Teresa la limeña/VII

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VII

La volonté se brise contre les évenements;
la resignation seule appartient à l'homme...
c'est le plus haut degré de la vertu humaine.
M. GATTI DE GAMOND


El 14 de octubre por la noche Teresa estaba en casa de Rosita. Temerosa de encontrarse sola, al caer el sol, se cubrió con un velo negro y fue a buscar la compañía de Rosita, muy acorde con los sentimientos que deseaba tener al día siguiente.

Varias visitas fueron llegando a la cuadra en que recibía la alegre limeña, cuya sociedad buscaban con ahínco los jóvenes deseosos de divertirse. Teresa permanecía callada y meditabunda y no se mezclaba en la conversación general; pero en donde estaba Rosita no podía haber silencio ni encogimiento; todos, los hombres particularmente, tenían con ella, en breve, la mayor confianza.

-¿Sabe usted, Rosita -dijo un chancero chileno recién llegado a Lima-, que han dicho por ahí que usted siempre esconde el pie porque lo tiene grande?

-¡Guay! ¡qué lisura! -exclamó ella-; ¿qué me importa lo que dicen?...

-Cuando el río suena piedras lleva -añadió otro.

-Es cierto; yo lo he oído decir también -dijo otro joven, sonriéndose y llevando adelante la chanza del chileno-; y quien lo ha dicho es el zapatero francés.

-¡La autoridad es respetable!

-¡Qué mentira! -repuso Rosita con disgusto.

-Pruebe la falsedad del cargo -exclamaron todos acercándose.

-¡No sean cándidos!... Allá va, pues, mi chinela y díganme si es la de un gigante...

Y zafándose un zapatito diminuto de raso, lo tiró a la mitad de la sala.

-Yo calzo el número 29 -añadió, recibiendo su zapato después que hubo pasado de mano en mano.

Esta escena tan característica de las costumbres limeñas, chocaba a la natural delicadeza de nuestra heroína; pero ella se había resignado a todo y procuraba olvidar, en cuanto le era posible, sus sentimientos, y vivir como los demás, puesto que habiendo de pasar la vida en el seno de esa sociedad, era preciso manifestarse contenta y satisfecha de ella, aunque, se le oprimía el corazón.

Al cabo de un rato llegó León, y sentándose al lado de Teresa, pidió que cantara algo, ofreciendo acompañarla en el piano. Ella se levantó inmediatamente y después de un momento entonó con voz conmovida el Adiós de Schubert... Era un adiós supremo a su vida de niña, a sus aspiraciones y esperanzas, al Manfredo de sus ensueños, a la Teresa, amiga de Lucila, que iba a trasformarse en la esposa de León. Cuando llegó a la última estrofa:

«Llegó el supremo instante
de nuestro adiós postrero...»

no pudo menos que conmover con sus acentos desgarradores hasta a los dandys que se hallaban presentes.

-¡Eso es demasiado triste para la víspera de su matrimonio, Teresita! -dijo Rosa-; cantemos algo alegre.

-¿Alegre? no recuerdo ahora nada... Cante usted, León; yo lo acompañaré a mi vez.

-¿Quiere usted que ensayemos la «Serenata» de Don Juan?

-Está bien.

¡Qué diferencia de expresión, de sentimiento y de comprensión de la música, comparado esto con la voz misteriosa de Chorrillos! Al pensarlo así, Teresa puso en el irónico acompañamiento toda la amargura que rebosaba en su alma aquella noche, y a cada frase de ternura del cantor contestaba con notas burlonas que semejaban la diabólica risa de Mephistófeles.

-¡Bravo! -exclamó el chileno-. Cuando vine de Santiago, acababa de llegar allí un joven peruano a quien oí cantar eso mismo. ¡Qué voz tan espléndida! Ustedes lo deben de conocer.

-¿Cómo se llama?

-No recuerdo, pero tiene voz de barítono... si quisiera se luciría en el teatro.

Nadie sabía quién podía ser, y Teresa, se guardó bien de hablar de su aventura. Para encubrir lo que sentía, interrumpió la conversación, pidiendo a Rosa que ejecutara un bolero español en el cual ésta se lucía, y así pudo estar un momento silenciosa tratando de serenarse. Veía con impaciencia las miradas ya lánguidas, ya tiernas, con que León procuraba manifestarle su amor, y al mismo tiempo estaba disgustada consigo misma al encontrar tanta frialdad en su corazón.

A poco se retiró, y deseando no aparecer al día siguiente con semblante pálido y desencajado, tomó un ligero narcótico para dormirse pronto.

Esa noche, sea por efecto del narcótico o a causa de la preocupación de su alma, tuvo un sueño que jamás olvidó, y años después lo recordaba con estremecimiento: se veía sola, en un lóbrego cementerio, rodeado de bóvedas y ocupado por túmulos de mármol blanco y negro... De repente sintió que alguien caminaba a su lado con paso firme y lento; trató de dirigirle la palabra, pero al mirarlo, vio una fisonomía tan grave aunque dulce, tan severa y triste, que las palabras murieron en sus labios. Sintió, más bien que vio, que la mirada de su compañero se detuvo con profunda melancolía en la inscripción de un túmulo que letra por letra se fue iluminando hasta claros y como de fuego dos nombres: Teresa y Lucila; y al mismo tiempo notó espantada que los demás túmulos andaban, y desfilando pasaron uno a uno por delante de ellos, mostrando en encendidos caracteres el solo nombre de Teresa, a diferencia del primero que tenía también el de Lucila. Llegó por fin un sarcófago al parecer lleno de letras, pero vacilantes, que no podía leer, y al hacer un esfuerzo para acercarse, su compañero la detuvo y la presión de aquella mano sobre el brazo la hizo despertar sobresaltada.

