Soliloquios/Prefacio
RAZÓN DE LA OBRA, MOTIVO DE LA VERSIÓN
NOTICIA DE LAS PRINCIPALES EDICIONES.
Si discurrió bien Platón profiriendo aquella sabia sentencia: que la República entonces florecería, cuando reinasen los filósofos, ó los reyes filosofasen; mejor obró M. Aurelio ejercitando constantemente una máxima que, si en la invención es alta y sublime, no es menos áspera y repugnante, menos molesta y difícil en la ejecución.
El carácter de la verdad es por sí mismo tan superior, que en todas las naciones fué siempre respetado, y no pudieron jamás abolirlo las diferentes costumbres, de cuyo poderoso dominio no se eximen las leyes humanas. Conociendo esto el hombre, propenso naturalmente á la novedad, intentó á cada paso honrar con aquel bello título las opiniones que le sugería la fantasía, confundiéndolas por este medio con los dictámenes de la recta razón, única regla para discernir lo verdadero de lo falso, como dimanada de la verdad eterna, que decide lo justo é injusto.
Consiguiente á este principio, sólo deben llamarse con propiedad filósofos los que más se acercaren á explicar é ilustrar las verdades que la luz natural inspiró á los hombres, graduándose la perfección de las máximas morales por la mayor ó menor conformidad con la religión verdadera, fuera de la cual no se halla moral que merezca el nombre de perfecta, ni filosofía á quien pueda aplicarse aquella definición que Aristóteles hace de ella llamándola arte de artes y ciencia de ciencias.
Por más que se ignore cuál fuese la filosofía de los antiguos en los tiempos primitivos, no obstante, puede asegurarse con algún fundamento que la contemplación de la Naturaleza y de cuanto encierra en si ó produce de más admirable, ocupaba la atención de los primeros filósofos, y era su objeto principal, hasta que Sócrates, sin separarse de este camino, descubrió otro más recóndito é intrincado, pero no por eso menos seguro é interesante al hombre; como que se dirige á ponerle en estado de discernir el vicio de la virtud y conocer la diferencia entre las cosas buenas y malas en línea moral.
Sócrates, según la opinión más fundada, no dejó escrito alguno en el cual subsistan aquellas máximas que había juzgado conducentes á la corrección de las costumbres del género humano; y con todo, la posteridad no consintió que tan acendrada doctrina fuese sepultada en el olvido, habiendo quedado por fieles depositarios una multitud de discípulos que la difundieron é hicieron muy recomendable en los siglos subsiguientes; bien que discrepando algunos de ellos entre si, más en las palabras que en las sentencias, é interpretándolas á su modo, dieron después motivo á que se suscitasen varias sectas filosóficas, tomando cada cual el nombre del autor ó de su patria.
Los discípulos que principalmente sostuvieron la escuela socrática, bien imitando la vida del maestro, ó bien declarando por escritos el sistema que habían aprendido, fueron Xenofonte, Esquines, Cebes, Simón, Glauco y Simmias, todos conocidos por la denominación de socráticos; á diferencia de Aristipo Cirenese, Euclides Megarense, Fedón Eleo y su sucesor Menedemo, natural de Eretria, que fueron respectivamente autores de la filosofía Cirenaica, Megárica, Eliaca ó Eretriaca.
Reducíase la filosofía Cirenaica á persuadir que el sumo bien sólo consistía en el deleite, y las demás á enseñar sofismas y altercaciones importunas; de modo que nada se concluia de sus disputas ertsticas, ó sean contenciosas, á imitación de lo que se experimenta hoy día entre muchos escolásticos propensos á seguir aquel sistema, por más que se declame en contrario.
El más sobresaliente entre los discípulos de Sócrates fué Platón, fundador de la Academia antigua, habiéndose propuesto dar una idea de la prudencia civil y de la política más sana que debe caracterizar al sujeto á cuyo cargo esté el buen régimen y felicidad de la República, asentando por basa fundamental de uno y otro la equidad y orden entre los ciudadanos que la compongan.
