Teresa la limeña/III
III
Pasaron, sin embargo, algunos meses, antes de que una y otra cumpliesen la promesa de escribirse; al fin Teresa recibió una carta de Lucila.
«...No te mentiré, decía, disculpándome con que no había tenido tiempo para escribirte, lo que no sería cierto; te confesaré que el motivo de mi silencio ha sido otro: temía descubrirte el fondo de mi alma y hacerte conocer mi desengaño... ¡Si supieras, querida mía! Más fácil será referirte mi vida desde que llegué aquí y lo que sucedió, o más bien lo que no sucedió...
Sabes que somos pobres, pues mi padre sólo ha conservado de la herencia de sus mayores una pequeña casa en un rincón de las tierras que antes fueron de la familia; pequeña pero cómoda y con cierto aire antiguo, está situada en medio de un jardín y huerta, en donde hay un mundo de flores, único lujo que conserva mi madre, y muchos árboles frutales y algunos emparrados de exquisitas uvas, muy raras en este clima. Los primeros días que pasé en este paraíso en miniatura fueron muy felices, y sólo tú faltabas a mi lado para serlo completamente. Por la tarde nos sentábamos en el jardín bajo los arcos de jazmines y madreselvas, y yo oía con encanto la dulce voz de mi madre leyendo nuestras predilectas obras de Andrés Chénier, Sedaine y Lamartine. El ambiente suave, el perfume de las flores, el medio en que me hallaba, me hacían pensar en que sería muy feliz; sin embargo, a veces mis ojos se humedecían: esta vida quieta y monótona satisfacía a mi alma... pero algo faltaba a mi corazón. Me parecía como que me hubiesen condenado a alimentarme solamente con dulces, y me asustaba un porvenir como aquel; me hacía falta un alimento más fuerte; sentía que 'l'ennui naquit un jour de l'uniformité'.
Una semana después de mi llegada mi madre me anunció que al día siguiente vendrían a visitarnos mi tía y Reinaldo, que acababa de llegar de París a su casa de campo, situada en las inmediaciones. Reinaldo, que acaba de llegar de París a su casa de campo, situada en las inmediaciones. ¡Reinaldo!... ¿Comprendes cuál sería mi emoción? ¡por fin lo iba a ver! Mi imaginación se exaltó y aquella noche no dormí; la pasé en gran parte sentada a mi ventana, contemplando las estrellas hasta poco antes del amanecer.
Cuando desperté me pareció que sería muy tarde (¡eran las siete!) y me levanté asustada, esperando que las visitas llegarían a esa hora. Me puse aquel traje de muselina azul que conoces, y una cinta del mismo color ceñía mis cabellos, desatados en bucles que me caían sobre los hombros. Al mirarme en el espejo me encontró cambiada con esa noche de insomnio: tenía una mancha negra en torno de los ojos, y las mejillas ardiendo; bajé al jardín para refrescarme y me puse un ramito de jazmines al lado de la cabeza. Durante el almuerzo, mi padre notó mi agitación, me creyeron indispuesta y me mandaron retirar a mi cuarto y permanecer tranquila; ¡tranquila!... no podía estar quieta un momento y cada hora me parecía un siglo. A medio día bajé al salón, desesperada ya con tanta tardanza; pocos momentos después oímos pararse un coche a la reja del jardín, y mi madre y yo salimos a la puerta: bajó primero del coche una señora de alguna edad, de suave fisonomía, muy parecida a la de mi padre... después un perrillo; cerraron la portezuela y el coche dio la vuelta para entrar en la cochera.
-¿Y Reinaldo? -preguntó mi madre.
-Ah, mi querida -contestó mi tía-, toda la mañana lo estuve aguardando para que viniésemos juntos, pero había salido a caballo y probablemente olvidó que debíamos venir aquí hoy.
