Teresa la limeña/V

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V

Entre las bellezas notables y de moda entonces en Lima, había una linda muchacha llamada Rosita Cardoso. No siendo rica, con dificultad podía competir en lujo con las demás señoritas de la sociedad limeña; pero a falta de recursos sabía aprovecharse de las circunstancias. Apenas llegó Teresa a Lima, le manifestó mucho cariño, y deseando gozar de las comodidades que ésta le podía proporcionar en sus relaciones íntimas, al cabo de poco tiempo se hizo su amiga inseparable.

En realidad Rosita no quería a su nueva amiga y le tenía envidia; ni a Teresa tampoco gustaban las ideas y cierto cinismo de sentimientos que Rosita no ocultaba, e ingenuamente se escandalizaba al oírla decir que había leído cuantas novelas francesas habían caído en sus manos, sin reparar en sus autores. Efectivamente, sobre las mesas de las piezas de Rosita se encontraban las obras de Dumas. Sue, Soulié y hasta de Pablo De Kock; pues ella, como toda limeña culta, comprendía perfectamente el francés. La despierta y alegre joven se burlaba del horror que Teresa manifestaba por aquel género de lecturas, y procuraba hacerle olvidar las preocupaciones que, según ella, dañaban el carácter de su amiga.

-¡Guay! -exclamó Rosa un día que, estando en su cuarto, recibía la visita de Teresa y la había obligado a que leyese un capítulo de una de sus novelas favoritas; pero ésta, indignada, había tirado el libro con desdén.

-¡Catay! ¡qué remilgada es usted, querida mía! -siguió diciendo Rosita después de recoger el libro-. Decididamente sólo le llaman la atención sus Lamartines, Esproncedas y Zorrillas con su romanticismo mentiroso... ¡Vaya! La vida es muy diferente de lo que ellos dicen; usted es muy joven y es preciso que se deje instruir por sus verdaderas amigas.

-No -contestó Teresa-; prefiero que me crean necia -y sentándose frente al piano, puso las manos sobre el teclado.

-Créame usted, Teresita -dijo con aire cierto de tristeza la limeña-: ya casi tengo veinte años y conozco la vida... déjese aconsejar. ¿Sabe usted que para su dicha sería mejor que aceptara pronto el novio que lo presentó anoche su padre?

-¿Cómo sabe usted que mi padre...?

-¿Cómo?, porque él me lo dijo esta mañana.

-¿Quién es él?

-León Trujillo.

-¿Él se lo dijo?... ¡bah! ¡si ése es un niño!

-No tanto como parece. Además, añadió que usted le había parecido arrebatadora.

Teresa hizo un ademán de desdén, y acercando un asiento empezó a tocar en el piano los primeros acordes de un valse.

-¡Ja, ja, ja! -exclamó, riéndose, Rosa-; ya entiendo... ¿Está usted pensando en el bello Arturo con quien bailó ese valse la noche de la tertulia en casa de Julia?

-¡Qué disparate, Rosita! -contestó Teresa, sonrojándose y volviendo su asiento-; ¡con cuántos no habré bailado un valse de moda como éste!

-No se admire usted de lo que le digo; todavía no sabe usted fingir, y yo hago uso de mis ojos en todas partes. Recuerdo que esa noche noté el placer con que usted bailaba con Arturo; y no fui la única, pues Carolina le hizo comprender la mortificación que eso le causó.

-¡Rosita, eso es hasta ridículo!

-¿Para qué negármelo?... a pesar de todo voy a hacerle ver que soy una amiga de confianza; me repugna que la engañen... Arturo no la ama.

-¿Y cómo lo sabe uste? -preguntó Teresa, a quien chocó el aire de seguridad con que hablaba su amigaguridad con que hablaba su amiga mismo: aquí tengo casualmente una carta que me dio a guardar Carolina Perdomo, y voy a mostrársela a usted.

Y abriendo una cajita sacó una esquelita perfumada y al desplegarla dijo:

-No se puede negar que Arturo tiene bonita letra...

-¿Luego esa carta es de él?

-Sí.

-¡Y dirigida a Carolina Perdomo!... ¡una mujer casada!

-¡Otra niñería de usted! ¿y por qué no? ¿Acaso las mujeres cuando se casan se han de volver cocos? Pero antes de darle este papel prométame una discreción a toda prueba...

-Yo no deseo leerlo... Eso sería hacerla faltar a la confianza que han hecho de usted...

-¡Guay! ¡cuántos escrúpulos! Carolina siempre me da a guardar su correspondencia, pues su esposo ha dado en la singular manía de mostrarse celoso, por lo que ella no quiere tener estos papeles en su poder; pero aseguro que se alegrará cuando sepa que usted conoce la perfidia de Arturo... -en esto las sirvo a ambas.

Teresa estaba muy conmovida y deseosa de saber la verdad; alargó la mano en silencio y recibiendo la esquela leyó lo siguiente:

«Luz de mi vida:

No pudiendo gozar a solas de esa dulce presencia que hace mi única dicha, te mando esta expresión de mi ardiente amor y espero que las flores que guardan mis letras serán acogidas con su significado.

El tulipán es el grito de mi corazón diciendo: te amo.

Las margaritas preguntan humildemente si soy correspondido.

