Sin rumbo: 30

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Sin rumbo de Eugenio Cambaceres


- XXX -[editar]

En un momento se había sacado las botas, el paletot, subió a caballo, resueltamente enderezó cuesta abajo y se echó al agua.

Pero, ahí no más, el caballo perdió pie, sumido, arrebatado por la corriente, mientras dejando Andrés resbalar el cuerpo por un lado, envuelta la mano izquierda en un mechón de crin, porfiaba con la rienda en la derecha por dar dirección a su montura como prendido a la caña de un timón.

Fue entonces una lucha tenaz, encarnizada.

El hombre y el bruto aparcando sus esfuerzos, corriendo juntos, en un mismo anhelo de vida, el mismo mortal azar

La inteligencia, el instinto por un lado; por el otro la fuerza inconsciente y ciega de la naturaleza desquiciada.

Andrés sabía nadar, era robusto. Con las piernas, con el brazo que le quedaba libre, se empeñaba en avanzar, hacía frente a la corriente, le metía hombro, empujaba a su caballo cuya mole lo oprimía como si de intento el arroyo se lo echara encima.

El animal, medio ahogado, paradas las orejas, el hocico abierto, entrecortado el resuello, se debatía aturdido, agitaba jadeante sus patas en un galope imposible, resoplando de sorpresa y de terror al sentir que la tierra le faltaba.

Un instante, los peones que azorados seguían desde la orilla las angustiosas peripecias de aquel drama, pudieron esperar que Andrés, suspendido y como anclado por una amarra invisible en el mismo medio del torrente, iba a lograr vencer por fin la fuerza de éste.

Después de una última, desesperada y vana tentativa, el hombre y el animal exhaustos, extenuados, como cuerpos muertos se dejaron arrastrar rodando aguas abajo.

Vueltos de una primera sensación de espanto, intentaron los peones socorrer a Andrés.

Uno de ellos se azotó.

Menos feliz o menos hábil que el primero, al caer a lo hondo, soltó las riendas, fue llevado por el agua, varias veces se le vio en la superficie, desapareció otras tantas, allá, lejos, después... ¡nada!...

Una esperanza quedaba al otro: enlazar a Andrés, ver si podía sacarlo así a la orilla.

Aunando la acción al pensamiento, sin perder un instante, armó, revoleó y tiró...

Inútilmente; el cuerpo se hundía en los remolinos, la distancia era mucha, la armada no alcanzaba.

A la altura de un brusco recodo del arroyo sin embargo, y cuando aquel hombre desalentado ya, tristemente se resignaba a ver morir ahogado a su patrón, arrojado éste fuera del cauce por el empuje mismo de las aguas, fue a chocar contra la costa y allí, en las ansias de la agonía, manoteando, acertó a enredar los dedos en una mata de juncos.

Largo rato permaneció así, desfalleciente, como muerto, adherido a la mata salvadora por la simple acción mecánica de sus músculos crispados.

Luego, recobrando a medias el sentido, con la conciencia vaga y confusa aún del peligro que corría, instintivamente y como a tientas, empezó a arrastrar el cuerpo entre los juncos, en un esfuerzo supremo, llegó a izarse hasta lo seco.

La noche entretanto había caído; una de esas noches de pampero, diáfana como una chapa de cristal en blanca y oscilante reverberación de las estrellas.

Chorreando el agua de sus ropas y duro hasta los tuétanos de frío, se encontró Andrés separado de los otros por el arroyo, solo y a pie.

Ignorando el abnegado fin de uno de aquellos infelices, y el ardor, el infructuoso empeño de su compañero por salvarlo, en un irreflexivo arranque, indignado, lo primero que cruzó por su cabeza fue volverse arroyo arriba, ponerse al habla con su gente y tratando a todos de cobardes y de mandrias, obligarlos a hacer lo que había hecho él...

¡Canallas, les enseñaría a ser hombres!...

Pero el temor de que alguno de ellos pereciera lo contuvo, la idea de que iba acaso a provocar la muerte estéril de un hombre, a sacrificar la vida de un semejante en aras de un sentimiento de venganza egoísta y ruin.

¿Qué auxilio podían prestarle, el carruaje, si es que conseguían pasarlo, un caballo?

¡Bah! tenía alientos todavía para irse a pie hasta la estancia, de nadie necesitaba, llegaría antes así!...

Agachado, divisando, miró atentamente en torno suyo, trató de orientarse por el curso del arroyo y, adivinando más bien el rumbo en que quedaba su casa, con ese tino admirable de los criollos resueltamente cortó campo.

Pero agudos sufrimientos lo atormentaban al andar, repentinas contracciones paralizaban el ejercicio de sus piernas.

Acompañados de una insoportable sensación de ardor en la epidermis, los calambres lo atacaban, le ganaban la cintura, las espaldas, el estómago, los brazos, los sentía hasta en la punta de los dedos.

Por momentos, retorcido todo entero de dolor, incapaz de dar un paso más, era obligado a detenerse.

Su ánimo no desmayaba sin embargo. Así que la violencia del espasmo había pasado y no obstante las matas espinosas, la paja brava y el cardo que le hacían pedazos los pies, redoblando sus esfuerzos, se volvía a poner en marcha.

De pronto, a corta distancia de él, oyó el ruido de un cencerro. Debía ser una tropilla. Iba a poder hacerse de un caballo...

Guiado por el sonido se acercó. Era en efecto una de las tropillas de la estancia, habían dejado maneada la madrina.

Fácilmente, habiendo parado a mano un animal embozalado, hizo riendas del cabestro y montó en pelos.

Acaso sin ese azar providencial, desesperado y postrado al fin por la fatiga, habría concluido Andrés por dejarse morir en medio del campo con una maldición en los labios...