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Su vida (Santa Teresa de Jesús)/Capítulo XXIX

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

CAPITULO XXIX

Prosigue en lo comenzado, y dice algunas mercedes grandes que in hizo el Señor, y las cosas que su Majestad la decia para asigurarla, y para que respondiese á los que la contradecian.

Mucho he salido del propósito, porque trataba de decir las causas que hay, para ver que no es imaginacion; porque ¿cómo podriamos representar con estudio la Humanidad de Cristo, ordenando con la imaginacion su gran hermosura? Y no era menester poco tiempo, si en algo se habia de parecer á ella. Bien la puede representar delante de su imaginacion, y estarla mirando algun espacio, y las figuras que tiene, y la blancura, y poco á poco irla mas perficionando, y encomendando á la memoria aquella imágen; esto ¿quién se lo quita? pues con el entendimiento la pudo fabricar. En lo que tratamos ningun remedio hay de esto, sino que la hemos de mirar cuando el Señor la quiere representar, y cómo quiere, y lo que quiere; y no hay quitar ni poner ni modo para ello, aunque mas hagamos, ni para verlo cuando queremos, ni para dejarlo de ver: en quiriendo mirar alguna cosa particular, luego se pierde Cristo. Dos años y medio me duró, que muy ordinario me hacia Dios esta merced. Habrá mas de tres, que tan continuo me la quitó de este modo, con otra cosa mas subida (como quizá diré despues) y con ver que me estaba hablando, y yo mirando aquella gran hermosura, y la suavidad con que hablaba aquellas palabras por aquella hermosísima y divina boca, y otras veces con rigor, y desear yo en estremo entender el color de sus ojos, ó del tamaño que eran, para que lo supiese decir, jamás lo he mereeido ver, ni me basta procurarlo, antes se me pierde la vision del todo. Bien que algunas veces veo mirarme con piedad; mas tiene tanta fuerza esta vista, que el alma no la puede sufrir, y queda en tan subido arrobamiento, que para mas gozarlo todo, pierde esta hermosa vista.

Ansí, que aquí no hay que querer ni no querer:

claro se vé quiere el Señor que no haya sino humildad y confusion, y tomar lo que nos dieren, y alabar á quien lo da. Esto es en todas las visiones, sin quedar ninguna, que ninguna cosa se puede, ni para ver menos ni mas hace ni deshace nuestra diligencia. Quiere el Señor que veamos muy claro:

no es esta obra nuestra, sino de su Majestad; porque muy menos podemos tener soberbia, antes nos hace estar humildes y temerosos, viendo que como el Señor nos quita el poder, para ver lo que queremos, nos puede quitar estas mercedes y la gracia, y quedar perdidos del todo, y que siempre andemos con miedo, mientras en este destierro vivimos.

Casi siempre se me representaba el Señor, ansí resucitado, y en la hostia lo mesmo; si no eran algunas veces para esforzarme, si estaba en tribulacion, que me mostraba las llagas: algunas veces en la cruz y en el huerto, y con la corona de espinas, pocas; y llevando la cruz tambien algunas veces, para, como digo, necesidades mias y de otras personas; mas siempre la carne glorificada. Hartas afrentas y trabajos he pasado en decirlo, y hartos temores y hartas persecuciones. Tan cierto les parecia, que tenia demonio, que me querian conjurar algunas personas. De esto poco se me daba á mí, mas sentia cuando via yo que temian los confesores de confesarme, ó cuando sabia les decian algo.

Con todo, jamás me podia pesar de haber visto estas visiones celestiales, y por todos los bienes, y deleites del mundo sola una vez no lo trocára:

siempre lo tenia por gran merced del Señor, y me parece un grandísimo tesoro; y el mesmo Señor me asiguraba muchas veces. Yo me via crecer en amarle muy mucho: íbame á quejar á El de todos estos trabajos, siempre salia consolada de la oracion, y con nuevas fuerzas. A ellos no los osaba yo contradecir, porque via era todo peor, que les parecia poca humildad. Con mi confesor trataba:

él siempre me consolaba mucho cuando me via fatigada.

Como las visiones fueron creciendo, uno de ellos, que antes me ayudaba (que era con quien me confesaba algunas veces, que no podia el ministro) comenzó á decir, que claro era demonio. Mandábame, que ya que no habia remedio de resistir, que siempre me santiguase cuando alguna vision viese, y diese higas (1), y que tuviese por cierto era demonio, y con esto no vernia; y que no hubiese miedo, que Dios me guardaria, y me lo quitaria. A mí me era esto grande pena; porque como yo no podia creer sino que era Dios, era cosa terrible para mí; y tan poco podia, como he dicho, desear se me quitase, mas en fin hacia cuanto me mandaba. Suplicaba mucho á Dios me librase de ser engañada, esto siempre lo hacia y con hartas lágrimas; y á san Pedro, y san Pablo, que me dijo el Señor (como fué la primera vez que me apareció en su dia) que ellos me guardarian no fuese engañada: y ansí muchas veces los via al lado izquierdo muy claramente, aunque no con vision imaginaria.

