Sonata de invierno
Como soy muy viejo, he visto morir a todas las mujeres por quienes en otro tiempo suspiré de amor: De una cerré los ojos, de otra tuve una triste carta de despedida, y las demás murieron siendo abuelas, cuando ya me tenían en olvido. Hoy, después de haber despertado amores muy grandes, vivo en la más triste y más adusta soledad del alma, y mis ojos se llenan de lágrimas cuando peino la nieve de mis cabellos. ¡Ay, suspiro recordando que otras veces los halagaron manos principescas! Fué mi paso por la vida como potente florecimiento de todas las pasiones: Uno a uno, mis días se caldeaban en la gran hoguera del amor: Las almas más blancas me dieron entonces su ternura y lloraron mis crueldades y mis desvíos, mientras los dedos pálidos y ardientes deshojaban las margaritas que guardan el secreto de los corazones. Por guardar eternamente un secreto, que yo temblaba de adivinar, buscó la muerte aquella niña a quien lloraré todos los días de mi vejez. ¡Ya habían blanqueado mis cabellos cuando inspiré amor tan funesto! Yo acababa de llegar a Estella, donde el Rey tenía su Corte. Hallábame cansado de mi larga peregrinación por el mundo. Comenzaba a sentir algo hasta entonces desconocido en mi vida alegre y aventurera, una vida llena de riesgos y de azares, como la de aquellos segundones hidalgos que se enganchaban en los tercios de Italia por buscar lances de amor, de espada y de fortuna. Yo sentía un acabamiento de todas las ilusiones, un profundo desengaño de todas las cosas. Era el primer frío de la vejez, más triste que el de la muerte. ¡Llegaba cuando aún sostenía sobre mis hombros la capa de Almaviva, y llevaba en la cabeza el yelmo de Mambrino! Había sonado para mí la hora en que se apagan los ardores de la sangre, y en que las pasiones del amor, del orgullo y de la cólera, las pasiones nobles y sagradas que animaron a los dioses antiguos, se hacen esclavas de la razón. Yo estaba en ese declinar de la vida, edad propicia para todas las ambiciones y más fuerte que la juventud misma, cuando se ha renunciado al amor de las mujeres. ¡Ay, por qué no supe hacerlo!
Llegué a la Corte de Estella, huyendo disfrazado con los hábitos ahorcados en la cocina de una granja por un monje contemplativo, para echarse al campo por Don Carlos VIL Las campanas de San Juan tocaban anunciando la misa del Rey, y quise oírla todavía con el polvo del camino, en acción de gracias por haber salvado la vida. Entré en la Iglesia cuando ya el sacerdote estaba en el altar. La luz vacilante de una lámpara caía sobre las gradas del presbiterio donde se agrupaba el cortejo. Entre aquellos bultos oscuros, sin contorno ni faz, mis ojos sólo pudieron distinguir la figura prócer del Señor, que se destacaba en medio de su séquito, admirable de gallardía y de nobleza, como un rey de los antiguos tiempos. La arrogancia y brío de su persona, parecían reclamar una rica armadura cincelada por milanés orfebre, y un palafrén guerrero paramentado de malla. Su vivo y aguileño mirar hubiera fulgurado magnífico bajo la visera del casco adornado por crestada corona y largos lambrequines. Don Carlos de Borbón y de Este es el único príncipe soberano que podría arrastrar dignamente el manto de armiño, empuñar el cetro de oro y ceñir la corona recamada de pedrería, con que se representa a los reyes en los viejos códices.
Terminada la misa, un fraile subió al púlpito, y predicó la guerra santa en su lengua vascongada, ante los tercios vizcaínos que acabados de llegar, daban por primera vez escolta al Rey. Yo sentíame conmovido: Aquellas palabras ásperas, firmes, llenas de aristas como las armas de la edad de piedra, me causaban impresión indefinible: Tenían una sonoridad antigua: Eran primitivas y augustas, como los surcos del arado en la tierra cuando cae en ellos la simiente del trigo y del maíz. Sin comprenderlas, yo las sentía leales, veraces, adustas, severas. Don Carlos las escuchaba en pie, rodeado de su séquito, vuelto el rostro hacia el fraile predicador. Doña Margarita y sus damas permanecían arrodilladas. Entonces pude reconocer algunos rostros. Recuerdo que aquella mañana formaban el cortejo real los Príncipes de Caserta, el Mariscal Valdespina, la Condesa María Antonieta Volfani, dama de Doña Margarita, el Marqués de Lantana, título de Nápoles, el barón de Valatié, legitimista francés, el Brigadier Adelantado, y mi tío Don Juan Manuel Montenegro.
Yo, temeroso de ser reconocido, permanecí arrodillado a la sombra de un pilar, hasta que terminada la plática del fraile, los Reyes salieron de la iglesia. A] lado de Doña Margarita caminaba una dama de aventajado talle, cubierta con negro velo que casi le arrastraba: Pasó cercana, y sin poder verla adiviné la mirada de sus ojos que me reconocían bajo mí disfraz de cartujo. Un momento quise darme cuenta de quién era aquella dama, pero el recuerdo huyó antes de precisarse: Como una ráfaga vino y se fué, semejante a esas luces que de noche se encienden y se apagan a lo largo de los caminos. Cuando la iglesia quedó desierta me dirigí a la sacristía. Dos clérigos viejos conversaban en un rincón, bajo tenue rayo de sol, y un sacristán, todavía más viejo, soplaba la brasa del incensario en frente de una ventana alta y enrejada. Me detuve en la puerta. Los clérigos no hicieron atención, pero el sacristán, clavándome los ojos encendidos por el humo, me interrogó adusto:
—¿Viene a decir misa el reverendo?
—Vengo tan sólo en busca de mi amigo Fray Ambrosio Alarcón.
—Fray Ambrosio aún tardará.
Uno de los clérigos intervino:
—Si tiene prisa por verle, con seguridad se halla paseando al abrigo de la iglesia.
En aquel momento llamaron a la puerta, y el sacristán acudió a descorrer el cerrojo. El otro clérigo, que hasta entonces había guardado silencio, murmuró:
—Paréceme que le tenemos ahí.
Abrió el sacristán y destacóse en el hueco la figura de aquel famoso fraile, que toda su vida aplicó la misa por el alma de Zumalacárregui. Era un gigante de huesos y de pergamino, encorvado, con los ojos hondos y la cabeza siempre temblona, por efecto de un tajo que había recibido en el cuello siendo soldado en la primera guerra. El sacristán, deteniéndole en la puerta, le advirtió en voz baja:
—Ahí le busca un reverendo. Debe venir de Roma.
Yo esperé. Fray Ambrosio me miró de alto a bajo sin reconocerme, pero ello no estorbó que amistoso y franco me pusiese una mano sobre el hombro:
—¿Es a Fray Ambrosio Alarcón a quien desea hablar? ¿No viene equivocado?
Yo, por toda respuesta, dejé caer la capucha. El viejo guerrillero me miró con risueña sorpresa. Después, volviéndose a los clérigos, exclamó:
—¡Este reverendo se llama en el mundo el Marqués de Bradomín!
El sacristán dejó de soplar la brasa del incensario, y los dos clérigos sentados bajo el rayo de sol delante del brasero, se pusieron en pie sonriendo beatíficamente. Yo tuve un momento de vanidad ante aquella acogida que demostraba cuánta era mi nombradía en la Corte de Estella. Me miraban con amor, y también con una sombra de paterno enojo. Eran todos gentes de cogulla, y acaso recordaban algunas de mis aventuras mundanas.
Todos me rodearon. Fué preciso contar la historia de mi hábito monacal, y cómo había pasado la frontera. Fray Ambrosio reía jovial, mientras los clérigos me miraban por cima de los espejuelos, con un gesto indeciso en la boca desdentada. Tras ellos, bajo el rayo de sol que descendía por la angosta ventana, el sacristán escuchaba inmóvil, y cuando el exclaustrado interrumpía, reconveníale adusto:
—¡Déjele que cuente, hombre de Dios!
Pero Fray Ambrosio no quería dar por bueno que yo saliese de un monasterio adonde me hubiesen llevado los desengaños del mundo y el arrepentimiento de mis muchas culpas. Más de una vez, mientras yo hablaba, volviérase a los clérigos murmurando:
—No le crean: Es una donosa invención de nuestro ilustre Marqués.
Tuve que afirmarlo solemnemente para que no continuase mostrando sus dudas. Desde aquel punto aparentó un profundo convencimiento, santiguándose en muestra de asombro:
—¡Bien dicen que vivir para ver! Sin tenerle por impío, jamás hubiera supuesto ese ánimo religioso en el Señor Marqués de Bradomín.
Yo murmuré gravemente:
—El arrepentimiento no llega con anuncio de clarines como la caballería.
En aquel momento oíase el toque de botasillas, y todos rieron. Después uno de los clérigos me preguntó con amable tontería:
—¿Supongo que el arrepentimiento tampoco habrá llegado cauteloso como la serpiente?
Yo suspiré melancólico:
—Llegó mirándome al espejo, y viendo mis cabellos blancos.
Los dos clérigos cambiaron una sonrisa tan discreta, que desde luego los tuve por jesuitas. Yo crucé las manos sobre el escapulario de mi hábito, en actitud penitente, y volví a suspirar:
—¡Hoy la fatalidad de mi destino me arroja de nuevo en el mar del mundo! He conseguido dominar todas las pasiones, menos el orgullo. Debajo del sayal me acordaba de mi marquesado.
Fray Ambrosio alzó los brazos y la voz, su grave voz que parecía templada para las clásicas conventuales burlas:
—El César Carlos V también se acordaba de su Imperio en el monasterio de Yuste.
Los clérigos sonreían apenas, con aquella sonrisa de catequizadores, y el sacristán, sentado bajo el rayo de sol que descendía por la angosta ventana, rezongaba:
—¡No, no le dejará que cuente!
Fray Ambrosio, luego de haber hablado, rióse abundantemente, y aún quedaba en la bóveda de la sacristía la oscura e informe resonancia de aquella risa jocunda, cuando entró un seminarista pálido, que tenía la boca encendida como una doncella, en contraste con su lívido perfil de aguilucho, donde la nariz corva y la pupila redonda, velada por el párpado, llegaban a tener una expresión cruel. Fray Ambrosio le recibió inclinando el aventajado talle, con extremos de burla, y su cabeza siempre temblona pareció que iba a desprenderse de los hombros:
—¡Bien venido, ignorado y excelso capitán! Nuevo Epaminondas de quien, andando los siglos, narrará las hazañas otro Cornelio Nepote. ¡Saluda al Señor Marqués de Bradomín!
El seminarista se quitó la boina negra, que juntamente con una sotana ya muy traída completaba el atavío de su gallarda persona, y poniéndose rojo me saludó. Fray Ambrosio asentándole una mano en el hombro, y sacudiéndole con rudo afecto, me dijo:
—Si este mozo consigue reunir cincuenta hombres, dará mucho que hablar. Será otro Don Ramón Cabrera. ¡Es valiente como un león!
El seminarista se hizo atrás, para libertarse de la mano que aún pesaba sobre su hombro, y clavándome los ojos de pájaro, dijo como si adivinase mi pensamiento y lo respondiese:
—Algunos creen que para ser un gran capitán no se necesita ser valiente, y acaso tengan razón. Quién sabe si con menos temeridad no hubiera sido más fecundo el genio militar de Don Ramón Cabrera.
Fray Ambrosio le miró desdeñosamente:
—Epaminondas, hijo mío, con menos temeridad hubiera cantado misa, como puede sucederte a ti.
El seminarista tuvo una sonrisa admirable:
—A mí no me sucederá, Fray Ambrosio.
Los dos clérigos sentados delante del brasero, callaban y sonreían: El uno extendía las manos temblonas sobre el rescoldo, y el otro hojeaba su breviario. El sacristán entornaba los párpados dispuesto a seguir el ejemplo del gato que dormitaba en su sotana. Fray Ambrosio bajó instintivamente la voz:
—Tú hablas ciertas cosas porque eres un rapaz, y crees en las argucias con que disculpan su miedo algunos generales que debían ser obispos... Yo he visto muchas cosas. Era profesor en un monasterio de Galicia cuando estalló la primera guerra, y colgué los hábitos, y combatí siete años en los Ejércitos del Rey... Y por mis hábitos te digo que para ser un gran capitán, hay primero que ser un gran soldado. Ríete de los que dicen que era cobarde Napoleón.
Los ojos del seminarista brillaron con el brillo del sol en el pavón negro de dos balas:
—Fray Ambrosio, si yo tuviese cien hombres los mandaría como soldado, pero si tuviese mil, sólo mil, ya los mandaría como capitán. Con ellos aseguraría el triunfo de la Causa. En esta guerra no hacen falta grandes ejércitos; con mil hombres yo intentaría una expedición por todo el reino, como la realizó hace treinta y cinco años Don Miguel Gómez, el más grande general de la pasada guerra.
Fray Ambrosio le interrumpió con autoritaria y desdeñosa burla:
—¿Ilustre e imberbe guerrero, tú oíste hablar alguna vez de un tal Don Tomás Zumalacárregui? Ese ha sido el más grande general de la Causa. Si tuviésemos hoy un hombre parecido, era seguro el triunfo.
El seminarista guardó silencio, pero los dos clérigos mostráronse casi escandalizados: El uno dijo:
—¡Del triunfo no podemos dudar!
Y el otro:
—¡La justicia de la Causa es el mejor general!
Yo añadí, sintiendo bajo mi sayal penitente aquel fuego que animó a San Bernardo cuando predicaba la Cruzada:
—¡El mejor general es la ayuda de Dios Nuestro Señor!
Hubo un murmullo de aprobación, ardiente como el de un rezo. El seminarista sonrióse y continuó callado. A todo esto las campanas dejaron oír su grave son, y el viejo sacristán se levantó sacudiéndose la sotana donde el gato dormitaba. Entraron algunos clérigos que venían para cantar un entierro. El seminarista vistióse el roquete, y el sacristán vino a entregarle el incensario: El humo aromático llenaba el vasto recinto. Oíase el grave murmullo de las cascadas voces eclesiásticas que barboteaban quedo, mientras eran vestidas las albas de lino, los roquetes rizados por las monjas, y las áureas capas pluviales que guardan en sus oros el perfume de la mirra quemada hace cien años. El seminarista entró en la iglesia haciendo sonar las cadenas del incensario. Los clérigos, ya revestidos, salieron detrás. Yo quedé solo con el exclaustrado, que abriendo los largos brazos me estrechó contra su pecho, al mismo tiempo que murmuraba conmovido:
—¡El Marqués de Bradomín aún se acuerda de cuando le enseñaba latín en el Monasterio de Sobrado!
Y después, tras el introito de una tos, volviendo a cobrar su sonrisa de viejo teólogo, marrulleó en voz baja, como si estuviese en el confesionario:
—¿Me perdonaría el ilustre prócer, si le dijese que no he creído el cuento con que nos regaló hace un momento?
—¿Qué cuento?
—El de la conversión. ¿Puede saberse la verdad?
—Donde nadie nos oiga, Fray Ambrosio.
Asintió con un grave gesto. Yo callé compadecido de aquel pobre exclaustrado que prefería la Historia a la Leyenda, y se mostraba curioso de un relato menos interesante, menos ejemplar y menos bello que mi invención. ¡Oh, alada y riente mentira, cuándo será que los hombres se convenzan de la necesidad de tu triunfo! ¿Cuándo aprenderán que las almas donde sólo existe la luz de la verdad, son almas tristes, torturadas, adustas, que hablan en el silencio con la muerte y tienden sobre la vida una capa de ceniza? ¡Salve, risueña mentira, pájaro de luz que cantas como la esperanza! ¡Y vosotras resecas Tebaidas, históricas ciudades llenas de soledad y de silencio que parecéis muertas bajo la voz de las campanas, no la dejéis huir, como tantas cosas, por la rota muralla! Ella es el galanteo en las rejas, y el lustre en los carcomidos escudones, y los espejos en el río que pasa turbio bajo la arcada romana de los puentes: Ella, como la confesión, consuela a las almas doloridas, las hace florecer, les vuelve la Gracia. ¡Cuidad que es también un don del Cielo!... ¡Viejo pueblo del sol y de los toros, así conserves por los siglos de los siglos, tu genio mentiroso, hiperbólico, jacaresco, y por los siglos te aduermas al son de la guitarra, consolado de tus grandes dolores, perdidas para siempre la sopa de los conventos y las Indias! ¡Amén!
Fray Ambrosio tomó como empeño de honra el hospedarme, y fué preciso ceder al agasajo. Salió acompañándome y juntos atravesamos las calles de la ciudad leal, arca santa de la Causa. Había nevado, y al abrigo de las casas sombrías quedaba una estela inmaculada. De los negruzcos aleros goteaba la lluvia, y en las angostas ventanas que se abrían debajo asomaba, de raro en raro, alguna vieja: Tocada con su mantilla, miraba a la calle por ver si el tiempo clareaba y salir a misa. Cruzamos ante un caserón flanqueado por las altas tapias que dejaban asomar apenas los cipreses del huerto. Tenía gran escudo, rejas mohosas y claveada puerta que, por estar entornada, descubría en una media luz el zaguán con escaños lustrosos y gran farol de hierro. Fray Ambrosio me dijo:
—Aquí vive la Duquesa de Uclés.
Yo sonreí, adivinando la intención ladina del fraile:
—¿Se conserva siempre bella?
—Dicen que sí... Por mis ojos nada sé, pues va siempre cubierta con un velo.
No pude menos de suspirar.
—¡En otro tiempo fué gran amiga mía!
El fraile tuvo una tos socarrona:—Ya estoy enterado.
—¿Secreto de confesión?
—Secreto a voces. Un pobre exclaustrado como yo, no tiene tan ilustres hijas espirituales.
Seguimos andando en silencio. Yo, sin querer, recordaba tiempos mejores, aquellos tiempos cuando fuí galán y poeta. Los días lejanos florecían en mi memoria con el encanto de un cuento casi olvidado que trae aroma de rosas marchitas y una vieja armonía de versos: ¡Ay, eran las rosas y los versos de aquel buen tiempo, cuando mi bella aún era bailarina! Jaculatorias orientales donde la celebraba, y le decía que era su cuerpo airoso como las palmeras del desierto, y que todas las gracias se agrupaban en torno de su falda cantando y riendo al son de cascabeles de oro. La verdad es que no había ponderación para su belleza: Carmen se llamaba y era gentil como ese nombre lleno de gracia andaluza, que en latín dice poesía y en arábigo vergel. Al recordarla, recordé también los años que llevaba sin verla, y pensé que en otro tiempo mi hábito monástico hubiera despertado sus risas de cristal. Casi inconscientemente, le dije a Fray Ambrosio:
—¿La Duquesa vive siempre en Estella?
—Es dama de la Reina Doña Margarita... Pero jamás sale de su palacio si no es para oír misa.
—Tentaciones me vienen de volverme y entrar a verla.
—Tiempo hay para ello.
