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Un misterio del Valle Boscombe

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

UN MISTERIO DEL VALLE BOSCOMBE

Mi mujer y yo estábamos sentados una mañana tomando el desayuno, cuando la criada entró con un telegrama. Era de Sherlock Holmes y decía:

«¿Puede usted disponer de un par de días? Acaban de telegrafiarme del Oeste de Inglaterra con motivo de la tragedia del valle Boscombe. Tendré mucho gusto si viene usted conmigo. Aire y escenario perfectos. Salgo de la estación Paddington á las 11,15.»

—¿Qué dices, querido?—dijo mi esposa, mirándome.—¿Vas á ir?

—No sé realmente qué decir. Tengo una larga lista de visitas que hacer.

—¡Oh! Anstruther las hará por ti. En estos días, has estado un poco pálido. Creo que el cambio de aire te hará provecho; y, además, las investigaciones del señor Sherlock Holmes ite interesan siempre tanto!

Sería un ingrato si no les demostrara interés, después de lo que he ganado mediante una de ellas—contesté, mirándola. Pero si voy, tengo que prepararme en seguida, porque ya no me queda más que media hora.

Mi experiencia de la vida de campaña en Afghanistán había tenido el efecto de hacer de mí un viajero rápido y expeditivo. Pocas cosas y muy sencillas bastaban para mis necesidades, de modo que en menos del tiempo dicho me encontraba ya en un coche de plaza con mi maleta, en camino á la estación de Paddington. Sherlock Holmes paseaba de un lado á otro en el anden su alto y delgado cuerpo, que parecía aún más delgado y alto por el largo sobretodo gris de viaje y la gorra de paño á la cabeza.

—Ha sido usted en verdad muy bueno al venir, Watson—me dijo.—Para mí significa una gran deferencia, el tener conmigo una persona en quien pueda confiar completamente. La ayuda de gente de la localidad á donde uno va es siempre inservible, si no es perjudicial. Tome usted esos dos asientos del rincón; yo voy en busca de las boletas.

Nos encontramos solos en el vagón, con el inmenso paquete de periódicos que Holmes había llevado consigo y que se puso á revolver y á leer, con intervalos en que tomaba apuntes y meditaba, hasta que hubimos pasado Reading. Después reunió todos los papeles en un gigantesco atado y los arrojó al camino.

Sabe usted algo del asunto?—me preguntó.

—Ni una palabra. Hace días que no veo un periódico.


—La prensa de Londres no ha publicado muchos detalles. Estos diarios que he estado leyendo son los últimos, que he querido ver para dominar completamente los pormenores. Por lo que he visto, parece que se trata de uno de esos casos sencillos que son en extremo difíciles.

—Eso me suena algo á paradoja.

—Pero es profundamente cierto. La singularidad de un caso implica casi invariablemente una clave. El crimen más desprovisto de complicaciones, el más común, es el más difícil de investigar. En este caso, sin embargo, la policía ha llegado á formular un capítulo de cargos inuy serios contra el hijo del asesinado.

—Entonces, se trata de un asesinato?

—Por lo menos así se le supone. Yo no daré nada por establecido antes de haber tenido la oportunidad de estudiarlo personalmente. Voy á explicar á usted el estado actual de las cosas, tal como he llegado á comprenderlo, y en muy pocas palabras.

El valle de Boscombe es un distrito rural no muy lejano de Kors, en Herefordshire. El mayor propietario de tierras en esa comarca es un señor Juan Turner, quien hizo su fortuna en Australia y volvió á la madre patria hace algunos años. Una de las granjas que posee, la de Hatherley, estaba arrendada al señor Carlos. Mc. Carthy, también uno que ha estado en Australia. Se habían conocido allá de modo que nada teníe de extraño que se acercaran aquí lo más que pudieran. Turner parecía ser el más rico de los dos, y Mc Carthy vino á ser su inquilino; pero, según parece, vivieron ambos en términos de perfecta igualdad, y siempre se les veía juntos. Mc. Carthy tenía un hijo, un mozo de dieciocho años, y Turner tenía una hija única de la misma edad, pero ambos eran viudos. Parece que uno y otro evitaban la sociedad de las famílias vecinas, que vivían muy retirados, aunque los dos Mc. Carthy eran aficionados á los sports y se les veía á menudo en las carreras que había en la comarca.

Mc. Carthy tenía dos sirvientes, un hombre y una mujer. Turner tenía una numerosa servidumbre, por lo menos media docena de personas.

Estos son todos los datos que he podido reunir acerca de las dos familias. Ahora, vamos á los hechos.

El 3 de junio, es decir, el lunes último, Mc. Carthy salió de su casa de Hatherley á eso de las tres de la tarde, y se dirigió á pie á la laguna de Boscombe, un pequeño lago formado por un remanso del rio que atraviesa el valle de Boscombe. Por la mañana había estado con su criadoen Ross, y había dicho al criado que debía volver á prisa, porque á las tres tenía una cita importante. De esa cita no volvió vivo.

De la granja de Hatherley á la laguna de Boscombe hay un cuarto de milla, y dos personas, le vieron cuando atravesó esa distancia. La una es una anciana cuyo nombre no se menciona, y la otra es Guillermo Crowder, un guardacaza, empleado del señor Turner. Esos dos testigos declaran que el señor Mc. Carthy iba solo, á pie; pero el guardacaza agrega que á los pocos minutos de haber visto al señor Mc. Carthy, vió á su hijo, Santiago Mc. Carthy, pasar en la misma dirección con su escopeta debajo del brazo.

A su parecer, el padre estaba en ese momento á la vista del hijo, y éste le seguía. No volvió á pensar en ninguno de los dos, hasta que, por la noche, oyó hablar de la tragedia que había ocurrido.