Eran estos gloriosos santos muy mis señores.

Dábame este dar higas grandísima pena, cuando via esta vision del Señor; porque cuando yo le via presente, si me hicieran pedazos, no pudiera yo creer que era demonio; y ansí era un género de penitencia grande para mí; y por no andar tanto santiguándome, tomaba una cruz en la mano. Esto hacia casi siempre, las higas no tan contino, porque sentia mucho: acordábame de las injurias que le habian hecho los judíos, y suplicábale me perdonase, pues yo lo hacia por obedecer á el que tenia en su lugar, y que no me culpase, pues eran los ministros que El tenia puestos en su Ilesia. Decíame, que no se me diese nada, que bien hacia en (1) Dar higas era hacer una señal de desprecio con la mano, poniéndola cerrada y asomando el dedo pulgar entre el indice y el del medio.

obedecer, mas que El haria que se entendiese la verdad. Cuando me quitaban la oracion, me pareció se habia enojado. Díjome, que los dijese, que ya aquello era tiranía. Dábame causas para que entendiese que no era demonio, alguna diré despues.

Una vez teniendo yo la cruz en la mano, que la traia en un rosario, me la tomó con la suya; y cuando me la tornó á dar, era de cuatro piedras grandes muy mas preciosas que diamantes, sin comparacion, porque no la hay casi á lo que se ve sobrenatural (diamante parece cosa contrahecha é imperfeta) de las piedras preciosas que se ven allá. Tenian las cinco llagas de muy linda hechura. Díjome que ansí la veria de quí adelante, y ansí me acaecia, que no via la madera de que era, sino estas piedras, mas no lo via nadie, sino yo. En comenzando á mandarme hiciese estas pruebas y resistiese, era muy mayor el crecimiento de las mercedes: en queriéndome divertir, nunca salia de oracion, aun durmiéndome parecia estaba en ella, porque aquí era crecer el amor, y las lástimas que yo decia á el Señor, y el no lo poder sufrir, ni era en mi mano (aunque yo queria y mas lo procuraba) de dejar de pensar en El: con todo obedecia cuanto podia, mas podia poco ú no nada en esto. Y el Señor nunca me lo quitó, mas aunque me decia lo hiciese, asigurábame por otro cabo, y enseñábame lo que les habia de decir, y ansí lo hace ahora, y dábame tan bastantes razones, que á mí me hacia toda siguridad.

Desde á poco tiempo comenzó su Majestad, como me lo tenia .prometido, á señalar mas que era El, creciendo en mí un amor tan grande de Dios, que no sabia quién me le ponia, porque era muy sobrenatural, ni yo le procuraba. Víame morir con el deseo de ver á Dios, y no sabia adónde habia de buscar esta vida, si no era con la muerte. Dábanme unos ímpetus grandes de este amor, que aunque no eran tan insufrideros, como los que ya otra vez he dicho, ni de tanto valor, yo no sabia que me hacer, porque nada me satisfacia, ni cabia en mí, sino que verdaderamente me parecia se me arrancaba el alma. ¡Oh artificio soberano del Señor, qué industria tan delicada hacíades con vuestra esclava miserable! Ascondíades os de mí, y apretábadesme con vuestro amor, con una muerte tan sabrosa, que nunca el alma querria salir de ella.

Quien no hubiese pasado estos impetus tan grandes, es imposible poderlo entender, que no es desasosiego del pecho; ni unas devociones que suelen dar muchas veces, que parece ahogan el espíritu, que no caben en sí. Esta es oracion mas baja, y hánse de evitar estos aceleramientos, con procurar con suavidad recogerlos dentro de sí, y acallar el alma; que es esto como unos niños que tienen un acelerado llorar, que parece van á ahogarse, y con darles á beber, cesa aquel demasiado sentimiento: ansí acá la razon ataje á encoger la rienda, porque podria ser ayudar el mesmo natural. Vuelva la consideracion con temer no es todo perfeto, sino que puede ser mucha parte sensual, y acalle este niño con un regalo de amor, que le haga mover á amar por via suave, y no á puñadas, como dicen; que recojan este amor dentro, y no como olla que cuece demasiado, porque se pone la leña sin discrecion, y se vierte toda; sino que moderen la causa que tomaron para ese fuego, y procuren amatar la llama con lágrimas suaves, y no penosas, que lo son las de estos sentimientos, y hacen mucho daño. Yo las tuve algunas veces á los principios, y dejábanme perdida la cabeza y cansado el espíritu, de suerte, que otro dia y mas, no estaba para tornar á la oracion. Ansí que es menester disgran crecion á los principios, para que vaya todo con suavidad, y se muestre el espíritur á obrar interiormente: lo esterior se procure mucho evitar.