Habíamos llegado a Santa María y tuvimos que guarecernos en el cancel de la iglesia para dejar la calle a unos soldados de a caballo que subían en tropel: Eran lanceros castellanos que volvían de una guardia fuera de la ciudad: Entre el cálido coro de los clarines se levantaban encrespados los relinchos, y en el viejo empedrado de la calle las herraduras resonaban valientes y marciales, con ese noble son que tienen en el romancero las armas de los paladines. Desfilaron aquellos jinetes y continuamos nuestro camino. Fray Ambrosio me dijo:
—Estamos llegando.
Y señaló hacia el fondo de la calle una casa pequeña con carcomido balcón de madera sustentado por columnas. Un galgo viejo que dormitaba en el umbral gruñó al vernos llegar y permaneció echado. El zaguán era oscuro, lleno de ese olor que esparce la yerba en el pesebre y el vaho del ganado. Subimos a tientas la escalera que temblaba bajo nuestros pasos: Ya en lo alto, el exclaustrado llamó tirando de la cadena que colgaba a un lado de la puerta, y allá dentro bailoteó una esquila clueca. Se oyeron pasos y la voz del ama que refunfuña:
—¡Vaya una manera de llamar!... ¿Qué se ofrece?
El fraile responde con breve imperio:
—¡Abre!
—¡Ave María!... ¡Cuánta priesa!
Y siguió oyéndose la voz refunfuñona del ama, mientras descorría el cerrojo. El fraile a su vez murmuraba impaciente:
—¡Es inaguantable esta mujer!
Franqueada la puerta, el ama encrespóse más:
—¡Cómo había de venir sin compañía! ¡Tiene tanto de sobra, que necesita traer todos los días quien le ayude a comérselo!
Fray Ambrosio, pálido de cólera, levantó los brazos escuetos, gigantescos, amenazadores: Sobre su cabeza siempre temblona, bailoteaban las manos de rancio pergamino:
—¡Calla, lengua de escorpión!... Calla y aprende a tener respeto. ¿Sabes a quién has ofendido con tus infames palabras? ¿Lo sabes? ¿Sabes quién está delante de ti?... Pide perdón al Señor Marqués de Bradomín.
¡Oh, insolencia de las barraganas! Al oír mi nombre aquella mujeruca, no mostró ni arrepentimiento ni zozobra: Me clavó los ojos negros y brujos, como los tienen algunas viejas pintadas por Goya, y un poco incrédula se limitó a balbucir con el borde de los labios:
—Si es el caballero que dice, por muchos años lo sea. ¡Amén!
Se apartó para dejarnos paso. Todavía la oímos murmurar:
—¡Vaya un barro que traen en los pies! ¡Divino Jesús, cómo me han puesto los suelos!
Aquellos suelos limpios, encerados, lucientes, puros espejos donde ella se miraba, sus amores de vieja casera, acababan de ser bárbaramente profanados por nosotros. Me volví consternado para alcanzar todo el horror de mi sacrilegio, y la mirada de odio que hallé en los ojos de la mujeruca fué tal, que sentí miedo. Todavía siguió rezongando:
—Si estuviesen matando petrolistas... Da dolor cómo me han puesto los suelos. ¡Qué entrañas!
Fray Ambrosio gritó desde la sala:
—¡Silencio!... A servirnos pronto el chocolate.
Y su voz resonó como un bélico estampido en el silencio de la casa. Era la voz con que en otro tiempo mandaba a los hombres de su partida y la única que les hacía temblar, pero aquella vieja tenía sin duda el ánimo isabelino, porque volviendo apenas el apergaminado gesto, murmuró más avinagrada que nunca:
—¡Pronto!... Pronto, será cuando se haga. ¡Ay, Jesús, dame paciencia!
Fray Ambrosio tosía con un eco cavernoso, y allá en el fondo de la casa continuaba oyéndose el marular confuso de la barragana, y en los momentos de silencio el latido de un reloj, como si fuese la pulsación de aquella casa de fraile donde reinaba una vieja rodeada de gatos: ¡Tac-tac! ¡Tac-tac! Era un reloj de pared con péndulo y las pesas al aire. La tos del fraile, el roncar de la vieja, el soliloquio del reloj, me parecía que guardaban un ritmo quimérico y grotesco, aprendido en el clavicordio de alguna bruja melómana.
Despojéme del hábito monacal y quedé en hábito de zuavo pontificio. Fray Ambrosio me contempló con infantil deleite, haciendo grandes aspavientos con sus brazos largos y descoyuntados:
—¡Cuidado que es bizarro arreo!
—¿Usted no lo conocía?
—Solamente en pintura, por un retrato del Infante Don Alfonso.
Y curioso de averiguar mis aventuras, con la tonsurada cabeza temblando sobre los hombros, murmuró:
—¿En fin, puede saberse la historia del hábito?
Yo repuse con indiferencia:
—Un disfraz para no caer en manos del maldito cura.
—¿De Santa Cruz?
—Sí.
—Ahora tiene sus reales en Oyarzun.
—Y yo vengo de Arimendi, donde estuve enfermo de calenturas, oculto en una casería.
—¡Válete Dios! ¿Y por qué le quiere mal el cura?
—Sabe que obtuve del Rey la orden para que le fusile Lizárraga.
Fray Ambrosio enderezó su talle encorvado de gigante:
—¡Mal hecho! ¡Mal hecho! ¡Mal hecho!
Yo repuse con imperio:
—El cura es un bandido.
—En la guerra son necesarios esos bandidos. ¡Pero claro, como esta no es una guerra sino una farsa de masones!
No pude menos de sonreír.
—¿De masones?
—Sí, de masones: Dorregaray es masón.
—Pero quien quiere cazar a la fiera, quien ha jurado exterminarla es Lizárraga.
El cura vino hacia mí, cogiéndose con las dos manos la cabeza temblona, como si temiese verla rodar de los hombros:
—Don Antonio se cree que la guerra se hace derramando agua bendita, en vez de sangre. Todo lo arregla con comuniones, y en la guerra, si se comulga, ha de ser con balas de plomo. Don Antonio es un frailuco como yo, qué digo, mucho más frailuco que yo, aun cuando no haya hecho los votos. ¡Los viejos que anduvimos en la otra guerra, y vemos esta, sentimos vergüenza, verdadera vergüenza!... Ya me ha dado la alferecía.
Y se afirmó con más fuerza las manos sobre la cabeza, sentándose en el sillón a esperar el chocolate, porque ya sonaban en el corredor los pasos del ama y el timbre de las jícaras en el metal de las bandejas. El ama entró ya mudado el gesto, mostrando la cara plácida y sonriente de esas viejas felices con los cuidados caseros, el rosario y la calceta:
—¡Santos y buenos días nos dé Dios! El Señor Marqués no se acordaba de mí. Pues le he tenido en mi regazo. Yo soy hermana de Micaela la Galana. ¿Se acuerda de Micaela la Galana? Una doncella que tuvo muchos años su abuelita, mi dueña la Condesa.
Mirando a la vieja, murmuré casi conmovido:
—¡Ay, señora, si tampoco recuerdo a mi abuela!
—Una santa. ¡Quién estuviera como ella sentadita en el Cielo, al lado de Nuestro Señor Jesucristo!
Dejó sobre el velador las dos bandejas del chocolate, y después de hablar al oído del fraile, se retiró. El chocolate humeaba con grato y exquisito aroma: era el tradicional soconusco de los conventos, aquel que en otro tiempo enviaban como regalo a los abades, los señores visorreyes de las Indias. Mi antiguo maestro de gramática aún hacía memoria de tanta bienandanza. ¡Oh, regalada holgura, eclesiástica opulencia, jocunda glotonería, siempre añorada, del Real e Imperial Monasterio del Sobrado! Fray Ambrosio, guardando el rito, masculló primero algunos latines, y luego embocó la jícara: cuando le dió fin, murmuró a guisa de sentencia, con la elegante concisión de un clásico en el siglo de Augusto:
—¡Sabroso! ¡No hay chocolate como el de esas benditas monjas de Santa Clara!
Suspiró satisfecho, y volvió al cuento pasado:
—¡Váleme Dios! Ha estado bien no decir la historia del disfraz allá en la sacristía. Los clérigos son acérrimos partidarios de Santa Cruz.
Quedó un momento meditando. Después bostezó largamente, y sobre la boca negra como la de un lobo, se hizo la señal de la cruz:
—¡Váleme Dios! ¿Y qué desea de este pobre exclaustrado el Señor Marqués de Bradomín?
Yo murmuré con simulada indiferencia:
—Luego hablaremos de ello.
El fraile barboteó ladino:
—Tal vez no sea preciso... Pues sí señor, continúo ejerciendo oficios de capellán en casa de la Señora Condesa de Volfani. La Señora Condesa está buena, aun cuando un poco triste... Precisamente ésta es la hora de verla.
Yo hice un vago gesto, y saqué de la limosnera una onza de oro:
—Dejemos los negocios mundanos, Fray Ambrosio. Esa onza para una misa por haber salido con bien...
El fraile la guardó en silencio, y fuése después de ofrecerme su cama para que descabezase un sueño, y me repusiese del camino. Era una cama con siete colchones, y un Cristo a la cabecera. Enfrente una gran cómoda panzuda, un tintero de cuerno encima de la cómoda, y en la punta del tintero un solideo.
Todo el día estuvo lloviendo. En las breves escampadas, una luz triste y cenicienta amanecía sobre los montes que rodean la ciudad santa del carlismo, donde el rumor de la lluvia en los cristales, es un rumor familiar. De tiempo en tiempo, en medio de la tarde llena de tedio invernal, se alzaba el ardiente son de las cornetas, o el campaneo de unas monjas llamando a la novena. Tenía que presentarme al Rey, y salí cuando aún no había vuelto Fray Ambrosio. Un velo de niebla ondulaba en las ráfagas del aire: dos soldados cruzaban por el centro de la plaza, con el andar abatido y los ponchos chorreando agua: se oía la canturia monótona de los niños de una escuela. La tarde lívida daba mayor tristeza al vano de la plaza encharcada, desierta, sepulcral. Me perdí varias veces en las calles, donde sólo hallé una beata a quien preguntar el camino: anochecido ya, llegué a la Casa del Rey.
—Pronto ahorcaste los hábitos, Bradomín.
Tales fueron las palabras con que me recibió Don Carlos. Yo respondí, procurando que sólo el Rey me oyese:
—Señor, se me enredaban al andar.
El Rey murmuró en el mismo tono:
—También a mí se me enredan... Pero yo, desgraciadamente, no puedo ahorcarlos.
Me atreví a responder:
—Vos debíais fusilarlos, Señor.
El Rey sonrióse, y me llevó al hueco de una ventana:
—Conozco que has hablado con Cabrera. Esas ideas son suyas. Cabrera, ya habrás visto, se declara enemigo del partido ultramontano y de los curas facciosos. Hace mal, porque ahora son un poderoso auxiliar. Créeme, sin ellos no sería posible la guerra.
—Señor, ya sabéis que el general tampoco es partidario de la guerra.
El Rey guardó un momento silencio:
—Ya lo sé. Cabrera imagina que hubieran dado mejor fruto los trabajos silenciosos de las Juntas. Creo que se equivoca... Por lo demás, yo tampoco soy amigo de los curas facciosos. A ti ya te dije eso mismo en otra ocasión, cuando me hablaste de que era preciso fusilar a Santa Cruz. Si durante algún tiempo me opuse a que se le formase consejo de guerra, fué para evitar que se reuniesen las tropas republicanas ocupadas en perseguirle, y se nos viniesen encima. Ya has visto como sucedió así. El Cura ahora nos cuesta la pérdida de Tolosa.
El Rey hizo otra pausa, y con la mirada recorrió la estancia, un salón oscuro, entarimado de nogal, con las paredes cubiertas de armas y de banderas, las banderas ganadas en la guerra de los siete años por aquellos viejos generales de memoria ya legendaria. Allá en un extremo conversaban en voz baja El Obispo de Urgel, Carlos Calderón y Diego Villadarias. El Rey sonrió levemente, con una sonrisa de triste indulgencia, que yo nunca había visto en sus labios:
—Ya están celosos de que hable contigo, Bradomín. Sin suda no eres persona grata al Obispo de Urgel.
—¿Por qué lo decís, Señor?
—Por las miradas que te dirige: Vé a besarle el anillo.
Ya me retiraba para obedecer aquella orden, cuando el Rey, en alta voz de suerte que todos le oyesen, me advirtió:
—Bradomín, no olvides que comes conmigo.
Yo me incliné profundamente:
—Gracias, Señor.
Y llegué al grupo donde estaba el Obispo. Al acercarme habíase hecho el silencio. Su Ilustrísima me recibió con fría amabilidad:
—Bien venido, Señor Marqués.
Yo repuse con señoril condescendencia, como si fuese un capellán de mi casa el Obispo de la Seo de Urgel:
—¡Bien hallado, Ilustrísimo Señor!
Y con una reverencia más cortesana que piadosa, besé la pastoral amatista. Su Ilustrísima, que tenía el ánimo altivo de aquellos obispos feudales que llevaban ceñidas las armas bajo el capisayo, frunció el ceño, y quiso castigarme con una homilía:
—Señor Marqués de Bradomín, acabo de saber una burda fábula urdida esta mañana, para mofarse de dos pobres clérigos llenos de inocente credulidad, escarneciendo al mismo tiempo el sayal penitente, no respetando la santidad del lugar, pues fué en San Juan.
Yo interrumpí:
—En la sacristía, Señor Obispo.
Su Ilustrísima, que estaba ya escaso de aliento, hizo una pausa, y respiró:
—Me habían dicho que en la iglesia... Pero aun cuando haya sido en la sacristía, esa historia es como una burla de la vida de ciertos santos, Señor Marqués. Si, como supongo, el hábito no era un disfraz carnavalesco, en llevarlo no había profanación. ¡Pero la historia contada a los clérigos, es una burla digna del impío Voltaire!
El prelado iba, sin duda, a discurrir sobre los hombres de la Enciclopedia. Yo, viéndole en aquel paso, temblé arrepentido:
—Reconozco mi culpa, y estoy dispuesto a cumplir la penitencia que se digne imponerme su Ilustrísima.
Viendo el triunfo de su elocuencia, el santo varón ya sonrió benévolo:
—La penitencia la haremos juntos.
Yo le miré sin comprender. El prelado, apoyando en mi hombro una mano blanca, llena de hoyos, se dignó esclarecer su ironía:
—Los dos comemos en la mesa del Rey, y en ella el ayuno es forzoso. Don Carlos tiene la sobriedad de un soldado.
Yo respondí:
—El Bearnés, su abuelo, soñaba con que cada uno de sus súbditos pudiese sacrificar una gallina. Don Carlos, comprendiendo que es una quimera de poeta, prefiere ayunar con todos sus vasallos.
El Obispo me interrumpió:
—Marqués, no comencemos las burlas. ¡El Rey también es sagrado!
Yo me llevé la diestra al corazón, indicando que aun cuando quisiera olvidarlo no podría, pues estaba allí su altar. Y me despedí, porque tenía que presentar mis respetos a Doña Margarita.
Al entrar en la saleta, donde la Señora y sus damas bordaban escapularios para los soldados, sentí en el alma una emoción a la vez religiosa y galante. Comprendí entonces todo el ingenuo sentimiento que hay en los libros de caballerías, y aquel culto por la belleza y las lágrimas femeniles que hacía palpitar bajo la cota, el corazón de Tirante el Blanco. Me sentí más que nunca, caballero de la Causa: Como una gracia deseé morir por aquella dama que tenía las manos como lirios, y el aroma de una leyenda en su nombre de princesa pálida, santa, lejana. Era una lealtad de otros siglos la que inspiraba Doña Margarita. Me recibió con una sonrisa de noble y melancólico encanto:
—No te ofendas si continúo bordando este escapulario, Bradomín. A ti te recibo como a un amigo.
Y dejando un momento la aguja clavada en el bordado, me alargó su mano que besé con profundo respeto. La Reina continuó:
—Me han dicho que estuviste enfermo. Te hallo un poco más pálido. Tú me parece que eres de los que no se cuidan, y eso no está bien. Ya que no por ti, hazlo por el Rey que tanto necesita servidores leales como tú. Estamos rodeados de traidores, Bradomín.
Doña Margarita calló un momento. Al pronunciar las últimas palabras, habíase empañado su voz de plata, y creí que iba a romperse en un sollozo. Acaso haya sido ilusión mía, pero me pareció que sus ojos de madona, bellos y castos, estaban arrasados de lágrimas: La Señora, en aquel momento inclinaba su cabeza sobre el escapulario que bordaba, y no puedo asegurarlo. Pasó algún tiempo. La Reina suspiró alzando la frente que parecía de una blancura lunar bajo las dos crenchas en que partía sus cabellos:
—Bradomín, es preciso que vosotros los leales salvéis al Rey.
Yo repuse conmovido:
—Señora, dispuesto estoy a dar toda mi sangre, porque pueda ceñirse la corona.
La Reina me miró con una noble emoción:
—¡Mal has entendido mis palabras! No es su corona lo que yo te pido que defiendas, sino su vida... ¡Que no se diga de los caballeros españoles, que habéis ido a lejanas tierras en busca de una princesa para vestirla de luto! Bradomín, vuelvo a decírtelo, estamos rodeados de traidores.
La Reina calló. Se oía el rumor de la lluvia en los cristales, y el toque lejano de las cornetas. Las damas que hacían corte a la señora, eran tres: Doña Juana Pacheco, Doña Manuela Ozores y María Antonieta Volfani: Yo sentía sobre mí, como amoroso imán, los ojos de la Volfani, desde que había entrado en la saleta: Aprovechando el silencio se levantó, y vino con una interrogación al lado de Doña Margarita:
—¿La Señora quiere que vaya en busca de los Príncipes?
La Reina a su vez interrogó:
—¿Ya habrán terminado sus lecciones?
—Es la hora.
—Pues entonces vé por ellos. Así los conocerá Bradomín.
Me incliné ante la Señora, y aprovechando la ocasión hice también mis saludos a María Antonieta: Ella muy dueña de sí, respondióme con palabras insignificantes que ya no recuerdo, pero la mirada de sus ojos negros y ardientes fué tal, que hizo latir mi corazón como a los veinte años. Salió y dijo la Señora:
—Me tiene preocupada María Antonieta. Desde hace algún tiempo la encuentro triste y temo que tenga la enfermedad de sus hermanas: Las dos murieron tísicas... ¡Luego la pobre es tan poco feliz con su marido!
La Reina clavó la aguja en el acerico de damasco rojo que había en su costurero de plata, y sonriendo me mostró el escapulario:
—¡Ya está! Es un regalo que te hago, Bradomín. Yo me acerqué para recibirlo de sus manos reales. La Señora, me lo entregó diciendo:
—¡Que aleje siempre de ti las balas enemigas!
Doña Juana Pacheco y Doña Manuela Ozores, rancias damas que acordaban la guerra de los siete años, murmuraron:
—¡Amén!