Los dos Mc. Carthy fueron vistos después de que Guillermo Crowder, el guardacaza, los perdió de vista. La laguna de Boscombe está rodeada de espesas arboledas, entre las cuales y el agua hay una estrecha faja de césped. Una muchacha de catorce años, Paciencia Moran, hija del guardabosques de todo el valle de Boscombe, estaba en una de esas arboledas, cogiendo flores, y declara que, estando allí, vió en el límite del bosque y junto al lago, al señor Me. Crthy y á su hijo, y que parecían reñir violentamente. Oyó al padre emplear un lenguaje muy irritado contra su hijo, y vió á éste levantar la mano como si fuera á golpear á su padre.

La muchacha se asustó tanto con la violenta escena, que huyó, y cuando llegó á su casa contó á su madre que había dejado á los Mc. Carthy riñendo cerca de la laguna de Boscombe, y que parecía que fueran á darse golpes. No bien había dicho esto, llegó corriendo el joven Mc.

Carthy y dijo que había encontrado á su padre muerto en el bosque, y pidió que el guardabosques fuera con él. Estaba muy agitado, no tenía sombrero ni su escopeta, y su mano derecha y la manga del mismo lado estaban manchadas de sangre todavía húmeda. Fueron con él, y encontraron el cadáver de su padre tendido en el césped junto al lago. La cabeza había sido golpeada repetidas veces con alguna arma pesada y dura, y las heridas eran de tal clase, que bien podían haber sido hechas con la culata de la escopeta, que estaba en el césped, á pocos pasos del cadáver. Con tales circunstancias, el hijo fué arrestado inmediatamente, y habiendo resultado de la investigación del martes un veredicto de «Asesinato intencional», el miércoles se le condujo ante el tribunal de Ross, el cual ha enviado el caso á los próximos assises. Estos son los hechos principales, tal como resultan de investigaciones del coroner y del tribunal de policía.

—Difícil me sería imaginarme un caso más claro contra el acusado—observé. Si alguna vez las pruebas circunstanciales han indicado al criminal, es ésta seguramente.

—La prueba circunstancial es una cosa muy traviesa—contestó Holmes, pensativo; pueden

.—Tomo I.—6 parecer indicar directamente una dirección, pero si luego cambia usted un poco su punto de vista, la verá usted entonces indicar, también de manera indudable, algo del todo diferente.

Hay que confesar, sin embargo, que este caso parece excesivamente grave para el joven, y es muy posible que éste sea el culpable. Sin embargo, varias personas del vecindario, y entre ellas la señorita Turner, la hija del propietario de las tierras, lo creen inocente, y han contratado al agente Lestrade, de quien se acordará usted por su intervención en el Estudio de Escarlata, para que investigue el asunto en su favor. Lestrade, desorientado, me ha pasado la comisión, y he aquí por qué dos señores ya no muy viejos corren hacia el oeste con una velocidad de cincuenta millas por hora, en vez de digerir su almuerzo tranquilamente en casa.

—Temo mucho—dije—que, siendo los hechos tan obvios como son, halle usted muy poco crédito que ganar en este caso.

—Nada hay más engañoso que un hecho obvio—contestó Holmes, riéndose. Además, es posible que nosotros demos con otros hechos obvios que no lo habrían sido en manera alguna para el señor Lestrade. Me conoce usted demasiado para saber que no me jacto al decir que confirmare ó destruiré la teoría de Lestrade por medios que él es completamente incapaz de emplear y aun de comprender. Tomando el primer ejemplo que tengo á la mano, observo en este w momento, con toda claridad, que la ventana del dormitorio de usted está á la derecha; y pregunto si el señor Lestrade había notado siquiera una cosa tan visible como esa.

Cómo es posible!...

—Mi querido amigo, yo lo conozco á usted bien, conozco la militar pulcritud que lo caracteriza. Usted se afeita todas las mañanas, y en cesta estación se afeita usted con la luz del sol; pero como está usted menos y menos bien afeitado á medida que la barba avanza hacia atrás por la izquierda hasta no estarlo más que á trechos en el ángulo de la mandíbula, es evidente de toda evidencia que, cuando se afeita usted, ese lado está menos alumbrado que el otro, porque no puedo imaginarme que un hombre de las costumbres de usted, teniendo luz igual en ambos lados de la cara, se contente con resultados tan desiguales. Y cito esto sólo como un ejemplo trivial de observación é inferencia:

en eso está la base de mi metier, y es posible que tales elementos nos sirvan en la investigación que tenemos ante nosotros. Hay uno ó dos puntos de menor volumen que fueron sacados á luz en el sumario, y que valen la pena de ser tenidos en cuenta.

SAM

germin —¿Cuáles son?

—Parece que el joven no fué arrestado en el momento, sino después de su vuelta á la granja Hatherley. Al anunciarle el inspector de la policía rural que debía darse preso, contestó él que eso no lo sorprendía, y que no era sino lo que merecía. Esta respuesta suya tuvo el efecto de desvanecer todas las dudas que podían haber quedado en el espíritu del jurado del coroner.


—¿Era eso una confesión?

—No, pues á esas palabras siguieron protestas de inocencia.

—Semejantes palabras al último de una serie de sucesos tan condenadora, eran por lo menos sospechosas.

