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Semblanza de Manuel Catalina

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época
MANUEL CATALINA.




En el breve espacio de cinco años de ausencia he leído con aterradora continuidad en esos periódicos, noticias de muerte que me quitan á veces las ganas de volver á la madre patria.

¡Los amigos se van, los amigos se mueren! Y casi todos jóvenes, en la fuerza de la vida, como si en Madrid se respirase un aire envenenado....

Entre mis relaciones francesas puedo contar más de cien conocidos sesentones, y sin embargo, llenos aún de vida y de energía. Ocasión sería ésta de hablar de las condiciones higiénicas de nuestra capital, ó de nuestro desarreglado modo de vivir, ó de nuestras pasiones.... pero no es esto lo que me mueve hoy á conversar con mis lectores; quiero no más dedicar un recuerdo al excelente amigo y notable actor que acaba de morir, y en cuya intimidad tanto tiempo viví....

Ahora que las Memorias están en moda, á las biografías extensas y fastidiosas han sucedido las notas intimas y las anécdotas ignoradas. En la vida de Catalina hay tantas, que podrían llenar capítulos enteros de una obra dedicada á contemporáneos de notoriedad.

Desde luego habría que hacer constar el gran efecto producido por aquel joven abogado, hijo de una distinguida familia, ilustradísimo y nacido en tan buenos pañales, que huyendo de los pleitos y dando el escándalo (para aquellos tiempos) de dedicarse al teatro, comenzaba su carrera haciendo aquel disparate cómico popularísimo que se llamaba El Duende, y que durante muchos años hizo las delicias del público de Madrid. El Duende fué la base de la zarzuela en España, y mientras duró el éxito de aquella quisicosa. Catalina comenzó á tener la doble notoriedad de actor y de hombre distinguido. La mitad de su boga consistió en su persona, y esto contribuyó muchísimo desde los comienzos de su vida artística á procurarle muchos enemigos.

Yo no sé en qué consiste, ni quiero estudiarlo, pero es un hecho que entre nosotros, allá en aquella adorada España tan franca y tan expansiva, la distinción y el refinamiento de la persona no gustan, por regla general, siendo popular, en cambio, el descuidado y sencillote. Cuando se recuerda que para quinientos mil habitantes apenas tenemos en Madrid seis casas de baños, y cuando en plena fiesta de toros, delante de las señoras ricamente prendidas á la española, se lanzan á toda voz las palabras más indecentes á manera de gracia, ya se comprende un poco más que el hombre atildado y que pone empeño en separarse un poco de esta manera de ser nacional sea objeto de burlas, y aun se viene á las mientes la frase de un madrileño famoso [1] á un literato principiante: — Tú tienes mucho talento, pero te vistes demasiado para el pueblo en que vives.

Catalina era, como el gran Romea, un caballero metido á cómico; tenía gran partido entre las mujeres y entre las señoras. Hablaba dos ó tres idiomas, era limpio como el oro, se vestía muy bien, y en la escena, desde que empezó á ser actor hasta un año antes de morir, pareció siempre el galán joven simpático y atractivo á quien se dirigen los gemelos de las manos más chicas. ¿Cómo se le había de perdonar esto en el mundo de los bastidores y en el de las letras? Hasta hace poco, nuestros literatos y poetas creían que para serlo debían alardear de adanes; y en cuanto á los cómicos, salvo diez ó doce honrosas excepciones, siempre en España fueron dados á la gracia ordinaria y á la monomanía de lo «flamenco».

Catalina no fué realmente conocido ni estimado como se merecía, hasta que entró en el teatro Español, donde dió grandes pruebas de director inteligente y de actor moderno de gran valor. Por más que se diga que hacía bien el drama, sostengo y sostendré siempre lo contrario; hacía en él lo que podía, y como nos sucede á todos, quería hacerlo precisamente porque era un género al que no se adaptaban sus condiciones especiales. No diré que lo hiciera mal; pero el actor que acaba de morir era un artista de comedia, y en ella brilló siempre como pocos. Nadie ha recordado á su muerte su manera de hacer El pañuelo blanco, No la hagas y no la temas, El anzuelo, Jugar al escondite y otras comedias mías; sin duda ha sido por no tener que acordarse de mí; pero éstas son pequeñas miserias que dentro de cincuenta años habremos olvidado todos. Yo, sin embargo, tengo la obligación de recordar aquellas obras, no porque sean mías, sino porque en ellas hacía Catalina verdaderos primores.