Estotros ímpetus son diferentísimos, no ponemos nosotros la leña; sino que parece que, hecho ya el fuego, de presto nos echan dentro, para que nos quememos. No procura el alma que duela esta llaga de la ausencia del Señor, sino que hincan una saeta en lo mas vivo de las entrañas y corazon á las veces, que no sabe el alma qué ha, ni qué quiere. Bien entiende que quiere á Dios, y que la saeta parece traia yerba (1) para aborrecerse á sí por amor de este Señor, y perderia de buena gana la vida por El. No se puede encarecer, ni decir, el modo con que llaga Dios el alma, y la grandísima pena que da, que la hace no saber de sí, mas es esta pena tan sabrosa, que no hay deleite en la (1) Alude a las yerbas o plantas venenosas con que solian los indios emponzoñar las flechas para hacer incurables sus heridas.

vida que mas contento dé. Siempre querria el alma, como he dicho, estar muriendo de este mal.

Esta pena y gloria junta, me traia desatinada, que no podia yo entender cómo podia ser aquello.

¡Oh que es ver un alma herida! Que digo, que se entiende de manera, que se puede decir herida, por tan ecelente causa, y ve claro que no movió ella, por donde le viniese este amor, sino que de el muy grande, que el Señor la tiene, parece cayó de presto aquella centella en ella, que la hace toda arder. Oh cuántas veces me acuerdo, cuando ansí estoy, de aquel verso de David. — Que nadmodum desiderad Cervus á fontes aguarum, que me parece lo veo al pié de la letra en mí. Cuando no da esto muy recio, parece se aplaca algo (al menos busca el alma algun remedio, porque no sabe qué hacer) con algunas penitencias, y no se sienten mas, ni hace mas pena derramar sangre, que si estuviese el cuerpo muerto. Busca modos y maneras para hacer algo que sienta por amor de Dios, mas es tan grande el primer dolor, que no sé yo qué tormento corporal le quitase: como no está allí el remedio, son muy bajas estas medicinas para tan subido mal: alguna cosa se aplaca, y pasa algo con esto, pidiendo á Dios le dé remedio para su mal, y ninguno ve, sino la muerte, que con esta piensa gozar de el todo á su bien. Otras veces da tan recio, que eso, ni nada no se puede hacer, que corta todo el cuerpo: ni pies ni brazos no puede menear; antes si está en pié se sienta como una cosa transportada, que no puede, ni aun resolgar, solo da unos gemidos, no grandes, porque no puede, mas sónlo en el sentimiento.

Quiso el Señor, que viese aquí algunas veces esta vision: via un ángel cabe mí hácia el lado izquierdo en forma corporal; lo que no suelo ver sino por maravilla. Aunque muchas veces.se me representan ángeles, es sin verlos, sino como la vision pasada, que dije primero. En esta vision quiso el Señor le viese ansí: no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido, que parecia de los ángeles muy subidos, que parece todos se abrasan. Deben ser los que llaman cherubines, que los nombres no me los dicen: mas bien veo que en el cielo hay tanta diferencia de unos ángeles á otros, y de otros á otros, que no lo sabria decir. Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecia tener un poco de fuego. Este me parecia meter por el corazon algunas veces, y que me llegaba á las entrañas: al sacarle me parecia las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacia dar aquellos quejidos, y tan ecesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No, es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave, que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo á su bondad lo dé á gustar á quien pensare que miento.

Los dias que duraba esto, andaba como embobada, no quisiera ver ni hablar, sino abrazarme con mi pena, que para mí era mayor gloria, que cuantas hay en todo lo criado. Esto tenia algunas veces, cuando quiso el Señor me viniesen estos arrobamientos tan grandes, que aun estando entre gentes, no los podia resistir, sino que con harta pena mia se comenzaron á publicar. Despues que los tengo no siento esta pena tanto, sino la que dije en otra parte antes, no me acuerdo en qué capítulo que es muy diferente en hartas cosas, y de mayor aprecio: antes en comenzando esta pena, de que ahora hablo, parece arrebata el Señor el alma y la pone en éstasi, y ansí no hay lugar de tener pena, ni de padecer, porque viene luego el gozar. Sea bendito por siempre, que tantas mercedes hace á quien tan mal responde á tan grandes beneficios.