—Al contrario:—dijo Holmes—ese es el único punto claro que yo veo por el momento entre las nubes. Por muy inocente que el joven fuera, no había de ser tan completamente imbécil para no ver que todas las circunstancias se acumulaban en su contra. Si hubiera manifestado sorpresa al verse arrestado, ó hubiera fingido indignación, yo habría considerado su actitud como sumamente sospechosa, porque semejante sorpresa ó cólera no sería natural en sus circunstancias, y, no obstante, parecer la mejor actitud á un culpable que tuviera preparada su farsa. La franqueza con que aceptó su situación lo señala, sea como un inocente, ó como un hombre de considerable firmeza y dominio sobre sí mismo. En cuanto á lo de que merecía lo que le pasaba, no hay que olvidar que al decir eso estaba al lado del cadáver de su padre y no hay la menor duda de que ese mismo día había olvidado su deber filial hasta cambiar palabras 14 con él y además, según la niña cuyo testimonio es tan importante, hasta levantar la mano como para golpearle. El reproche á sí mismo y la contrición que caracterizan esa respuesta, me parecen más los signos de un espíritu sano que de una conciencia culpable." 1 Yo moví la cabeza.

—Muchos hombres han sido ahorcados con menores pruebas—observé.

—Así ha sido; y muchos hombres han sido ahorcados erróneamente.

—¿Cuál es la versión que el joven da del asunto?

—Una que temo no sea muy alentadora para los que lo defienden, aunque hay en ella uno ó dos puntos sugerentes. Aquí los encontrará usted: lea usted.

Tomó un ejemplar del periódico de Herefordshire, y, volviendo la hoja, me enseñó la columna en que estaba reproducida la declaración del desventurado joven. Me acomodé en el rincón del coche, y lei atentamente. Decía así:

—«El señor Santiago Mc. Carthy, hijo único del muerto, fué llamado y prestó la declaración siguiente: Había estado fuera de casa, en Bristol, durante tres días, y había vuelto solo el lunes último, día 3, por la mañana. Cuando llegué, mi padre estaba ausente, y la criada me dijo que había salido en carruaje en dirección á Ross, con Juan Cobb, el groom. Poco después of las ruedas de su coche en el camino, y mirando por la ventana de mi cuarto, lo vi bajar y echar rápidamente á andar hacia afuera de la plazoleta, pero no vi en qué dirección iba. Entonces tomé mi escopeta y me encaminé á la laguna de Boscombe, con el objeto de cazar en el soto de conejos que hay en el otro lado. En el camino vi á Guillermo Crowder, el guardacaza, como él lo ha declarado, pero al creer que yo seguía á mi padre, se equivocó. Yo no tenía la menor idea de que mi padre iba por delante de mí.

Cuando me hallaba á unas cien yardas de la laguna, of un grito de «Cuii» que era la señal usual entre mi padre y yo. Entonces apresuré el paso y encontré á mi padre parado junto á la orilla. Pareció muy sorprendido de verme y me preguntó en tono más bien brusco lo que hacia allí. Siguió una conversación que subió á un cambio de palabras agrias y casi de golpes, pues mi padre era hombre de carácter violento.

Viendo que á cada momento podía dominarse menos, lo dejé y eché á andar hacia la casa.

Pero no habría andado más de ciento cincuenta yardas, cuando oí un horrible grito que partia de atrás de mi y me hizo volver corriendo. Encontré á mi padre tendido en el suelo, expirante, con la cabeza terriblemente herida. Dejé caer la escopeta y lo alcé en mis brazos, pero casi en el mismo instante expiró. Me quedé arrodillado á su lado durante unos minutos y luego me dirigí á la casa del guardabosque del señor Turner, que era la más cercana, á pedir ayudacuando encontré á mi padre moribundo no vi å nadie á su lado, y no tengo idea de la manera como fué herido. No era muy querido en la comarca por su carácter algo frio y sus maneras secas; pero en cuanto yo sé no tenía enemigos.

Nada más sé del asunto.


»El coroner.—Hizo á usted alguna declaración su padre antes de morir?

»El testigo.—Balbuceó algunas palabras, pero sólo pude entender una alusión á una rata.

»El coroner.—¿Qué entendió usted en eso?

>El testigo. No le atribui significado. Crei que deliraba.

>El coroner.—¿Cuál es el asunto respecto al cual tuvieron usted y su padre esa última disputa?

»El testigo.—Preferiría no contestar.

»El coroner.—Mi deber es insistir.

»El testigo.—Me es realmente imposible el decirlo. Puedo, sí, asegurar á usted, que nada hay de común entre eso y la triste tragedia que le siguió.

»El coroner.—1Eso lo decidirá el tribunal! No necesito indicar á usted que su negativa á contestar dañará su situación considerablemente en el proceso que puede venir.

»El testigo. Así y todo, debo negarme á contestar.

»El coroner.—Entiendo que el grito de «Cuiil» era una señal corriente entre usted y su padre?

»El testigo.—Sí, lo era.

»>El coroner.—¿Cómo, entonces dió él esa señal antes de verle á usted y antes de saber que había vuelto usted de Bristol?


»El testigo (considerablemente confuso).—No lo sé.

»Un jurado: —¿No vió usted nada que despertara sus sospechas cuando al oir el grito volvió usted y encontró á su padre mortalmente herido.

>El testigo.—Nada definido.

»El coroner.—¿Qué puede usted decir?

>El testigo. Estaba tan turbado y agitado cuando corrí hacia afuera de la arboleda, que no podía pensar en nada más que en mi padre.

Sin embargo, tengo una vaga impresión de que al correr hacia mi padre vi en el suelo, á mi izquierda, una cosa de color gris, un abrigo, tal vez una manta. Cuando me levanté del lado de mi padre, busqué con la vista la cosa y había desaparecido.

—¿Quiere usted decir que desapareció antes de que fuera usted en busca de auxilio?

—>Sí; ya no estaba allí, —No podría usted decir lo que era?

—>No: sólo tengo la impresión de que allí había algo.

—>¿A qué distancia del cuerpo?

—>A unas doce yardas, ó algo así.