Los lirios blancos suplican que no me olvides.

Si alguna vez me has visto al parecer contento al lado de otras mujeres ¿cómo puedes creer que dejo de pensar en la única que he podido amar? Teresa, menos que ninguna otra podrá rivalizarte en este corazón que sólo respira por ti...; pero era preciso adormecer las sospechas. No vuelvas, ídolo mío, a castigar a tu esclavo apartando tus lindos ojos de los míos; no puedes figurarte cuán horrible es entonces el sufrimiento de tu

amante y tierno

ARTURO»


La vista perspicaz de Rosita no se había equivocado; Teresa había oído con gusto los acentos de Arturo, el petimetre más de moda entonces en Lima, halagada su vanidad al verlo buscar su lado con preferencia. Se sintió, pues, profundamente humillada e indignada al comprender el ridículo papel que había representado, y al mismo tiempo un sentimiento de desolador vacío inundó su corazón tan nuevo y puro. Empezaba a rasgarse el velo que llevaba sobre sus ojos y la vida se le mostraba en toda su deformidad; sus ojos se humedecieron, pero al notar la mirada semi-burlona, semi-triunfante de Rosita, hizo un esfuerzo para decir con indiferencia:

-No me admira este proceder en... Arturo; pero no creía que Carolina, tan joven y tan linda, cayera en semejante lazo...

-No se sabe aquí quién ha caído en el lazo... Carolina, según comprendo, no lo ama verdaderamente, pero le gusta tener en su séquito un galán tan apuesto y elegante.

Teresa guardaba silencio, deseaba ardientemente estar sola, y no sabía qué disculpa dar a su amiga para despedirse prontamente; ¡la pobre no había aprendido a fingir! Mientras eso, Rosita se gozaba con la confusión de la inocente niña, y la miraba al soslayo, divertida al ver su impaciencia. Rompiendo después el silencio, dijo:

-En cuanto al secretario del ministro francés, que también busca en usted una novia rica...

-Rosita, no se burle usted; el señor de Tilly no ha pensado en hacerme la corte...

-¿No? pues a mí sí me la hizo poco después de haber llegado a Lima y en prueba de ello, vea usted aquí su declaración en verso... Lea usted; ¡y está firmada! ¿Pero comprende usted la casualidad? Esos versos son exactamente iguales a los de Alfredo de Musset que se encuentran en esta novela. Yo conocía los versos y hasta los sabía de memoria, pero no me afané; cada uno da de lo que tiene, y cuando es pobre presta.

-¿Y usted qué le contestó?

-¿Yo? me dio mucha risa, y no dije nada entonces... Al cabo de poco tiempo y cuando supo que mi dote era en plural (dotes) se mandó mudar...

Teresa no sabía cómo interrumpir la charla de su amiga y dejola hablar; en pocas pinceladas, Rosita le hizo comprender muchos de los misterios de la sociedad, y cuando aquella se retiró a su casa iba como aturdida y llena de tristeza con la pintura de las intrigas, ridiculez y vaciedad que reinaban en medio de aquella sociedad que parecía tan amable y franca.

Cada día que trascurría la encontraba más desalentada y llena de fastidio, y empezó a acoger las pretensiones de León Trujillo, el joven que su padre le había presentado, significándole que deseaba lo recibiera bien, pues tenía un negocio importante con su padre y le había ofrecido la mano de su hija, en ratificación de su pacto.

León tenía más de veintitrés años y parecía apenas de diez y ocho; pequeño, delgado y moreno, su fisonomía era poco expresiva, su constitución débil y su espíritu igualmente sin energía. En lo general tenía buen carácter, y era amable cuando no lo contrariaban, y, como niño mimado, jamás lo había sido. Tenía cierta instrucción superficial; tocaba piano con buen estilo, cantaba, y de su voz de tenor sacaba acentos muy suaves; bailaba perfectamente y se vestía siempre a la dernière. Con todo esto era antipático para Teresa, a quien chocaba la superficialidad de un espíritu entregado solamente a las modas y las futilidades de salón. Pero, ¿entre todos los que la rodeaban había acaso alguno cuya alma armonizara con la suya? Cuando llegaba a emitir alguna idea poética y elevada, aunque no se lo decían, comprendía que, por lo bajo, se mofaban de ella.

¡Pobre niña! Sola en medio de tanta gente, su voluntad se sentía impelida al vaivén de una vida sin objeto. Su padre la apuraba para que se decidiera pronto, y sin ella, sin saber qué hacer, procuraba ganar tiempo, esperando sin cesar el príncipe desconocido que su corazón había ideado. Al fin confesó al señor Santa Rosa que ella no podía amar a León, lo que hizo reír a su padre, quien casi con las mismas palabras que lo había hecho Rosita, le dijo que ese sentimiento sólo existía en los libros y que no pensara en semejante disparate; concluyendo con prevenirla perentoriamente que diera el sí a León dentro de breves días, pues sus negocios sufrían con tantos retardos e incertidumbres. Teresa, sin apoyo y sin aquel valor que tiene un corazón que ha amado, prometió lo que quiso su padre, pero pidió que la dejase pasar esos días de libertad que le quedaban, en Chorrillos, único lugar en que la acompañaba y confortaba el tierno recuerdo de su madre.