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Un caso de identidad

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

UN CASO DE IDENTIDAD

—Mi querido amigo—dijo Sherlock Holmes, cuando estuvimos sentados delante de la estufa, en su departamento de la calle Baker;—la vida es infinitamente más extraña de cuanto podía hacerla la inventiva humana. No hay hombre que se atrevería á concebir cosas que son meros lugares comunes de la existencia. Si usted y yo pudiéramos volar afuera por esa ventana, cogidos de la mano, cernernos por sobre esta gran ciudad, levantar suavemente los techos, y echar una ojeada á las curiosas cosas que ocurren, á las extrañas coincidencias, los planes, los contraproyectos, las maravillosas cadenas de acontecimientos que se extienden á través de las generaciones y conducen á los resultados más outrés, ese espectáculo haría enteramente superflua é insípida la ficción, con todos sus convencionalismos y conclusiones previstas.

Y, sin embargo, yo no estoy convencido de ello—contesté. —Los casos que salen á luz en los periódicos son, por regla general, bastante raros y vulgares. En los informes de la policía vemos el realismo llevado á sus límites extremos, y no obstante, hay que confesar que los resultados no son fascinadores ni artísticos.

—Para producir un efecto de realidad se necesitan una cierta selección y discreción—obBervó Holmes.—Ambas cosas faltan en los procedimientos de la policía, en los cuales se atiende tal vez más á las tonterías del magistrado, que á los detalles, que para el observador contienen la esencia vital de todo el asunto. Hay que tener siempre en cuenta que en ciertos casos nada es más extraordinario que lo común.

Yo me sonreí y moví la cabeza.

—Comprendo perfectamente que piense usted de esa manera—le dije.—Por supuesto, en su posición de consejero extraoficial y auxiliador de todo aquel que se halla abismado ante un problema, no sólo aquí sino en tres continentes, ha llegado usted á estar en contacto con todo cuanto es extraño y raro. Pero, aquí tiene usted—añadí, alzando del suelo el diario de la mañana—pongámonos á prueba. Leo el primer epígrafe con que tropiezan mis ojos; «Crueldad de un marido para con su esposa.» El asunto ocupa media columna, pero yo, sin leerlo, sé que todo en ella me es perfectamente familiar:

claro está que hay de por medio otra mujer, el licor, empujones, golpes, chichones, una hermana ó la dueña de casa que salen á la defensa. El más crudo de los escritores nada podría inventar de más crudo.


—Puede usted estar seguro de que ha elegido usted el peor ejemplo para su teoría,—dijo Holmes, tomando el diario y echándole una ojeada. Este es el proceso de separación de Dundes, y la casualidad ha querido que yo me ocupara en aclarar algunos pequeños puntos relacionados con él. El marido era sobrio, un bebedor de te, no hubo de por medio ninguna otra mujer, y aquello de que su esposa se queje ba era esto: cada vez que se sentaban á la mesa á comer, él se sacaba la dentadura postiza y la arrojaba á la cara de su mujer. Usted reconocerá que no es fácil que semejante cosa se le ocurra á un escritor de cuentos. Tome usted un polvo de rapé, doctor, y convenga usted en que lo he batido con su propio ejemplo.

Me extendió su tabaquer a de oro viejo, con una gran amatista en el centro de la tapa. Ese esplendor estaba tan en contraste con la sencilla vida y llano vestir de Holmes, que no pude dejar de mostrar sorpresa.

—1Ah! Había olvidado que hace cuatro semanas que no nos vemos. Este es un pequeño recuerdo del rey de Bohemia por la ayuda que le presté en el caso de los papeles de Irene Adler.

Y el anillo?—le pregunté, mirando un magnifico brillante que chispeaba en su dedo.

Ese viene de la familia real de Holanda; pero el caso en que la serví era tan delicado, que no puedo confiarlo ni á usted mismo, que ha sido suficientemente bueno para conmigo para escribir la crónica de una ó dos de mis inyestigaciones.

—Y tiene usted ahora alguna á la mano?—le pregunté con interés.

—Unas diez ó doce, pero ninguna que presente especial interés. Son importantes—usted lo comprende—sin ser interesantes. Ciertamente, he llegado á notar que en los asuntos de escasa importancia es donde se halla mejor terreno para la observación y para el rápido análisis de las causas y efectos, que es lo que hace agradable la investigación.

Los crímenes más grandes son, por lo general, los más sencillos, porque—téngalo usted por regla mientras mayores proporciones tiene el crimen, su motivo es más obvio. En estos casos de ahora, salvo un asunto en verdad algo intrincado que me han confiado desde Marsella, nada hay que tenga aspecto especial. Es posible, sin embargo, que antes de alguuos minutos tenga algo mejor, pues, ó mucho me engaño, ó esa es una persona que viene en mi busca.

Se había levantado de su silla, y estaba parado entre las hojas de la ventana abiertas, mirando hacia abajo, á la calle, que estaba sombría, con ese color neutral de las calles de Londres. Mirando por encima de su hombro, vi que en la acera opuesta estaba parada una mujer corpulenta, con un grueso boá de piel en tornode su cuello, y una larga y rizada pluma en un sombrero de anchas alas, el cual caía sobre su oreja en la coqueta manera llamada duquesa de Devonshire. De abajo de esta gran panoplia, la mujer alzaba los ojos, y dirigía á nuestras ventanas miradas nerviosas, y su cuerpo oscilaba hacia adelante y hacia atrás, y sus dedosjugaban con los botones de sus guantes. De repente inclinando la cabeza, como el nadador que se lanza desde la orilla, se precipitó á través de la calzada y nosotros oímos un violento toque de campanilla.