Muerto Platón, subsistió la Academia antigua, presidiendo en ella Espeusipo, y siguiendo sus dogmas Xenócrates, Polemón, Crates y Crantor, hasta que Arcesilas y Carneades, formando cada uno su estilo diferente, erigieron después la Academia media y nueva.
Xenócrates y Polemón, filósofos de mucha fama en la Academia antigua, tuvieron por discipulo á Zenón Cítico, autor en lo sucesivo de la filosofía estoica, habiendo conseguido atraer á sí una infinidad de discipulos que en sus principios se llamaron zenonios y con el tiempo se denominaron estoicos, por razón de la Estoa, ó sea Pórtico, donde concurrian á oir las lecciones del maestro que había emprendido reformar la filosofía cinica, introducida anteriormente por Antistenes y propagada por Diógenes y Mónimo, filósofos cinicos.
A Zenón Cítico sucedió Cleantes, recomendable por su virtud; Crísipo, de ingenio muy superior é infatigable en sostener el Pórtico; Zenón Tarsense, Diógenes Babilonio, Antipáter Tarsense y Panecio, á quien se debe la introducción de la doctrina estoica en la capital de Roma, habiéndosele asociado por discípulos Q. Tuberón, Q. Mucio Escévola y Q. Lucilio Balbo, acérrimos defensores de las máximas estoicas, A imitación de éstos, adoptaron después otros la misma filosofia, extendiéndola sucesivamente en el imperio, por ejemplo: Catón el joven, Thraseas Peto, Helvidio Prisco, Junio Rústico, Musonio Rufo, Dión, Séneca, Epicteto, Flavio Arriano y otros mu chos, entre quienes sobresalió M. Aurelio, así por su alto carácter y vastas luces, como por la belleza y excelencia de sus escritos, renniendo en ellos todos los preceptos de la filosofía estoica, corrigiéndolos y dándolos un nuevo vigor con la sólida explicación é ingenioso modo de producirlos; de tal suerte, que los hace no menos apreciables que útiles, por contenerse en ellos las obligaciones anejas al hombre considerado en si mismo, respecto del prójimo, y con relación á Dios.
A consecuencia, pues, de esto, establece Marco Aurelio la necesidad de amar y reverenciar al Numen Supremo, suponiéndola igual en las criaturas racionales de someterse voluntariamente á las disposiciones de la Providencia, y persuadirse que cuanto ordenare será justo y conducente á la felicidad del hombre.
Reconoce invariables principios de honestidad, fundados en el orden y perfección de Dios, deseando copiar de su gobierno las reglas de que usa la Providencia en el mundo : concede al hombre sobre los brutos la superioridad que le es debida por su origen y prerrogativas, exhortándole al cultivo de su mente y al cumplimiento de los oficios correspondientes á su estado, aunque para ello se exponga al peligro de perder la vida.
Persuade con razones convincentes la preferencia del bien público á todo interés particular, y encarece con especialidad la beneficencia para con los prójimos, sin exigir otra recompensa que la satisfacción de haber sido útiles á la sociedad.
Declama por fin contra el deleite y las pasiones que ofuscan la razón y turban el goce de la virtud, único bien proporcionado á la dignidad del hombre; para lo cual se vale de ejemplos y comparaciones muy adaptadas á manifestar la insuficiencia humana sin el auxilio de otra fuerza superior; la vileza de las cosas terrenas y su breve duración; la vanidad de los aplausos mundanos y su pronto olvido.
En estas máximas se compendian las más principales de la filosofía estoica, que procuramos acrisolar ilustrándolas de la autoridad sagrada, apoyo de Santos Padres, energía de muchas razones teológicas, y eficacia de argumentos filosóficos dictados por la luz natural y aplicados con oportunidad en el discurso de la obra para contener la pluma de M. Aurelio, que deslizó en algunos puntos, por haber seguido ciegamente las huellas de los fundadores de la Estoa, en admitir el politeísmo, en tener al alma racional por una partícula de la Divinidad, en ignorar el pecado original y sus funestas consecuencias, y en defender como lícito el suicidio.