—>Y á qué distancia del límite de la arboleda?

Moder 89 —>Más o menos la misma.

—>Entonces, si alguien lo retiró, lo hizo cuando usted estaba á una docena de yardas?

»Si, pero cuando yo le daba la espalda.

»Con esto concluyó el interrogatorio del testigo.» —Veo—dije después de haber echado una ojeada á lo que seguía en la misma columna,que el coroner, en sus observaciones finales, trata con severidad al joven Mc. Carthy. Llama la atención, y con razón, hacia la inverosimilitud de que su padre le llamara antes de verle y también á su negativa de dar detalles de su conversación con su padre, y á su singular versión de las palabras que pronunció este moríbundo. Todo eso obra, como él lo observa, muy seriamente contra el hijo.

Holmes se rió suavemente para su capote y se estiró en el mullido asiento.

—Los dos, usted y el coroner—dijo,—os habéis tomado el trabajo de destacar los puntos más formidables en favor del joven.—No ve usted que, alternativamente, le concede usted demasiada imaginación y muy poca?

Muy poca, porque no es capaz de inventar una causa de la riña que le llevara las simpatías del jurado; demasiada, si de su íntima conciencia del delito saca algo tan outré como la alusión de un moribundo á una rata y el incidente del abrigo desaparecido. No, señor; yo tomo este asunto desde el punto de vista de que lo que el joven dice es verdad, y ya veremos si esta hipótesis nos lleva á un buen resultado. Y ahora, aquí en el bolsillo tengo á Petrarca, y no volveré á decir una palabra de la cuestión hasta que estemos en el mismo teatro de la acción. Tomaremos lunch en Swinden, y veo que dentro de veinte minutos estaremos allí.

Eran casi las cuatro cuando por fin, después de haber atravesado el hermoso valle Stroud y haber pasado por sobre el ancho y ruinoso Severo, nos encontramos en la linda aldehuela de Ross. Un hombre flaco y con cara de hurón, de mirada furtiva y aspecto socarrón, nos esperaba en el andén. A despecho del guardapolvo habano claro y de las polainas de cuero que llevaba por respeto al rústico paraje, no me fué difícil reconocer á Lestrade, el inspector de la oficina central de policía. Con él nos dirigimos en un coche á «Las armas de Hereford», donde ya había sido tomado un cuarto para nosotros.

—He pedido ya un carruaje—dijo Lestrade cuando nos sentábamos á tomar una taza de té.

—Conozco la naturaleza activa de usted, y sabía que no estaría usted contento hasta verse en el lugar del crimen.

—Es usted muy amable y le agradezco el cumplimiento contestó Holmes.—La cuestión no es más que de presión barométrica.

Lestrade le miró con asombro.

—No comprendo...—dijo.

—¿Cuántos grados hay? Veo que veintinueve, Ni viento, ni una nube en el cielo. Tengo aquí una caja de cigarros llena, que convida á fumar, y este sofá es muy superior á los horrores que se acostumbran en los hoteles de campo.

No creo probable que tenga que usar el carruaje esta noche.

Lestrade se rió indulgentemente.

—Usted se ha formado ya sus conclusiones por lo que dicen los periódicos—dijo.—El caso es tan claro como el día y mientras más entra uno en él, más claro aparece. Pero, con todo, yo no podía seguramente negarme á lo que me pedía una dama como esa: había oído hablar de usted y quería conocer la opinión de usted, aunque yo la dije que nada de lo que podía usted hacer no hubiera sido hecho ya por mí. Pero ibendito Dios! Ahí está su coche en la puerta.

No bien había terminado de hablar, se precipitó en el cuarto una de las mujeres más adorables que he visto en mi vida. El brillo de sus ojos color de violeta, sus labios entreabiertos, el rojo color que animaba sus mejillas, todo indicaba que su natural reserva se había desvanecido en la dominante sobreexcitación que la impulsaba.

—10h, señor Sherlock Holmes!—exclamó, pasando la mirada del uno al otro de nosotros dos y, por último, con la intuición rápida de la mujer, fijándola en mi compañero:—Itengo tanto gusto de que haya venido usted! He venido hasta aquí para decirselo. Estoy segura de que Santiago no es culpable, lo sé positivamente, y deseo que usted, al empezar su labor, tenga la misma convicción. No abrigue usted la menor duda sobre ese punto. Santiago y yo nos conocemos desde que éramos pequeñuelos, y conozco sus defectos como nadie, pero es demasiado sensible de corazón para hacer daño ni á una mosca. Semejante acusación es absurda en la opinión de cualquiera que lo conozca.

—Espero que lo salvaremos, señorita Turner —dijo Sherlock Holmes;—puede usted contar con que haré cuanto pueda.

—Pero usted ha leído la investigación. ¿Ha llegado usted á alguna conclusión? ¿Ve usted algo, alguna escapatoria, algún resquicio? no lo cree usted inocente?

—Lo creo muy probable.

—Ya ve usted!—exclamó ella, echando la cabeza hacia atrás, y mirando con expresión de desafío á Lestrade.—1Oye usted! El señor Holmes comparte mis esperanzas.

Lestrade se encogió de hombros.

—Temo que mi colega se haya precipitado demasiado á dar sus conclusiones—dijo.

— Pero está en lo cierto. 1Oh; yo sé que está en lo cierto! Santiago no es culpable. Y en cuanto á la riña con su padre, estoy segura de que la razón que le hizo no hablar de ella al coroner, fué el estar yo en el asunto.

—¿De qué manera?—preguntó Holmes.