Hubo otro silencio. De pronto los ojos de la Reina se iluminaron con amorosa alegría: era que entraban sus dos hijos mayores, conducidos por María Antonieta. Desde la puerta corrieron hacia ella, colgándosele del cuello y besándola. Doña Margarita les dijo con una graciosa severidad:
—¿Quién ha sabido mejor sus lecciones?
La Infanta calló poniéndose encendida, mientras Don Jaime, más denodado, respondía:
—Las hemos sabido todos lo mismo.
—Es decir, que ninguno las ha sabido.
Y Doña Margarita los besó, para ocultar que se reía: Después les dijo, tendida hacia mí su mano delicada y alba:
—Este caballero es el Marqués de Bradomín.
La Infanta murmuró en voz baja, inclinada la cabeza sobre el hombro de su madre:
—¿El que hizo la guerra en México?
La Reina acarició los cabellos de su hija:
—¿Quién te lo ha dicho? —¿No lo contó una vez María Antonieta?
—¡Cómo te acuerdas!
La niña, llenos de timidez y de curiosidad los ojos, se acercó a mí:
—¿Marqués, llevabas ese uniforme en México?
Y Don Jaime, desde el lado de su madre alzó su voz autoritaria de niño primogénito:
—¡Qué tonta eres! Nunca conoces los uniformes.
Ese uniforme es de zuavo pontificio, como el del tío Alfonso.
Con familiar gentileza, el Príncipe vino también hacia mí:
—¿Marqués, es verdad que en México los caballos resisten todo el día al galope?
—Es verdad, Alteza.
La Infanta interrogó a su vez.
—¿Y es verdad que hay unas serpientes que se llaman de cristal?
—También es verdad, Alteza.
Los niños quedaron un momento reflexionando: Su madre les habló:
—Decidle a Bradomín lo que estudiáis.
Oyendo esto, el Príncipe se irguió ante mí, con infantil alarde:
—Marqués, pregúntame por donde quieras la Historia de España.
Yo sonreí:
—¿Qué reyes hubo de vuestro nombre, Alteza?
—Uno solo: Don Jaime el Conquistador.
—¿Y de dónde era Rey?
—De España.
La Infanta murmuró poniéndose encendida:
—De la Corona de Aragón: ¿Verdad, Marqués?
—Verdad, Alteza.
El Príncipe la miró despreciador:
—¿Y eso no es España?
La Infanta buscó ánimo en mis ojos, y repuso con tímida gravedad:
—Pero eso no es toda España.
Y volvió a ponerse roja. Era una niña encantadora, con ojos llenos de vida y cabellera de luengos rizos que besaban el terciopelo de las mejillas. Animándose volvió a preguntarme sobre mis viajes:
—¡Marqués!, ¿es verdad que también has estado en Tierra Santa?
—También estuve allí, Alteza.
—¿Y habrás visto el sepulcro de Nuestro Señor? Cuéntame cómo es.
Y se dispuso a oír, sentada en un taburete con los codos en las rodillas y el rostro entre las manos que casi desaparecían bajo la suelta cabellera. Doña Manuela Ozores y Doña Juana Pacheco, que traían una conversación en voz baja, callaron, también dispuestas a escuchar el relato... Y en estas andanzas llega la hora de hacer penitencia, que fué ante los regios manteles según profecía de Su Ilustrísima.
Tuve el honor de asistir a la tertulia de la Señora. Durante ella, en vano fué buscar una ocasión propicia para hablar a solas con María Antonieta. Salí con el vago temor de haberla visto huir toda la noche. Al darme en rostro el frío de la calle advertí que una sombra alta, casi gigantesca, venía hacia mí. Era Fray Ambrosio:
—Bien le han tratado los soberanos. ¡Vaya, que no puede quejarse el Señor Marqués de Bradomín!
Yo murmuré con desabrido talante:
—El Rey sabe que no tiene otro servidor tan leal.
Y el fraile murmuró también desabrido, pero en tono menor:
—Algún otro tendrá...
Sentí crecer mi altivez:
—¡Ninguno!
Caminamos en silencio hasta doblar una esquina donde había un farol. Allí el exclaustrado se detuvo:
—¿Pero adónde vamos?... La dama consabida, dice que la vea esta misma noche, si puede ser.
Yo sentí latir mi corazón:
—¿Dónde?
—En su casa... Pero será preciso entrar con gran sigilo. Yo le guiaré.
Volvimos sobre nuestros pasos, recorriendo otra vez la calle encharcada y desierta. El fraile me hablaba en voz baja:
—La Señora Condesa también acaba de salir... Esta mañana me había mandado que la esperase. Sin duda quería darme ese aviso para el Señor Marqués... Temería no poder hablarle en la Casa del Rey.
El fraile calló suspirando: Después se rió, con un reír extraño, ruidoso, grotesco:
—¡Válete Dios!
—¿Qué le sucede, Fray Ambrosio?
—Nada, Señor Marqués. Es alegría de verme desempeñando estos oficios, tan dignos de un viejo guerrillero. ¡Ay!... Cómo se ríen mis diez y siete cicatrices...
—¡Las tiene usted bien contadas!
—¡Mejor recibidas las tengo!
Calló, esperando sin duda una respuesta mía, y como no la obtuviese, continuó en el mismo tono de amarga burla:
—Eso sí, no hay prebenda que iguale a ser capellán de la Señora Condesa de Volfani. ¡Lástima que no pueda cumplir mejor sus promesas!... Ella dice que no es suya la culpa, sino de la Casa Real... Allí son enemigos de los curas facciosos, y no se les debe disgustar. ¡Oh, si dependiese de mi protectora!...
No le dejé proseguir. Me detuve y le hablé con firme resolución:
—Fray Ambrosio, se acabó mi paciencia. No tolero ni una palabra más.
Agachó la cabeza:
—¡Válete Dios! ¡Está bien!
Seguimos en silencio. De largo en largo hallábase un farol, y en torno danzaban sombras. Al cruzar por delante de las casas donde había tropa alojada, percibíase rasgueo de guitarras y voces robustas y jóvenes cantando la jota. Después volvía el silencio, sólo turbado por la alerta de los centinelas y el ladrido de algún perro. Nos entramos bajo unos soportales y caminamos recatados en la sombra. Fray Ambrosio iba delante, mostrándome el camino: A su paso una puerta se abrió sigilosa: El exclaustrado volvióse llamándome con la mano, y desapareció en el zaguán. Yo le seguí y escuché su voz:
—¿Se puede encender candela?
Y otra voz, una voz de mujer, respondió en la sombra:
—Sí, señor.
La puerta había vuelto a cerrarse. Yo esperé, perdido en la oscuridad, mientras el fraile encendía un enroscado de cerilla, que ardió esparciendo olor de iglesia. La llama lívida temblaba en el ancho zaguán, y al incierto resplandor columbrábase la cabeza del fraile, también temblona. Una sombra se acercó: Era la doncella de María Antonieta: el fraile hízole entrega de la luz y me llevó a un rincón. Yo adivinaba, más que veía, el violento temblor de aquella cabeza tonsurada:
—¡Señor Marqués, voy a dejar este oficio de tercería, indigno de mí!
Y su mano de esqueleto clavó los huesos en mi hombro:
—Ahora ha llegado el momento de obtener el fruto, Señor Marqués. Es preciso que me entregue cien onzas: Si no las lleva encima puede pedírselas a la Señora Condesa. ¡Al fin y al cabo, ella me las había ofrecido!
No me dejé dominar, aun cuando fué grande la sorpresa, y haciéndome atrás puse mano a la espada:
—Ha elegido usted el peor camino. A mí no se me pide con amenazas ni se me asusta con gestos fieros, Fray Ambrosio.
El exclaustrado rió, con su risa de mofa grotesca:
—No alce la voz, que pasa la ronda y podrían oírnos.
—¿Tiene usted miedo?
—Nunca lo he tenido... Pero acaso, si ahora, fuese el cortejo de una casada...
Yo comprendiendo la intención aviesa del fraile, le dije refrenada y ronca la voz:
—¡Es una vil tramoya!
—Es un ardid de guerra, Señor Marqués. ¡El león está en la trampa!
—Fraile ruin, tentaciones me vienen de pasarte con mi espada.
El exclaustrado abrió sus largos brazos de esqueleto descubriéndose el pecho, y alzó la temerosa voz:
—¡Hágalo! Mi cadáver hablará por mí.
—Basta.
—¿Me entrega esos dineros?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Mañana.
Calló un momento, y luego insistió en un tono que a la vez era tímido y adusto:
—Es menester que sea ahora.
—¿No basta mi palabra?
Casi humilde murmuró:
—No dudo de su palabra, pero es menester que sea ahora. Mañana acaso no tuviese valor para arrostrar su presencia. Además quiero esta misma noche salir de Estella. Ese dinero no es para mí; yo no soy un ladrón. Lo necesito para echarme al campo. Le dejaré firmado un documento. Tengo desde hace tiempo comprometida a la gente, y era preciso decidirse. Fray Ambrosio no falta a su palabra.
Yo le dije con tristeza:
—¿Por qué ese dinero no me fué pedido con amistad?
El fraile suspiró:
—No me atreví. Yo no sé pedir: Me da vergüenza. Primero que de pedir, sería capaz de matar... No es por malos sentimientos, sino por vergüenza...
Calló, rota, anudada la voz, y echóse a la calle sin cuidarse de la lluvia que caía en chaparrón sobre las losas. La doncella, temblando de miedo, me guió adonde esperaba su señora.
María Antonieta acababa de llegar, y hallábase sentada al pie de un brasero con las manos en cruz y el cabello despeinado por la humedad de la niebla. Cuando yo entré alzó los ojos tristes y sombríos, cercados de una sombra violácea:
—¿Por qué tal insistencia en venir esta misma noche?
Herido con el despego de sus palabras, me detuve en medio de la estancia:
—Siento decirte que es una historia de tu capellán...
Ella insistió:
—Al entrar, le encontré acechándome por orden tuya.
Yo callé resignado a sus reproches, que contarle mi aventura y el ardid de Fray Ambrosio para llevarme allí, hubiera sido poco galante. Ella me habló con los ojos secos, pero empañada la voz:
—¡Ahora tanto afán en verme, y ni una carta en la ausencia!... ¡Callas!... ¿Qué deseas?
Yo quise desagraviarla:
—Te deseo a ti, María Antonieta.
Sus bellos ojos místicos fulminaron desdenes:
—Te has propuesto comprometerme, que me arroje de su lado la Señora. ¡Eres mi verdugo!
Yo sonreí:
—Soy tu víctima.
Y la cogí las manos con intento de besarlas, pero ella las retiró fieramente. María Antonieta era una enferma de aquel mal que los antiguos llamaban mal sagrado, y como tenía alma de santa y sangre de cortesana, algunas veces en invierno, renegaba del amor: La pobre pertenecía a esa raza de mujeres admirables, que cuando llegan a viejas edifican con el recogimiento de su vida y con la vaga leyenda de los antiguos pecados. Entenebrecida y suspirante guardó silencio, con los ojos obstinados, perdidos en el vacío. Yo cogí de nuevo sus manos y las conservé entre las mías, sin intentar besarlas, temeroso de que volviese a huirlas. En voz amante supliqué:
—¡María Antonieta!
Ella permaneció muda: Yo repetí después de un momento:
—¡María Antonieta!
Se volvió, y retirando sus manos repuso fríamente:
—¿Qué quieres?
—Saber tus penas.
—¿Para qué?
—Para consolarlas.
Perdió pronto su hieratismo, e inclinándose hacia mí con un arranque fiero, apasionado, clamó:
—Cuenta tus ingratitudes: ¡Porque esas son mis penas!
La llama del amor ardía en sus ojos con un fuego sombrío que parecía consumirla: ¡Eran los ojos místicos que algunas veces se adivinan bajo las tocas monjiles, en el locutorio de los conventos! Me habló con la voz empañada:
—Mi marido viene a servir como ayudante del Rey.
—¿Dónde estaba?
—Con el infante Don Alfonso.
Yo murmuré:
—Es una verdadera contrariedad.
—Es más que una contrariedad, porque tendremos que vivir la misma vida: La Reina me lo impone, y ante eso, prefiero volverme a Italia... ¿Tú no dices nada?
—Yo no puedo hacer otra cosa que acatar tu voluntad.
Me miró con reconcentrado sentimiento:
—¿Serías capaz de que me repartiese entre vosotros dos? ¡Dios mío, quisiera ser vieja, vieja caduca!...
Agradecido, besé las manos de mi adorada prenda. Aun cuando nunca tuve celos de los maridos, gustaba aquellos escrúpulos como un encanto más, acaso el mejor que podía ofrecerme María Antonieta. No se llega a viejo sin haber aprendido que las lágrimas, los remordimientos y la sangre, alargan el placer de los amores cuando vierten sobre ellos su esencia afrodita: Numen sagrado que exalta la lujuria, madre de la divina tristeza y madre del mundo. ¡Cuántas veces, durante aquella noche, tuve yo en mis labios las lágrimas de María Antonieta! Aún recuerdo el dulce lamento con que habló en mi oído, temblorosos los párpados y estremecida la boca que me daba el aliento con sus palabras:
—No debía quererte... Debía ahogarte en mis brazos, así, así...
Yo suspiré:
—¡Tus brazos son un divino dogal!
Y ella oprimiéndome aún más gemía:
—¡Oh!... ¡Cuánto te quiero! ¿Por qué te querré tanto? ¿Qué bebedizo me habrás dado? ¡Eres mi locura!... ¡Di algo! ¡Di algo!
—Prefiero el escucharte.
—¡Pero yo quiero que me digas algo!
—Te diría lo que tú ya sabes... ¡Que me estoy muriendo por ti!
María Antonieta volvió a besarme, y sonriendo toda roja, murmuró en voz baja:
—Es muy larga la noche...
—Lo fué mucho más la ausencia.
—¡Cuánto me habrás engañado!
—Ya te demostraré lo contrario.
Ella, siempre roja y riente, respondió:
—Mira lo que dices.
—Ya lo verás.
—Mira que voy a ser muy exigente.
Confieso que al oiría, temblé. ¡Mis noches, ya no eran triunfantes, como aquellas noches tropicales perfumadas por la pasión de la Niña Chole! María Antonieta soltóse de mis brazos y entró en su tocador. Yo esperé algún tiempo, y después la seguí: Al rumor de mis pasos, la miré huir toda blanca, y ocultarse entre los cortinajes de su lecho: Un lecho antiguo de lustroso nogal, tálamo clásico donde los hidalgos matrimonios navarros dormían hasta llegar a viejos, castos, sencillos, cristianos, ignorantes de aquella ciencia voluptuosa que divertía el ingenio maligno y un poco teológico, de mi maestro el Aretino. María Antonieta fué exigente como una dogaresa, pero yo fuí sabio como un viejo cardenal que hubiese aprendido las artes secretas del amor, en el confesionario y en una Corte del Renacimiento. Suspirando desfallecida, me dijo:
—¡Xavier, es la última vez!
Yo creí que hablaba de nuestra amorosa epopeya, y como me sentí capaz de nuevos alardes, suspiré inquietando con un beso apenas desflorado, una fresa del seno. Ella suspiró también, y cruzó los desnudos brazos apoyando las manos en los hombros, como esas santas arrepentidas, en los cuadros antiguos:
—¡Xavier, cuándo volveremos a vernos!
—Mañana.
—¡No!... Mañana empieza mi calvario...
Calló un momento, y echándome al cuello el amante nudo de sus brazos, murmuró en voz muy baja:
—La Señora tiene empeño en la reconciliación, pero yo te juro que jamás... Me defenderé diciendo que estoy enferma.
Era un mal sagrado el de María Antonieta. Aquella noche rugió en mis brazos como la faunesa antigua. Divina María Antonieta, era muy apasionada y a las mujeres apasionadas se las engaña siempre. Dios que todo lo sabe, sabe que no son éstas las temibles, sino aquellas lánguidas, suspirantes, más celosas de hacer sentir al amante, que de sentir ellas. María Antonieta era cándida y egoísta como una niña, y en todos sus tránsitos se olvidaba de mí: En tales momentos, con los senos palpitantes como dos palomas blancas, con los ojos nublados, con la boca entreabierta mostrando la fresca blancura de los dientes entre las rosas encendidas de los labios, era de una incomparable belleza sensual y fecunda. Muy saturada de literatura y de Academia Veneciana.
Cuando me separé de María Antonieta aún no rayaba el día, y los clarines ya tocaban diana. Sobre la ciudad nevada, el claro de la luna caía sepulcral y doliente. Yo, sin saber dónde a tal hora buscar alojamiento, vagué por las calles, y en aquel caminar sin rumbo llegué a la plaza donde vivía Fray Ambrosio. Me detuve bajo el balcón de madera para guarecerme de la llovizna, que comenzaba de nuevo, y a poco observé que la puerta hallábase entornada. El viento la batía duro y alocado. Tal era la inclemencia de la noche, que sin detenerme a meditarlo, resolví entrar, y gané a tientas la escalera, mientras el galgo preso en la cuadra se desataba en ladridos haciendo sonar los hierros de la cadena. Fray Ambrosio asomó en lo alto, alumbrándose con un velón: Vestía el cuerpo flaco y largo con una sotana recortada, y cubría la temblona cabeza con negro gorro puntiagudo, que daba a toda la figura cierto aspecto de astrólogo grotesco. Entré con sombría resolución, sin pronunciar palabra, y el fraile me siguió alzando la luz para esclarecer el corredor: Allá dentro sentíanse apagados runrunes de voces y dineros: Reunidos en la sala jugaban algunos hombres, con los sombreros puestos y las capas terciadas desprendiéndose de los hombros: Por sus barbas rasuradas mostraban bien claramente pertenecer a la clerecía: La baraja teníala un mozo aguileño y cetrino, que cabalmente a tiempo de entrar yo, echaba sobre la mesa los naipes para un albur:
—Hagan juego.
Una voz llena de fe religiosa, murmuró:
—¡Qué caballo más guapo!
Y otra vez secreteó como en el confesionario:
—¿Qué juego se da?
—Pues no lo ve... ¡Judías!... Van siete por el mismo camino.
El que tenía la baraja advirtió adusto:
—Hagan el favor de no cantar juego. Así no se puede seguir. ¡Todos se echan como lobos sobre la carta cantada!
Un viejo con espejuelos y sin dientes, dijo lleno de evangélica paz:
—No te incomodes, Miquelcho, que cada cual lleva su juego: A Don Nicolás le parece que son judías...
Don Nicolás afirmó:
—Siete van por el mismo camino.
El viejo de los espejuelos sonrió compadecido:
—Nueve si no lo toma a mal... Pero no son judías, sino bizcas y contrabizcas, que es el juego.
Otras voces murmuraron como en una letanía:
—Tira, Miquelcho.
—No hagas caso.
—Lo que sea se verá.
—¿No echas gallo?
Miquelcho repuso desabrido:
—No.
Y comenzó a tirar. Todos guardaron silencio. Algunos ojos se volvían desapacibles, fijándome una mirada rápida, y tornaban su atención a las cartas. Fray Ambrosio llamó con un gesto al seminarista que estaba peinando el naipe, y que lo soltó por acercarse. Habló el Fray:
—Señor Marqués, no me recuerde lo de esta noche... ¡No me lo recuerde por María Santísima! Para decidirme había estado bebiendo toda la tarde.