Con esta precaución se puede esperar de la benignidad del público que la obra no será mal recibida, aunque algunos la hayan criticado por la falta de orden y continuadas repeticiones con que M. Aurelio declara sus pensamientos, no habiendo formado el juicio correspondiente á los libros que sirven de modelo y norma para mejorar las costumbres ó corregir los vicios del hombre.
Al logro de este fin, en que se interesa la religión y el Estado, era indispensable que M. Aurelio se valiese del medio más eficaz, como es el de inculcar una y muchas veces sobre la importancia de las máximas conducentes al triunfo de las pasiones que reinan en el corazón humano; por conocer la dificultad de vencerlas y sujetarlas á la razón al primer encuentro.
En las enfermedades del ánimo sucede proporcionalmente lo que se experimenta en las del cuerpo así en unas como en otras se juzgaría muy mal, y con mucha razón, del que rehusase aplicar aquellos remedios que sin reiterarlos no suelen producir de una vez el efecto deseado.
Sobre todo, la prueba más evidente é incontrastable del mérito de los Soliloquios de M. Aurelio, es el consentimiento general de las naciones cultas en apreciarlos, recomendarlos, y publicarlos[1] en sus idiomas respectivos, atendiendo, sin duda, al candor con que estản escritos, á las razones con que per-uaden, y á las nuevas luces con que brillan.
España es la única que ha escaseado á este Emperador un obsequio tan corto y trivial[2], sin em- bargo de que á ninguna otra nación pertenece él por tantos títulos como á la nuestra.
Su bisabuelo paterno, Annio Vero, era natural del municipio Sucubo, de que hace mención Plinio, entre los pueblos maritimos de la Bastetania, hoy parte de Andalucia; y su autoridad pesó tanto en el juicio de D. Nicolás Antonio, que por ella sola puso á Marco Aurelio en el número de nuestros escritores.
Titulo más inmediato, más estrecho y plausible encuentro yo en la persona del emperador Adriano, sin controversia español de origen, y verosimilmente de nacimiento. Adriano es quien tiene derecho á la irreprensible vida, á los hechos gloriosos y á los útiles escritos de M. Aurclio. Adriano, con su perspicacia, descubrió los quilates de aquella alma sublime. Adriano le mudó el nonmbre de Annio Vero, en Verísimo, por la vehemencia con que desde sus primeros años le arrastraba la fuerza de la verdad. Adriano le llevó por la mano en la escala de los honores. Adriano le destinaba por sucesor en el Imperio, y reparando juiciosamente en la falta de edad y de experiencia, le hizo adoptar por Antonino Pio, y le obligó, violentando su modestia, á vivir en palacio entre sus mis intimos privadlos. En suma, Adriano crió á M. Aurelio en su seno, que asi se explica Capitolino en la vida de este Emperador.
Véase ahora y reflexiónese de paso sobre las grandes ventajas de la buena educación; pues con dificultad se encontrará príncipe alguno, de cuantos vistieron la púrpura romana, que exceda á M. Aurelio en las artes de la paz y de la guerra; en la destreza y valor militar; en la prudencia y sabiduría de legislador; en la rectitud y benignidad de juez; en el cuidado y protección de los vasallos; en la vigilancia, por último, y conservación de la autoridad suprema, que parece haber solamente aceptado para emplearla toda en beneficio y lustre del Imperio.
Por las razones expuestas, y el deseo de excitar en la juventud la afición al estudio é inteligencia de la lengua griega, como tan necesaria al conocimiento y progresos de otras ciencias; me resolvi á publicar esta traducción con su original y notas que ilustran las máximas, ó refutan los errores de la filosofía estoica, según lo exige la materia.