—No es esta ya la hora en que yo pueda ocultar algo. Santiago y su padre disputaban mucho con respecto á mí. El señor Mc Carthy deseaba con gran ansiedad que nos casáramos. Santiago y yo nos habíamos querido siempre como hermano y hermana, pero, naturalmente, él es joven y todavía conoce muy poco de la vida, y..pues, naturalmente, no deseaba casarse todavia. Así, había discusiones entre ellos, y estoy segura de que la última fué por la misma causa.

—¿Y el padre de usted—preguntó Holmes—era favorable á esa unión?

—No, también él se oponía. El único que laquería era el señor Mc Carthy.

Un rápido y vivo rubor pasó por el fresco rostro de la joven, al dirigirla Holmes una de susinterrogadoras miradas.

—Gracias por su información—dijo.—Podréver al padre de usted si voy á su casa mañana?:

—Temo que el médico no lo permita.

—¿El médico?

—Sí. No ha oído usted decir nada? Mi pobre padre ha estado bastante débil en los últimos años, y esto lo ha anonadado completamente.

Ha tenido que acostarse, y el doctor Willows dice que está destruído, que su sistema nervioso está en pedazos, El señor Mc Carthy era el único que había conocido á papá en Victoria.

—1Ah! ¡En Victorial Eso es importante.

—Sí, en las minas.

—Eso es. En las minas de oro, donde el señor Turner, según entiendo, hizo su fortuna?

epe Precisamente..

—Gracias, señorita Turner. Me ha prestado usted una ayuda preciosa.

—Mañana, si tiene usted alguna noticia, me lo dirá usted. No dudo de que irá usted á la cárcel á ver á Santiago. ¡Oh! Si va usted, digale usted, señor Holmes, que sé que es inocente!

—Se lo diré, señorita Turner.

—Ahora tengo que volver á casa, porque papá está muy enfermo y me extraña mucho cuando lo dejo solo. Hasta mañana. Dios lo ayude á á usted en su empresa.

Salió del cuarto con la misma fuerza impulsiva con que había entrado, y luego oímos las ruedas de su carruaje resonar en el pavimento.

—Estoy avergozado por usted, Holmes—dijo Lestrade en tono digno, después de varios minutos de silencio.—¿Para qué alimenta usted esperanzas que después tendrá usted que destruir?

No soy tierno de corazón, pero á lo que hace usted le llamo crueldadww —Yo creo que tengo el camino expedito para salvar á Santiago Mc Carthy—dijo Holmes.¿Tiene usted permiso para verle en la prisión?

—Sí, pero sólo para usted y yo—Entonces, cambio mi resolución en cuanto á la hora de ir á verle. ¿Tenemos todavía tiempo de tomar un tren para Hereford y hablar con él esta noche?

—De sobra.

—Pues vamos. Watson, me temo que el tiempo se le haga á usted demasiado largo, pero sólo estaré afuera un par de horas.

Los acompañé hasta la estación, después me puse á pasearme por las calles de la pequeña población, y por último volvi al hotel, donde me recosté en el sofá y traté de interesarme en la lectura de una novela de forro amarillo. La intrincada trama de la historia era, sin embargo, tan mezquina si se le comparaba con el profundo misterio que íbamos á investigar, y mi atención se escapaba tanto de la ficción á la realidad, que concluí por tirar el libro al otro extremo del cuarto y entregarme completamente á la meditación sobre los sucesos del día. En la suposición de que lo que decía aquel desventurado joven fuera absolutamente cierto ¿qué infernal cosa, qué calamidad extraordinaria é imprevista podía haber ocurrido en el tiempo que medió entre el momento que se separó de su padre y aquel en que, atraído por sus gritos, volvió al claro del bosque? Hahía pasado algo terrible y mortifero. ¿Qué? ¿La naturaleza de las heridas no contendrían alguna revelación para mis instintos médicos? Toqué la campanilla, y pedí el periódico semanal del distrito, que contenía un resumen de la investigación. El medico decía en su declaración, que el tercio posterior del hueso parietal izquierdo, y la mitad izquierda del hueso occipital, habían sido destrozados por un fuerte golpe dado con un pesado objeto.

Señalé el sitio en mi cabeza: claro estaba que semejante golpe tenía que haber sido descargado por detrás.

Eso era bastante favorable para el acusado, pues cuando se le vió riñendo con su padre estaba cara á cara con él. Sin embargo, no era una prueba de valor muy grande, pues el anciano podía haber vuelto la espalda antes de que le cayera el golpe. Con todo, valía la pena de llamar la atención de Holmes hacia ese punto.

Después, había la extraña referencia del moribundo á una rata. ¿Qué podía significar eso? No podía ser delirio: muy poco común es que un hombre que se muere de un golpe que ha recibido de repente, se ponga á delirar. No: más probable era que hubiera tratado de explicar la manera como habían pasado las cosas. Pero ¿qué podía indicar eso? Yo me devanaba los sesos para hallar una explicación aceptable. Y luego, la tela gris que había visto el joven Mc.

Carthy.

Si eso era cierto, el asesino al huir debía haber dejado caer alguna pieza de su traje, probablemente su sobretodo, y debía haber tenido el atrevimiento de volver y recogerlo, cuando el hijo estaba arrodillado, con la espalda vuelta hacia ese lado, á menos de doce pasos de distancia.

¡Qué tejido de misterios é improbabilidades era el asunto entero! No me asombraba el que Letrasde se hubiera formado la opinión que tenía, pero al mismo tiempo tenía tal fe en la perspicacia de Sherlock Holmes, que no podía perder la esperanza desde que cada nuevo hecho parecía reforzar su convicción de la inocencia del joven Mc. Carthy.

Era tarde cuando Sherlock Holmes volvió. Estaba solo; Lestrade se había quedado en su alojamiento en la ciudad.

—Todavía el barómetro está muy alto—dijo, al sentarse. Es importante que no llueva antes de que vayamos al terreno.