Aún barboteó algunas palabras confusas, y asentando su mano sarmentosa en el hombro del seminarista, que se nos había juntado y escuchaba, dijo con un suspiro:
—Éste tiene toda la culpa... Le llevo como segundo de la partida.
Miquelcho me clavó los ojos audaces, al mismo tiempo que enrojecía como una doncella:
—El dinero hay que buscarlo donde lo hay: Fray Ambrosio me había dicho cuánta era la generosidad de su amigo y protector...
El exclaustrado abrió la negra boca, con tosco y adulador encomio:
—¡Muy grande! En eso y en todo, es el primer caballero de España.
Algunos jugadores nos miraban curiosos. Miquelcho se apartó, recogió los naipes y continuó peinándolos. Cuando terminaba, dijo al viejo de los espejuelos:
—Corte, Don Quintiliano.
Y Don Quintiliano, al mismo tiempo que alzaba la baraja con mano temblona, advertía risueño:
—Cuidado, que yo doy siempre bizcas.
Miquelcho echó un nuevo albur sobre la mesa, y se volvió hacia mí:
—No le digo que juegue porque es una miseria de dinero lo que se tercia.
Y el viejo de los espejuelos, siempre evangélico, añadió:
—Todos somos unos pobres.
Y otro murmuró a modo de sentencia:
—Aquí sólo pueden ganarse ochavos, pero pueden en cambio perderse millones.
Miquelcho, viéndome vacilar, se puso en pie brindándome con la baraja, y todos los clérigos me hicieron sitio en torno de la mesa. Yo me volví sonriendo al exclaustrado:
—Fray Ambrosio, me parece que aquí se quedan los dineros de la partida.
—¡No lo permita Dios! Ahora mismo se acaba el juego.
Y el fraile, de un soplo mató la luz. Por las ventanas se filtraba la claridad del amanecer y un son de clarines alzábase dominando el hueco trotar de los caballos sobre las losas de la plaza. Era una patrulla de Lanzas de Borbón.
Don Carlos, a pesar del temporal de viento y de nieve, resolvió salir a campaña. Me dijeron que desde tiempo atrás sólo se esperaba para ello a que llegase la caballería de Borbón. ¡Trescientas lanzas veteranas, que más tarde merecieron ser llamadas del Cid! El Conde de Volfani, que había venido con aquella tropa, formaba entre los ayudantes del Rey. Al vernos mostramos los dos mucho contento pues éramos grandes amigos, como puede presumirse, y cabalgamos emparejadas las monturas. Los clarines sonaban rompiendo marcha, el viento levantaba las crines de los caballos, y la gente se agrupaba en las calles para gritar entusiasmada:
—¡Viva Carlos VII!
En lo alto de las angostas ventanas guarecidas bajo los aleros negruzcos, asomaba de largo en largo, alguna vieja: sus manos secas sostenían entornada la falleba al mismo tiempo que con voz casi colérica, gritaba:
—¡Viva el Rey de los buenos cristianos!
Y la voz robusta del pueblo contestaba:
—¡Viva!
En la carretera hicimos alto un instante. El viento de los montes nos azotó tempestuoso, helado, bravío, y nuestros ponchos volaron flameantes, y las boinas, descubriendo las tostadas frentes, tendiéronse hacia atrás con algo de furia trágica y hermosa. Algunos caballos relincharon encabritados, y fué un movimiento unánime el de afirmarse en las sillas. Después toda la columna se puso en marcha. La carretera se desenvolvía entre lomas coronadas de ermitas. Como viento y lluvia continuaron batiéndonos con grandes ráfagas, ordenóse el alto al cruzar el poblado de Zabalcín. El Cuartel Real aposentóse en una gran casería que se alzaba en la encrucijada de dos malos caminos, de ruedas uno y de herradura el otro. Apenas descabalgamos nos reunimos en la cocina al amor del fuego, y una mujeruca corrió por la casa para traer la silla de respaldo donde se sentaba el abuelo y ofrecérsela al Señor Rey Don Carlos. La lluvia no cesaba de batir los cristales con ruidoso azote, y la conversación fué toda para lamentar lo borrascoso del tiempo que nos estorbaba castigar como quisiéramos a la facción alfonsina que ocupaba el camino de Oteiza. Por fortuna cerca del anochecer comenzó a calmar el temporal. Don Carlos me habló en secreto:
—¡Bradomín, qué haríamos para no aburrirnos!
Yo me permití responder;
—Señor, aquí todas las mujeres son viejas. ¿Queréis que recemos el rosario?
El Rey me miró al fondo de los ojos con expresión de burla.
—Oye, dinos el soneto que has compuesto a mi primo Alfonso: Súbete a esa silla.
Los cortesanos rieron: Yo quedé un momento mirándolos a todos, y luego hablé, inclinándome ante el Rey:
—Señor, para juglar nací muy alto.
Don Carlos al pronto dudó: Luego decidiéndose, vino a mí sonriente, y me abrazó:
—Bradomín, no he querido ofenderte: Debes comprenderlo.
—Señor, lo comprendo, pero temí que otros no lo comprendiesen.
El Rey miró a su séquito, y murmuró con severa majestad:
—Tienes razón.
Hubo un largo silencio, sólo turbado por el rafagueo del viento y de las llamas en el hueco de la chimenea. La cocina comenzaba a ser invadida por las sombras, pero a través de los vidrios llorosos, se advertía que en el campo aún era la tarde. Los dos caminos, el de herradura y el de ruedas, se perdían entre peñascales adustos, y en aquella hora los dos aparecían solitarios por igual. Don Carlos me llamó desde el hueco de la ventana, con un gesto misterioso:
—Bradomín, tú y Volfani vendréis acompañándome. Vamos a Estella, pero es preciso que nadie se entere.
Yo, reprimiendo una sonrisa, interrogué:
—Señor, queréis que avise a Volfani?
—Volfani está avisado. Él ha sido quien preparó la fiesta.
Me incliné, murmurando un elogio de mi amigo:
—¡Señor, admiro cómo hacéis justicia a los grandes talentos del Conde!
El Rey guardó silencio, como si quisiese mostrar disgusto de mis palabras: Luego abrió la vidriera, y dijo extendiendo la mano:
—No llueve.
En el cielo anubarrado comenzaba a esbozarse la luna. A poco llegó Volfani:
—Señor, todo está dispuesto.
El Rey, murmuró brevemente:
—Esperemos a que cierre la noche.
En el fondo oscuro de la cocina resonaban dos voces: Don Antonio Lizárraga y Don Antonio Dorregaray, discurrían sobre arte militar: Recordaban las batallas ganadas, y forjaban esperanzas de nuevos triunfos: Dorregaray hablando de los soldados se enternecía: Ponderaba el valor sereno de los castellanos y el coraje de los catalanes, y la acometida de los navarros. De pronto una voz autoritaria interrumpe:
—¡Esos, los mejores soldados del mundo!
Y al otro lado del fuego, se alza lentamente la encorvada figura del viejo general Aguirre. El resplandor rojizo de las llamas temblaba en su rostro arrugado, y los ojos brillaban con fuego juvenil bajo la fosca nieve de las cejas. Con la voz temblona, emocionado como un niño, continuó:
—¡Navarra es la verdadera España! Aquí la lealtad, la fe y el heroísmo se mantienen como en aquellos tiempos en que fuimos tan grandes.
En su voz había lágrimas. Aquel viejo soldado era también un hombre de otros tiempos. Yo confieso que admiro a esas almas ingenuas, que aún esperan de las rancias y severas virtudes la ventura de los pueblos: Las admiro y las compadezco, porque ciegas a toda luz no sabrán nunca que los pueblos, como los mortales, sólo son felices cuando olvidan eso que llaman conciencia histórica, por el instinto ciego del futuro que está cimero del bien y del mal, triunfante de la muerte. Un día llegará, sin embargo, donde surja en la conciencia de los vivos, la ardua sentencia que condena a los no nacidos. ¡Qué pueblo de pecadores trascendentales el que acierte a poner el gorro de cascabeles en la amarilla calavera que llenaba de meditaciones sombrías el alma de los viejos ermitaños! ¡Qué pueblo de cínicos elegantes el que rompiendo la ley de todas las cosas, la ley suprema que une a las hormigas con los astros, renuncie a dar la vida, y en un alegre balneario se disponga a la muerte! ¿Acaso no sería ese el más divertido fin del mundo, con la coronación de Safo y Ganimedes?... Y a todo esto la noche había cerrado por completo, y el claro de la luna iluminaba el alféizar. Por la ventana abierta entraba un aire frío y húmedo que tan pronto abatía como alzaba flameantes las llamas del hogar. Don Carlos nos indicó con un gesto que le siguiésemos: Salimos, y caminamos a pie durante algún tiempo, hasta llegar al abrigo de los peñascales donde un soldado nos esperaba con los caballos del diestro. El Rey montó, arrancando al galope, y nosotros le imitamos. Al pasar ante los guardias, una voz se alzaba en la noche:
—¿Quién vive?
Y el soldado respondía con un grito:
—¡Carlos VII!
—¿Qué gente?
—¡Borbón!
Y nos dejaban paso. Los peñascales que flanquean la carretera parecían llenos de amenazas, y de los montes cercanos llegaba en el silencio de la noche el rumor de las hinchadas torrenteras. En las puertas de la ciudad hubimos de confiar los caballos al soldado, y recatándonos caminamos a pie.
Nos detuvimos ante un caserón con rejas: Era el caserón de mi bella bailarina elevada a Duquesa de Uclés. Llamamos con recato, y la puerta se abrió... El gran farol de hierro estaba encendido, y un hombre marchó delante de nosotros franqueando otras puertas, que francas se quedaban mucho después de pasar. Más de una vez aquel hombre me miró curioso. Yo también le miraba queriendo reconocerle: Tenía una pierna de palo, era alto, seco, avellanado, con ojos de cañí, y la calva y el perfil de César. De pronto sentí esclarecerse mi memoria ante el solemne ademán con que de tiempo en tiempo se acariciaba los tufos. El César de la pata de palo era un famoso picador de toros, hombre de mucha majeza, amigo de las juergas clásicas con cantadores y aristócratas: En otro tiempo se murmuró que me había sustituido en el corazón de la gentil bailarina: Yo nunca quise averiguarlo porque siempre tuve como un deber de andante caballería, respetar esos pequeños secretos de los corazones femeninos. ¡Con profunda melancolía recordé aquel buen tiempo pasado! Parecía despertarse al golpe seco de la pierna de palo, mientras cruzábamos el vasto corredor, sobre cuyos muros se desenvolvía en viejas estampas la historia amorosa de Doña Marina y Hernán Cortés. Mi corazón aún palpitó cuando en el fondo de una puerta surgió la Duquesa. Don Carlos la interrogó:
—¿Ha venido?
—Ya no tardará, Señor.
La Duquesa quiso apartarse cediendo el paso, pero muy galán lo rehusó el Rey:
—Las damas primero.
El salón, apenas alumbrado por los candelabros de las consolas, era grande y frío, con encerada tarima. Ante el sofá del estrado brillaba un brasero de cobre sostenido por garras de león. Don Carlos murmuró, al tiempo que extendía sus manos sobre el rescoldo:
—Las mujeres sólo saben hacerse esperar... ¡Es su gran talento!
Calló, y nosotros respetamos su silencio. La Duquesa me enviaba una sonrisa. Yo, al verla con tocas de viuda, recordé a la dama del negro velo que había salido de la iglesia en el cortejo de Doña Margarita. En el corredor volvía a resonar el golpe de la pata de palo, y un murmullo de voces. A poco entran dos mujeres muy rebozadas y anhelantes, con un vaho de humedad en los mantos. Al vernos, una de ellas retrocede hasta la puerta mostrando disgusto. Don Carlos se acerca, y después de algunas palabras en voz baja, sale acompañándola. La otra, una dueña que andaba sin ruido, sale detrás, pero a los pocos momentos vuelve, y con la mano asomada apenas bajo el manto, hace una seña a Volfani: Volfani se levanta y la sigue. Al vernos solos, murmura y ríe la Duquesa:
—¡Se tapan de usted!
—¿Acaso las conozco?
—No sé... No me pregunté usted nada.
Callé, sin sentir la menor curiosidad, y quise besar las manos ducales de mi amiga, pero ella las retiró sonriendo:
—Ten formalidad. Mira que somos dos viejos.
—¡Tú eres eternamente joven, Carmen!
Me miró un momento, y replicó maliciosa y cruel:
—Pues a ti no te sucede lo mismo.
Y como era muy piadosa, queriendo restañar la herida me hecho al cuello su boa de marta, ofreciéndome los labios como un fruto, ¡Divinos labios que desvanecían en un perfume de rezos el perfume de los olés flamencos! Se apartó vivamente porque el golpe de la pierna de palo volvía a sonar despertando los ecos del caserón. Yo le dije sonriendo:
—¿Qué temes?
Y ella frunciendo el arco de su lindo ceño, respondió:
—¡Nada! ¿También tú crees esa calumnia?
Y besando la cruz de sus dedos, con tanta devoción como gitanería, murmuró:
—¡Te lo juro!... Jamás he tenido nada con ése... Somos paisanos y le guardo ley, y por eso cuando un toro le dejó sin poderse ganar el pan, le recogí de caridad. ¡Tú harías lo mismo!
—¡Lo mismo!
Aún cuando no estuviese muy seguro, lo afirmé solemnemente. La Duquesa, como queriendo borrar por completo aquel recuerdo, me dijo con amoroso reproche:
—¡Ni siquiera me has preguntado por nuestra hija!
Quedé un momento turbado, porque apenas hacía memoria. Luego mi corazón puso la disculpa en mis labios.
—No me atreví.
—¿Por qué?
—No quería nombrarla viniendo en aventura con el Rey.
Una nube de tristeza pasó por los ojos de la madre:
—No la tengo aquí... Está en un convento.
Yo sentí de pronto el amor de aquella hija lejana y casi quimérica:
—¿Se parece a ti?
—No... Es feúcha.
Temiendo una burla, me reí:
—¿Pero de veras es mi hija?
La Duquesa de Uclés volvió a jurar besando la cruz de sus dedos, y tal vez haya sido mi emoción, pero entonces su juramento me pareció limpio de toda gitanería. Fijándome sus grandes ojos morunos, dijo con un profundo encanto sentimental, el encanto sentimental que hay en algunas coplas gitanas:
—Esa criatura es tan hija tuya como mía. Nunca lo oculté, ni siquiera a mi marido. ¡Y cómo la quería el pobrecito!
Se enjugó una lágrima. Era viuda desde el comienzo de la guerra, donde había muerto oscuramente el pacífico Duque de Uclés. La antigua bailarina, fiel a la tradición como una gran dama, se estaba arruinando por la Causa: Ella sola había costeado las armas y monturas de cien jinetes: Cien lanzas que se llamaron de Don Jaime. Al hablar del heredero se enternecía como si también fuese su hijo.
—¿De manera que has visto a mi precioso príncipe?
—Sí.
—¿Y a cuál de las Infantas?
—A Doña Blanca.
—¿Qué salada, verdad? ¡Va a ser más barbiana!
Y aún quedaba en el aire el aleteo precioso de aquella profecía, cuando allá, en el fondo del caserón, resonó la voz del Rey. La Duquesa se puso de pie:
—¿Qué pasará?
Don Carlos entró. Estaba un poco pálido. Nosotros le interrogamos con los ojos. Él dijo:
—A Volfani acaba de darle un accidente. Ya se habían ido esas damas y estaba hablándome, cuando de pronto veo que cae poco a poco, doblándose sobre un brazo del sillón. Yo tuve que sostenerle...
Dicho esto salió, y nosotros, obedeciendo el mandato que no llegó a formular, salimos tras él. Volfani estaba en un sillón, deshecho, encogido, doblado y con la cabeza colgante. Don Carlos se acercó, y levantándole en sus brazos robustos, le asentó mejor:
—¿Cómo estás, Volfani?
Volfani hizo visibles esfuerzos para contestar, pero no pudo. De su boca inerte, caída, hilábanse las babas. La Duquesa acudió a limpiarlas, caritativa y excelsa como la Verónica. Volfani posó sobre nosotros sus tristes ojos mortales. La Duquesa, con el ánimo que las mujeres tienen para tales trances, le habló:
—Esto no es nada, Señor Conde. A mi marido, como estaba un poco grueso...
Volfani agitó un brazo que le colgaba, y los labios exhalaron un ronquido donde se adivinaba el esbozo de algunas palabras. Nosotros nos miramos creyendo verle morir. El ronquido, manchado por una espuma de saliva, volvió a pasar entre los labios de Volfani: De los ojos nublados se desprendieron dos lágrimas que corrieron escuetas por las mejillas de cera. Don Carlos le habló como a un niño, levantando la voz con cariñosa autoridad:
—Vas a ser trasladado a tu casa. ¿Quieres que te acompañe Bradomín?
Volfani siguió mudo. El Rey nos llamó aparte, y hablamos los tres en secreto. Lo primero, como cumplía a corazones cristianos y magnánimos, fué lamentar el disgusto de la pobre María Antonieta: Después fué augurarle la muerte del pobre Volfani: Lo último fué acordar de qué suerte había que trasladársele para evitar todo comento. La Duquesa advirtió que no Podían llevarle criados de su casa, convínose en ello y al cabo de algunas dudas se acordó confiar el caso a Rafael el Rondeño. El César de la pata de palo, luego de enterarse, se acarició los tufos y dijo ceceando:
—¿Pero estamos seguros de que no es vino lo que tiene?
La Duquesa, poseída de justa indignación, le impuso silencio. El César, impasible, continuó acariciándose los tufos hasta que al fin se encaró con nosotros dando por resuelto el caso. Cargarían con el cuerpo del Conde Volfani dos sargentos que estaban alojados en los desvanes. Eran hombres de confianza, veteranos del Quinto de Navarra, y le llevarían a su casa como si viniesen de camino. Y terminó su discurso con una palabra que, como una caña de manzanilla, daba todo el aroma de su antigua vida de torero y jácaro: ¿Hace?
Nos volvimos adonde habíamos dejado los caballos. El Rey no ocultaba su disgusto: Frecuentemente repetía, condolido y obstinado:
—¡Pobre Volfani! Era un corazón leal.
Durante algún tiempo sólo se escuchó el paso de las cabalgaduras. La luna, una luna clara de invierno, iluminaba la aridez nevada del MonteJurra. El viento avendavalado y frío, nos batía de frente. Don Carlos habló, y una ráfaga llevóse deshechas sus palabras. Apenas pude entender:
—¿Crees que morirá?...
Yo haciendo tornavoz con la mano grité:
—¡Lo temo, Señor!...