Le conocí por el año de 1868, en los albores de la revolución, de la que no quisiera él ser testigo, porque aunque no tuvo nunca el mal gusto de ocuparse de política, Catalina era conservador. Ni podía ser otra cosa, dados sus antecedentes de familia. Pariente cercano de Severo y de Mariano Catalina; relacionado íntimamente con las personalidades más altas del partido que acababa de caer, íntimo amigo de Rubí, de Tamayo, de Fernández-Guerra; inseparable de aquel pintor Manuel Castellanos, sin cuya presencia y conversación no sabía hacer nada; acostumbrado á que su sala del teatro Español fuera un salón aristocrático, pues tenía por abonadas á las damas más ilustres, en cuyas casas hacía de vez en cuando la comedia de salón, no podía aguantar lo que él como tantos otros llamaba «la gloriosa.» Las discusiones que hemos tenido los dos solos, delante de un buen almuerzo, en su casa de la calle de Carretas, sobre la cosa pública de entonces, llenarían libros. Catalina no podía comprender ni buen gusto ni aficiones delicadas en hombre de ideas revolucionarias. Como tantos otros, no concebía revolucionarios de camisa limpia, y mi franca risa le enojaba. Era menester que tal ó cual linda persona, cubierta la cara con el velo y el devocionario en la mano, viniese á tocar suavemente en la puerta á esas horas en que los maridos duermen todavía, y en la iglesia cercana tocan á misa, para que Catalina se levantara de puntillas, me pidiese por Dios que me fuera y dejáramos para la noche los comentarios de aquello y de lo otro.

Si pudiera hacerse una lista de las mujeres bonitas que han pasado por aquella casa de la calle de Carretas, se vería cuan afortunado fué aquel pobre amigo. Tenía el hermoso defecto de ser mujeriego, y no le bastaba un amor, ni dos, ni tres; ni en comedia alguna de las mil que ha representado hay más enredo ni intrigas de amor de las que él tuvo en cualquier día de su existencia.

En cuanto Romea enfermo gravemente, busqué yo la amistad de Catalina, convencido de que en él había de tener un intérprete como ninguno. Todavía no era Mario lo que hoy es, y la comedia de costumbres no tenía mejores representantes que Manuel Catalina y su hermano Juan. Ligada estrechamente con ellos vivía la gran Matilde Diez, nunca bastante llorada, y comenzaba á brillar como estrella de marca mayor aquella inolvidable Elisa Boldún, también para el arte perdida. Con estos elementos era muy difícil que una obra fracasara, de no ser detestable. Por eso, al acabar el manuscrito del Pañuelo blanco, fui resueltamente al teatro Español, y debo declarar que Catalina y yo nos entendimos en seguida.

Tan en seguida fué, que leída la obra un jueves, á los ocho días justos se estrenó, y como los éxitos y las penas unen á las gentes, la amistad entre el actor y yo era íntima á los quince días. Aun era yo soltero y hacía vida de madrileño, alegre y divertida. Manuel y yo nos contábamos nuestras aventuras, nos ayudábamos mutuamente, y aun á veces las corríamos juntos.

Una tarde, Catalina había estado conmigo en una casa donde vivían dos hermanas, tan fáciles como bonitas, y ambas casadas con militares qué estaban por esos cerros combatiendo á los republicanos, mientras nosotros, pérfidos, íbamos á consolarlas de la ausencia. ¡Sirva de ejemplo á los incautos, y no vayan á perseguir á los que defienden la buena causa!

Habíamos hablado días antes de cierta aventura ocurrida á Mario en los albores de su vida artística, cuando encerrado en una casa á donde había llegado de improviso un marido inoportuno, contaba el actor los minutos que faltaban para levantarse el telón, mientras él estaba allí sin poder salir, faltando á la obligación y al público, y deshaciéndose de impaciencia....