Por otra parte, para una labor tan delicada como esta, un hombre debe estar lo más fresco y reposado que sea posible, y yo no querría emprenderla cansado por un largo viaje. He visto al jover Mc. Carthy.

—Y qué ha sabido usted por é!?

—Nada.


—No ha podido arrojar ninguna luz?

—Ninguna. Hubo un momento en que creí que sabía quién había cometido el crimen y lo ó la ocultaba con su silencio; pero ahora estoy convencido de que el asunto es para él tan misterioso como para cualquier otro. No es un joven de inteligencia muy viva, pero su apariencia es simpática, y creo que tiene buen corazón.

—Si es cierto que no quería casarse con una joven tan encantadora como esa señorita Turner, no le admiro el gusto.

—¡Ah! ahí hay una historia bastante dolorosa.

Esa joven la ama loca, desesperadamente; pero

. —Tomo I.—7 hace unos dos años, cuando todavía no era más que un muchacho y antes de que la hubiera realmente conocido, pues la niña había estado cinco años lejos, interna en un colegio, ¿qué hace el idiota, sino caer en las garras de una muchacha de restaurant y casarse con ella en la oficina del registro civil? Nadie sabe una palabra del asunto, pero usted puede imaginarse cuán enloquecedor debe ser para él verse impedido de hacer lo que daría los ojos de la cara por hacer pero que le es absolutamente imposible hacer. Una desesperación frenética de esa clase fué lo que le hizo alzar los brazos cuando su padre, en la última conversación que tuvieron, lo compelía á pedir la mano de la señorita Turner.

Por otro lado, el mozo no tenía medios de mantenerse solo, y su padre que, según todos los informes, era hombre muy rudo, lo habría literalmente arrojado á la calle si hubiera sabido la verdad.

Con su esposa, empleada de restaurant, había pasado los tres últimos días en Bristol, y su padre no sabia dónde estaba. Retenga usted ese punto, porque tiene importancia. Algo bueno ha salido del mal, sin embargo, pues la sirvienta de restaurant, al ver en los diarios que está en serios apuros, lo ha arrojado por encima de la borda, escribiéndole que antes de casarse con él ya tenía un marido en el puerto de Bermuda, de manera que realmente no hay vinculo ninguno entre ellos. Creo que esta sola noticia ha consolado al joven Mc Carthy de todo cuanto ha sufrido.


—Pero si él es inocente ¿quién ha cometido el delito?

—Oh! ¿Quién? Llamaré la atención de ustedmuy particularmente hacia dos puntos. El uno es que el asesinado tenía una cita con alguien en la laguna, y que ese alguien no podía haber sido su hijo, porque éste se hallaba ausente, y él no sabía cuándo volvería. El otro punto es que el asesinado gritó: «Cuiil» antes de saber que su hijo había vuelto. Esos son los puntos capitales de que el caso depende. Y ahora, hablemos de Jorge Meredith, si á usted le place, y dejemos los puntos de menor cuantía hasta mañana.

Esa noche no llovió, como Holmes había previsto, y el día amaneció claro y sin nubes. A las nueve, Lestrade se presentó con un carruaje á buscarnos, y los tres partimos para la granja de Hatherley y la laguna de Boscombe.

—Esta mañana hay una noticia seria—anunció Lastrade:—se dice que el señor Turner, el propietario de Hall, está tan enfermo, que se teme fallezca.

—Es hombre de edad, supongo? dijo Holmes, —Como de sesenta años; pero su organismo ha sido minado por su vida en el exterior, y desde hace algún tiempo está mal de salud. Este asunto le ha producido muy mal efecto. Era antiguo amigo de Mc. Carthy, y, puedo agregar, también su generoso benefactor, pues he oído decir que le había dado la granja de Hatherley gratis para que viviera en ella.


—¡Hola! Eso es interesante—dijo Holmes.

—10h, sí! En cien otras formas le ha servido:

todos en la comarca hablan de su bondad para con él.

—Es posible! Y no le choca á usted el que ese Mc. Carthy, que parece haber tenido él también algunos bienes, y haber sido deudor de tantos fa vores de Turner, hablara todavía de casar su hijo con la hija de éste, la cual, es de presumir, será la heredera de la fortuna, y eso de una manera tan segura como si se tratara meramente de pedir la mano de la joven para que todo lo demás siguiera? Más extraño aún es desde que sabemos que Turner era adverso á la idea. Su hija nos lo dijo suficientemente. No deduce usted algo de eso?

—Ya hemos llegado á las deducciones é inferencias—dijo Lestrade, guiñándome el ojo.—Me parece bastante difícil alcanzar los hechos, Holmes, sin volar hacia las teorías y las fantasías.

—Tiene usted razón,—le contestó Holmes, severamente; para usted es difícil alcanzar los hechos.

—Sea como sea, he descubierto un hecho que parece para usted difícil de coger contestó Lestrade, con algún calor.

—¿Y cuál es?

—Que Mc. Carthy, padre, murió á manos de Mc. Carthy, hijo, y que todas las teorías en contra de esa son pura luz de luna.


—Bueno; pero la luz de la luna es más brillante que la niebla—dijo Holmes, riendo. Pero mucho me engaño si ésta que está á la izquierda no es la granja Hatherley.

—Sí, esa es.

Lá casa era amplia, su aspecto indicaba comodidad. Tenía dos pisos, techo de pizarra, y grandes matas de liquen amarillo trepaban por las grises paredes. Las ventanas cerradas y las chimeneas sin humo le daban, sin embargo, una apariencia opresora, como si el peso de aquel horror gravitara aún pesadamente sobre ella.