Y un eco repitió mis palabras borrosas, informes. Don Carlos guardó silencio, y durante el camino no habló más. Descabalgamos al abrigo de los peñascales que había inmediatos a la casería, y entregando las riendas al soldado que nos acompañaba, caminamos a pie. En la puerta nos detuvimos un instante contemplando las nubes negras que el viento hacía desfilar sobre la luna. Don Carlos aún murmuró:
—¡Maldito tiempo! ¡Era un corazón leal!
Dirigió una última mirada al cielo torvo, que amenazaba ventisca, y entró. Traspuesto el umbral, percibimos rumor de voces que disputaban. Yo tranquilicé al Rey:
—No es nada, Señor: Están jugándose las futuras soldadas.
Don Carlos tuvo una sonrisa indulgente.
—¿Conoces quiénes son?
—Lo adivino, Señor. Todo el Cuartel Real.
Habíamos entrado en la sala donde estaba dispuesto el aposento del Rey. Un velón alumbraba sobre la mesa, la cama aparecía cubierta por rica piel de topo, y el brasero, colocado entre dos sillas de campaña, ardía con encenizados fulgores. Don Carlos, sentándose a descansar, me dijo con amable ironía:
—Bradomín, sabes que esta noche me han hablado con horror de ti... Dicen que tu amistad trae la desgracia... Me han suplicado que te aleje de mi persona.
Yo murmuré sonriendo:
—¿Ha sido una dama, Señor?
—Una dama que no te conoce... Pero cuenta que su abuela siempre te maldijo como al peor de los hombres.
Sentí una vaga aprensión:
—¿Quién era su abuela, Señor?
—Una princesa romañola.
Callé sobrecogido. Acababa de levantarse en mi alma, penetrándola con un frío mortal, el recuerdo más triste de mi vida. Salí de la estancia con el alma cubierta de luto. Aquel odio que una anciana transmitía a sus nietas, me recordaba el primero, el más grande amor de mi vida perdido para siempre en la fatalidad de mi destino. ¡Con cuánta tristeza recordé mis años juveniles en la tierra italiana, el tiempo que servía en la Guardia Noble de Su Santidad! Fué entonces cuando en un amanecer de primavera donde temblaba la voz de las campanas y se sentía el perfume de las rosas recién abiertas, llegué a la vieja ciudad pontificia, y al palacio de una noble princesa que me recibió rodeada de sus hijas, como en Corte de Amor. Aquel recuerdo llenaba mi alma. Todo el pasado, tumultuoso y estéril, echaba sobre mí ahogándome, sus aguas amargas.
Buscando estar a solas salíme al huerto, y durante mucho tiempo paseé en la noche callada mi soledad y mis tristezas, bajo la luna, otras veces testigo de mis amores y de mis glorias. Oyendo el rumor de las hinchadas torrenteras que se despeñaban inundando los caminos, yo las comparaba con mi vida, unas veces rugiente de pasiones y otras cauce seco y abrasado. Como la luna no disipase mis negros pensamientos, comprendí que era forzoso buscar el olvido en otra parte, y suspirando resignado me junté con mis mundanos amigos del Cuartel Real. ¡Ay, triste es confesarlo, pero para las almas doloridas ofrece la blanca luna menos consuelos que un albur! Con el canto del gallo tocaron diana las cornetas, hube de guardar mi ganancia volviendo a sumirme en cavilaciones sentimentales. A poco un ayudante vino a decirme que me llamaba el Rey. Le hallé en su cámara apurando a sorbos una taza de café, ya calzadas las espuelas y ceñido el sable:
—Bradomín, ahora soy contigo.
—A vuestras órdenes, Señor.
El Rey apuró el último sorbo, y dejando la taza me llevó al hueco de la ventana:
—¡Con que nos ha salido otro cura faccioso!... Hombre leal y valiente, según me dicen, pero fanático... El cura de Orio.
Yo interrogué:
—¿Un émulo de Santa Cruz?
—No... Un pobre viejo para quien no han pasado los años, y que hace la guerra como en tiempos de mi abuelo... Creo que intenta quemar por herejes a dos viajeros rusos, dos locos sin duda... Yo quiero que tú te avistes con él, para hacerle entender que son otros los tiempos: Aconséjale que vuelva a su iglesia y que entregue los prisioneros. Ya sabes que no quiero disgustar a Rusia.
—¿Y qué debo hacer si tiene la cabeza demasiado dura?
Don Carlos sonrió con majestad:
—Rompérsela.
Y se apartó para recibir un correo que llegaba. Yo quedé en el mismo sitio, esperando una última palabra. Don Carlos alzó un momento los ojos del parte que leía y tuvo para mí una de sus miradas afables, nobles, serenas, tristes. Una mirada de gran Rey.
Salí, y un momento después cabalgaba llevando por escolta diez lanzas, escogidas, de Borbón. No hicimos parada hasta San Pelayo de Ariza. Allí supe que una facción alfonsina había cortado el puente de Omellín: Pregunté si era hacedero pasar el río, y me dijeron que no: El vado con las crecidas estaba imposible, y la barca había sido quemada. Hacíase forzoso volver atrás y seguir el camino de los montes para cruzar el río por el puente de Arnáiz. Yo quería, ante todo, dar cumplimiento a la misión que llevaba, y no vacilé, aun cuando suponía llena de riesgos aquella ruta, cosa que con los mayores extremos confirmó el guía, un viejo aldeano con tres hijos mozos en los Ejércitos del Señor Rey Don Carlos.
Antes de emprender la jornada bajamos con los caballos a que bebiesen en el río, y al mirar tan cerca la otra orilla, sentí la tentación de arriesgarme. Consulté con mis hombres, y como unos se mostrasen resueltos mientras otros dudaban, puse fin a tales pláticas entrándome río adentro con mi caballo: El animal tembloroso sacudía las orejas: Ya nadaba con el agua a la cincha, cuando en la otra ribera asomó una vieja cargada de leña, y comenzó a gritarnos. Al pronto supuse que nos advertía lo peligroso del paso. A mitad de la corriente, entendí mejor sus voces.
—¡Teneos, mis hijos! No paséis por el amor de Dios. Todo el camino está cubierto de negros alfonsistas...
Y echando al suelo el haz de leña, bajó hasta meterse con los zuecos en el agua, los brazos en alto como una sibila aldeana, clamorosa, desesperada y adusta:
—¡Dios Nuestro Señor quiere probarnos y saber ansí la fe que cada uno tiene en la su ánima, y la firme conciencia de los procederes!... ¡Cuentan y no acaban que han ganado una gran batalla! Albuín, Tafal. Endrás, Otáiz, todo es de los negros, mis hijos...
Me volví a mirar el talante que mostraba mi gente y halléme que retrocedía acobardada. En el mismo instante sonaron algunos tiros, y pude ver en el agua el círculo de las balas que caían cerca de mí. Apresuréme para ganar la otra orilla, y cuando ya mi caballo se erguía asentando los cascos en la arena, sentí en el brazo izquierdo el golpe de una bala y correr la sangre caliente por la mano adormecida. Mis jinetes, doblados sobre el arzón, ya trepaban al galope por una cuesta entre húmedos jarales. Con los caballos cubiertos de sudor entramos en la aldea. Hice llamar a un curandero que me puso el brazo entre cuatro cañas, y sin más descanso ni otra prevención, tomé con mis diez lanzas el camino de los montes. El guía, que caminaba a pie al diestro de mi caballo, no cesaba de augurar nuevos riesgos.
Los dolores que mi brazo herido me causaban eran tan grandes, que los soldados de la escolta viendo mis ojos encendidos por la fiebre, y mi rostro de cera, y mis barbas sombrías, que en pocas horas simulaban haber crecido como en algunos cadáveres, guardaban un silencio lleno de respeto. El dolor casi me nublaba los ojos, y como mi caballo corría abandonado sobre el borrén la rienda, al cruzar una aldea faltó poco para que atropellase a dos mujeres que caminaban juntas, enterrándose en los lodazales. Gritaron al apartarse, fijándome los ojos asustados: Una de aquellas mujeres me reconoció:
—¡Marqués!
Me volví con un gesto de dolorida indiferencia:
—¿Qué quiere usted, señora?
—¿No se acuerda usted de mí?
Y se acercó, descubriéndose un poco la cabeza que se tocaba con una mantilla de aldeana navarra. Yo vi un rostro arrugado y unos ojos negros, de mujer enérgica y buena. Quise recordar:
—¿Es usted?...
Y me detuve indeciso. Ella acudió en mi ayuda:
—¡Sor Simona, Marqués!... ¿Parece mentira que no se acuerde?
Yo repetí desvanecida la memoria:
—Sor Simona...
—¡Si me ha visto cien veces cuando estábamos en la frontera con el Rey! ¿Pero qué tiene? ¿Está herido?
Por toda respuesta le mostré mi mano lívida, con las uñas azulencas y frías. Ella la examinó un momento, y acabó exclamando con bondadoso ímpetu:
—Usted no puede seguir así, Marqués.
Yo murmuré:
—Es preciso que cumpla una orden del Rey.
—Aunque haya de cumplir cien órdenes. Tengo visto en esta guerra muchos heridos, y le digo que ese brazo no espera... Por lo tanto que espere el Rey.
Y tomó el diestro de mi caballo para hacerle torcer de camino. En aquella cara arrugada y morena, los ojos negros y ardientes de monja fundadora, estaban llenos de lágrimas: Volviéndose a los soldados, les dijo:
—Venid detrás, muchachos.
Hablaba con tono autoritario y enternecido, que yo había escuchado tantas veces a las viejas abuelas mayorazgas. Aun cuando el dolor me robaba toda energía, llevado de mis hábitos galantes hice un esfuerzo por apearme. Sor Simona se opuso con palabras que a la vez eran bruscas y amables. Obedecí, falto de toda voluntad, y entramos por una calle de huertos y casuchas bajas que humeaban en la paz del crepúsculo, esparciendo en el aire el olor de la pinocha quemada. Yo percibía como en un sueño las voces de algunos niños que jugaban, y los gritos furibundos de las madres. Las ramas de un sauce que vertía su copa fuera de la tapia, me dieron en la cara. Inclinándome en la silla pasé bajo su sombra adversa.
Nos detuvimos ante una de esas hidalgas casonas aldeanas, con piedra de armas sobre la puerta y ancho zaguán donde se percibe el aroma del mosto, que parece pregonar la generosa voluntad. Estaba en una plaza donde crecía la yerba: En el ámbito desierto resonaba el martillo del herrador y el canto de una mujeruca que remendaba su refajo. Sor Simona me dijo, mientras me ayudaba a descabalgar:
—Aquí tenemos nuestro retiro, desde que los republicanos quemaron el convento de Abarzuza... ¡La furia que les entró cuando la muerte de su general!
Yo interrogué vagamente:
—¿Qué general?
—¡Don Manuel de la Concha!
Entonces recordé haber oído, no sabía cuándo ni dónde, que la nueva de aquel suceso, una monja con disfraz de aldeana hubo de llevarla a Estella. La monja, por ganar tiempo, había caminado toda la noche a pie, en medio de una tormenta, y al llegar fué tomada por visionaria. Era Sor Simona. Al darse a conocer aun me lo recordó sonriendo:
—¡Ay, Marqués, creí que aquella noche me fusilaban!
Yo subía, apoyado en su hombro, la ancha escalera de piedra, y delante de nosotros subía la compañera de Sor Simona. Era casi una niña, con los ojos aterciopelados, muy amorosos y dulces. Se adelantó para llamar, y nos abrió la hermana portera:
—¡Deo gracias!
—¡A Dios sean dadas!
Sor Simona me dijo:
—Aquí tenemos nuestro hospital de sangre.
Yo distinguí en el fondo crepuscular de una sala blanca entarimada de nogal, un grupo de mujeres con tocas, haciendo hilas y rasgando vendajes. Sor Simona ordenó:
—Dispongan una cama en la celda donde estuvo Don Antonio Dorregaray.
Dos monjas se levantaron y salieron: Una de ellas llevaba a la cintura un gran manojo de llaves. Sor Simona, ayudada por la niña que viniera acompañándola, comenzó a desatar el vendaje de mi brazo:
—Vamos a ver cómo está. ¿Quién le puso estas cañas?
—Un curandero de San Pelayo de Ariza.
—¡Válgame Dios! ¿Le dolerá mucho?
—¡Mucho!
Libre de las ligaduras que me oprimían el brazo, sentí un alivio, y me enderecé con súbita energía:
—Háganme una cura ligera, para que pueda continuar mi camino.
Sor Simona murmuró con gran reposo:
—¡Siéntese!... No hable locuras. Ya me dirá cuál es esa orden del Rey... Si fuese preciso, la llevaré yo misma.
Me senté, cediendo al tono de la monja:
—¿Qué pueblo es éste?
—Villareal de Navarra.
—¿Cuánto dista de Amelzu?
—Seis leguas.
Yo murmuré reprimiendo una queja:
—Las órdenes que llevo son para el Cura de Orio.
—¿Qué órdenes son?
—Que me entregue unos prisioneros. Es preciso que hoy mismo me aviste con él.
Sor Simona movió la cabeza:
—Ya le digo que no piense en tales locuras. Yo me encargo de arreglar eso. ¿Qué prisioneros son los que ha de entregarle?
—Dos extranjeros a quienes ha ofrecido quemar por herejes.
La monja rió celebrándolo:
—¡Qué cosas tiene ese bendito!
Yo, reprimiendo una queja, también me reí. Un momento mis ojos encontraron los ojos de la niña, que asustados y compasivos, se alzaban de mi brazo amarillento donde se veía el cárdeno agujero de la bala. Sor Simona le advirtió en voz baja:
—Maximina, que pongas sábanas de hilo en la cama del Señor Marqués.
Salió presurosa: Sor Simona me dijo:
—Estaba viendo que rompía a llorar. ¡Es una criatura buena como los ángeles!
Yo sentí el alma llena de ternura por aquella niña de los ojos aterciopelados, compasivos y tristes. La memoria acalenturada, comenzó a repetir unas palabras con terca insistencia:
—¡Es feúcha! ¡Es feúcha! ¡Es feúcha!...
Me acosté con ayuda de un soldado y una vieja criada de las monjas. Sor Simona llegó a poco, y, sentándose a mi cabecera, comenzó:
—He mandado un aviso al alcalde, para que aloje a la gente que usted trae. El médico viene ahora, está terminando la visita en la sala de Santiago.
Yo asentí con apagada sonrisa. Poco después, oíamos en el corredor una voz cascada y familiar, hablando con las monjas que respondían melifluas. Sor Simona murmuró:
—Ya está ahí.
Todavía pasó algún tiempo hasta que el médico asomó en la puerta, tarareando un zorcico: Era un viejo jovial, de mejillas bermejas y ojos habladores, de una malicia ingenua: Deteniéndose en el umbral, exclamó:
—¿Qué hago? ¿Me quito la boina?
Yo murmuré débilmente:
—No, señor.
—Pues no me la quito. Aun cuando quien debiera autorizarlo era la Madre Superiora... Veamos qué tiene el valiente caporal.
Sor Simona murmuró con severa cortesía de señora antigua:
—Este caporal es el Marqués de Bradomín.
Los ojos alegres del viejo, me miraron con atención:
—De oídas le conocía mucho.
Calló inclinándose para examinarme la mano, y comenzando a desatar el vendaje, se volvió un momento:
—¿Sor Simona, quiere hacerme el favor de aproximar la luz?
La monja acudió. El médico me descubrió el brazo hasta el hombro, y deslizó sus dedos oprimiéndolo: Sorprendido levantó la cabeza:
—¿No duele?
Yo respondí con voz apagada:
—¡Algo!
—¡Pues grite! Precisamente hago el reconocimiento para saber dónde duele.
Volvió a empezar deteniéndose mucho, y mirándome a la cara: Bordeando el agujero de la bala me hincó más fuerte los dedos:
—¿Duele aquí?
—Mucho.
Oprimió más, y sintióse un crujido de huesos. Por la cara del médico pasó como una sombra y murmuró dirigiéndose a la monja, que alumbraba inmóvil:
—Están fracturados el cubito y el radio, y con fractura conminuta.
Sor Simona, asintió con los ojos. El médico bajó la manga cuidadosamente, y mirándome cara a cara, me dijo:
—Ya he visto que es usted un hombre valiente.
Sonreí con tristeza, y hubo un momento de silencio. Sor Simona dejó la luz sobre la mesa y tornó al borde de la cama. Yo veía en la sombra las dos figuras atentas y graves. Comprendiendo la razón de aquel silencio, les hablé:
—¿Será preciso amputar el brazo?
El médico y la monja se miraron. Leí en sus ojos la sentencia, y sólo pensé en la actitud que a lo adelante debía adoptar con las mujeres para hacer poética mi manquedad. ¡Quién la hubiera alcanzado en la más alta ocasión que vieron los siglos! Yo confieso que entonces más envidiaba aquella gloria al divino soldado, que la gloria de haber escrito el Quijote. Mientras cavilaba estas locuras volvió el médico a descubrirme el brazo y acabó declarando que la gangrena no consentía esperas. Sor Simona le llamó con un gesto, y apartados en un extremo de la estancia vi conferencias en secreto. Después la monja volvió a mi cabecera:
—Hay que tener ánimo, Marqués.
Yo murmuré:
—Lo tengo, Sor Simona.
Y volvió a repetir la buena Madre:
—¡Mucho ánimo!
La miré fijamente, y le dije:
—¡Pobre Sor Simona, no sabe cómo anunciármelo!
La monja guardó silencio y la vaga esperanza que yo había conservado hasta entonces, huyó como un pájaro que vuela en el crepúsculo: Yo sentí que era mi alma como viejo nido abandonado. La monja susurró:
—Es preciso tener conformidad con las desgracias que nos manda Dios.
Alejóse con leve andar, y vino el médico a mi cabecera: Un poco receloso le dije:
—¿Ha cortado usted muchos brazos, Doctor?
Sonrió, afirmando con la cabeza:
—Algunos, algunos.
Entraban dos monjas, y se apartó para ayudarlas a disponer sobre una mesa hilas y vendajes. Yo seguía con los ojos aquellos preparativos, y experimentaba un goce amargo y cruel, dominando el femenil sentimiento de compasión que nacía en mí ante la propia desgracia. El orgullo, mi gran virtud, me sostenía. No exhalé una queja ni cuando me rajaron la carne, ni cuando serraron el hueso, ni cuando cosieron el muñón. Puesto el último vendaje, Sor Simona murmuró con un fuego simpático en los ojos:
—¡No he visto nunca tanto ánimo!
Y los acólitos que habían asistido al sacrificio, prorrumpieron también en exclamaciones:
—¡Qué valor!
—¡Cuánta entereza!
—¡Y nos pasmábamos del General!
Yo sospeché que me felicitaban, y les dije con voz débil:
—¡Gracias, hijos míos!
Y el médico que se lavaba la sangre de las manos, les advirtió jovial:
—Dejadle que descanse...
Cerré los ojos para ocultar dos lágrimas que acudían a ellos, y sin abrirlos advertí que la estancia quedaba a oscuras. Después unos pasos tenues vagaron en torno mío, y no sé si mi pensamiento se desvaneció en un sueño o en un desmayo.