—Ya he visto otras veces esos síntomasdijo Holmes, arrojando su cigarrillo al fuego.Oscilación en el pavimento significa siempre un affaire de coeur: la dama querría que la aconsejaran, pero no se decide á creer que el asunto no es demasiado delicado para comunicarlo. Y aun asi, en estas mismas circunstancias podemos establecer diferencias. Cuando una mujer ha sido ofendida por un hombre, ya no vacila, y el sintoma corriente es la rotura de un alambre de campanilla. En el presente caso podemos dar seguro que se trata de un asunto de amor, pero que la señorita no está todavía extremadamente enojada, ni perpleja ni resentida.

Cuando decía estas últimas palabras, sonó un golpe en la puerta, y el muchacho entró á anunciar á la señorita María Sutherland, y esta en persona asomó por detrás de la pequeña figura negra del sirviente, parecida á una fragata con sus velas desplegadas, detrás de un frágil botecillo. Sherlock Holmes la saludó con la desembarazada cortesía que era una de sus cualidades notables, y después de haber cerrado la puerta y hecho que la visitante se sentara en un sillón, la miró con la manéra minuciosa y al mismo tiempo abstraida que le era peculiar.

—No le parece á usted—dijo que tan corta de vista como es usted, es esforzarse demasiado el trabajar tanto en la máquina de escribir?

—Al principio tenía que esforzarme muchocontestó; pero ahora sé donde están las letras sin mirar, Pero en seguida, dándose cuenta de todo el significado de la observación de Holmes, se estremeció violentamente, y miró con temor y asombro la ancha cara de su interlocutor, que rebosaba de buen humor.

—Usted ha oído hablar de mí, señor Holmes!

exclamó. Sino ¿cómo podría usted saber www eso?

—No importa—dijo Holmes, riéndose:—es parte de mi profesión el saberlo todo. Quizás me habré ejercitado en ver lo que para otros pasa inadvertido. Y si así no fuera ¿por qué habría usted venido á consultarme?

—He venido á ver á usted, señor, porque he oído hablar de usted á la señora Etherege, al

. Tomo I.—4 G esposo de la cual encontró usted tan fácilmente cuando la policía y todos lo habían dado por muerto. ¡Oh, señor Holmes! 1Ojalá pudiera usted hacer otro tanto por mi! No soy rica, pero de todos modos, tengo unas cien libras anuales que me pertenecen personalmente, aparte de lo que gano en la máquina, y lo daría todo por saber lo que ha sido del señor Hosmer Angel.

—¿Por qué ha venido usted tan á prisa á consultarme?—preguntó Sherlock Holmes, con las puntas de los dedos juntas y los ojos en el cielo raso.


Otra vez apareció una expresión de asombro en la cara en cierto modo inexpresiva de la señorita María Sutherland.

—Sí; sali violentamente de la casa—dijo—porque me enojó el ver la indiferente manera con que el señor Windibank, es decir, mi padre, tomaba el asunto: no quería advertir á la policía, ni venir á ver á usted, y su inacción y sus repetidas afirmaciones de que no había motivo para alarmarse, me sacaron de quicio por último. Me he marchado de la casa con todas mis cosas, y he venido directamente á ver á usted.

—El padre de usted—dijo Holmes—el padrastro, puesto que su apellido es diferente del de usted.

—Sí, mi padrastro. Le digo padre, aunque parece raro que llame así á un hombre que es apenas cinco años y medio mayor que yo.

Y la madre de usted vive?

—10h, sí! Mi madre está viva y bien de salud.

No crea usted que me agradó mucho, señer Holmes, cuando se casó nuevamente al cabo de tan poco tiempo de haber muerto mi padre, y con un hombre que era cerca de quince años menor que ella. Mi padre tenía una plomería en la avenida de Tothenham Court, y al morirse dejó el negocio en buenas condiciones; mi madre siguió manejándolo con el señor Hardy, el jefe del taller; pero cuando llegó el señor Windibank la hizo vender el establecimiento, porque él, en su calidad de agente viajero para la venta de vinos, era muy superior á aquel negocio. Recibieron cuatro mil setecientas libras por el capital y prima, lo que no se acercaba siquiera á lo que mi padre habría sacado si hubiera vivido.

Yo esperaba ver á Sherlock Holmes, impaciente ante esta narración interminable é inútil, pero, al contrario, la escuchó con la atención más concentrada.

—La pequeña renta anual que recibe ustedpreguntó—viene de la venta del negocio?

—¡Oh, no, señor! Es cosa completamente distinta; me la dejó mi tío Ned, en Auckland. Está en títulos de Nueva Zelandia, que producen 4 y medio por ciento. El capital es dos mil quinientas libras, pero yo sólo puedo cobrar los réditos.

—Lo que me dice usted me interesa en extremo—dijo Holmes.—Y, una vez que percibe usted una suma tan respetable como son cien libras al año, y además tiene usted lo que gana, sin duda viaja usted un poco, y se da gusto en cuanto le agrada. Yo creo que una señora ó señorita sola pueda vivir muy bien con una renta de unas sesenta libras.