¡Se le había olvidado! Me sentía tan triste y desanimada que no podía casi hablar con mi tía, que desde mucho tiempo antes no me veía y me inspeccionaba, con curiosidad. Sintiéndome turbada y desabrida, salí del salón y fui al jardín, procurando hacer un esfuerzo para que no se me saltasen las lágrimas. El ramito de jazmines cayó a mis pies y recogiéndolo lo tiré con desdén. Yo era siempre la encargada de coger las frutas para la comida, y recordando esto, por tener un pretexto para permanecer en el jardín, busqué un canastillo y empecé a llenarlo de peras y manzanas; pero viendo en la parte superior de un emparrado un hermoso racimo de uvas me subí a la verja que dividía el jardín del huerto. Estando en ello, oí detrás de mí una voz, y volviéndome, avergonzada de mi posición, vi en la puerta un joven pequeño, moreno, de ojos negros y enrizada cabellera, que llevaba un caballo de la brida.
Perdone usted, me dijo: buscaba un sirviente para entregarla mi caballo; y como llegase en ese momento el criado, se lo dio, haciéndole mil recomendaciones sobre la manera de cuidarlo.
Mientras eso yo lo miraba... ¡Éste es, pues, Reinaldo -pensaba-; cuán diferente de lo que había soñado! ¡Se ocupa más de su caballo que de mí!...
-¿Usted es acaso mi primita Lucila? -dijo al fin volviéndose hacia mí.
Y sin hacerme más caso que a una niñita, me tomó de la mano y me dio un beso sobre cada mejilla, como se usa en Francia entre hermanos. Yo estaba sumamente humillada con el poco respeto que me manifestaba, y entré al salón con él, que me llevaba siempre de la mano. Después de haber saludado a mi madre, Reinaldo me hizo sentar, y parándose delante de mí dijo, sonriéndome, mientras yo bajaba la cabeza para ocultar las lágrimas de despecho que se me ahogaban a los ojos:
-¡Miren ustedes a mi prima, que parece tenerme miedo! Y está más grande de lo que yo esperaba, ¿cuántos años tiene?
-Diez y seis -contestó mi madre; y comprendiendo mi turbación me envió a que diera una orden a los sirvientes.
Llena de despecho, subí a mi cuarto y dejé correr mis lágrimas, sin lo que me hubiera ahogado. Cuando ya era cerca de la hora de comer bajé otra vez al salón: Reinaldo conversaba acaloradamente con mi padre, y el timbre de su voz me disgustó, pareciéndome sus modales bruscos y sin elegancia. Mi tía y mi madre discutían no sé qué cuestión doméstica; me senté cerca de la ventana y tomé mi bordado.
Al fin llegó el cura del pueblo vecino, que había sido invitado a comer, y tomando el brazo que me ofrecía con descuido Reinaldo, sin dejar por eso de conversar con mi padre, pasamos al comedor. Durante la comida mi primo procuró hablar conmigo con la condescendencia con que se trata a una escolar, preguntándome acerca de mis estudios favoritos y de las amigas que había dejado en el colegio. No sé qué le contesté; probablemente algo muy necio, porque después de haberse reído de mis contestaciones, siguió hablando con mi padre y el cura, sin ocuparse más de mí.
Apenas mi tía y Reinaldo se retiraron me despedí de mis padres y me encerré en mi cuarto... ¡Así había pasado, pues, aquella entrevista, a cuyo propósito habíamos edificado tantos castillos en el aire!... Reinaldo no es el héroe de mi ensueños; es un joven como cualquier otro, menos que muchos de los menos interesantes del mundo parisiense. ¡Risa me daba de acordarme con cuántas cualidades lo habíamos adornado!
Aunque mi tía me convidó con instancia a que fuera a su casa de campo, no acepté, a contentamiento de mi madre, que, enseñada a vivir retirada del mundo, aplaude mi inclinación a la soledad, según lo he manifestado.
