Teresa la limeña/IV

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IV

Antes de recibir esta carta, también Teresa había escrito a su amiga. Pero será mejor que la acompañemos en su viaje de regreso a su país, siguiendo cuanto es posible el pensamiento y los recuerdos de la limeña.

Se embarcó en Southampton, llevando consigo multitud de cofres llenos de vestidos elegantes y vistosas joyas, con las que su padre pensaba hacerla lucir en la fastuosa sociedad limeña. Al subir al vapor, apoyada, en el brazo de su padre, sus miradas se detuvieron en un grupo de jóvenes que la contemplaban cola admiración. Su espíritu aventurero y romántico buscaba alguna imagen en que fijar sus ojos; pero la apariencia de esos petimetres (que volvían a las diferentes repúblicas Sud-americanas, después de haber gastado la flor de su juventud en París) no le llamó la atención. Sus finos labios se plegaron con cierta expresión de burla, y en sus ojos brilló un relámpago de ironía. Cuando su padre le presentó algunos de sus afeminados compañeros de viaje.

Durante la navegación no sucedió cosa particular; el mareo la postró de tal manera que vivía en un estado el de letargo, por lo que los dandys que se atrevieron a acercársele eran recibidos con disgusto y sequedad. Sin embargo, cuando después de haber pasado el día sobre cubierta, recostada en un gran sillón, con los ojos cerrados y sumergida en el sopor que produce el movimiento del barco, bajaba ya de noche a su camarote, la perseguía la visión de dos ojos negros fijos en ella cada vez que abría los suyos, y de una mano amiga pronta a servirla siempre que deseaba alguna cosa. Al cabo de pocos días procuró buscar con la vista al dueño de aquellos ojos y darle las gracias por sus servicios, y halló que era un joven muy modesto, llamado Pablo Hernández, hijo de un comerciante arruinado de Guayaquil y que regresa después de haber sido empleado en una casa de comercio de Liverpool. Naturalmente su humilde posición no le permitía acercarse a la hija del orgulloso señor Santa Rosa, bien que ella lo miraba con bondad, y se redujo a contemplarla de lejos, y reparar en todos sus movimientos para adivinar sus mínimos deseos: de suerte que cuando Pablo desembarcó en Guayaquil, Teresa echó de menos aquellos hermosos y melancólicos ojos que encontraba siempre fijos en ella durante los días anteriores, y sintió en torno suyo un vacío.

La llegada a Lima, la entrada, triunfante que hizo en la sociedad y los elogios que obtuvo por su elegancia y hermosura, no pudieron, sin embargo, borrar de su corazón el recuerdo de su madre, ni disminuir el vivo deseo de recorrer la casa en que pasara su primera edad. Ya había asistido a varios bailes y saraos antes de haber podido visitar el rancho de Chorrillos, pues su padre, egoísta en todo, no consentía, en que ni por un momento se ausentara la risueña faz, adorno de sus salones.

Al fin logró sus deseos, y su padre le permitió ir a pasar algunos días a orillas del mar; pero todo lo halló trasformado en su antigua casa, pues el señor Santa Rosa, que no gustaba de recuerdos tristes, había hecho variar los muebles y objetos que habían pertenecido a su esposa. Esa época de su vida le disgustaba y no quería recordarla nunca. Sólo encontró Teresa, de las memorias de su infancia, el ancho corredor y la bella vista sobre el mar... ¡Cuántos y cuán tristes desengaños para aquella preciosa niña, nutrida con ideas tan falsas de la vida, que esperaba verse rodeada de héroes y encontrar una novela en el corazón de cada persona, con quien trataba!

Pasada la primera embriaguez de sus triunfos, y acostumbrada, a las frases almibaradas, pero vacías de los petimetres de salón, preguntó a su corazón qué había en él, y sólo halló un inmenso vacío. Su padre era un hombre egoísta, sin más sentimientos de virtud que los que le aconsejaba el interés de conservar su riqueza. Vigilaba a su hija con el mayor cuidado, porque pensaba servirse de ella como de un instrumento útil, y que en cualquier caso podría, servir de cebo para realizar sus proyectos de engrandecimiento. Tal padre no era capaz de alcanzar mucho afecto en el corazón de nuestra heroína, que a cada paso comprendía cuán distintas eran sus miras y cómo desarmonizaban sus ideas. No pudiendo fijar su atención en las mariposas que la rodeaban, trató de crearse una novela revistiendo a Pablo Hernández con el ropaje de los héroes novelescos, y dedicaba sus ratos de ocio a idear mil aventuras románticas en que él hacía un papel importante; muy pronto la yerta realidad le demostró que su antiguo admirador no merecía tantos recuerdos.

Paseaba una tarde en el malecón de Chorrillos con varias personas y hablaban de la navegación y de los pasajeros que habían regresado a América al mismo tiempo que Teresa. Ésta mencionó como por casualidad a Pablo, y uno de los jóvenes que la acompañaba, dijo sonriéndose:

-¿No sabe usted que hace algunos días que está en Lima?

-¿Sí? -exclamó Teresa, sintiendo que se turbaba. «¡Pobre joven -pensó-, seguramente no se ha atrevido a presentarse!»

-¡Qué casualidad! -añadió una de las señoritas: si no me equivoco, aquel es el señor de quien hablan...