—¡Ya podría vivir con mucho menos que eso, señor Holmes, pero usted comprenderá que viviendo como vivo en la casa de mis padres, no deseo ser una carga para ellos, lo que hace que ellos gocen de mi dinero mientras esté yo en la casa. Naturalmente á mí me parece muy justo.

El señor Windibank cobra los intereses cada trimestre, y los entrega á mi madre, y para mis gastos personales yo me arreglo bien con lo que gano con mi máquina. Me pagan dos peniques por cada hoja. y á menudo hago quince y hasta veinte hojas en un día.

—Me ha explicado usted su posición con mucha claridad—dijo Holmes.—El señor es mi amigo, el doctor Watson, delante del cual puede usted hablar con tanta libertad como delante de mí mismo. Tenga usted la bondad de decirnos ahora todo lo que se refiere á las relaciones de usted con el señor Hosmer Angel.

La señorita Sutherland se ruborizó; y sus dedos apretaron nerviosamente el borde de su chaqueta.

—La primera vez que le vi fué en el baile de los gasistas—dijo.—Cuando mi padre vivía, solían enviarle invitaciones, y después siguieron acordándose de nosotros, y enviando las invitaciones á mi madre. El señor Windibank no quería que fuésemos: nunca quería que fuéramos á ninguna parte. Si, por ejemplo, yo deseaba ir á alguna fiesta de escuela dominical, entraba en gran enojo. Pero esa vez me habia propuesto ir al baile, é iria, porque ¿qué derecho tenía él para impedirmelo?

Decía que esa gente no era de nuestra clase, cuando todos los amigos de mi padre iban á estar allí. Y decía que yo no tenía nada decente que ponerme, cuando tenía mi blusa color púrpura que casi nunca había sacado de la cómoda.

Por fin, cuando vio que ningún otro medio podía servirle, se marchó á Francia por negocios de la casa; pero nosotros fuimos, mi madre y yo, con el señor Hardy, el que había sido jefe de nuestro taller; y allí fué donde conocí al señor Hosmer Angel.

—Supongo—preguntó Holmes—que cuando el señor Windinbank volvió de Francia, le molestó mucho el que ustedes hubieran ido al baile?

—Pues no: se portó muy bien ese día. Se rió, me acuerdo, se encogió de hombres, y dijo que de nada servía negar algo á una mujer, porque ésta haría de todos modos lo que quería.

—Comprendo. De modo que en el baile de los gasistas conoció usted á un caballero que se llama Hosmer Angel.

—Sí, señor. Lo conocí esa noche, y al día siguiente fué á casa á averiguar si habíamos llegado bien la noche anterior, y después no lo vimos... quiero decir, señor Holmes, que lo ví yo dos veces y paseamos á pie juntos; pero luego volvió papá, y ya no era posible que el señor Hosmer Angel fuera más á casa.

—No?

—Pues no: mi padre no quería nada de eso.

Nunca llegaban visitas á casa si él podía evitarlo, y solía decir que una mujer podía ser feliz en el círculo de su propia familia. Pero entonces, como yo decía á mi madre, una mujer necesita tener su propio círculo para empezar, y yo no tenía ninguno.

—Pero y el señor Hosmer Angel? ¿Hizo alguna tentativa para verla á usted?

—La cosa fué así: mi padre tenía que volver á Francia una semana después, y Hosmer me escribió para decirme que sería mejor y más seguro no vernos hasta que mi padre se hubiera marchado, y que mientras tanto, podíamos escribirnos. Y me escribía todos los días. Las cartas llegaban en la mañana, de modo que mi padre no se enteraba.

—Estaba usted ya entonces comprometida con ese caballero?

—Oh, sí, señor Holmes! Desde la primera vez que paseamos juntos nos comprometimos. Hosmer... el señor Angel,.. era cajero de una oficina de la calle de Leadenhall... y...

—Qué oficina?

—Eso es lo peor, señor Holmes: no sé cuál.

—Entonces, ¿dónde vive?

—Dormía en la misma oficina.

—Y no conoce usted las señas de la casa?

—No, salvo la calle: Leadenhall.

—Adónde le dirigía sus cartas, entonces?

—A la oficina de correos de la calle Leadenhall, «poste restante.» Me decía que si le escribía á su oficina, los demás empleados se reirían de él porque recibía cartas de mujer, á lo que yo le contesté ofreciéndole escribir con máquina, como él me escribía á mí, lo que no aceptó, diciéndome que cuando las escribía con mi mano parecían realmente ser mías; pero cuando estaban hechas con la máquina, era como si ésta se hubiera interpuesto entre nosotros. Esto demostrará á usted, señor Holmes, lo enamorado que estaba de mí, y en qué pequeñeces pensaba para halagarme.

Todo eso es en extremo sugerente—dijo Holmes:—hace tiempo que profeso el axioma de que las cosas pequeñas son las más importantas.

¿Podría usted acordarse de algunas otras pequeñeces del señor Hosmer Angel?

—Era un hombre muy cauteloso, señor Holmes. Prefería pasearse conmigo de noche á hacerlo de día, porque, decía, le desagradaba hacerse notar. Era muy pulcro y caballeresco.

Hasta su voz era suave. Me contó que de niño había tenido paperas, y que eso le había dejado muy débil la garganta y una manera de hablarvacilante y susurrante.

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Siempre estaba bien vestido, muy correcto al mismo tiempo que sencillo; y como tenía los ojos débiles como yo, usaba anteojos ahumados para protegerlos del resplandor.

