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Semblanza de La Duquesa de Chaulnes

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LA DUQUESA DE CHAULNES.




¡Oh, qué triste impresión produjo en muchos corazones la muerte de la Duquesa de Chaulnes!

A nadie mejor que á ella pudo aplicarse el endecasílabo famoso de nuestro gran poeta.

¡Infeliz fué, por ser hermosa!

Todo la sonreía; el gran mundo, con sus grandes atractivos y sus grandes miserias, la hizo víctima de su implacable saña.

Es preciso haber conocido á la Duquesa de Chaulnes, para saber hasta dónde llega la belleza humana.

La Duquesa de Chevreuse, su aborrecible suegra, dijo al hallarla por primera vez en un salón:

— Esta mujer debe ser la esposa de mi hijo. A hombre que lleva nombre tan alto corresponde hacer su mitad de la mujer más bella de su tiempo.

Y lo era, en efecto.

Y no solamente hermosa, sino de una distinción tal, que dejaba en la memoria impresión perenne.

Una sola vez la vi, en Biarritz, hace cuatro años. El Príncipe Wolkouski, rector de la Academia Imperial de San Petersburgo y asiduo concurrente á la playa de Biarritz, me había pedido una biografía de Castelar. A falta de otra más completa, le ofrecí la que figura en un libro mío que acababa de publicar el editor De Carlos; estábamos sentados en la terrasse del Casino cortando las hojas del libro y hablando del gran orador mi compatriota, cuando pasó una señora á la que el Príncipe se apresuró á saludar, dejando la conversación interrumpida.

Levanté la vista, y hallé tan extraordinaria la belleza de aquella mujer, que me faltaba el tiempo para saber su nombre.

— Es la Princesa Galitzin, compatriota mía — dijo el ruso; — una celebridad como belleza....

— Bien se ve.

— Se ha casado con el Duque de Chaulnes; de una gran familia francesa.

Cuando algún tiempo después comenzó la prensa de París á ocuparse de las dos Duquesas, sin saber porqué consideraba yo á la célebre hermosura como una amiga.... A fuerza de recordar aquella fisonomía inteligente, aquellos cabellos de un color rubio especialísimo, aquella distinción sin igual, se me figuraba que la conocía, y leía las crónicas de los tribunales con impaciencia. El artículo de Augusto Vacquerie en el Rappel defendiéndola sin conocerla, y colocándose el, austero republicano, de parte de la interesante aristócrata, me produjo efecto muy grato.

Una mañana en que fui invitado á almorzar por un amigo mejicano, ví sobre el piano el retrato de fotografía de la Duquesa. El retrato se vendía, según supe después. Acabado el almuerzo, fui á comprar uno, pero según me dijeron en la única tienda donde había sido expuesto, no quedaban ya ejemplares. La Duquesa tenía un público suyo, de admiradores ciegos, que si hubieran compuesto el jurado la habrían perdonado. ¡Cómo no, si era tan hermosa, y tan desgraciada!

Esta mujer, que durante dos ó tres años ha sido la admiración del mundo de aristócratas y de millonarios en que reinaba, ha muerto ayer en el barrio de la Villette, en un cuarto segundo de una calle apartada, en un dormitorio de familia, en una cama de hierro; sola, olvidada, después de vivir seis meses de limosna.

La Villette es, en París, una población de jornaleros. Carniceros, fundidores, drogueros, fabricantes de artículos de primera necesidad, constituyen su parte más rica. El resto lo componen casi todos los obreros de París. Abundan allí las brasseries, los billares de gente pobre, las casas de vecindad, los almacenes de comestibles, todo lo que pueda imaginarse de más opuesto en fin, á la vida que la Duquesa de Chaulnes había hecho desde su infancia.

Allí buscó refugio á la miseria en casa de unos amigos muy pobres.

— Si no me recogéis — les dijo — tendré que arrojarme al Sena!

Entró, y no volvió á salir.

Ha muerto allí — decía Clarettie — la bellísima mujer cuya imperiosa y atractiva hermosura recordaba la de Sofía Croizette, tocaya suya, y de la cual se dice que también lleva sangre rusa en las venas. Y ha muerto sedienta de silencio, hambrienta de olvido, la belleza á quien los soldados veían hace poco salir del Palacio de Justicia, altiva en su luto, y á la cual sentían deseos de saludar con respeto.

Ocho días antes de morir, su médico y á la vez su mejor amigo, le exigía que se cortase sus abundantes cabellos rubios. Cuentan que se sometió al sacrificio llorando silenciosa. ¡Era el último lujo que le quedaba!

Su disposición testamentaria fué muy breve. Un vestido de raso blanco y su anillo nupcial en la mano derecha. ¡Es cuanto había pedido para después de muerta! ¡Qué diferencia entre su lecho nupcial y la pobre cama prestada en que la vi de cuerpo presente!

Murió á los veinticinco años, en la soledad y el abandono. ¡Hay dos muertes! ha dicho Miguel de los Santos Álvarez: ¡la muerte blanca y la muerte negra! Esta fué blanca, y en tomo del fementido lecho prestado revoloteaban los ángeles que velan el sueño de los que aman!

Ignoro si Sofía Galitzin pecó: pero en estas grandes ocasiones son oportunas las citas santas, y el Cristo lo dijo refiriéndose á pecadora más grande que ésta, nunca bastantemente llorada:

— Se le perdonan sus pecados.... porque amó mucho!