Teresa la limeña/VI

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VI

Partió, pues, acompañándola solamente algunos criados y una parienta lejana, señora vieja y sin pretensiones.

El primer día lo pasó contenta (era un descanso para la pobre niña dejar de ver a León) y además hizo arreglar los muebles de la casa y templar el piano, único recuerdo de su madre que había conservado Santa Rosa.

Era tiempo de invierno, y aunque en las costas del Perú jamás llueve, el frío es bastante desagradable, y una espesa niebla cubría el horizonte a mañana y tarde. Así, pues, ninguna de sus conocidas había querido salir de Lima en aquella estación para darse baños de mar, y Chorrillos estaba desierto.

El segundo día por la noche, después de que se hubo retirado la señora que la acompañaba, Teresa se sintió profundamente fastidiada al verse sola en aquellos salones abandonados, después de haber estado seis meses rodeada por una alegre sociedad. Se dejó llevar, pues, de una vaga melancolía y abriendo su piano recordó los trozos más sentimentales de su repertorio. Acababa de tocar la última aria de la Lucía, y abriendo los cristales de una ventana que daba sobre el malecón, se apoyó allí algunos momentos. La noche estaba muy oscura y cubierta por un espeso manto de nieblas, al través del cual se traslucían algunas estrellas cuya luz opaca parecía la de ojos enturbiados por las lágrimas. Sentíase Teresa oprimida por cierto presentimiento que no podía definir. Iba ya a retirarse de la ventana, cuando de repente oyó repetir la misma aria cantada por una magnífica voz de barítono. La voz se elevaba pura y llena de unción y Teresa creyó oír en ella cierto acento misterioso que le llegó al corazón. Permaneció silenciosa y sin atreverse casi a respirar hasta que terminó el canto, cuyos acentos deliciosos salían de una casita situada al frente y en la que brillaba una luz en medio de las sombras. Estuvo esperando un cuarto de hora, pero como siguiera no interrumpido el silencio volvió a su piano; muy agitada, tocó un trozo de Norma e inmediatamente abrió la ventana. Algunos instantes después el canto volvió a contestar, imitando perfectamente lo que había tocado. Este inesperado diálogo la llenó de placer, tanto por su novedad cuanto porque, habiendo realizado una verdadera educación musical, su espíritu simpatizaba con las inspiraciones de los maestros más serios. Cuando el cantor concluyó, quiso poner a prueba su ciencia y tocó la preciosa «Serenata» de Don Juan de Mozart. Nunca había podido obtener que León la cantara siquiera medianamente, aunque la había hecho trasponer por un artista para tenor. Apenas acabó ella de tocar, la bella voz entonó el aria con una limpidez y perfección tales, que se echaba de ver que conocía a fondo esa música; música que, por lo mismo que es sencilla y parece fácil, requiere mucha expresión. El canto no tenía acompañamiento ninguno, y así la serenata perdió la ironía y la burla que la hacen tan original, pero ganó en expresión lo que perdía en fondo. Evidenciábase, pues, que el cantor desconocido era un artista consumado; pero esa misma perfección desanimó a Teresa, ocurriéndole que tal vez pertenecía a la compañía lírica que acababa de llegar a Lima, y cerró su ventana y se retiró un tanto apesarada.

Apenas se despertó al día siguiente, recordó la singular conversación musical que había dado animación e interés a su velada, y averiguó quién era su vecino. Le dijeron que hacía un mes que vivía allí un antiguo militar y su sobrino, al que, habiendo enfermado gravemente en Lima, le habían recetado que recibiera el aire fortificante del mar. Estuvo todo el día esperando ver salir de la casa al dueño de la vez, pero fue en vano; ni el tío ni el sobrino se mostraron. Esa noche apenas se quedó sola (pues no quería confesar a nadie su romántica aventura) volvió al piano, esperando que le contestaran nuevamente. En efecto, el eco de sus armonías resonó otra vez en el silencio de la noche, y a medida que la voz parecía tomar más confianza, su ejecución era más perfecta... Aquella noche fue intranquila para Teresa cuyos ensueños la repitieron muy al vivo el recuerdo de lo que acababa de oír. Pasó el tercer día entregada completamente a mil pensamientos deliciosos, sin acordarse de León ni del compromiso que había contraído. Nadie sabía ni había notado esos dúos misteriosos, y esto mismo la encantaba. Apenas llegó la hora de estar sola se acercó nuevamente al piano y tocó una y otra aria, pero nadie le contestaba y notó que no había luz en las ventanas de la casita y no oía nada, llena de impaciencia llamó a un sirviente y con cualquier pretexto averiguó la causa... Sus vecinos habían partido esa mañana y debían embarcarse en el Callao en la Mala real con dirección a Chile, en donde se iban a radicar.

Se había ido, pues, el artista, y Teresa se sintió más sola y triste que nunca; era tan niña aún, que no sabía acompañarse a sí misma. Así fue que cuando recibió la siguiente carta de Rosita, comprendió que su permanencia en Chorrillos era inútil:


Agosto 24 de 185...

«Querida mía: basta ya de destierro; aquellos ojos de azabache han permanecido más del tiempo necesario lejos de nosotros, y los reclaman sus amigas y amigos. León está inconsolable con la ausencia de usted. Habrá varias tertulias en la semana entrante. El señor Santa Rosa se queja de los caprichos de las mujeres, y dice que el palco está nuevamente adornado para la primera función lírica que se dará el domingo... Los marinos van a dar muy pronto un baile en el nuevo vapor del gobierno y es preciso prepararse. Ya ve usted cuántos motivos para volver pronto. Despídase, pues, del solitario Chorrillos y vuelva a donde la sociedad está solitaria sin usted; a lo menos ésa es la opinión de su

inalterable amiga,

ROSITA CARDOSO

P. D.: Carolina ha roto completamente con Arturo y dicen...»


Efectivamente, ¿qué esperaba en Chorrillos? El recuerdo de su madre que había ido a buscar allí, nada le decía; al contrario, esa ternura perdida que podía haber sido su único apoyo, la afligía, y además, la voz entreoída en la soledad de la noche la llenaba de agitación: en suma, lo mejor era volver a Lima y aturdirse y olvidarlo todo.

Cuando regresó, su padre se manifestó muy satisfecho. Rosita le hizo mil demostraciones de cariño, pues la llenaba de contento el pensar que iría al teatro con Teresa, cuya compañía era indispensable para concurrir a muchas tertulias y bailes en un buen coche. León, bien aconsejado, pudo dar acentos a su voz y expresión a sus ojos, que la hicieron creer en su amor. El pobre joven no era capaz de comprender la poesía de este sentimiento como la entendía Teresa, pero había aprendido bien la lección, y ella, fastidiada con tantas instancias, se dejó arrancar el consentimiento para que el matrimonio se hiciese el 15 de octubre, día en que cumplía diez y seis años. La tuvieron tan ocupada y distraída durante ese tiempo, que llegó la víspera de su matrimonio sin que pudiera persuadirse de la realidad de este suceso tan grave para ella.