Bien. ¿Qué sucedió cuando el padrastro de usted, el señor Windinbank, volvió á Francia?

phpes —El señor Hosmer Angel fué nuevamente á la casa, y propuso que nos casáramos antes de que mi padre regresara. Estaba terriblemente excitado, y me hizo jurar, con las manos sobre la Biblia, que, sucediera lo que sucediera, le sería siempre fiel. Mi madre decía que eso de hacerme jurar era muy razonable y una señal de amor. Desde el principio estuvo mi madre enteramente en su favor, y lo quería aún más que yo. Ese día, cuando hablaron de que el matrimonio se hiciera en la semana, yo empecé á preguntarles lo que diría mi padre; pero los dos me dijeron que eso no importaba, cue lo mismo era decirselo después; y mi madre dijo que ella lo arreglaría todo bien. A mí no me gustó eso, señor Holmes: me parecía chistoso el tener que pedirle permiso, cuando sólo era pocos años mayor que yo: pero al mismo tiempo no quería hacer nada incorrecto, así le escribí á Burdeos, donde la compañía tiene su sucursal francesa:

la carta, sin embargo, me fué devuelta el mismo día del casamiento.

—No había llegado á tiempo?

—Así es, señor: había llegado á Burdeos poco después de su salida.

Ah! Esa fué una desgracia. Entonces, se arregló el casamiento para el viernes. ¿Debía ser en la iglesia?

—Sí, señor, pero en forma muy privada. Iba á ser en San Salvador, cerca de King's Cross, y después almorzaríamos en el hotel San Pancracio. Hosmer vino á buscarnos en un hamson; pero como los tres no podíamos caber en el coche de dos asientos, nos puso á los dos en éste y él entró en un cupé, que la casualidad quiso fuera el único en la calle en ese momento. Nosotras llegamos primero á la iglesia, y cuando el cupé se detuvo, miramos para verle salir, pero no salió, y cuando el cochero bajó de su asiento y miró, no había nadie adentro. El cochero nos dijo que no podía imaginarse lo que había sido de él, pues con sus propios ojos lo había visto entrar en el coche. Esto sucedía el viernes último, señor Holmes, y desde entonces no lo he visto ni he sabido nada que arroje la menor luz sobre su misteriosa desaparición.

—A mí me parece que usted ha sido víctima da un proceder en extremo vergonzoso.

—10h, no, señor! Hosmer era demasiado bueno y cariñoso para dejarme así. ¡Qué! Si toda la mañana había estado diciéndome. que, sucediera lo que sucediera, yo debía serle fiel; y que, aun si ocurría algo imprevisto que nos separara, tenía que acordarme siempre de que estaba comprometida con él, y que él vendría tarde ó temprano á reclamarme el cumplimiento de mi compromiso. La conversación era extraña para un día de bodas, pero lo que ha sucedido después ha venido á darle un significado.

—Ciertamente se lo ha de do. La opinión de usted es, pues, que alguna catástrofe imprevista ha ocurrido al señor Angel?

—Sí, señor. Yo creo que él preveía algún peligro, porque si no, no habría hablado en esa forma. Y luego, creo que él preveía lo sucedido.

—Pero no tiene usted idea de lo que eso pueda haber sido?

—Ninguna.

—Una pregunta más: ¿cómo tomó la cosa la madre de usted?

—Se enojó, y me dijo que nunca volviera á hablar del asunto.

—Y su padre? Le dijo usted algo?

—Sí, y él pareció pensar, como yo, que algo había sucedido, y que Hosmer me enviaría pronto noticias suyas. Como decía mi padre ¿qué interés podía tener nadie en llevarme hasta la puerta de la iglesia, y luego dejarme allí? Por otra parte, si me hubiera pedido dinero prestado ó si nos hubiéramos casado y me hubiera hecho traspasar á su nombre mi dinero, habría alguna razón: pero Hosmer era muy escrupuloso en materia de dinero, y nunca habría siquiera mirado un chelin de mi bolsa. Y sin embargo, ¿qué puede haber sucedido? ¿Y por qué no me escribe?

¡Oh! ¡El pensar en esto me enloquece! ¡Y no puedo dormir ni un instante en la noche!

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Sacó de su manguito un pequeño pañuelo, se lo llevó á la cara, y empezó á sollozar amargamente.

—Voy á ocuparme en el asunto—dijo Holmes, parándose;—y no dudo que llegaremos á algún resultado definitivo. Déjeme usted ahora á mí todo el peso de la cuestión, y no se atormente usted con más cavilaciones. Sobre todo, trate usted de desterrar completamente de su memoria al señor Hosmer Angel, como se ha desterrado él de la amistad de usted.

—Entonces susted cree que no le volveré á ver?

—Así lo creo.

—¿Qué puede haberle sucedido, pues?

—Deje usted ese asunto á mi cuidado. Desearía tener una. filiación exacta de su persona, y algunas cartas de las que escribió á usted y que usted pudiera confiarme.

—El sabado puse en el Chronicle un aviso en que pedía noticias de él: aquí tiene usted el recorte, y estas son cuatro de sus cartas.

—Gracias. ¿Dónde vive usted?

—31, calle del León, Camberwell.

—Me ha dicho usted que nunca ha sabido el domicilio del señor Angel. ¿Cuáles son las señas del domicilio del padre de usted?

—Es agente viajero de Westhouse y Marbanck, la gran casa importadora de vinos que hay en la calle Finchurch.

