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Tradiciones argentinas/VI

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

EL GOBERNADOR «MANO DE PLATA»

I

¿Conocen ustedes al general Pata-Gallina? —nos preguntaba cierto día en la Biblioteca de Lima nuestro ilustrado amigo D. Ricardo Palma.

« Fué la de ese nombre la tradición que más sinsabores me ha proporcionado.

» Desde entonces, proseguía, en todas mis crónicas disimulo cuanto es posible nombres y sobrenombres históricos de personajes que no siempre lo fueron; pero como, al fin, crónica es lo que relato, tan parecidos suelen encontrarse los aparecidos, que con harta frecuencia la nativa malicia pone los puntos sobre las íes, que usar suelo sin puntos, y héteme provocado el conflicto.

» Peliagudo oficio se va haciendo el de meterse en atolladeros por exhumar antigüedades.

» Pierda usted trabajo, tiempo y paciencia en desenterrar empolvados señorones, llenos de telaraña, vestidos á la antigua y hablados á la misma, que no reportará honra ni provecho.

» Apenas habrá familia en Lima á quien no haya recordado alguno de sus ascendientes por ella misma ignorados, haciendo resaltar, en honor al país, á la historia y á la moral los méritos ó los medios méritos de abuelos tan olvidados, dejando á sobra sus sombra, por aquella piedad mal entendida de que, respecto á muertos, sólo se debe recordarlo bueno.

» ¿Y creerán ustedes que se me ha demostrado mucho agradecimiento?

» Eso sí, no faltó quien me recordara. ¿Para darme las gracias?

» No, para darme una paliza.... literaria, haciendo cera y pábilo de toda mi literatura, por no haber suprimido algún lunar, sin el cual faltaría el parecido (ó bellaquería tan sonada), que como eco del pasado repercute en la tradición.»

Todo esto contaba con su sal ática y gracia sin igual delante de Paz Soldán, Pardo, Gómez, Irigoyen, Guzmán, Calderón y otros periodistas, el poeta de las tradiciones, refiriéndonos la desazón que le causó cierto general de la Confederación Perú-Boliviana, llevándole ante el Jurado por encontrarse parecido á su general Pata-Gallina.

» Falsificador de la historia, que ambicionaba renombre, ultrajando el de muertos ó semimuertos, era de lo menos que se me tildara. ¡Chico pleito fué aquél!

» Pero, señor, me defendía, nada tiene que hacer usted con el general Pata-Gallina de mi cuento. Usted es un general de mucho mérito, que ha dado largos días de gloria á la patria, cuya casaca militar cuajada se halla de medallas, cordones y veneras, que ha hecho sudar la prensa con elogios á sus hazañas, y los papeles públicos.

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—» ¿Qué? ¿Qué dice usted? Si en mi Departametno no hay papeles públicos, ni hazañas. Usted se ha querido mofar de mí, pintándome con defectos que no tengo, sin respetar mis canas, heridas y servicios, para costear, con la caricatura de mi figura histórica, la risa de sus lectores.

—» Semejanza alguna aparece entre un Vuecencia implume, en dos pies, y mi general Pata-Gallina, que nunca tomó el olor á la pólvora, que en cien combates lució por su ausencia, como el señor... no lo ha hecho, cuyo nombre no se menciona en parte alguno y................................

» Y, como tanto me fastidiara ese buen señor, cansado de sus majaderías, tuve que pedir al Presidente de la mesa que hiciera exhibir en la prueba algo así como el cuerpo del delito, cuando un chusco gritó desde la barra:

— »¡Eso es!, ¿á ver á ver? Que saque la pata el señor general, á ver si es de gallina.

» Aunque algo serril, el cuzqueño escondía la suya en bota fuerte. El público se echó á reir, contaminándose los miembros del Jurado de la hilaridad de la barra, y no sin gran brega salí absuelto y sin levita.»

Ni pariente lejano del general Pata-Gallina es el que en las siguientes páginas recordamos.

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II

El gobernador Mano de plata no pertenece á la colección, digna más de un gabinete ortopédico que del Museo á cargo de nuestro erudito señor Moreno, ó de nuestra humilde galería, en que desfilaron el mariscal Pierna de palo, el general Cabeza de mate, el coronel Mandíbula de plata, y otros gloriosos inválidos, tan perseguidos por las balas como olvidados en la historia.

No hay que confundir este gobernador Mano de plata, teniente de Rey, plaza recién creada para la muy noble y muy leal ciudad de Buenos Aires, con D. Melchor Porto Carrero, que virreino en el Perú y quien sustituyera con brazo del precioso metal el que perdió en la batalla de Harras.