Era todo silencio en torno mío, y al borde de mi cama una sombra estaba en vela. Abrí los párpados en la vaga oscuridad, y la sombra se acercó solícita: Unos ojos aterciopelados, compasivos y tristes, me interrogaron:
—¿Sufre mucho, señor?
Eran los ojos de la niña, y al reconocerlos sentí como si las aguas de un consuelo me refrescasen la aridez abrasada del alma. Mi pensamiento voló como una alondra rompiendo las nieblas de la modorra donde persistía la conciencia de las cosas reales, angustiada, dolorida y confusa. Alcé con fatiga el único brazo que me quedaba, y acaricié aquella cabeza que parecía tener un nimbo de tristeza infantil y divina. Se inclinó besándome la mano, y al incorporarse tenía el terciopelo de los ojos brillante de lágrimas. Yo le dije:
—No tengas pena, hija mía.
Hizo un esfuerzo para serenarse, y murmuró conmovida:
—¡Es usted muy valiente!
Yo sonreí un poco orgulloso de aquella ingenua admiración:
—Ese brazo no servía de nada.
La niña me miró, con los labios trémulos, abiertos sobre mí sus dos grandes ojos como dos florecillas franciscanas de un aroma humilde y cordial. Yo le dije deseoso de gustar otra vez el consuelo de sus palabras tímidas:
—Tú no sabes que si tenemos dos brazos es como un recuerdo de las edades salvajes, para trepar a los árboles, para combatir con las fieras... Pero en nuestra vida de hoy, basta y sobra con uno, bija mía... Además, espero que esa rama cercenada servirá para alargarme la vida, porque ya soy como un tronco viejo.
La niña sollozó:
—¡No hable usted así, por Dios! ¡Me da mucha pena!
La voz un poco aniñada se ungía con el mismo encanto que los ojos, mientras en la penumbra de la alcoba quedaba indeciso el rostro menudo, pálido, con ojeras. Yo murmuré débilmente, enterrada la cabeza en las almohadas:
—Háblame, hija mía.
Ella repuso ingenua y casi riente, como si pasase por sus palabras una ráfaga de alegría infantil:
—¿Por qué quiere usted que le hable?
—Porque el oírte me hace bien. Tienes la voz balsámica.
La niña quedóse un momento pensativa y luego repitió, como si buscase en mis palabras un sentido oculto:
—¡La voz balsámica!
Y recogida en su silla de enea, a la cabecera de mi lecho, permaneció silenciosa, pasando lentamente las cuentas del rosario. Yo la veía al través de los párpados flojos, hundido en el socavón de las almohadas que parecían contagiarme la fiebre, caldeadas, quemantes. Poco a poco volvieron a cercarme las nieblas del sueño, un sueño ingrávido y flotante, lleno de agujeros, de una geometría diabólica. Abrí los ojos de pronto, y la niña me dijo:
—Ahora se fué la Madre Superiora. Me ha reñido, porque dice que le fatigo a usted con mi charla, de manera que va usted a estarse muy callado.
Hablaba sonriendo, y en su cara triste y ojerosa, era la sonrisa como el reflejo del sol en las flores humildes, cubiertas de rocío. Recogida en su silla de enea, me fijaba los ojos llenos de sueños tristes. Yo al verla sentía penetrada el alma de una suave ternura, ingenua como amor de abuelo que quiere dar calor a sus viejos días consolando las penas de una niña y oyendo sus cuentos. Por oír su voz, le dije:
—¿Cómo te llamas?
—Maximina.
—Es un nombre muy bonito.
Me miró poniéndose encendida, y repuso risueña y sincera:
—¡Será lo único bonito que tenga!
—Tienes también muy bonitos los ojos.
—Los ojos podrá ser... ¡Pero soy toda yo tan poca cosa!...
—¡Ay!... Adivino que vales mucho.
Me interrumpió muy apurada:
—No, señor, ni siquiera soy buena.
Tendí hacia ella mi única mano:
—La niña más buena que he conocido.
—¡Niña!... Una mujer enana, Señor Marqués. ¿Cuántos años cree usted que tengo?
Y puesta en pie, cruzaba los brazos ante mí, burlándose ella misma de ser tan pequeña. Yo le dije con amable zumba:
—¡Acaso tengas veinte años!
Me miró muy alegre:
—¡Cómo se burla usted de mí!... Aún no tengo quince años, Señor Marqués... ¡Si creí que iba usted a decir doce!... ¡Ay, que le estoy haciendo hablar y no me prohibió otra cosa la Madre Superiora!
Sentóse muy apurada y se llevó un dedo a los labios al tiempo que sus ojos demandaban perdón. Yo insistí en hacerla hablar:
—¿Hace mucho que eres novicia?
Ella, sonriente, volvió a indicar el silencio: Después murmuró:
—No soy novicia: Soy educanda.
Y sentada en la silla de enea quedó abstraída. Yo callaba, sintiendo sobre mí el encanto de aquellos ojos poblados por los sueños. ¡Ojos de niña, sueños de mujer! ¡Luces de alma en pena en mi noche de viejo!
Las tropas leales cruzaban la calle batiendo marcha. Se oía el bramido fanático del pueblo que acudía a verlas. Unos gritaban:
—¡Viva Dios!
Otros gritaban arrojando al aire las boinas:
—¡Viva el Rey! ¡Viva Carlos VII!
Recordé de pronto las órdenes que llevaba y quise incorporarme, pero el dolor del brazo amputado me lo impidió: Era un dolor sordo que me fingía tenerlo aún, pesándome como si fuese de plomo. Volviendo los ojos a la novicia le dije con tristeza y burla:
—¡Hermana Maximina!, ¿quieres llamar en mi ayuda a la Madre Superiora?
—No está la Madre Superiora... ¡Si yo puedo servirle!
La contemplé sonriendo:
—¿Y te atreverías a correr por mí un gran peligro?
La novicia bajó los ojos, mientras en las mejillas pálidas florecían dos rosas:
—Yo sí.
—¡Tú mi pobre pequeña!
Callé, porque la emoción embargaba mi voz, una emoción triste y grata al mismo tiempo: Yo adivinaba que aquellos ojos aterciopelados y tristes serían ya los últimos que me mirasen con amor. Era mi emoción como la del moribundo que contempla los encendidos oros de la tarde y sabe que aquella tarde tan bella es la última. La novicia levantando hacia mí sus ojos, murmuró:
—No se fije en que soy tan pequeña, Señor Marqués.
Yo le dije sonriendo:
—¡A mí me pareces muy grande, hija mía!... Me imagino que tus ojos se abren allá en el cielo.
Ella me miró risueña, al mismo tiempo que con una graciosa seriedad de abuela repetía:
—¡Qué cosas!... ¡Qué cosas dice este señor!
Yo callé contemplando aquella cabeza llena de un encanto infantil y triste. Ella, después de un momento me interrogó con la adorable timidez que hacía florecer las rosas en sus mejillas:
—¿Por qué me ha dicho si me atrevería a correr un peligro?...
Yo sonreí:
—No fué eso lo que te dije, hija mía. Te dije si te atreverías a correrlo por mí.
La novicia calló, y vi temblar sus labios que se tornaron blancos. Al cabo de un momento murmuró sin atreverse a mirarme, inmóvil en su silla de enea, con las manos en cruz:
—¿No es usted mi prójimo?
Yo suspiré:
—Calla, por favor, hija mía.
Y me cubrí los ojos con la mano, en una actitud trágica. Así permanecí mucho tiempo esperando que la niña me interrogase, pero como la niña permanecía muda, me decidí a ser el primero en romper aquel largo silencio:
—Qué daño me han hecho tus palabras: Son crueles como el deber.
La niña murmuró:
—El deber es dulce.
—El deber que nace del corazón, pero no el que nace de una doctrina.
Los ojos aterciopelados y tristes me miraron serios:
—No entiendo sus palabras, señor.
Y después de un momento, levantándose para mullir mis almohadas, murmuró apenada de ver mi ceño adusto:
—¿Qué peligro era ese, Señor Marqués?
Yo la miré todavía severo:
—Era un vago hablar, Hermana Maximina.
—¿Y por qué deseaba ver a la Madre Superiora?
—Para recordarle un ofrecimiento que me hizo y del cual se ha olvidado.
Los ojos de la niña me miraron risueños:
—Yo sé cuál es: Que se viese con el Cura de Orio. ¿Pero quién le ha dicho que se ha olvidado? Entró aquí para despedirse de usted, y como dormía no quiso despertarle.
La novicia calló para correr a la ventana. De nuevo volvían a resonar en la calle los gritos con que el pueblo saludaba a las tropas leales:
—¡Viva Dios! ¡Viva el Rey!
La novicia tomó asiento en uno de los poyos que flanqueaban la ventana, aquella ventana angosta, de vidrios pequeños y verdeantes, única que tenía la estancia. Yo le dije:
—¿Por qué te vas tan lejos, hija mía?
—Desde aquí también le oigo.
Y me enviaba la piadosa tristeza de sus ojos sentada al borde de la ventana desde donde se atalayaba un camino entre álamos secos, y un fondo de montes sombríos, manchados de nieve. Como en los siglos medievales y religiosos llegaban desde la calle las voces del pueblo: ¡Viva Dios! ¡Viva el Rey!
Exaltaba la fiebre mis pensamientos. Dormía breves instantes, y despertábame con sobresalto, sintiendo aferrada y dolorida en un término remoto, la mano del brazo cercenado. Fué para mí todo el día de un afán angustioso. Sor Simona entró al anochecer, saludándome con aquella voz grave y entera que tenía como levadura de las rancias virtudes castellanas:
—¿Qué tal van esos ánimos, Marqués?
—Decaídos, Sor Simona.
La monja sacudió bravamente el agua que mojaba su mantilla de aldeana:
—¡Vaya que me ha costado trabajo convencer a ese bendito Cura de Orio!...
Yo murmuré débilmente:
—¿Le ha visto?
—De allá vengo... Cinco horas de camino, y una hora de sermón hasta que me cansé y le hablé fuerte... Tentaciones tuve de arañarle la cara y hacer de Infanta Carlota. ¡Dios me lo perdone!... No sé ni lo que hablo. El pobre hombre no había pensado nunca en quemar a los prisioneros, pero quería retenerlos para ver si los convertía. En fin, ya están aquí.
Yo me incorporé en las almohadas:
—¿Sor Simona, quiere usted autorizarles a entrar?
La Madre Superiora se acercó a la puerta y gritó:
—Sor Jimena, que pasen esos señores.
Luego volviendo a mi cabecera, murmuró:
—Se conoce que son personas de calidad. Uno de ellos parece un gigante. El otro es muy joven, con cara de niña, y sin duda era estudiante allá en su tierra, porque habla el latín mejor que el Cura de Orio.
La Madre Superiora calló poniendo atención a unos pasos lentos y cansados que se acercaban corredor adelante, y quedó esperando vueltos los ojos a la puerta, donde no tardó en asomar una monja llena de arrugas, con tocas muy almidonadas y un delantal azul: En la frente y en las manos tenía la blancura de las hostias:
—Madrecica, esos caballeros venían tan cansados y arrecidos que les he llevado a la cocina para que se calienten unas migajicas. ¡Viera cómo se quedan comiendo unas sopicas de ajo con que les he regalado! Si parece que no habían catado en tres días cosa de sustancia. ¿La Madrecica ha reparado cómo se les conoce en las manos pulidas ser personas de mucha calidad?
Sor Simona repuso con una sonrisa condescendiente:
—Algo de eso he reparado.
—El uno es tenebroso como un alcalde mayor, pero el otro es un bien rebonico zagal para sacarlo en un paso de procesión, con el tontillo de seda y las alicas de pluma, en la guisa que sale el Arcángel San Rafael.
La Madre Superiora sonreía oyendo a la monja, cuyos ojos azules y límpidos conservaban un candor infantil entre los párpados llenos de arrugas. Con jovial entereza le dijo:
—Sor Jimena, con las sopas de ajo le sentará mejor que las alicas de pluma, un trago de vino rancio.
—¡Y tiene razón, Madrecica! Ahora voy a encandilarles con él.
Sor Jimena salió arrastrando los pies, encorvada y presurosa. Los ojos de la Madre Superiora la miraron salir llenos de indulgente compasión:
—¡Pobre Sor Jimena, ha vuelto a ser niña!
Después tomó asiento a mi cabecera y cruzó las manos. Anochecía y los vidrios llorosos de la ventana dejaban ver sobre el perfil incierto de los montes, la mancha de la nieve argentada por la luna. Se oía lejano el toque de una corneta, Sor Simona me dijo:
—Los soldados que vinieron con usted han hecho verdaderos horrores. El pueblo está indignado con ellos y con los muchachos de una partida que llegó ayer. Al escribano Arteta le han dado cien palos por negarse a desfondar una pipa y convidarlos a beber, y a Doña Rosa Pedrayes la han querido emplumar porque su marido, que murió hace veinte años, fué amigo de Espartero. Cuentan que han subido los caballos al piso alto, y que en las consolas han puesto la cebada para que comiesen. ¡Horrores!
Seguíase oyendo el toque vibrante y luminoso de la corneta que parecía dar sus notas al aire como un despliegue de bélicas banderas. Yo sentí alzarse dentro de mí el ánimo guerrero, despótico, feudal, este noble ánimo atávico, que haciéndome un hombre de otros tiempos, hizo en éstos mi desgracia. ¡Soberbio Duque de Alba! ¡Glorioso Duque de Sesa, de Terranova y Santángelo! ¡Magnífico Hernán Cortés!: Yo hubiera sido alférez de vuestras banderas en vuestro siglo. Yo siento, también, que el horror es bello, y amo la púrpura gloriosa de la sangre, y el saqueo de los pueblos, y a los viejos soldados crueles, y a los que violan doncellas, y a los que incendian mieses, y a cuantos hacen desafueros al amparo del fuero militar. Alzándome en las almohadas se lo dije a la monja:
—Señora, mis soldados guardan la tradición de las lanzas castellanas, y la tradición es bella como un romance y sagrada como un rito. Si a mí vienen con sus quejas, así se lo diré a esos honrados vecinos de Villarreal de Navarra.
Yo vi en la oscuridad que la monja se enjugaba una lágrima: Con la voz emocionada, me habló:
—Marqués, yo también se lo dije así... No con esas palabras, que no sé hablar con tanta elocuencia, pero sí en el castellano claro de mi tierra. ¡Los soldados deben ser soldados, y la guerra debe ser guerra!
En esto la otra monja llena de arrugas, risueña bajo sus tocas blancas y almidonadas, abrió la puerta tímidamente y asomó con una luz, pidiendo permiso para que entrasen los prisioneros. A pesar de los años reconocí al gigante: Era aquel príncipe ruso que provocara un día mi despecho, cuando allá en los países del sol quiso seducirle la Niña Chole. Viendo juntos a los dos prisioneros, lamenté más que nunca no poder gustar del bello pecado, regalo de los dioses y tentación de los poetas. En aquella ocasión hubiera sido mi botín de guerra y una hermosa venganza, porque era el compañero del gigante el más admirable de los efebos. Considerando la triste aridez de mi destino, suspiré resignado. El efebo me habló en latín, y en sus labios el divino idioma evocaba el tiempo feliz en que otros efebos sus hermanos, eran ungidos y coronados de rosas por los emperadores:
—Señor, mi padre os da las gracias.
Con aquella palabra padre, alta y sonora, era también como sus hermanos nombraban a los emperadores. Y le dije enternecido:
—¡Que los dioses te libren de todo mal, hijo mío!
Los dos prisioneros se inclinaron. Creo que el gigante me reconoció, porque advertí en sus ojos una expresión huidiza y cobarde. Incapaz para la venganza, al verlos partir recordé a la niña de los ojos aterciopelados y tristes, y lamenté con un suspiro que no tuviese las formas gráciles de aquel efebo.
Toda la noche hubo sobresalto y lejano tiroteo de fusilería. Al amanecer comenzaron a llegar heridos, y supimos que la facción alfonsina ocupaba el Santuario de San Cernín. Los soldados cubiertos de lodo exhalaban un vaho húmedo, de los ponchos: Bajaban sin formación por los caminos del monte: Desanimados y recelosos murmuraban que habían sido vendidos.
Yo había obtenido permiso para levantarme, y con la frente apoyada en los cristales de la ventana contemplaba los montes envueltos en la cortina cenicienta de la lluvia. Me sentía muy débil, y al verme en pie con mi brazo cercenado, confieso que era grande mi tristeza. Exaltábase mi orgullo, y sufría presintiendo el goce de algunas viejas amigas de quien no hablaré jamás en mis Memorias. Pasé todo el día en sombrío abatimiento, sentado en uno de los poyos que guarnecían la ventana. La niña de los ojos aterciopelados y tristes, me hizo compañía largos ratos. Una vez le dije:
—¡Hermana Maximina, qué bálsamo me traes?
Ella, sonriendo llena de timidez, vino a sentarse en el otro poyo de la ventana. Yo cogí su mano y comencé a explicarle:
—Hermana Maximina, tú eres dueña de tres bálsamos: Uno lo dan tus palabras, otro tus sonrisas, otro tus ojos de terciopelo...
Con la voz apagada y un poco triste, le hablaba de esta suerte, como una niña a quien quisiera distraer con un cuento de hadas. Ella me respondía:
—No le creo a usted, pero me gusta mucho oírle... ¡Sabe usted decir todas las cosas, como nadie sabe!...
Y toda roja enmudecía. Después limpiaba los cristales empañados, y mirando al huerto quedábase abstraída. El huerto era triste: Bajo los árboles crecía la yerba espontánea y humilde de los cementerios, y la lluvia goteaba del ramaje sin hojas, negro, adusto. En el brocal del pozo saltaban esos pájaros gentiles que llaman de las nieves, al pie de la tapia balaba una oveja tirando de la jareta que la sujetaba, y por el fondo nublado del cielo iba una bandada de cuervos. Yo repetía en voz baja:
—¡Hermana Maximina!
Volvióse lentamente, como una niña enferma a quien ya no alegran los juegos:
—¿Qué mandaba usted, Señor Marqués?
En sus ojos de terciopelo parecía haber quedado toda la tristeza del paisaje. Yo le dije:
—Hermana Maximina, se abren las heridas de mi alma, y necesito alguno de tus bálsamos. ¿Cuál quieres darme?
—El que usted quiera.
—Quiero el de tus ojos.
Y se los besé paternalmente. Ella batió muchas veces los párpados y quedó seria, contemplando sus manos delicadas y frágiles de mártir infantil. Yo sentía que una profunda ternura me llenaba el alma con voluptuosidad nunca gustada. Era como si un perfume de lágrimas se vertiese en el curso de las horas felices. Volví a murmurar:
—Hermana Maximina...
Y ella, sin alzar la cabeza respondió con la voz vaga y dolorosa:
—Diga, Señor Marqués.
—Digo que eres avara de tus tesoros. ¿Por qué no me miras? ¿Por qué no me hablas? ¿Por qué no me sonríes, Hermana Maximina?
Levantó los ojos tristes y lánguidos como suspiros:
—Estaba pensando que llevaba usted muchas horas de pie. ¿No le hará a usted daño?
