperas pero falta un artista. Falta Gayarre.
— Tan cierto es eso, observó un abonado hereditario, que la dirección piensa siempre en él; Ambrosio Thomas quiso que fuese él quien estrenase su Francesca; pero hay un inconveniente grave, en el que ustedes los extranjeros no se han fijado, y que parece absurdo para dicho aquí: ¡Gayarre es muy caro!
Y así es en efecto. Con los enormes ingresos de la Grande Opera y la subvención oficial, no permiten, sin embargo, á la dirección el lujo de un tenor como el nuestro, que se disputan todos los años cuatro ó cinco empresarios de grandes teatros, dándole cuanto quiere.
Hasta la fecha, nadie ha ganado en Paris lo que Gayarre gana en Londres, San Petersburgo, Lisboa, Viena ó Madrid.
Si quisiera volver á América, le recibirían en triunfo.
Hablando yo con el redactor de un periódico americano, del cual soy corresponsal aquí, sobre los asuntos que convendría tratar en mis cartas, me dijo:
— Puesto que conoce usted á Gayarre, hable de él siempre que tenga ocasión, y aquel número en que se le trate bien se venderá doble. ¡En la América del Sud le queremos como á ser sobrenatural!
A pesar de lo que el abonado decía, Vaucorbeil haría sacrificios grandes por presentar al público parisiense nuestro tenor, y acaso este día no está lejano.
Gayarre, sin embargo, no tiene prisa. Sabe que á pesar de ser la Grande Opera el desideratum de tantos artistas, las compañías que en este teatro cantan las obras son generalmente medianísimas; la dirección y el público, aunque á los madrileños les parezca extraño, le dan aún más importancia al baile que á la ópera, y en esto hay mucha culpa de la dirección misma, porque no cuenta con un artista verdaderamente extraordinario. La Opera necesita á Gayarre, y él no la necesita á ella; de modo que debe repetir á sus solas aquello de que lo que está de Dios, á la mano se viene.
En cambio adora á Italia, recuerda sus triunfos de Viena y de Rusia; tiene cariño verdaderamente filial á Madrid.... ¡Oh, Madrid! Algo ha pasado en él que ha producido á Julián cierta sonrisa amarga. Yo no sé quién ha dicho en un periódico, hablando de un tenor extranjero, que al cantar los Hugonotes había hecho olvidar á todos los que habían cantado antes que Gayarre.
— ¡Pronto me han olvidado! exclamaba hace tiempo.....
En honor de la verdad, el patriotismo obligaba a no olvidar; pero en estas apreciaciones particulares no entra el público, aquel público que cuando nos aplaude á todos, autores, actores, cantantes, oradores, ó lo que seamos, ni consulta periódicos, ni obra más que por sentimiento. No, Madrid es un pueblo artista, hay cosas en la vida que no se olvidan, y aquel silencioso recogimiento del público cada vez que Julián se prepara á cantar la romanza del último acto de la Favorita, aquel éxtasis que se apodera de la multitud mientras el canto dura, y aquel aplauso atronador que estalla al terminar la última nota.... tienen algo de la primera hora que todos hemos pasado en nuestros primeros amores, algo de la poesía que se siente y no se explica, del sueño que no quisiéramos ver convertido en realidad.... ¿Cómo es posible olvidar eso?
Una noche — el otoño anterior — Gayarre vino desde Irún para pasar el día siguiente en Biarritz conmigo; comimos en mi casita de campo, recordando nuestros orígenes, nuestras intimidades, nuestros primeros pasos en la vida. Yo tengo por sistema no pedirle nunca que cante. No hay nada que le contraríe más, y cuantas personas le hablan una vez, han de fastidiarle con la pretensión de que cante para ellas solas. Previne, pues, á las señoras que de ninguna manera se le hablara ni de tararear siquiera.
La comida se prolongó hasta bien entrada la noche. Estábamos solos, en familia, en medio del campo, oyendo el susurrar de las hojas, y lejos del ruido y la animación de aquel pueblo de moda. Gayarre, otros dos amigos y yo, pasamos al saloncito que hay junto al comedor, para tomar el café y fumar charlando de todo un poco.
La taza de café estaba sobre el piano. Gayarre se sentó, y mientras yo le servía, comenzó á deslizar los dedos por el teclado descuidadamente.
— He encontrado en Italia unas romanzas muy antiguas — nos dijo — pero muy lindas.... Hay una de un soldado que se va á la guerra y vuelve y encuentra á la novia casada.... que tiene una melodía tan dulce.... veréis.... una cosa así....
Y empezó á cantar á media voz, acompañándose; y una vez comenzado el canto, siguió, siempre á media voz, la romanza toda; y entonces las señoras se fueron acercando de puntillas al corredor, y los niños que estaban ya arriba se asomaron también de puntillas, cogidos de la mano del aya, á la barandilla de la escalera; los vecinos de la casita de al lado salieron á las ventanas sin hacer ruido, y las hojas secas desparramadas por el jardín comenzaron á crujir como cuando llueve, bajo el peso de los pies de los aldeanos que pasaban por el camino y que invadían tímidamente la casa. Y así todos, sobre las puntas de los pies para no interrumpirle, las manos en las orejas, conteniendo el aliento, oyeron la preciosa melodía maravillosamente dicha allí en la soledad del campo y rompiendo el silencio de la noche; de modo que al acabarla resonó un aplauso inesperado, íntimo, salido del corazón de unos admiradores que parecieron surgir de la tierra ¿Cómo pueden olvidarse estas impresiones?
El artista que produce estos efectos llega á ver que toda Europa le conoce hasta en su vida privada, y se desvive por servirle.
Una vez le escribió una rusa desde Moscou, y puso en el sobre: Señor Gayarre-Roncal. No puso en qué nación estaba el pueblo, pero la carta llegó á los seis días. ¡Ya lo creo!
— El Czar quiere que cante usted mañana en el palacio de Invierno — le dijo un empleado de la Real Casa, en San Petersburgo.
— ¡Ah! ¿Él quiere? ¡Pues yo no! — dijo nuestro tenor.
Allí donde siempre que se nombra el Czar hay que quitarse el sombrero, esta respuesta era un delito de lesa majestad. Pero el alto empleado volvió al escenario.
— Su Majestad desearía saber á qué hora tendría usted la bondad de honrarle cantando.
— ¡Eso ya es otra cosa!
Su carácter independientísimo se parece tanto á este mío que tantos disgustos me cuesta, que no es extraña nuestra intimidad, aparte de mi admiración como español y como amante de la música, por este tenor excepcional.
Las veinticuatro horas que pasamos juntos enteras cada vez que pasa por aquí, son, como antes he dicho, un descanso, una expansión expansión, sobre todo, aquí donde esa palabra apenas se usa.
La otra noche hacían Faust en la Opera. ¿Le oiremos? — le dije. — Pero, hombre, ¿es posible oir en calma que á Faust le llamen Monsieur? exclamaba riendo.
- Ah, Monsieur,
- Je ne suis pas demoiselle....
¡Y Gayarre tiene razón! Hay cosas que no pueden ser, y el francés no es el idioma de la música, ni lo será nunca. Cuando Elena Sanz me hace oir el Lago como ella lo canta, la poesía de Lamartine no me parece tal.
La música, al viajar por Europa, salta desde los Pirineos á los Abruzzos; si se detiene aquí, se pone mala.
Gayarre llegó á Lisboa anteayer. Este tenor sí que será remedio á toda pena, y no aquel médico que se anuncia en Lisboa como curador dos homes emponzoñaos.