Llamamos á la puerta, y alli la criada, por petición de Holmes, nos enseñó los botines que su patrón había tenido puestos en el momento de su muerte, y también un par de los del hijo, pero no el que había tenido en aquel momento.

Después de medirlos muy cuidadosamente por siete ú ocho diferentes puntos, Holmes expresó el deseo de que lo condujeran á la plazoleta, desde la cual todos seguimos el sendero que conducía á la laguna de Boscombe.

Sherlock Holmes se transformaba cuando seguía una pista como ésa. Las personas que habían conocido solo al tranquilo pensador y logista de la calle Baker, no habrían podido reconocerle. Su cara se enrojecía y se obscurecía; sus cejas se convertían en dos líneas duras y negras, y sus ojos arrojaban por debajo de ellas vivos destellos. Su cara se inclinaba hacia el suelo, los hombros se le caían, los labios se apretaban, y las venas de su largo cuello sobresalían, duras como cuerdas. Las narices parecian dilatársele con un apetito de caza, puramente animal, y su mente se concentraba de manera tan absoluta en el asunto que tenía ante sí, que la pregunta ú observación que llegaba á sus oídos no penetraba en ellos, ó, cuando más, provocaba en respuesta un gruñido rápido é impaciente. Veloz, silenciosamente, seguia el camino que se abría por entre los prados, y después por entre el bosque, hasta la laguna de Boscombe. El terreno era húmedo, pantanoso, como es todo aquel distrito, y había en él las trazas de muchos pies, tanto en el sendero como sobre el corto césped que lo limitaba por ambos lados. A ratos, Holmes se apresuraba, á ratos se detenía de golpe, y una vez hizo un pequeño détour por la pradera. Lestrade y yo ibamos detrás de él, el detective indiferente y despreciativo, mientras yo observaba á mi amigo con el interés que brotaba de mi convicción de que cada uno de sus pasos se dirigía á un fin definido.


La laguna de Boscombe, que es una pequeña sábana de agua de color rojizo y de unas cincuenta yardas de diámetro, está situada en los limites de la granja de Hatherley con el parque privado del acaudalado señor Turner. Por encima de la arboleda que se extendía por la orilla más lejana de la laguna, veíamos los rojos tejados de la mansión del rico propietario. En el lado de Hatherley, la arboleda era muy espesa, y había una estrecha faja de menudo césped, á veinte pasos entre el límite de la arboleda y las cañas del borde del lago. Lestrade nos enseñó el lugar exacto en que el cadáver había sido hallado, y, verdaderamente, el suelo estaba tan blando por la humedad, que con toda claridad ví la señal que había dejado el cuerpo del muerto. Para Holmes, como yo podía verlo en su ansiosa cara y en sus inquisidores ojos, había muchas otras cosas que leer en el pisoteado césped: dió una vuelta por todo el lugar, como un perro que sigue un rastro, y luego volvió, para hablar con Lestrade.

—¿Qué ha tenido usted que hacer en la laguna?—le preguntó.

—He hurgado con un rastro. Pensé que podía haber bajo el agua alguna arma ú otro indicio, Pero ¿cómo es posible que usted?...

—Oh, chist, chist! No tengo tiempo. Ese pie izquierdo de usted, con la punta hacia adentro, está por todas partes. Un topo podría seguirlo:

allá se pierde entre las cañas. 1Oh! Qué sencillohabría sido todo si yo hubiera venido antes de que otros llegaran como un rebaño de búfalos ygaloparan por encima de los rastros' Este es el sitio en que el grupo del guardabosque se detuvo: esa gente ha borrado todo rastro en un espacio de seis ú ocho pies en torno del cadáver, Pero aquí hay tres rastros de los mismos pies, aislados.—Sacó una lente, y se echó sobre su impermeable, para ver mejor, hablando siempre más consigo mismo que con nosotros.—Estos son los pies del joven Mc. Carthy. Dos veces anduvo, y una vez corrió rápidamente, por lo cual las suelas están impresas profundamente y los tacos apenas son visibles. Esto comprueba su versión, corrió cuando vió á su padre en el suelo. Luego, aquí están los pies del padre, de cuando se paseaba de un lado para otro. ¿Y esto qué es, entonces? La culata de la escopeta del hijo, puesta en tierra por éste mientras escuchaba. Y esto? Ja, ja! ¿Qué tenemos aquí?

¡Puntas de pies, puntas de pies! Y cuadradas, botines bastante poco usuales. Vienen, van, vuelven á venir... por supuesto que en busca del sobretodo. Ahora ¿de dónde vinieron?

Corría de un lado para otro, á ratos perdiendo el rastro, á veces encontrándolo, hasta que nos encontramos ya dentro del lindero del bosque, y bajo la sombra de una alta haya, el árbol más grande del lugar.

Holmes se dirigió al lado más lejano de este árbol, se echó, con la cara contra el suelo una vez más, y lanzó un débil grito de satisfacción.

Durante un largo rato permaneció allí, revolviendo las hojas y ramas secas, poniendo dentro de un sobre algo que á mí no me pareció otra cosa que polvo, y examinando con su lente, no sólo el suelo, sino también la corteza de árbol, en cuanto yo podía ver. Entre el musgo había una piedra de contornos desiguales, y también la examinó y luego se la guardó. Después siguió un sendero por entre la arboleda hasta que llegó al camino principal, donde se perdían todos los rastros.

—El caso es en extremo interesante—dijo viviendo á sus maneras naturales.—Me imagino que esta casa gris de la derecha es la del guardabosques. Voy allí, á hablar una palabra con Morán, y quizás á escribir dos líneas. Una vez que haya hecho eso, podremos volvernos á tomar nuestro lunch. Váyanse ustedes ahora al coche, yo iré dentro de un momento.