Yo tomé sus dos manos y la atraje hacia mí:
—No me hará daño si me haces el don de tus bálsamos.
Por primera vez la besé en los labios: Estaban helados. Olvidé el tono sentimental y con el fuego de los años juveniles le dije:
—¿Serías capaz de quererme?
Ella se estremeció sin responderme. Yo volví a repetir:
—¿Serías capaz de quererme, con tu alma de niña?
—Sí... ¡Le quiero! ¡Le quiero!
Y se arrancó de mis brazos demudada. Huyó y no volví a verla en todo aquel día. Sentado en el poyo de la ventana permanecí mucho tiempo. La luna se levantaba sobre los montes en un cielo anubarrado y fantástico: El huerto estaba oscuro: La casa en santa paz. Sentí que a mis párpados acudía el llanto: Era la emoción del amor, que da una profunda tristeza a las vidas que se apagan. Como la mayor ventura soñé que aquellas lágrimas fuesen enjugadas por la niña de los ojos aterciopelados y tristes. El murmullo del rosario que rezaban las monjas en comunidad, llegaba hasta mí como un eco de aquellas almas humildes y felices que cuidaban a los enfermos cual a los rosales de su huerto, y amaban a Dios Nuestro Señor. Por la sombra del cielo iba la luna sola, lejana y blanca como una novicia escapada de su celda. ¡Era la hermana Maximina!
Después de una noche en lucha con el pecado y el insomnio, nada purifica el alma como bañarse en la oración y oír una misa al rayar el día. La oración entonces es también un rocío matinal y la calentura del Infierno se apaga con él. Yo como he sido un gran pecador, aprendí esto en los albores de mi vida, y en aquella ocasión no podía olvidarlo. Me levanté al oír el esquilón de las monjas, y arrodillado en el presbiterio, tiritando bajo mi tabardo de soldado, atendí la misa que celebró el capellán. Algunos mocetones flacos, envueltos en mantos y con las frentes vendadas, se perfilaban en la sombra de uno y de otro muro, arrodillado sobre las tarimas. En el ámbito oscuro resonaban las toses cavadas y tísicas, apagando el murmullo del latín litúrgico. Terminada la misa, salí al patio que mostraba su enlosado luciente por la lluvia. Los soldados convalecientes paseaban: La fiebre les había descarnado las mejillas y hundido los ojos: A la luz del amanecer parecían espectros: Casi todos eran mozos aldeanos enfermos de fatiga y de nostalgia. Herido en batalla sólo había uno: Yo me acerqué a conversar con él: Viéndome llegar se cuadró militarmente. Le interrogué:
—¡Qué hay, muchacho?
—Aquí, esperando que me echen a la calle.
—¿Dónde te han herido?
—En la cabeza.
—Te pregunto en qué acción.
—Un encuentro que tuvimos cerca de Otáiz.
—¿Qué tropas?
—Nosotros solos contra dos compañías de Ciudad Rodrigo.
—¿Y quiénes sois vosotros?
—Los muchachos del fraile. Yo era la primera vez que entraba en fuego.
—¿Y quién es el Fraile?
—Uno que estaba en Estella.
—¿Fray Ambrosio?
—Creo que ése.
—¿Pues tú no le conoces?
—No, señor. Quien nos mandaba era Miquelcho. El Fraile decían que estaba herido.
—¿Tú no eras de la partida?
—No, señor. A mí, junto con otros tres, me habían cogido al pasar por Omellín.
—¿Y os obligaron a seguirlos?
—Sí, señor. Hacían leva.
—¿Y cómo se ha batido la gente del Fraile?
—A mi parecer bien. Les hemos tumbado siete a los del pantalón encarnado. Los esperamos ocultos en un ribazo del camino: Venían muy descuidados cantando ...
El muchacho se interrumpió. Oíase lejano clamoreo de femeniles voces asustadas. Las voces corrían la casa clamando:
—¡Qué desgracia!
—¡Virgen Santísima!
—¡Divino Jesús!
El clamoreo se apagó de pronto: La casa volvió a quedar en santa paz. Los soldados hicieron comentarios y el suceso obtuvo distintas versiones. Yo me paseaba bajo los arcos y sin poner atención oía frases desgranadas que apenas bastaban a enterarme: Hablaban en este corro de una monja muy vieja y encamada que había prendido fuego a las cortinas de su lecho, y en aquel otro de una novia muerta en su celda al pie del brasero. Fatigado del paseo bajo los arcos donde el viento metía la lluvia, me dirigí hacia mi estancia. En uno de los corredores hallé a Sor Jimena:
—¿Hermana, puede saberse qué ha ocurrido para esos lloros?
La monja vaciló un momento, y luego repuso sonriendo candorosa:
—¿Cuáles lloros?... ¡Ay, nada sabía!... Ocupadica en repartir un rancho a los chicarros. ¡Virgen del Carmelo, da pena ver cómo vienen los pobreticos!
No quise insistir y fuí a encerrarme en mi celda. Era una tristeza depravada y sutil la que llenaba mi alma. Lujuria larvada de místico y de poeta. El sol matinal, un sol pálido de invierno, temblaba en los cristales de aquella ventana angosta que dejaba ver un camino entre álamos secos y un fondo de montes sombríos manchados de nieve. Los soldados seguían llegando diseminados. Las monjas reunidas en el huerto los recibían con amorosa solicitud y les curaban, después de lavarles las heridas con aguas milagrosas. Yo percibía el sordo murmullo de las voces dolientes y airadas. Todos murmuraban que habían sido vendidos. Presentí entonces el fin de la guerra, y contemplando aquellas cumbres adustas de donde bajaban las águilas y las traiciones, recordé las palabras de la Señora: ¡Bradomín, que no se diga de los caballeros españoles, que habéis ido a lejanas tierras en busca de una princesa, para vestirla de luto!
Pulsaron con los artejos. Volví la cabeza, y en el umbral de la puerta descubrí a Sor Simona. No había reconocido la voz, tal era su mudanza. La monja, clavándome los ojos autoritarios, me dijo:
—Señor Marqués, vengo a comunicarle una grata noticia.
Hizo una pausa, con ánimo de dar más importancia a sus palabras, y sin adelantar un paso, inmóvil en la puerta, prosiguió:
—El médico le ha dado de alta, y puede usted ponerse en camino sin peligro alguno.
Sorprendido miré a la monja queriendo adivinar sus pensamientos, pero aquel rostro permaneció impenetrable, envuelto en la sombra de las tocas. Lentamente, superando el tono altanero con que la monja me había hablado, le dije:
—¿Cuándo debo partir, Reverenda Madre?
—Cuando usted quiera.
Sor Simona mostró intención de alejarse y con un gesto la detuve:
—Escuche usted, Señora Reverenda.
—¿Qué se le ofrece?
—Deseo decirle adiós a la niña que me acompañó en estos días tan tristes.
—Esa niña está enferma.
—¿Y no puedo verla?
—No: Las celdas son clausura.
Ya había traspuesto el umbral, cuando volviendo resuelta sobre sus pasos entró de nuevo en la estancia y cerró la puerta. Con la voz vibrante de cólera y embargada de pena, me dijo:
—Ha cometido usted la mayor de sus infamias enamorando a esa niña.
Confieso que aquella acusación sólo despertó en mi alma un remordimiento dulce y sentimental:
—¡Sor Simona, imagina usted que con los cabellos blancos y un brazo de menos aún se puede enamorar!
La monja me clavó los ojos, que bajo los párpados llenos de arrugas fulguraban apasionados y violentos:
—A una niña que es un ángel, sí ¡Comprendiendo que por su buen talle ya no puede hacer conquistas, finge usted una melancolía varonil que mueve a lástima el corazón! ¡Pobre hija, me lo ha confesado todo!
Yo repetí, inclinando la cabeza:
—¡Pobre hija!
Sor Simona retrocedió dando un grito:
—¡Lo sabía usted!
Sentí estupor y zozobra. Una nube pesada y negra envolvió mi alma, y una voz sin eco y sin acento, la voz desconocida del presagio, habló dentro sonámbula. Sentí terror de mis pecados como si estuviese próximo a morir. Los años pasados me parecieron llenos de sombras, como cisternas de aguas muertas. La voz de la corazonada repetía implacable dentro de mí aquellas palabras ya otra vez recordadas con terca insistencia. La monja juntando las manos clamó con horror:
—¡Lo sabía usted!
Y su voz embargada por el espanto de mi culpa me estremeció. Parecíame estar muerto y escucharla dentro del sepulcro, como una acusación del mundo. El misterio de los dulces ojos aterciopelados y tristes eran el misterio de mis melancolías en aquellos tiempos, cuando fuí galán y poeta. ¡Ojos queridos! Yo los había amado porque encontraba en ellos los suspiros románticos de mi juventud, las ansias sentimentales que al malograrse me dieron el escepticismo de todas las cosas, la perversión melancólica y donjuanesca que hace las víctimas y llora con ellas. Las palabras de la monja, repetidas incesantemente, parecían caer sobre mí como gotas de un metal ardiente:
—¡Lo sabía usted!
Yo guardaba un silencio sombrío. Hacía mentalmente examen de conciencia, queriendo castigar mi alma con el cilicio del remordimiento, y este consuelo de los pecadores arrepentidos también huyó de mí. Pensé que no podía compararse mi culpa con la culpa de nuestro origen, y aun lamenté con Jacobo Casanova, que los padres no pudiesen hacer en todos los tiempos la felicidad de sus hijos. La monja, con las manos juntas y el acento de horror y de duda, repetía sin cesar:
—¡Lo sabía usted! ¡Lo sabía usted!
Y de pronto clavándome los ojos ardientes y fanáticos, hizo la señal de la cruz y estalló en maldiciones. Yo, como si fuere el diablo, salí de la estancia. Bajé al patio donde estaban algunos soldados de mi escolta conversando con los heridos, y di orden de tocar botasillas. Poco después el clarín alzaba su canto animoso y dominador como el de un gallo. Las diez lanzas de mi escolta se juntaron en la plaza: Regidos por sus jinetes piafaban los caballos ante el blasonado portón. Al montar eché mi brazo tan de menos que sentí un profundo desconsuelo, y buscando el bálsamo de aquellos, ojos aterciopelados miré a las ventanas, pero las angostas ventanas de montante donde temblaba el sol de la mañana, permanecieron cerradas. Requerí las riendas, y sumido en desengañados pensamientos cabalgué al frente de mis lanzas. Al remontar un cerro me volví enviando el último suspiro al viejo caserón donde había encontrado el más bello amor de mi vida. En los cristales de una ventana vi temblar el reflejo de muchas luces, y el presentimiento de aquella desgracia que las monjas habían querido ocultar, cruzó por mi alma con un vuelo sombrío de murciélago. Abandoné las riendas sobre el borren, y me cubrí los ojos con la mano, para que mis soldados no me viesen llorar. En aquel sombrío estado de dolor, de abatimiento y de incertidumbre, a la memoria acalenturada volvían con terca insistencia unas palabras pueriles: ¡Es feúcha! ¡Es feúcha! ¡Es feúcha!
Fué aquella la más triste jornada de mi vida. Mis dolores y mis pensamientos no me daban un instante de paz. La fiebre tan pronto me abrasaba como me estremecía, haciéndome chocar diente con diente. Algunas veces un confuso delirio me embargaba, y las ideas quiméricas, funambulescas, ingrávidas, se trasmudaban con angustioso devaneo de pesadilla. Cuando al anochecer entramos por las calles de Estella, yo apenas podía tenerme sobre el caballo, y al apearme faltó poco para que diese en tierra. Me alojé en casa de dos señoras, madre e hija, viuda la vieja del famoso Don Miguel de Arizcun. Conservo vivo el recuerdo de aquellas damas vestidas con hábito de estameña, de Su rostro marchito y de sus manos flacas, del andar sin ruido y de la voz monjil. Me atendieron con amorosa solicitud dándome caldos con vino generoso, y a cada momento entornaban la puerta de la estancia por mirar si yo dormía o deseaba alguna cosa. Cerrada ya la noche, y a continuación de fuertes aldabonazos que resonaron en toda la casa, la solterona entró algo asustada:
—¡Señor Marqués, aquí le buscan!
Un hombre de aventajado talle, con la frente vendada y el tabardo sobre los hombros, se destacaba en la puerta de mi alcoba. Su voz levantóse grave como en un responso:
—¡Saludo al ilustre prócer y deploro su desgracia!
Era Fray Ambrosio y el verle no dejó de regocijarme. Adelantóse haciendo sonar las espuelas, y con la diestra en la sien para contener un tanto el temblor de la cabeza. La señora le advirtió meliflua, al mismo tiempo que saludaba para retirarse:
—Procure no cansar al enfermo, y háblele bajito.
El exclaustrado asintió con un gesto. Quedamos solos, tomó asiento a mi cabecera y comenzó a mascullar rancias consideraciones:
—¡Válgame Dios!... Después de haber corrido tanto mundo y tantos peligros, venir a perder un brazo en esta guerra, que no es guerra... ¡Válgame Dios! No sabemos ni dónde está la desgracia, ni dónde está la fortuna, ni dónde está la muerte... No sabemos nada. ¡Dichoso aquel a quien la última hora no le coge en pecado mortal!...
Yo divertía mis dolores oyendo estas pláticas del fraile guerrillero: Adivinaba su intención de edificarme con ellas, y no podía menos de sentir el retozo de la risa. Fray Ambrosio al verme exangüe y demacrado por la fiebre, habíame juzgado en trance de muerte, y le complacía deponer por un momento sus fueros de soldado, para encaminar al otro mundo el alma de un amigo que moría por la Causa. Aquel fraile lo mismo libraba batallas contra la facción alfonsista que contra la facción de Satanás. Habíasele corrido la venda que a modo de turbante llevaba sobre el cano entrecejo, y mostraba los labios sangrientos de una cuchillada que le hendía la frente. Yo gemí sepultado entre las almohadas, y le dije con la voz moribunda y burlona:
—Fray Ambrosio, todavía no me ha referido usted sus hazañas, ni cómo recibió esa herida.
El fraile se puso en pie: Tenía el aspecto fiero de un ogro, y a mí me divertía al igual que los ogros de los cuentos:
—¿Cómo he recibido esta herida?... ¡Sin gloria, como usted la suya!... ¿Hazañas? Ya no hay hazañas, ni guerra, ni otra cosa más que una farsa. Los generales alfonsistas huyen delante de nosotros, y nosotros delante de los generales alfonsistas. Es una guerra para conquistar grados y vergüenzas. Acuérdese de lo que le digo: Terminará con una venta, como la otra. Hay en el campo alfonsista muchos generales capaces para esas tercerías. ¡Hoy se conquistan así los tres entorchados!
Calló de mal talante, luchando por ajustarse la venda: Las manos y la cabeza temblábanle por igual. El cráneo, desnudo y horrible, recordaba el de esos gigantescos moros que se incorporan chorreando sangre bajo el caballo del Apóstol. Yo le dije con una sonrisa:
—Fray Ambrosio, estoy por decir que me alegro de que no triunfe la Causa.
Me miró lleno de asombro:
—¿Habla sin ironía?
—Sin ironía.
Y era verdad. Yo hallé siempre más bella la majestad caída que sentada en el trono, y fuí defensor de la tradición por estética. El carlismo tiene para mí el encanto solemne de las grandes catedrales, y aun en los tiempos de la guerra, me hubiera contentado con que lo declarasen monumento nacional. Bien puedo decir, sin jactancia, que como yo pensaba también el Señor. El fraile abría los brazos y desencadenaba el trueno de su voz:
—¡La Causa no triunfará porque hay muchos traidores!
Quedó un momento silencioso y ceñudo, con la venda entre las manos, mostrando la temerosa cuchillada que le hendía la frente. Yo volví a interrogarle:
—¡En fin, sepamos cómo ha recibido esa herida, Fray Ambrosio!
Trató de ponerse la venda al mismo tiempo que barboteaba:
—No sé... No me acuerdo...
Yo le miré sin comprender. El fraile estaba en pie al borde de mi cama, y en la vaga oscuridad albeaba el cráneo desnudo y temblón: La sombra cubría la pared. De pronto, arrojando al suelo la venda convertida en hilachas, exclamó:
—¡Señor Marqués, nos conocemos! Usted sabe muy bien cómo recibí esta herida, y me lo pregunta para mortificarme.
Al oírle me incorporé en las almohadas, y le dije con altivo desdeño:
—Fray Ambrosio, he sufrido demasiado en estos días para perder el tiempo ocupándome de usted.
Arrugó el entrecejo e inclinó la cabeza:
—¡Es verdad!... También ha tenido lo suyo... Pues esta descalabradura me la ha inferido ese ladrón de Miquelcho. ¡Un traidor que se alzó con el mando de la partida!... La deuda contraída yo la pagaré como pueda... Crea que el exabrupto de aquella noche me pesa. En fin, ya no hay que hacerle... El Señor Marqués de Bradomín, afortunadamente, sabe comprender todas las cosas...
Yo le interrumpí:
—Y disculparlas, Fray Ambrosio.
Su cólera acabó en abatimiento, y suspirando dejóse caer en un sillón que había a mi cabecera. Al cabo de algún tiempo, mientras se registraba bajo el tabardo, comenzó:
—¡Lo he dicho siempre!... El primer caballero de España... Pues aquí le entrego cuatro onzas. Supongo que el ilustre prócer no querrá ver la ley del oro... Dicen que eso es de judaizantes.
Del aforro del tabardo había sacado el dinero envuelto en un papel manchado de rapé, y reía con aquella risa jocunda que recordaba los vastos refectorios conventuales. Yo le dije con un suspiro de pecador:
—Fray Ambrosio, diga usted una misa con esas cuatro onzas.
La boca negra del fraile abrióse sonriente:
—¿Por qué intención?
—Por el triunfo de la Causa.
Habíase alzado del sillón, mostrando talante de poner término a la visita. Yo le fijaba los ojos desde el fondo de las almohadas, y guardaba un silencio burlón, porque le veía vacilar. Al cabo me dijo:
—Tengo que trasmitirle un ruego de aquella dama... Sin que haya dejado de quererle, le suplica que no intente verla...
Sorprendido y violento me incorporé en las almohadas. Recordaba la otra celada que me había tendido aquel fraile, y juzgué sus palabras un nuevo engaño: Con orgulloso menosprecio se lo dije, y le señalé la puerta. Quiso replicar, pero yo sin responder una sola palabra, repetí el mismo gesto imperioso. Salió amenazador y brusco, barboteando amenazas. El rumor se extendió por toda la casa, y las dos señoras se asomaron a la puerta, cándidamente asustadas.
Dormí toda la noche con un sueño reparador y feliz. Las campanas de una iglesia vecina me despertaron a la madrugada, y algún tiempo después las dos señoras que me atendían, asomaron a la puerta de mi alcoba tocadas con sus mantillas y el rosario arrollado a la muñeca. La voz, el ademán y el vestido eran iguales en las dos: Me saludaron con esa unción un poco rancia de las señoras devotas: Las dos sonreían con una sonrisa pueril y meliflua que parecía extenderse en la sombra mística de las mantillas sujetas al peinado con grandes alfilerones de azabache. Yo murmuré:
—¿Van ustedes a misa?