— A mí no me sucedería eso — decía Catalina — porque yo salgo y me dejo matar, pero llego á tiempo á la escena.

— ¡Qué ha de salir usted, hombre! — decía yo. — Pues qué, ¿no hay más que salir?

— No sé lo que haría.

Pronto lo supo. La tarde aquella, y cuando mas entretenidos estábamos, llegó de improviso, no el marido, sino el padre de aquellas tiernas criaturas. Un padre septuagenario y enfermo del corazón, respetabilísimo, celoso aun más que los maridos, de la opinión de sus hijas; un hombre, en fin, á quien ni Catalina ni yo hubiéramos dado un disgusto por nada en el mundo.

Yo tuve tiempo de ocultarme tras de la puerta por donde el anciano entró, verle pasar y escurrir el bulto; pero mi buen Manuel estaba allá adentro y no podía salir sin ser visto, y la hija se puso de rodillas y le rogó que se encerrase donde yo me sé, y el padre entró, y dijo que venía á comer; y eran las seis y media de la tarde, y la representación del teatro Español comenzaba á las ocho.

Dan las siete, las siete y cuarto, y yo, que espero al artista en la portería del teatro, comienzo á creer que no viene y que mi pobre comedia va á ser suspendida el segundo día. No sé quién de los dos debió sufrir más. Acaso él, porque era esclavo de su deber.

Las siete y media, las ocho menos cuarto.... Ya han pasado por delante de la portería los músicos de la orquesta, dos ó tres actores; veo llegar á Matilde Diez, que baja de su coche envuelta en un abrigo de pieles. — ¡Hola! — ¿Y Manuel? — Debe estar arriba, le digo para no alarmarla.... Pasa Elisa Boldún. — Buenas noches; ¿está usted de portero? — Sí, hasta luego. Y volviéndome hacia Pérez, el inolvidable Pérez, aquel portero que era un amigo, le digo: — Muchacho, D. Manuel no viene. — ¡Pues ya son las ocho! — Las ocho. — Y arriba creerán que se está ya vistiendo, y yo voy á dar la orden. — Y le oigo subir y recorrer los pasillos del vestuario gritando, según la clásica costumbre: — ¡La ordeeen! — Nada, Manuel no viene, estoy convencido....

Por fin óyese un coche que viene atropellando á la gente, que se para delante de la puerta, y veo saltar á mi Manuel, fin sombrero y con un delantal blanco como los mozos de los cafés, riendo, jadeante y diciéndome á la vez que se quita el delantal y me quita el sombrero: — Ahora hablaremos, ahora hablaremos..... y de cuatro en cuatro sube las escaleras, mientras la orquesta comienza ya á tocar la sinfonía de la Mutta, que era entonces cosa obligada.

Sucedió, pues, que las niñas aquellas del entresuelo quisieron obsequiar á papá y mandaron traer del café unos riñoncitos salteados, mientras á Manuel le dolían los huesos de estar encorvado en el escondite; vino el camarero, pasó por delante del viejo, que leía tranquilamente La Correspondencia, y fué á dejar el plato sobre el fogón. Catalina tuvo la inspiración del que está de prisa. En un instante, en voz muy bajita, ofreciendo una moneda de cinco duros bajo promesa de que el mozo se quedaría en la cocina hasta las nueve en que el viejo se iría, y pidiendo prestado el delantal, combinó la salida, que no tenía más que un peligro: el de que el padre levantara la cabeza; pero ya una de las niñas, con ese instinto de cómica que tienen todas, se había colocado delante de la butaca cubriendo el cuerpo de papá, la mano en el respaldo, inclinada hasta tocar con su cara la de aquel celoso del honor castellano, y mientras decía con acento meloso: — ¿Dónde es el mes de María, papá? — Catalina salía á toda prisa, diciendo un «buenas noches» borroso y con voz aguardentosa..... Ya estaba libre. Tomar un coche y prometer al cochero hasta la grandeza de España de primera clase si llegaba al teatro Español en cinco minutos, fué obra de un momento. ¡El honor del soldado y mis derechos de autor estaban salvados!