—Gracias. Me ha dado usted sus informacioGO


nes con completa claridad. Déjeme usted esos papeles, y acuérdese del consejo que le he dado.

Haga usted que el incidente quede por entero enterrado, y no permita usted que afecte en lo menor su vida.

—Es usted muy bueno, señor Holmes, pero yo no puedo hacer eso. Seré fiel á Hosmer, y cuando vuelva me encontrará lista para casarme con él.

No obstante su estrafalario sombrero y su cara inexpresiva, nuestra visitante tenía en su sencilla manera de ser fiel algo que se imponía á nuestro respeto. Dejó en la mesa su paquetito de papeles, y se marchó, prometiendo volver apenas se le llamara.

Sherlock Holmes se quedó sentado durante algunos minutos, con las puntas de los dedos todavía apretadas unas con otras, las piernas estiradas hacia delante, y los ojos clavados en el cielo raso. Después desprendió del estante de las pipas una de yeso, vieja y aceitosa, que era para él un consejero, y cuando la hubo encendido se recostó en el sillón, con las espesas nubes de humo subiendo de su cabeza al techo y una expresión de infinita languidez en la cara.

—Muy interesante estudio, esa joven—observó. Para mí es más interesante ella que su pequeño problema, el cual, dicho sea de paso, es bastante vulgar. Si consulta usted mi indice, encontrará casos semejantes: uno en Andorra en 1877, y el año pasado algo por el estilo en La Haya. Sin embargo, con ser como es vieja la idea, hay esta vez uno ó dos detalles nuevos para mí. Pero la joven, personalmente, es un caso muy instructivo.

—Me ha parecido que usted leía en ella algo completamente invisible para mí—le dije.

—No invisible, pero si inadvertido, Watson.

Usted no sabía adónde debía dirigir la mirada, y eso le hizo descuidar todo lo que era importante. Nunca pudo obtener de usted que se convenza de la importancia de las mangas, de la sugestividad de las uñas, de los grandes resultados que se pueden obtener mirando un cordón de zapato. Ahora ¿qué ha deducido usted del aspecto de esa mujer? Descríbamela usted.

—Pues tenía un sombrero de paja color de pizarra y anchas alas, con una pluma rojo—ladrillo. Su chaqueta era negra con cuentas negras y una franja de abalorios negros. Su vestido era obscuro, algo más que color café, con cuello y bocamangas de terciopelo púrpura. Sus guantes eran grises, y uno de ellos estaba agujereado con el dedo índice de la mano derecha.

No observé su calzado. Tenía en las orejas aros pequeños y redondos. Su aspecto general era el de una persona que tiene todo lo necesario, que vive con comodidades, pero corrientemente como la mayoría de la gente de su clase.

Sherlock Holmes dió una suave palmada y se sonrió.

—¡Mi palabra, Watson: está usted entrando maravillosamente! Lo hace usted muy bien, seguro: es cierto que ha dejado usted de ver todo lo importante, pero ha dado usted en el método y tiene usted una vista pronta para los colores.

Nunca confie usted en las impresiones generales, amigo mío, sino concéntrese usted en los detalles. Mi primera mirada, cuando tengo en mi presencia á una mujer, se dirige siempre á sus mangas: en un hombre, quizás es mejor observar las rodillas del pantalón. Como ha visto usted, esta mujer tiene terciopelo en las mangas, tela que es la más buena para conservar las señales de las cosas. La doble linea trazada más arriba de la muñeca por el sitio de la mesa en la que la escribiente en máquina apoya el brazo estaba perfectamente marcada. La máquina de coser de mano, deja una señal parecida á esa, pero sólo en el brazo izquierdo y en el lado contrario al dedo pulgar, en vez de ser recta á través de la parte más ancha, como en este caso. Después la miré á la cara, y observé la señal de los lentes en ambos lados de la nariz, lo que me hizo aventurar una alusión á su cortedad de vista y á la máquina de escribir, alusión que pareció asombrarla.

—Y á mí también.

—Pero eso era obvio. Lo que sí me sorprendió mucho y me interesó, fué cuando bajé la vista y noté que sus zapatos, aunaue no desemejantes, pertenecían, sin embargo, cada uno á un par distinto, pues la capellada del uno tenía un ligero adorno y la otra no. El uno estaba abotonado sólo con dos botones de los cinco, y el otro con el primero, tercero y quinto. Ahora bien, cuando usted vea que una joven, por lo demás correctamente vestida, ha salido de su casa con zapatos diferentes y abotonados á medias, no se necesita ser adivino para decir que ha salido á prisa.

—¿Qué más?—pregunté, profundamente interesado, como lo estaba siempre, por el incisivo razonamiento de mi amigo.

—Noté, de paso, que antes de salir de su casa había escrito, cuando ya estaba completamentevestida. Usted observó que su guante derecho estaba agujereado en el índice, pero no vió usted que tanto el dedo como el guante estaban manchados de tinta violeta. Había escrito á prisa, y mojado demasiado la pluma, y eso debía haber sido esta mañana, pues de otra manera la mancha no habría quedado tan clara en el dedo. Todo esto es entretenido, aunque bastante elemental; pero ahora tengo que volver al trabajo, Watson. ¿Querría usted leerme el aviso con la filiación del señor Hosmer Angel?