—No, que venimos.
—¿Qué se cuenta por Estella?
—¡Qué quiere que se cuente!...
Las dos voces sonaban acordadas como en una letanía, y la media luz de la alcoba parecía aumentar su dejo monjil. Yo me decidí a interrogar sin rebozo:
—¿Saben cómo sigue el Conde de Volfani?
Se miraron y creo que el rubor tiñó sus rostros marchitos. Hubo una laguna de silencio, y la hija salió de mi alcoba obediente a un gesto de la vieja, que desde hacía cuarenta años velaba por aquella pudibunda inocencia. En la puerta se volvió con esa sonrisa candorosa y rancia de las solteronas intactas:
—Me alegro de la mejoría, Señor Marqués.
Y con el pulcro y recatado andar desapareció en la sombra del corredor. Yo, aparentando indiferencia, seguí la plática con la otra señora:
—Volfani es como un hermano para mí. El mismo día que salimos sufrió un accidente y no he vuelto a saber nada...
La señora suspiró:
—¡Sí!... Pues no ha recobrado el conocimiento. A mí quien me da mucha pena es la Condesita: Cinco días con cinco noches pasó a la cabecera de su marido cuando le trajeron... ¡Y ahora dicen que le cuida y le sirve como una Santa Isabel!
Confieso que me llenó de asombro y de tristeza el amor casi póstumo que mostraba por su marido María Antonieta. ¡Cuántas veces en aquellos días contemplando mi brazo cercenado y dándome a soñar, había creído que la sangre de mi herida y el llanto de sus ojos caían sobre nuestro amor de pecado y lo purificaban! Yo había sentido el ideal consuelo de que su amor de mujer se trasmudaba en un amor franciscano, exaltado y místico. Con celoso palpitar, murmuré:
—¿Y no ha mejorado el Conde?
—Mejorado sí, pero quedóse como un niño: Le visten, le sientan en un sillón y allí se pasa el día: Dicen que no conoce a nadie.
La señora, al tiempo de hablar, despojábase de la mantilla, y la doblaba cuidadosamente para clavar luego en ella los alfilerones: Viéndome silencioso juzgó que debía despedirse:
—Hasta luego, Señor Marqués: Si desea alguna cosa no tiene más que llamar.
Al salir se detuvo en la puerta, prestando atención a un rumor de pasos que se acercaba. Miró hacia afuera, y enterada me habló:
—Le dejo en buena compañía. Aquí tiene a Fray Ambrosio.
Sorprendido me incorporé en las almohadas. El exclaustrado entró barboteando:
—No debía volver a pisar esta casa, después de la manera como fuí afrentado por el ilustre prócer... Pero cuando se trata de un amigo todo lo perdona este indigno Fray Ambrosio.
Yo le alargué la mano:
—No hablemos de ello. Ya conozco la conversión de nuestra Condesa Volfani.
—¿Y qué dice ahora? ¿Comprende que este pobre fraile no merecía ayer sus arrogancias marquesitas?... Yo sólo era un emisario, un humildísimo emisario.
Fray Ambrosio me oprimía la mano hasta hacerme crujir los huesos. Yo volví a repetir:
—No hablemos de ello.
—Sí que hemos de hablar. ¿Dudará todavía que tiene en mí un amigo?
El momento era solemne y lo aproveché para libertar mi mano y llevarla al corazón:
—¡Jamás!
El fraile se irguió:
—He visto a la Condesa.
—¿Y qué dice nuestra Santa?
—Dice que está dispuesta a verle una sola vez para decirle adiós.
En vez de alegría sentí como si una sombra de tristeza cubriese mi alma, al conocer la resolución de María Antonieta. ¿Era acaso el dolor de presentarme ante sus bellos ojos despoetizado, con un brazo de menos?
Apoyado en el brazo del fraile dejé mi hospedaje para ir a la Casa del Rey. Un sol pálido abría jirones en las nubes plomizas, y comenzaba a derretir la nieve que desde algunos días marcaba su blanca estela al abrigo de los paredones sombríos. Yo caminaba silencioso: Con romántica tristeza evocaba la historia de mis amores, y gustaba el perfume mortuorio de aquel adiós que iba a darme María Antonieta. El fraile me había dicho que por un escrúpulo de santa no quería verme en su casa, y que esperaba encontrarme en la Casa del Rey. Yo, por otro escrúpulo, había declarado suspirando que si acudía adonde ella estaba, no era por verla sino por presentar mis respetos a la Señora. Al entrar en la saleta temí que a los ojos me acudiese el llanto: Recordaba aquel día, cuando al besar la mano alba y real de azules venas, sentí con ansias de paladín el deseo de consagrar mi vida a la Señora. Por primera vez gusté ante mi fea manquedad, un orgullo y altivo consuelo: El consuelo de haber vertido mi sangre por aquella princesa pálida y santa como una princesa de leyenda, que rodeada de sus damas bordaba escapularios para los soldados de la Causa. Al entrar yo, algunas damas se pusieron en pie, cual solían cuando entraban los eclesiásticos de respeto. La Señora me dijo:
—He tenido noticia de tu desgracia, y no sabes cuánto he rezado por ti. ¡Dios ha querido que salves la vida!...
Me incliné profundamente:
—Dios no ha querido concederme el morir por vos.
Las damas se limpiaron los ojos, emocionadas de oírme: Yo sonreí tristemente, considerando que aquella era la actitud que a lo adelante debía adoptar con las mujeres para hacer poética mi manquedad. La Reina me dijo con noble entereza:
—Los hombres como tú no necesitan de los brazos, les basta con el corazón.
—¡Gracias, Señora!
Hubo breves momentos de silencio, y un señor obispo que estaba presente, murmuró en voz baja:
—Dios Nuestro Señor ha permitido que conserve la mano derecha, que es la de la pluma y la de la espada.
Las palabras del prelado, movieron un murmullo de admiración entre las damas. Me volví, y mis ojos tropezaron con los ojos de María Antonieta. Un vapor de lágrimas los abrillantaba. La saludé con leve sonrisa, y ella permaneció seria, mirándome fijamente El prelado se acercó pastoral y benévolo:
—¿Habrá sufrido mucho nuestro querido Marqués?
Respondí con un gesto, y Su Ilustrísima entornó los párpados con grave pesadumbre:
—¡Válgame Dios!
Las damas suspiraron: Sólo permaneció muda y serena Doña Margarita: Su corazón de princesa le decía que para mi altivez era lo mismo compadecerme que humillarme. El prelado continuó:
—Ahora que forzosamente ha de tener algún descanso, debía escribir un libro de su vida.
La Reina me dijo sonriendo:
—Bradomín, serían muy interesantes tus memorias.
Y gruñó la Marquesa de Tor:
—Lo más interesante no lo diría.
Yo repuse inclinándome:
—Diría sólo mis pecados.
La Marquesa de Tor, mi tía y señora, volvió a gruñir, pero no entendí sus palabras. Y continuó el prelado en tono de sermón:
—¡Se cuentan cosas verdaderamente extraordinarias de nuestro ilustre Marqués! Las confesiones cuando son sinceras, encierran siempre una gran enseñanza: Recordemos las de San Agustín. Cierto que muchas veces nos ciega el orgullo y hacemos en esos libros ostentación de nuestros pecados y de nuestros vicios: Recordemos las del impío filósofo de Ginebra. En tales casos la clara enseñanza que suele gustarse en las confesiones, el limpio manantial de su doctrina, se enturbia.
Las damas, distraídas del sermón, se hablaban en voz baja. María Antonieta, un poco alejada, mostrábase absorta en su labor y guardaba silencio. La plática del prelado sólo a mí parecía edificar, y como no soy egoísta, supe sacrificarme por las damas, y humildemente interrumpirla:
—Yo no aspiro a enseñar, sino a divertir. Toda mi doctrina está en una sola frase: ¡Viva la bagatela!
Para mí haber aprendido a sonreír, es la mayor conquista de la Humanidad.
Hubo un murmullo regocijado y burlesco, poniendo en duda que por largos siglos hubiesen sido todos los hombres absolutamente serios, y que hay épocas enteras durante las cuales ni una sonrisa célebre recuerda la Historia.
Su Ilustrísima alzó los brazos al cielo:
—Es probable, casi seguro, que los antiguos no hayan dicho «Viva la bagatela», como nuestro afrancesado Marqués. Señor Marqués de Bradomín, procure no condenarse por bagatela. En el Infierno debió haberse sonreído siempre.
Yo iba a replicar, pero me miraron severos los ojos de la Reina. El prelado recogióse los hábitos con empaque doctoral, y en ese torio agresivo y sonriente, que suelen adoptar los teólogos en las controversias de los seminarios, comenzó un largo sermón.
La Marquesa de Tor, con el gesto familiar y desabrido que solían adoptar para hablarme todas mis viejas y devotas tías, me llamó al hueco de un balcón: Me acerqué reacio porque nada halagüeño presagiaba. Sus primeras palabras confirmaron mis temores:
—No esperaba verte aquí... Ya te estás marchando.
Yo murmuré sentimental:
—Quisiera obedecerte, pero el corazón me lo impide.
—No soy yo quien te lo manda, sino esa pobre criatura.
Y con la mirada me mostró a María Antonieta. Yo suspiré cubriéndome los ojos con la mano:
—¿Y esa pobre criatura puede negarse a decirme adiós, cuando es por toda la vida?
Mi noble tía dudó: Bajo sus arrugas y su gesto adusto conservaba el candor sentimental de todas las viejas que fueron damiselas en el año treinta:
—¡Xavier, no intentes separarla de su marido!... ¡Xavier, tú mejor que nadie debes comprender su sacrificio! ¡Ella quiere ser fiel a esa sombra detenida por un milagro delante de la muerte!...
La anciana señora me decía esto emocionada y dramática, con mi mano entre las suyas amojamadas. Yo repuse en voz baja, temeroso de que la emoción me anudase la garganta:
—¿Qué mal puede haber en que nos digamos adiós? ¡Si ha sido ella quien lo quiso!...
—Porque tú lo exigiste, y la pobre no tuvo valor para negártelo. María Antonieta desea vivir siempre en tu corazón: Quiere renunciar a ti, pero no a tu cariño. Yo como tengo muchos años conozco el mundo, y sé que pretende una locura. Xavier, si no eres capaz de respetar su sacrificio, no intentes hacerlo más cruel.
La Marquesa de Tor se enjugó una lágrima. Yo murmuré con melancólico resentimiento:
—¡Temes que no sepa respetar su sacrificio! Eres injusta conmigo, bien que en eso no haces más que seguir tradiciones de la familia. ¡Cómo me apena esa idea que todos tenéis de mí! ¡Dios que lee en los corazones!...
Mi tía y señora recobró el tono autoritario:
—¡Calla!... Eres el más admirable de los Don Juanes: Feo, católico y sentimental.
Era tan vieja la buena señora, que había olvidado las veleidades del corazón femenino, y que cuando se tiene un brazo de menos y la cabeza llena de canas, es preciso renunciar al donjuanismo. ¡Ay, yo sabía que los ojos aterciopelados y tristes que se habían abierto para mí como dos florecillas franciscanas en una luz de amanecer, serían los últimos que me mirasen con amor! Ya sólo me estaba bien enfrente de las mujeres la actitud de un ídolo roto, indiferente y frío. Presintiéndolo por primera vez, con una sonrisa triste le mostré a la anciana señora la manga vacía de mi uniforme: De pronto, emocionada por el recuerdo de la niña recluida en el viejo caserón aldeano, tuve que mentir un poco, hablando de María Antonieta:
—María Antonieta es la única mujer que todavía me quiere: Solamente su amor me queda en el mundo: Resignado a no verla y lleno de desengaños, estaba pensando en hacerme fraile, cuando supe que deseaba decirme adiós por última vez...
—¿Y si yo te suplicase ahora que te fueses?
—¿Tú?
—En nombre de María Antonieta.
—¡Creía merecer que ella me lo dijese!
—¿Y ella, pobre mujer, no merece que le evites ese nuevo dolor?
—Si hoy atendiese su ruego, acaso mañana me llamase. ¿Crees que esa piedad cristiana que ahora la arrastra hacia su marido, durará siempre?
Antes que la anciana señora pudiese responder, Una voz que las lágrimas enronquecían y velaban, gimió a mi espalda:
—¡Siempre, Xavier!
Me volví y hálleme enfrente de María Antonieta: Inmóvil y encendidos los ojos me miraba. Yo le mostré mi brazo cercenado, y ella con un gesto de horror cerró los párpados. Había en su persona tal mudanza que aparentaba haber envejecido muchos años. María Antonieta era muy alta, llena de altiva majestad en la figura, y con el pelo siempre fosco, ya mezclado de grandes mechones blancos. Tenía la boca de estatua ¡y las mejillas como flores marchitas, mejillas penitentes, descarnadas y altivas, que parecían vivir huérfanas de besos y de caricias. Los ojos eran negros y calenturientos, la voz grave, de un metal ardiente. Había en ella algo extraño de mujer que percibe el aleteo de las almas que se van, y comunica con ellas a la media noche. Después de un silencio doloroso y largo, volvió a repetir:
—¡Siempre, Xavier!
Yo la miré intensamente:
—¿Más que mi amor?
—Tanto como tu amor.
La Marquesa de Tor, que tendía por la sala su mirada cegata, nos advirtió en voz queda y aconsejadora:
—Si habéis de hablar, al menos que no sea aquí.
María Antonieta asintió con los ojos, y severa y muda se alejó cuando algunas damas ya comenzaban a mirarnos curiosas. Casi al mismo tiempo hacían irrupción en la sala los dos perros del Rey. Don Carlos entró momentos después: Al verme adelantóse y sin pronunciar una sola palabra me abrazó largamente: Luego comenzó a hablarme en el tono que solía, de amable broma, como si nada hubiese cambiado en mí. Confieso que ninguna muestra de su aprecio pudiera conmoverme tanto como me conmoviera aquella generosa delicadeza de su ánimo real.
Mi señora tía la Marquesa de Tor me hace seña de que la siga, y me conduce a su cámara, donde llorosa y sola espera María Antonieta: Al verme entrar se ha puesto en pie clavándome los ojos enrojecidos y brillantes: Respira ansiosa, y con la voz violenta y ronca me habla:
—Xavier, es preciso que nos digamos adiós. ¡Tú no sabes cuánto he sufrido desde aquella noche en que nos separamos!
Yo interrumpo con una vaga sonrisa sentimental:
—¿Recuerdas que fué con la promesa de querernos siempre?
Ella a su vez me interrumpe:
—¡Tú vienes a exigirme que abandone a un pobre ser enfermo, y eso jamás, jamás, jamás! Sería en mí una infamia.
—Son las infamias que impone el amor, pero desgraciadamente ya soy viejo para que ninguna mujer las cometa por mí.
—Xavier, es preciso que me sacrifique.
—Hay sacrificios tardíos, María Antonieta.
—¡Eres cruel!
—¡Cruel!
—Tú quieres decirme que el sacrificio debió ser para no faltar a mis deberes.
—Acaso hubiera sido mejor, pero al culparte a ti me culpo a mí también. Ninguno de los dos supo sacrificarse, porque esa ciencia sólo se aprende con los años, cuando se hiela el corazón.
—¡Xavier, es la última vez que nos vemos, y qué recuerdo tan amargo me dejarán tus palabras!
—¿Tú crees que es la última vez? Yo creo que no. Si accediese a tu ruego volverías a llamarme, mi pobre María Antonieta.
—¡Por qué me lo dices! Y si yo fuese tan cobarde que volviera a llamarte, tú no vendrías. Este amor nuestro es imposible ya.
—Yo vendría siempre.
María Antonieta levanta al cielo sus ojos, que las lágrimas hacen más bellos, y murmura como si rezase:
—¡Dios mío, y acaso llegará un día en que mi voluntad desfallezca, en que mi cruz me canse!
Yo me acerco hasta beber su aliento, y le cojo las manos:
—Ya llegó.
—¡Nunca! ¡Nunca!...
Intenta libertar sus manos pero no lo consigue. Yo murmuré casi a su oído:
—¿Qué dudas? Ya llegó.
—¡Vete, Xavier! ¡Déjame!
—¡Cuánto me haces sufrir con tus escrúpulos, mi pobre María Antonieta!
—¡Vete! ¡Vete!... No me digas nada... No quiero oírte.
Yo le beso las manos:
—¡Divinos escrúpulos de santa!
—¡Calla!
Con los ojos espantados se aleja de mí. Hay un largo silencio. María Antonieta se pasa las manos por la frente y respira con ansia. Poco a poco se tranquiliza: En sus ojos hay una resolución desesperada cuando me dice:
—Xavier, voy a causarte una gran pena. Yo ambicioné que tú me quisieras como a esas novias de los quince años. ¡Pobre loca! Y te oculté mi vida.
—Sigue ocultándomela.
—¡He tenido amantes!
—¡La vida es así!
—¡No me desprecias!
—No puedo.
—¡Pero te sonríes!...
Yo le respondo cuerdamente:
—¡Mi pobre María Antonieta, me sonrío porque no hallo motivo para ser severo! Hay quien prefiere ser el primer amor: Yo he preferido siempre ser el último. ¿Pero acaso lo seré?
—¡Qué crueles son tus palabras!
—¡Qué cruel es la vida cuando no caminamos por ella como niños ciegos!
—¡Cuánto me desprecias!... Es mi penitencia.
—Despreciarte, no. Tú fuiste como todas las mujeres, ni mejor ni peor. Ahora acabas en santa. ¡Adiós, mi pobre María Antonieta!
María Antonieta solloza, y desgarra con los dientes el pañolito de encajes: Se ha dejado caer en el sofá: Yo, en pie, permanezco ante ella. Hay un silencio lleno de suspiros. María Antonieta se enjuga los ojos, me mira y sonríe tristemente:
—Xavier, si todas las mujeres son como tú me juzgas, yo tal vez no haya sido como ellas. ¡Compadéceme, no me guardes rencor!
—No es rencor lo que siento, es la melancolía del desengaño: Una melancolía como si la nieve del invierno cayese sobre mi alma, y mi alma, semejante a un campo yermo, se amortajase con ella.
—Tú tendrás el amor de otras mujeres.
—Temo que reparen demasiado en mis cabellos blancos y en mi brazo cercenado.
—¡Qué importa tu brazo de menos! ¡Qué importan tus cabellos blancos!... Yo los buscaría para quererlos más. ¡Xavier, adiós por toda la vida!...
—¿Quién sabe lo que guarda la vida? ¡Adiós, mi pobre María Antonieta!
Estas palabras fueron las últimas. Después ella me alarga su mano en silencio, yo se la beso y nos separamos. Al trasponer la puerta sentí la tentación de volver la cabeza y la vencí. Si la guerra no me había dado ocasión para mostrarme heroico, me la daba el amor al despedirse de mí, acaso para siempre.