Y de estas ocurrían todos los días. A veces hacía la comedia y el amor á un tiempo, guiñando á la del palco y contestando á la dama. Como tenía muy buen corazón y era todo un caballero en estos asuntos y en todos, las mujeres le querían y le respetaban á un tiempo. — Lo único que sentiría al dejar á una mujer, me decía, sería no quedar siendo buen amigo suyo. — Esta es teoría de hombre de gran mundo, y no muy frecuente en países meridionales.

Como artista, deja un gran vacío en la comedia de costumbres. Actores que se vistan á la antigua y digan ó disparen tiradas de versos castellanos ni más ni menos que en tiempo de Calderón, todavía salen muchos en nuestra España. Actores en quienes la naturalidad, junta con la distinción, produzcan el efecto que pide la comedia moderna, tenemos muy pocos. Aquella franca y exactísima manera de hacer el conde de El Pañuelo blanco, ó el alegre y travieso muchacho de El Anzuelo, era especialísima en Catalina; y la costumbre de vestirse bien fuera de la escena y de vivir siempre entre las altas clases, le daba un sello personal que no puede tener, aunque le sobre talento, el cómico que viste de americana y hongo, y después de pasar la tarde en el rincón del Suizo con los toreros, ha de representar por la noche El Hombre de mundo.

Nunca tuvo disgustos ni disensiones en asuntos de dinero, y ha sido acaso el único actor-empresario que se consideniba feliz con atender á sus obligaciones, aunque no ganase nada, porque en él el amor del arte lo dominaba todo. Cumplió siempre con la mayor exactitud sus compromisos, lo cual entre bastidores no suele ser muy usual. Buen administrador, y llevado de su buen gusto, notábase en la organización interior del teatro un no sé qué que recordaba la casa rica y bien entretenida. En su tiempo el saloncillo del teatro Español fué una reunión íntima de gente ilustrada.

Yo he creído siempre que su salida del teatro Español fué el principio de su enfermedad y de su muerte. Acostumbrado á vivir allí, y obligado después á recorrer teatros que iba elegantizando á medida que pasaba por ellos, tenía la nostalgia del antiguo corral de la Pacheca. Como Gayarre, solía decir que le repugnaba trabajar en teatros feos. Y luego, recorrer las provincias, hacer las comedias tan pronto en la Coruña como en Segovia, hoy en Cuenca y mañana en Sevilla, suspirando siempre por su Madrid, y viendo, como él decía, «el teatro á doce cuartos por hora»; viajar con la compañía, él que estaba acostumbrado á pasar sus veranos en una hermosa casa de campo ó á orillas del mar, como los ricos.... todo esto le produjo una melancolía sorda y disimulada. A París me escribió tres años ha y decía, entre otras cosas: «¡Ay, amigo! D. José Valero con sus años y yo con mis gustos, andamos por los pueblos como cómicos de la legua....» Notábase, á dos días de distancia, que el artista estaba muy triste. Por entonces se pagaban en Madrid á cinco duros las butacas para oir á una cómica francesa.

Ilustradísimo y con una educación literaria rara entre los actores españoles, á ratos perdidos hacía lindos versos; y entre el fárrago de papeles y notas que yo conservo para publicarlos cuando sea viejo, hay unas traducciones en verso de poesías de Coppée, hechas por Catalina, que pueden competir con los originales.

Después de todo, y aunque haya muerto pobre y un si es no es olvidado, deja un grato recuerdo este actor singular, en quien siempre se estimó á la vez al artista y al caballero, y ha llenado su vida amando lo que hay que amar para sentir las grandes emociones que hacen dichosa la vida: el arte y las mujeres. ¡Cuántas le habrán llorado, y cuántos nombres bonitos acuden á mi memoria en estos momentos!....

No, no los diré, no haya miedo; ya sabéis, oh dulces amigas del amigo desparecido, que sé guardar un secreto; pero sí quiero pediros un favor, porque yo estoy muy lejos y las flores no pueden viajar, porque no viven más que un día. Una de vosotras, la que más le quisiera, compre por mí un ramo de rosas amarillas, envuélvalas en este periódico y colóquelas encima de la tumba de aquel á quien tantos aplausos debo.

  1. D. Joaquín Barrutia.