Algo enamoradizo de beldades de azúcar rubia y canela debió ser, por lo mucho que le sulfuraba el cantarcillo populachero con que los muchachos de la Alameda de los Descalzos sabían saludarle en Lima:


« Al conde de la Monclova
le dicen Brazo de plata;
pero tiene mano de oro
cuando corteja mulata.»


Cuando Mano de plata llegó á las riberas de su nombre, Brazo de plata había salido de la tierra de la misma, sin llevarse ningún Potosí.

Rara-avis entre los virreyes del Perú, y quizá, quizá entre algunos gobernantes que le sucedieron.

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Eso sí, honrados á carta cabal, aunque uno arribara quince años después del otro, y otros quince gobernara cada uno por su lado, fué en lo único que se alcanzaron sus honradas y progresistas administraciones, dejando ambos numerosos testimonios de generosidad en obras fecundas, edificando al pueblo con su ejemplo.

Pero si balsa de aceite, en lo pacifica, parecía la época del conde de la Monclova, el reverso de la medalla fué la que tocara al mariscal de campo D. Bruno Mauricio de Zabala, quien con menos elementos hizo más.

Si el conde construyó los portales sobre la plaza trente á la suntuosa catedral de Lima, en que empleó veinticinco mil pesos de sus regalías, el Cabildo y el Palacio y otras muchas preciosidades, empezando en su tiempo las mejores edificaciones, aunque más pobretón nuestro gobernador, no se limitó á embellecer esta capital, sino á levantar otra nueva desde sus cimientos, como la muy hermosa que hoy ostenta la joven República Oriental del Uruguay.

Después de abrillantar su descollante figura con hazañas singulares en las campañas de Flandes, Namur, Zaragoza y Gibraltar, á Zabala, que habia perdido el de persignarse en Lérida, de valor de vascongado y tesón de lo mismo, le tocó hacer entrar en vereda el varios alcabaleros retrecheros y contribuyentes olvidadizos.

El mismo año de su arribo á este Gobierno (1717), fué el primero de la terrible peste que alcanzó hasta Córdoba, recrudeciendo diez años después.

Los indios se levantaron por varios puntos, y los portugueses, asomando las narices por sobre las murallas de la Colonia del Sacramento, íbanse extendiendo como mancha de aceite hasta quedar chatos por todas partes. Muy luego metió en un zapato á lusitanos y charrúas y hasta en dos á tobas, guaraníes y toda la indiada, asi en la Pampa como en la Banda Oriental, en el Chaco y Paraguay.

Tras los salvajes se insurreccionaron los cristianos, y en pos de Antequera los comuneros, y antes y después mamelucos y paraguayos; y á pesar de las múltiples atenciones de tanta dilatada campaña, no descuidaba el adelanto de los pueblos en su honrosa y progresista administración.

Y á este gran hombre que con su solo brazo metió dentro de la estrecha plaza de la colonia á contrabandistas y portugueses, echó á los que pretendían echar raíces sobre la hermosa bahía que muestra en anfiteatro á Montevideo, expulsó á Antequera, repuso á los jesuítas, dio el cada uno lo que era suyo, sembró de bienes la inmensa zona desde los confines del Paraguay hasta la Patagonia, y cuando, promovido al rango de teniente general, le vino el nombramiento para la presidencia de Chile, le llegó la muerte en Santa Fe.

III

Pero ante la crónica suntuaria de aquella época, mérito mayor que el haber decomisado doscientos mil cueros y ocho mil marcos de plata y embargado todos los bienes de la Compañía del Asiento en represalia de la usurpación de Gibraltar, aplauso más grande que por todo ello le fué discernido entre las damas de antaño por haber introducido, ¿qué les parece á ustedes?..., nada menos que el primer carruaje por cuyo modelo fueron construidos los que le siguieron.

Tardó en llegar la gente arrastrada á esta ciudad de pacíficos vecinos y modestas costumbres. Sabida es la real pragmática del Diablo del Mediodía, el más tirano de los Felipes, prohibiendo traer carruajes á estos sus lejanos dominios, ni fabricarlos en ellos.

Apenas se hizo excepción para el virrey y el arzobispo, empezando luego á introducirse como contrabando por algunos señores de campanillas en Lima, hasta que, cayendo con los años en desuso la prohibición en semi-corte de tanto fausto, no quedó tieso títere ó rico improvisado que no fuera arrastrado.