Hace pocos días Reinaldo estuvo aquí otra vez, solo. Mi madre y yo estábamos en el salón cuando entró, y después de haberme saludado como la primera vez, riéndose de mi confusión, presentó a mi madre una carta de mi tía, y ella, después de haberla leído, salió a buscar a mi padre para comunicársela. Reinaldo y yo quedamos solos; me sentía tan confusa, tan necia y niña, que me propuse tener valor para hacerle ver que no era tan indigna de su atención como él creía, y entablamos poco más o menos el siguiente diálogo:
-¿Mi tía está buena?
-Sí... ¿Cuánto hace que usted no va a casa de mi madre?
-¿Acaso he ido desde que salí del colegio?
-¿No? Me parecía haberla visto.
Chocada con aquella prueba de indiferencia le contesté:
-¿Y usted cuánto hace que volvió del colegio de Alemania?
-¿Del colegio?... de la Universidad de Heildelberg querrá usted decir; hace tres años.
-¡Bah! -dije sonriéndome-; creí que usted acababa de salir de algún liceo.
-¿Y eso por qué? ¿Acaso tengo aspecto de estudiantillo con mis veinticinco años?
-No sé cómo será ese aspecto de veinticinco años... pero como usted sólo hablaba el otro día de colegio, lecciones y estudios, llegué a creer...
-¡Oh! -exclamó interrumpiéndome y mirándome con curiosidad-; con que su lengua no deja de picar, a pesar de...
-¿Acaso -le dije, imitando su aire de importancia-, acaso tengo aire de colegiala con mis diez y seis años?
-¡Diez y seis años!... ¡Dios mío, qué edad tan respetable!
Ambos nos miramos riéndonos, y Reinaldo se levantó, y saludándome alegremente y con ademán de fingida seriedad me dijo:
-Señorita... soy de usted atento servidor; es preciso que olvide usted que hemos jugado juntos y que la he llevado cargada sobre mis hombros, y era su protector como persona de mayor edad... Ahora usted, como señorita de experiencia y edad avanzada, se dignará perdonar la ilusión en que yo había caído: la de creerla todavía una niña.
La entrada de mi madre interrumpió nuestra conversación y un momento después se fue mi primo. Yo estaba más satisfecha de mí misma y de él, y me sentía contenta cuando mi madre me llamó para anunciarme que su sobrino se casaba dentro de poco y que mi tía deseaba que yo la acompañase a París para ayudarle a comprar los regalos de boda.
-¿Quien es la novia?
-Una señorita muy rica, hija de un banquero alemán... Reinaldo podría aspirar a un matrimonio más lucido, pero ha sido muy loco y casi toda su herencia está hipotecada.
-¿Y por eso se casa?
-Ha tenido que decidirse de repente, hace pocos días la vio y arreglaron la boda.
-¿Es decir que él no la conocía?...
-No; tú sabes que el matrimonio es cosa seria, y es preciso consultar antes que todo las conveniencias.
-¿Pero seguramente le gustaría la novia?
-No sé... ¡bah! Será educada, y si ahora no la ama después sabrá apreciarla... El matrimonio no es un juego... ¿Pero tú qué sabes de eso?
-Yo nada, pero pensaba...
-¡Pensabas!... Procura no pensar en esas cosas; todavía eres muy niña; además, no tienes dote y probablemente será difícil encontrarte un buen partido.
Alegando mi inexperiencia y timidez, no quise acompañar a mi tía a París; pero la verdad es que el desengaño que había sufrido no dejaba de causarme pena sintiéndome mortificada y ridícula ante mí misma. El mundo se me presentaba muy diferente de lo que había soñado; pero en fin, después veremos...
No he podido excusarme de asistir al matrimonio de Reinaldo, que se hará en el campo (en la primavera) y en el castillo de Montemart, pues mi tía desea que la ceremonia sea pomposa. Mi madre ha ideado un traje que dice será muy elegante para que me presente por primera vez en la sociedad. Ya te comunicaré todas mis impresiones mi querida Teresa. Ahora hablemos de ti... »