La luz de la mañana entraba por la teatina abierta y llenaba la pieza con el brillo del sol, anuncio de un hermoso día; pero Teresa se sentía moralmente débil y sin valor para aguardar sereno los acontecimientos que en él iban a tener lugar.

«¿Éste sueño -pensaba-, será acaso un aviso del cielo? ¿Cada una de esas tumbas será la imagen de una ilusión perdida?... Esta noche seré la esposa de León, ¿y mi suerte se reducirá a pasar mi vida en medio de los sepulcros de mis ensueños?... Y el compañero que me hacía ver lo que significaban las tumbas, ¿quién es?... no, no es León, por cierto; él no sería capaz... ¿Y teniendo esa idea de mi futuro esposo, podré tener la cobardía de casarme con él?

No; ¡todavía es tiempo! -exclamó levantándose precipitadamente. En fin, ¡mi padre debe amarme y no será tan cruel!»

Mandó que llamaran al señor Santa Rosa, rogándole que viniese pronto, y sentándose en un sillón mecedor, cuyo vaivén adormecía, y entretenía su impaciencia, se puso a aguardarlo. En el primer cuarto de hora se sentía llena de energía e imaginaba irresistibles sus súplicas; media hora después empezó a temer las consecuencias de la cólera del señor Santa Rosa, y cuando éste entró no sabía cómo decirle lo que deseaba.

-Aquí traigo, Teresa -dijo su padre entrando-, el regalo de bodas que te envía el señor Trujillo, padre de León; es un soberbio aderezo de diamantes de gran valor.

Y mientras ella admiraba las joyas, sin saber cómo empezar a decirle lo que tanto la entristecía, el señor Santa Rosa añadió, con una voz menos seca que de costumbre, sentándose a su lado:

-No puedes figurarte, hija mía, cuánto te agradezco esta pronta decisión, escuchando mis ruegos. Te diré la verdad: procuré apresurar este matrimonio para salvarme de ruina. Mi fortuna estaba en muy mal estado cuando me vino la propuesta de Trujillo para su hijo y al mismo tiempo me pedía que nos asociáramos en negocios; su crédito en Europa y el dinero disponible que trajo a la compañía me han salvado... Si ahora, por algún contratiempo, se separara, tendría que presentarme en quiebra; felizmente tu matrimonio me da seguridad completa. De aquí a pocos años podremos ir a Europa y presentarnos con lucimientos en los salones de París.

-Pero -dijo Teresa tímidamente-, el carácter de León me es antipático, y...

-¿Sí? Pues eso no te cause pena; según el contrato que hemos hecho, León tendrá que vivir en la hacienda de Trujillo durante una gran parte del año, y así poco tiempo permanecerá a tu lado.

¿Cómo hablarle a un hombre como aquel de simpatía, de amor?

-Sin embargo, papá -repuso Teresa-: ¿no se casa una para vivir con su esposo?

-Por supuesto... cuando se puede ¿pero no me acabas de decir que no te gusta el carácter de León?

-¿Y un matrimonio como éste podrá ser feliz?

-¡No ser feliz!... ¡qué niñería! Tienes una casa lujosa, cuantas comodidades puedes apetecer, el primer papel en la sociedad, belleza, talento, salud... ¡y no serías feliz!

-Siempre había oído decir -contestó Teresa bajando los ojos-, que en el matrimonio debía haber amor...

-¿Y León no te ha manifestado amor?

-Sí... tal vez, pero yo...

-¡Tú! Sería muy indecoroso que una señorita tan joven... Por lo demás, el amor más duradero es el que se despierta después del matrimonio.

Y temiendo continuar hablando acerca de cosas que le eran indiferentes y desagradables, el señor Santa Rosa se levantó y salió.

-¡Dios mío! ¿qué hacer? -exclamó Teresa, y salió en pos de su padre; pero al quererlo llamar vio que conversaba con dos personas en el corredor. Volviose cabizbaja y desalentada, y tirándose sobre un sofá escondió la cara entre los cojines... Se sentía profundamente desgraciada. En ese momento oyó la voz de Rosita, que decía en la puerta de la alcoba:

-Aquí me tienes, querida; como había ofrecido venir a acompañarte en este solemne día, me levanté a la madrugada... ¡a las nueve! Jamás había visto el sol tan de mañana.

Al decir esto tiraba el manto sobre un sillón y se miraba con satisfacción en un espejo.

Teresa se puso en pie para recibir a su amiga desordenado el cabello, los ojos hinchados, los labios apretados y pálida y triste, ofrecía un completo contraste con lo risueño del rostro, el cabello preciosamente peinado, la frente serena y el color sonrosado (que decían ser postizo) de las mejillas de su amiga... ¿Cuál de las dos parecía ser la novia, la feliz niña envidiada por las demás?

La conversación animada de Rosita, la admiración de ésta por los trajes y adornos del ajuar, la sorpresa de otras muchachas que fueron a visitarla aquel día, al ver tantos espléndidos atavíos, el aturdimiento, los regalos, los elogios, los cumplimientos, todo ese ropaje de la vanidad, fue volviendo el valor a Teresa; de modo que al caer la tarde ya había pasado casi de su espíritu aquella loca desesperación de la mañana. ¡Pobre niña! ¡era tan joven que todavía se entretenía con juguetes!

Rodeada con una nube de blancos encajes y de tul, coronada de azahares y cubierta de diamantes con el brillo de sus negros ojos, se presentó en el salón de su padre más bella que nunca, y oyó un murmullo de admiración en torno suyo...

Su voz tembló naturalmente al pronunciar el sí fatal, su frente se nubló un momento y su mano se estremeció en la de León... pero esas fueron las únicas señales de emoción que los espectadores pudieron notar en ella. Se había resignado y con la resignación vino la serenidad.