Acerqué á la luz el pedacito de papel impreso:

«Desaparecido—decía,—en la mañana del 14, un caballero llamado Hosmer Angel. Estatura, unos 5 pies 7 pulgadas, robusto, tez cetrina, pelo negro, un poco calvo en el centro, patillas negras y tupidas, bigote tupido; anteojos ahumados, ligera dificultad en el hablar. La última vez que se le vió estaba vestido con una levita negra de solapas de seda, chaleco negro, cadena de oro Albert, pantalón gris Harris de rayas, polainas habano, botines de elásticos. Estaba empleado en una oficina de la calle Leaderhall. La persona que dé informaciones, etc., etc.» —Muy bien—dijo Holmes.—Por lo que hace á las cartas—añadió, recorriéndolas con la vista —son de las más comunes. Ninguna presenta indicios personales del señor Angel, salvo una que contiene una cita de Balzac. Hay en todas ellas, sin embargo, un punto que no dudo haya llamado la atención de usted.


—Que están escritas con máquina.

—No sólo eso, sino que la firma está igualmente hecha con máquina. Mire usted, las palabras tan limpiamente impresas al final: Hosmer Angel. Luego ve usted que hay fecha, pero no dirección, salvo «calle Leaderhall», lo que es bastante vago. Lo de la firma es muy sugerente... en una palabra, podemos decir que es concluyente.

—En qué?

—Querido amigo, es posible que usted no vea el gran peso que lo de la firma tiene en el asunto.

—No alcanzo á ver otra cosa que el deseo de ese hombre de negar que la firma era suya en el caso de que se le siguiera un juicio por ruptura de promesa de matrimonio, No, no es ese el punto. Sin embargo, voy á escribir dos cartas que resolverán el asunto.

Una es para una firma de la City, la otra para el señor Windibank, el padrastro de la joven; á éste le preguntaré si puede venir á vernos mañana á las seis de la tarde. Al fin y al cabo, es conveniente entenderse con los parientes masculinos. Y ahora, doctor, nada podemos hacer hasta que nos lleguen las respuestas á esas dos cartas, de modo que pondremos nuestro pequeño problema en la casilla de los aplazados.


Yo había tenido ya tantas razones para creer en el sutil poder de razonamienso de mi amigo y en su extraordinaria energía en la acción, que comprendí que debía tener algunos fundamentos sólidos para la manera segura y desembarazada con que trataba al singular misterio que había sido llamado á sondear. Sólo una vez le había visto fallar: el caso del rey de Bohemia y de la fotografía de Irene Adler; pero cuando volvi la memoria al intrincado asunto de la Señal de los Cuatro y á las extraordinarias circunstancias del Estudio en Escarlata, me dije que la madeja que él no pudiera desenredar tenía seguramente que estar muy enredada.

Le dejé en su cuarto, todavía exhalando el humo de su pipa negra de yeso, con la convicción de que, al volver en la mañana siguiente, encontraría en sus manos todos los elementos necesarios para descubrir la identidad del des—

. Tomo I.—5 aparecido novio de la señorita María Suther land.

Un caso médico de suma gravedad preocupaba mi atención en esos momentos, y durante todo el día siguiente estuve ocupado en la cabecera del enfermo. Hasta cerca de las seis de la tarde no me vi libre, y en el acto me metí en un coche y corrí á la calle Baker, algo temeroso de llegar demasiado tarde para asistir al dénouement del pequeño misterio. Pero encontré á Sherlock Holmes solo, medio dormido, su largo y delgado cuerpo medio enroscado en el sillón.

Una formidable batería de botellas y retortas, y el penetrante olor del ácido hidroclórico, me dijeron que había pasado el día en los trabajos químicos para él tan queridos.

Y lo ha resuelto usted?—le pregunté al


entrar.

—Si; era bisulfato de barita.

—No, no; el misterio!—le repliqué, —Oh! ¿Hablaba usted de eso? Yo pensaba en las sales que he estado analizando y mezclando.

Ningún misterio había en el asunto, aunque, como dije á usted ayer, algunos de sus pormenores son interesantes. Lo único malo es que (por lo menos yo lo temo) no existe ninguna ley que alcance al malvado.

—Pero ¿quién es él, y cuál ha sido su objeto al abandonar á la señorita Sutherland?

No bien había salido esta pregunta de mi boca, y antes de que Holmes hubiera tenido tiempo de abrir los labios para contestar, oímos pesados pasos en el pasadizo y un golpe en la puerta.

—Es el señor Windibank, el padrastro de la joven—dijo Holmes.—Me escribió que vendría á las seis. 1Adelante!

El hombre que entró era robusto de estatura mediana, de unos treinta años de edad, completamente afeitado y de cutis cetrino, de maneras suaves é insinuantes, y con un par de ojos pardos maravillosamente penetrantes. Lanzó una ojeada interrogadora á cada uno de nosotros, colocó su reluciente sombrero de pelo en la cómoda, y después de saludar con una ligera inclinación de cabeza, se dejó caer en la silla que tenía más cerca.

—Buenas tardes, señor Windibank—dijo Holmes.—Creo que es de usted esta carta escrita con máquina, en la que me decía usted que vendría esta tarde á las seis.

—Sí, señor. Temo haber llegado con algún atraso, pero no soy dueño de mi tiempo, ¿sabe usted? Siento que la señorita Sutherland haya molestado á usted con este asuntito, porque opino que no se debe lavar en público ropa tan sucia como ésta. Si ha venido ha sido contra mi voluntad; pero es una muchacha excitable, impulsiva, como usted habrá podido notar, y una vez que ha tomado una resolución sobre un asunto, no es fácil disuadirla. Por supuesto, no me molesta tanto que haya venido á ver á us.