Primer carruaje de Buenos Aires (1726)

En tal dije de lujo arribó aquí al siguiente año de haberse declarado esta ciudad muy Noble y muy Leal, nombrándosele un teniente gobernador é investido al teniente general mariscal Zabala de más amplia jurisdicción.

¿Se prohibiría la construcción de carruajes tal vez por falta de maderas en esta América sin bosques, ó por falta de caballos, que en tierra de los mismos, escasos los reputaba Su Majestad para el servicio del Estado? En aquellos tiempos, que hasta la carroza real era tirada por mulas (en la Coronada Villa), aquí se boleaba un potro, dejándolo tirado en medio del campo, para sacarle sólo un par de botas de las patas.

Costumbre era en nuestros campos por aquellos tiempos, de cualquier paisano en viaje, acercarse al palenque en el primer rancho del camino, á pedir prestado un caballo por llevar aplastado el que montaba. No se prestaba, pero se le daba, no uno, sino otro más de tiro, y seguía, cuando seguía; pues repitiéndose el ofrecimiento de hospedaje, éste se prolongaba por días y aun semanas. Al terminar otra jornada, la misma escena se repetía, continuando de este modo hasta la estancia más lejana. Tales eran la franqueza y desprendimiento de nuestras sencillas gentes de campo, hasta que la malicia y el subterfugio vinieron á corromperlas. En este mismo país, donde un animal valía menos que sus patas, se ha llegado á pagar no ha mucho treinta mil libras esterlinas por el primer caballo del mundo, según el inglés que lo envió de Londres.

Hasta mucho después resaltaba á este respecto la aberración matemática de que la parte vale más que el todo. Cuando un buen caballo se pagaba en dos pesos, por cuatro no se adquirían sus herraduras.

Hasta doscientos años después de su fundación se pagaba en cuatro mil pesos un excelente caballo en Lima, cantidad con la cual hace cincuenta años se adquirían veinte leguas de tierra á veinte leguas de esta capital.

Si se recuerdan las inmensas manadas que D. Juan de Garay encontró de las pocas yeguas dejadas por Mendoza, gemela en lo económica resalta tan inacertada pragmática de la otra salomónica inspiración de no dejar entrar ni salir cosa alguna de este país sino por Puerto Cabello, inmediato embarcadero, así como cinco millas.

Temor abrigaba Su Majestad en la paternal munificencia con que protegía á estos sus fieles vasallos, que llegaron á defenderle la casa mejor que soldado pago, de que se escapara algo á sus Cajas Reales por esta puerta falsa del Río de la Plata. A la postre, cuando más tapiaba portillos y ventanas, se le escapó el reino entero de Indias; que de tanto tirar, al fin se rompe la cuerda.

IV

Alto, grueso, de hermosa cabellera rizada, bigotillo retorcido, majestuoso talante, era el general Zabala uno de los más hermosos tipos de su época.

Faltándole el brazo derecho, que disimulaba su manga en cabestrillo, aparecía ello menos un defecto que real testimonio de su bravura. Mal gobernaba el caballo con la zurda, y andando á pie de Buenos Aires al Paraguay, ó de Misiones á Montevideo, cortos le hubieran sido los años de su buen gobierno para vueltecitas semejantes.

En previsión de tan largas jornadas, trajo consigo un pequeño volantín ó quisicosa, en nada semejante á las lujosas carrozas en la semi-corte de los Virreyes del Perú, arrastrada por una mulita barcina, con el negro que la montaba, y en ella recorrió su dilatada gobernación, sembrando beneficios por todas partes.

Y fué la segunda, según cuenta el cronista de aquellos tiempos, la en que el Podestá de la Rioja quiso exhibirse poco después por no ser menos, y le costó un ojo de la cara, no por cara (tosca confección doméstica), sino porque cruzando estrechas sendas de tanta arboleda, sin pedir licencia se entró una rama en la volanta sacándole un ojo. Al menos así lo cuenta el viajero italiano Cattaneo, que, como jesuíta de cepa, no tenía edad para mentir.

Y fué la tercera carroza en Buenos Aires.........

Mas cuenta sería de nunca acabar la de todas las que han rodado en estas estrechas calles, sobre las que hoy cruzan treinta mil vehículos y doble número de cabezas huecas....

Medio siglo después, otro gobernante, si no fundó ciudades como la de Montevideo, mandó traer lujosísima carroza de gala, cuyo coste superó en mucho al de la fundación de la hermosa ciudad vecina y los recordados monumentos que aún embellecen la capital de las limeñas.


La primera galera