-Efectivamente -contestó otra-, y viene con su esposa.

-¿Su esposa?

-Sí; hace pocos días que se casó...

-¡Entonces no puede ser el mismo!

-Véalo usted; este matrimonio se hizo una o dos semanas después de haber regresado de Europa ese joven. Su padre le escribió recomendándole ese partido, según parece, y volvió a Guayaquil con tal objeto; estaba pobre y sin colocación ventajosa, y ella era rica...

-Parece -dijo otro- que la bella consorte ha venido a ostentar su triunfo aquí.

-Por supuesto; Lima es el sueño dorado de toda guayaquileña.

Mientras ese Pablo se había acercado, llevando del brazo una figura tan curiosa como ridícula: era la de una mujer de unos cincuenta años, gruesa, pero tan prensada en su corsé que respiraba con dificultad; vestía un traje relumbrante, escotado, y sus anchas espaldas y pecho voluminoso estaban apenas velados por un pañolón de encajes blancos, llevando, como apagador, una gorra de cintas y flores de colores variados, y en su garganta un collar de ricas joyas, acompañado por brazaletes de diferentes piedras preciosas que resbalaban en sus fornidos brazos; a que se agregaban guantes de malla, tejidos de intento para lucir innumerables anillos sobre sus dedos rollizos. Una espesa capa de pintura blanca, rosada, roja y negra cubría su frente, mejillas, labios y cejas, y un murallón de dientes guarnecía su boca, no dejando duda alguna de que eran postizos, los gruesos engastes de oro en que estaban montados.

Al lado de aquella hermosura de Rubens de cocina el mísero Pablo parecía un mártir en las garras de un león. Apenas vio a una de las señoras que paseaban con Teresa, la valiente novia se precipitó hacia ella con los brazos abiertos. Pablo, avergonzado y mohíno, trató de aprovechar esa circunstancia para escapársele, pero ella adivinó su deseo, y con una imperiosa mirada lo obligó a que se acercase y saludara.

-Vida mía -decía la bella Tisbe (así la llamaban) a la amiga de Teresa a quien había conocido antes-: cuánto me alegro de encontrarte aquí.

-La felicito a usted señorita -le dijo uno de los jóvenes-, por su nueva elección, ¿cuánto hace que volvió usted a uncirse al carro del himeneo?

-Hace diez y siete días -y añadió, mirando a su víctima, que no se atrevía a levantar los ojos-: y como me ha ido tan bien en mis anteriores matrimonios, yo sabía que sería feliz en éste.

La Señora Tisbe tomó familiarmente el brazo de su amiga y siguió paseando con los que rodeaban a Teresa, mientras que el agobiado Píramo escuchaba en silencio lo que su consorte decía.

-¡Sí, señoritas -exclamó la novia de repente y mirando en torno suyo con aire triunfal-, sí, señoritas! El matrimonio es el estado más feliz, y les aconsejo que sigan mi ejemplo... Mi primer esposo fue inglés, hombre cortés y agradable, pero pronto lo perdí...; el segundo era francés, el cónsul francés en Guayaquil. ¡Éste no tenía precio, qué amabilidad, qué conversación tan amena! Todavía siento algo aquí (y mostraba el lado del corazón) cuando hablo de él... ¡Pobre Luis! ¡murió en un duelo que le promovieron por no sé qué cuestión de mujeres; falso, por supuesto falso!

-¡Vea usted qué desgracia!...

-¿Y don Pablo es el tercero? -preguntó Teresa que había permanecido callada hasta entonces.

-No; el tercero fue el siguiente cónsul francés; ¡pobrecito! También murió el año pasado, víctima de una enfermedad causada por la debilidad de su cerebro: los médicos le dieron el nombre de... delirium tremens.

Los hombres que venían detrás de las señoras no pudieron menos que mirarse riéndose, y Pablo, lleno de pena y de vergüenza, se escapó de enmedio de ellos, fingiendo que tenía que hablar con una persona que atravesaba el malecón.

-¡El último ha sido mi querido Pablo, siguió diciendo la hermosa Tisbe, a quien Dios conserve muchos años para mi dicha!

Al decir esto se volvió hacia el sitio en que se hallaba un momento antes de su víctima, y al ver que se había ido se despidió precipitadamente de las señoras y lo fue a pescar de nuevo en el momento en que cruzaba por una calle trasversal.

-¿Este joven ha perdido acaso el juicio para casarse con semejante harpía? -preguntó Teresa, riéndose de sí misma al ver cómo habían caído sus poéticos castillos hechos en el aire.

-La verdad es qun el aire.

-La verdad es qudo a vivir bien, volvió a Guayaquil desesperado de su pobreza; le presentaron esta viuda, que es efectivamente muy rica, y en un rapto de demencia se casó con ella, creyendo hacer buen negocio.

-Pero le han salido mal sus cálculos -observó otro-, porque la señora es muy celosa y no le deja un momento de libertad; él es su sirviente y su víctima... Así hizo ella con el anterior; y tanto lo desesperó que el infeliz se entregó a la bebida, y murió de eso, según ella misma lo confiesa...

Teresa no volvió a ver a Pablo, y procuraba no recordarlo nunca; menos franca que Lucila, jamás escribió a su amiga el ridículo fin de sus primeros ensueños.