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ted, pues usted no pertenece á la policía oficial; pero no es agradable ver una desgracia de familia como esta, divulgada afuera. Además, es un gasto inútil, porque ¿cómo había usted de poder encontrar á ese Hosmer Angel?


—Al contrario—dijo tranquilamente Holmes, —tengo toda clase de razones para creer que conseguiré descubrir al señor Hosmer Angel.

El señor Windibank dió un violento salto en su silla, y dejó caer los guantes.

—Tengo placer de oir lo que usted me dicecontestó.

—Es cosa curiosa—observó Holmes—que una máquina de escribir tenga realmente casi tanta individualidad como la letra de una persona. A no ser enteramente nuevas, no hay dos que escriban exactamente igual. Algunas letras se gastan más que otras, y las hay que sólo se gastan por un lado. Ahora, usted, señor Windibank, notará en esta carta suya que cada vez que hay una «e», aparece ligeramente borrada en la parte superior, y cada «r» tiene un pequeño defecto en la cola. Hay en la carta otros catorce rasgos característicos de la máquina de usted, pero éstos son los más claros.

—Toda la correspondencia de la oficina la escribimos en esa máquina, y no hay duda de que está algo gastada—contestó nuestro visitante, lanzando á Holmes una penetrante mirada de sus ojillos brillantes.

—Y ahora voy á enseñar á usted, señor Windibank, algo que es en realidad un estudio muy interesante continuó Holmes.—Pienso escribir, uno de estos días, una pequeña monografía sobre la máquina de escribir y sus relaciones con el crimen. Este es un asunto al cual he consagrado alguna atención. Tengo aquí cuatro cartas que proceden del hombre desaparecido. Todas las cuatro han sido escritas con máquina.

En cada una de ellas no sólo aparecen las «e» borradas en la parte superior y las «r» sin cola, sino que además podrá usted observar, si quiere usted usar mi lente de aumento, los otros catorce rasgos característicos á que he aludido.

El señor Windibank se paró de un salto y tomó su sombrero.

—No puedo perder tiempo en oir tan fantásticas divagaciones, señor Holmes—dijo.—Si pue de usted agarrar al hombre, agárrelo usted y cuando ya lo tenga, aviseme.

—Muy bien—replicó Holmes, levantándose y acercándose á la puerta la cerró con llave.—¡Pues aviso á usted que ya lo tengo!

—Qué? ¿Dónde?— gritó el señor Windibank, palideciendo hasta los labios y mirando en torno suyo, como una rata en la trampa.

—Oh! eso de nada le servirá á usted... de nada—dijo Holmes suavemente.—No hay posibilidad de negarlo, señor Windibank. La cosa era demasiado transparente, y me dirigió usted un cumplido muy malo cuando me dijo que me sería imposible resolver una cuestión tan sencilla. ¡Eso es! Siéntese usted y hablemos.

Nuestro visitante se desplomó en una silla, con una cara de muerto y la frente brillante de sudor.


—Nada... nada hay en ello que la ley castigue—balbuceo.

—Así lo temo; pero, aquí entre nosotros, señor Windibank, esta es la farsa más cruel, egoísta é inhumana,, hecha de la manera más mezquina que he visto en mi vida. Ahora, voy á describir rápidamente el curso de los sucesos, y usted me contradecirá si me equivoco.

El individuo estaba desplomado en su silla, con la cabeza caída sobre el pecho, como alguien que se siente literalmente aplastado. Holmes apoyó ambos pies en un lado de la estufa, y echado hacia atrás en su sillón, con ambas manos en los bolsillos, empezó á hablar, más consigo mismo, al parecer, que con nosotros.

—El hombre se casó por dinero, con una mujer mucho mayor que él—dijo,—y usufructuó el dinero de la hija mientras ésta vivió con ellos.

La suma era considerable para gente de su posición, y su pérdida habría determinado una notable diferencia en la vida de la casa; valía la pena de conservarla. La hija era de carácter bueno; amable, pero fácil de concebir un afecto y de ser vehemente á su manera, de modo que era evidente que, uniendo á eso sus prendas personales y su pequeña renta, no se quedaría soltera durante mucho tiempo. Y su casamiento significaría, por supuesto, la pérdida de cien libras anuales. Entonces ¿qué hace el padrastro para impedir esa pérdida? Adopta el fácil recurso de guardarla en la casa, prohibiéndola que acepte amistades con personas de su edad. Pero en breve se convence de que eso no le servirá para mucho tiemp la joven da señales de independencia, insiste en afirmar sus derechos, y, por último, anuncia su decidida intención de ir á un baile. ¿Qué hace entonces su inteligente padrastro? Concibe una idea más favorable para su cabeza que para su corazón. Con la connivencia y ayuda de su esposa, se disfraza, cubre esos penetrantes ojos con unos anteojos ahumados, esconde sus facciones detrás de un bigote y de un par de tupidas patillas, baja esa voz clara á un murmullo insinuante, y, doblemente seguro por lo corto de vista que es la joven, se presenta como el señor Hosmer Angel, y aleja á todos los pretendientes, fingiéndose enamorado él mismo.

—Al principio no fué más que una bromagruñó nuestro visitante.—Nunca creímos que fuera hasta muy lejos.