- ↑ El primero que los dió á luz en Zurich, año 1558, en 8.°, por Andrés Gesnero, sacándolos de un Códice palatino, fué Guillermo Xilandro de Ausburgo; y á persuasión de Conrado Gesnero los tradujo en latín, cuya traducción, con yerros y todo, copió en León de Francia Juan Tournes el año siguiente, en 12.° Xilandro corrigió la suya, y la reimprimió en Basilea, año 1568, en 8.°, repetida en Estrasbugo 1590. La grecolatina Lugdunense de 1626, en 12.°, traslada y aumenta los errores de la de Zurich. Viendo esto Merico Casaubon, y dueño de un Códice apostillado de mano de su padre Isaac, se aplicó á trabajar una nueva edición greco-latina, publicada en Londres, año 1643, en 8.°, y dedicada á Juan Shelden. Antes que Merico, emprendió la suya el doctisimo Tomás Gatakero, y limada por espacio de cuarenta años, la publicó en Cambridge, año 1652, en 4.°, enriquecida de variantes, testimonios en alabanza del autor y observaciencs selectas, con un copioso comentario. Esta edición magistral se repitió en Londres, años 1699 y 1707, en 4.° De la última hemos usado nosotros, y cuido de ella Jorge Estanhope, alumno del colegio de la Reina, en Cambridge. También la reprodujo en Mastric, 1697, en fol., Hermanno Witsio, poniendo el comentario al pie de las páginas y añadiendo varios opúsculos de Gatakero. Del teatro Sheldoniano, en Oxford, salió en 1680 en 12.0 una elegante y correcta edición greco-latina; y en el mismo teatro, á instancia de Juan Hudson, publicó otra semejante en 1704, en 8.°, un literato bajo las iniciales R. I., con breves sclectas notas, y la particularidad de que descarta, como fabricadas por Dión y Herodiano, las dos alccuciones de M. Aurelio: á los soldados, cuando fué la Conspiración de Casio; y á su hijo Comodo, poco antes de Imorir. No sabemos si la edición de Glascua ha copiado alguna de éstas, como lo hizo con la última Christiano Woltio, en la que procur6 en Lipsia, 1729-30, en 8.°, añadiendo la introlucción de Juan Francisco Buddeo á la filosofia estoica, e.r mente, sententiaque M. Aur. Antonini Philosophi. De las traducciones en idiomas vulgares nos parece ser la primera la inglesa de Merico Casaubon, anterior á la grecolatina, y publicada en Londres, 1634, en 4.°, versión que de alli á pocos meses repitió enmendada, y de la cual, en 1694, se hizo la sexta impresión. Collierio dió á luz en 1701, otra nueva y más elegante versión en la nisma lengua. La traducción alemana es de Juan Adolfo Hoffmano, según Brukero, que no da noticia del tiempo y lugar de la impresión. İa italiana se debe á la respetable mano del cardenal Francisco Barberini, que se publicó en Roma en 1675, en 12.°, con este titulo: Dodici libri... di se stesso, ed á se stesso, etc. Los frauceses tuvieron esta obra en su idioma desde el uño 1651, que se publicó en Paris, en 12., una traducción, cuyo autor se oculta con las iniciales B. I. K. Obscurecióse (nta con la que el año 1691 publicaron en la misma ciudad los dos ilustresN consortes Andrés dAcier y su mujer Ana, hija de Tanaquillo Fabro; y se ha repetido muchas veces. El anónimo francés, que nosotros citamos é impugnanios en lan notas, tiene por titulo: Réflexions norales de lEmpereur Marc Antonin avec des remarques. Nouvelle édition á Borillon aue depens de la Société Tipographique, an. 1772.
- ↑ Antes, para colmo de desatención, el Obispo de Mondoñedo, Guevara, le prohijó atrevidamente su Relox de Principes desconcertado, contribuyendo la celebridad de M. Aurelio á que corriese con el aplanso que por si no merecia , y se imprimiese en los más de los paises, traduciéndole en latín, francés, italiano y alemin, después que se publicó en Valladolid, año 1529; en Sevilla, 1532. El juicio correspondiente á esta obra lo declara en pocas palabras el anónimo francés: (Préf.) Rien nest ni plus mul imaginė, ni plus puérile; Antonin y est entiérement desiguré. Asi lo observará quien gustare hacer el cotejo con la vida de M. Aurelio, puesta al principio esta versión.