Podría ser. Pero, como quiera que fuera, la joven se dejó decididamente arrastrar, y convencida de que su padrastro estaba en Francia, ni por un momento se le ocurrió la sospecha de una farsa traidora. Se sentía halagada por las ate: iones del caballero, y el efecto de éstas aumentó por la admiración que la madre expresaba á cada instante. Entonces empezó el señor Angel á visitar la casa, pues claro estaba que si se quería producir un efecto real, había que llevar el asunto hasta donde pudiera ir. Hubo entrevistas y compromiso, que servía para apartar á la joven de cualquiera otra afección.

Pero el engaño no podía continuar así para siempre. Esos supuestos viajes á Francia implicaban incomodidades. Lo que había que hacer era, evidentemente, poner fin á las cosas de una manera tan dramática, que dejara en la mente de la joven una impresión permanente y la impidiera por algún tiempo fijarse en ningún otro pretendiente. De ahí esos votos de fidelidad sobre la Biblia, y de ahí también las alusiones á la posibilidad de que en la mañana del día de la boda sucediera algo. Santiago Windibank deseaba que la señorita Sutherland estuviera tan ligada á Hosmer Angel, y tan insegura acerca de su suerte, que durante los diez años siguientes, por lo menos, no prestara oídos á ningún otro hombre. Fué con ella hasta la puerta de la iglesia, y luego, como no podía ir más lejos, se evaporó á tiempo, mediante la conocida trampa de entrar en un coche por una portezuela y salir por la otra. ¡Me parece que esa es la cadena de los sucesos, señor Windibank!

Nuestro visitante había recuperado algo de su aplomo mientras Holmes hablaba, y se levantó de la silla con una fría expresión de desdén.

Puede ser así ó no, señor Holmes—dijo;pero si es usted tan vivo, debe serlo suficientemente para comprender que quien infringe aquí la ley es usted y no yo. Nada he hecho de justiciable desde el principio, pero usted, mientras mantenga cerrada esa puerta, se expone usted á un proceso por asalto y prisión ilegal.

—La ley no puede, como usted dice, alcanzarle á usted.—dijo Holmes, dando vuelta á la llave y abriendo de par en par la puerta—aunque nunca ha existido un hombre que merezca más un castigo. Si la joven tuviera un hermano ó un amigo, éste debería azotarle á usted la cara.

¡Por vidal—continuó, enrojeciéndose á la vista del burlón desafío que expresaba la cara del hombre:—No es esta una parte de mis obligaciones para con mi cliente: pero aquí tengo á la mano un látigo de caza, y voy á darme el gusto de...

Dió dos rápidos pasos hacia el látigo, pero antes de que pudiera tomarlo, se oyó un desatentado pataleo en la escalera, la pesada puerta de la casa se cerró con estrépito, y desde la ventana pudimos ver al señor Santiago Windibank que corría por la calle con toda la fuerza de sus piernas.

—Allí tiene usted á un malvado de los que hacen las cosas á sangre fría—dijo Holmes, riéndose, y dejándose caer una vez más en la silla.

—Ese individuo se elevará en la escala del crimen hasta hacer algo muy malo y concluir en (4


el presidio. El caso, en cierto modo, no ha estado desprovisto de interés.

—Yo no alcanzo á ver bien todos los períodos del razonamiento de usted—observé yo.

—Voy á explicarme. Por supuesto, desde el principio era obvio que ese señor Hosmer Angel debía tener alguna poderosa razón para su extraña conducta, y estaba igualmente claro que la única persona que aprovechaba realmente del incidente, en cuanto alcanzábamos á ver, era el padrastro. Después, era muy sugerente el hecho de que nunca se juntaban los dos hombres, pues el uno aparecía cuando el otro estaba ausente. No menos sospechosos eran los anteojos ahumados, la voz rara, pues ambos olian desde lejos á disfraz, como también la tupidas patillas. Confirmó mis sospechas la peculiar idea de escribir su firma con la máquina, pues esto indicaba claramente que su letra era tan familiar para la joven, que ésta la reconocería hasta en la menor muestra. Ya ve usted que todos estos hechos aislados, junto con otros más pequeños, apuntaban en la misma dirección.

—Y cómo los comprobó usted?

—Una vez que dí con mi hombre, era fácil corroborarlos. Yo conocia la casa de la cual era corredor Windibank. Tomé la filiación publicada en el aviso, y eliminé de ella todo lo que pudiera ser resultado de disfraz: las patillas, los anteojos, la voz, y envié la filiación así reformada, al gerente de la casa, con el ruego de que me dijera si esas señas correspondían á las de algunos de sus agentes viajeros. Ya había notado las peculiaridades de la máquina de escribir, y escribí al mismo Windibank, á su oficina, una esquela en que le preguntaba si no podría venir á verme. Como yo esperaba, su respuesta vino escrita con máquina, y reveló los mismos defectos, triviales pero característicos. El mismo correo me trajo una carta de Westhouse y Marbauk, de la calle Fenchurch, que decía que la filiación enviada por mi correspondía punto por punto á la de su empleado Santiago Windibank. Voilá tout.

—¿Y la señorita Sutherland?

—Si le cuento á ella todo esto, no me creerá. Usted debe acordarse del proverbio persa: Corre peligro el que quita su cría, al tigre, y no menor es el que afrenta, quien arrebata una ilusión á una mujer. En Hafiz hay tanta sensatez como en Horacio, é igual conocimiento del mundo.