Al cabo de diez minutos nos hallábamos en ef coche, en camino de regreso á Ross, Holmes llevando todavía consigo la piedra que había recogido del suelo.

—Esto puede interesarle á usted, Lestradedijo, enseñándola.—El asesinato ha sido hecho con esta piedra.

—No le veo señales.

—No las tiene.

—¿Cómo lo sabe usted, entonces?

—El céped crecía debajo de ella. Estaba alli sólo desde hace pocos días. No hay señas del ugar de donde pueda haber sido tomada. La forma corresponde á las heridas. No hay traza de ninguna otra arma.

—Y el asesino?

—Es un hombre alto, zurdo, cojea de la pierna derecha, usa botas de caza de suelas gruesas y un sobretodo gris, fuma cigarros, y lleva en el bolsillo un cortaplumas romo. Hay varios otros indicios, pero éstos serán bastantes para ayudarnos en nuestra investigación.

Lestrade se rió.

—Siento decir que todavía estoy escépticodijo. Las teorías son muy buenas todas, pero tenemos que habérnosla con un jurado británico de cabeza dura.

—Nous verrons—contestó Holmes, tranquilamente.—Trabaje usted conforme á su método, que yo lo haré conforme al mío. Esta tarde estaré muy ocupado, y probablemente volveré á Londres en el tren nocturno.

—Y dejará usted inconclusa su investigación?

—No; terminada.

—Pero y el misterio?

—Está resuelto.

—¿Quién es el criminal, pues?

—El hombre que ya he descripto.

—Pero ¿quién es él?

—Seguramente no sería dificil averiguarlo.

Esta comarca no es tan populosa.

Lestrade se encogió de hombros.

—Yo soy un hombre práctico—dijo—y no voy ciertamente á ponerme á recorrer la región en busca de un señor zurdo que cojea de una pierna. Me convertiría en el hazmerreir de mis compañeros del departamento central.

Muy bien—contestó Holmes con calma..

Yo le he proporcionado á usted una oportunidad. Ya estamos en el alojamiento de usted.

Hasta otra vista. Antes de marcharme le escribiré á usted dos líneas.

Lestrade se quedó en su posada, y nosotros seguimos en dirección á nuestro hotel, donde encontramos el lunch en la mesa. Holmes guardaba silenció, y en su cara había una expresión dolorosa, como si se hallara en una posición embarazosa.

—Mire usted, Watson—me dijo, cuando hubieron sacado el mantel.—Siéntese usted en esa silla, y déjeme usted predicarle un momento.

No sé en verdad qué hacer, y el consejo de usted me será muy valioso. Encienda usted un cigarro, que voy á exponer los hechos.

—Ruego á usted que lo haga.

—Bien, pues. Al examinar este caso, hay dos puntos en la narración del joven Mc Carthy, que nos chocaron á ambos instantaneamente, aunque á mí me impresionaron en su favor y á usted en su contra. Uno fué el hecho de que su padre hubiera, según lo que él dice, gritado.

«¡cuiil» antes de verle; el otro, la singular alusión del moribundo á una rata: balbuceó varias palabras, usted comprende, pero eso fué todo lo que el oído del hijo alcanzó. Nuestra investigación debe empezar por este doble punto, y nosotros comenzaremos por presumir que lo que el ioven dice es absolutamente cierto.

Qué quería decir el grito de «lcuiil» entonceś?

—Claro está que no se dirigía al hijo. Este, y el padre lo sabía, estaba en Bristol: sólo una mera casualidad hizo que se encontrara al alcance de su voz. El acuiil» era para llamar á la persona, cualquiera que ella fuese, con quien el padre tenía cita. Pero «cuiil» es un grito claramente australiano, y, en el hecho, los australianos lo usan. Hay poderosos motivos para presumir que la persona con quien Mc Carthy esperaba encontrarse en la laguna de Boscombe era alguien que había estado en Australia.

—Y lo de la rata?

Sherlock Holmes sacó del bolsillo un papel plegado y lo extendió sobre la mesa.

—Este es un mapa de la colonia de Victoriadijo.—Anoche le pedí por telégrafo á Bristol.

Puso la mano sobre un punto del mapa, y:

—¿Qué lee usted aquí?—me preguntó.

Leo ARART .

Entonces levantó la mano, y volvió á preguntar:

—¿Y ahora?

—BALLARART .

—Perfectamente. Esa es la palabra que el hombre pronunció, y de la cual su hijo alcanzó á oir sólo las dos últimas sílabas. Trataba de decir quién lo había asesinado: «Fulano de Tal de Ballarat.» —Eso es maravilloso!—exclamé.

Es únicamente obvio. Y ahora, ya ve usted, he reducido considerablemente el terreno. La existencia de una prenda de vestir gris era un punto que, al aceptar como correcta la versión del hijo, no dejaba lugar á duda. Ahora hemos salido de una simple vaguedad á la concepción definida de un australiano de Ballarat que tiene un sobretodo gris.

—Cierto.

—Y de uno que estaba en su casa en la comarca, pues al lago sólo se puede llegar por la granja ó por las tierras de Turner, adonde sería difícil que llegara gente extraña.

—Eso es.

De ahí nuestra expedición de hoy. Al examinar el terreno conocí los pequeños detalles que dí á ese imbécil de Lestrade acerca de la personalidad del criminal.

—Pero, ¿cómo llegó usted á conocerlos?

—Usted conoce mi método: se funda en la observación de las cosas pequeñas.

Ya sé que podía usted calcular, con poca diferencia, la estatura de la persona por el largo de sus pasos. Sus botas podían también ser descriptas por los rastros.

—Si; eran unas botas muy raras.

—Pero, ¿su cojera?

—La impresión de su pie derecho era siempre menos clara que la del izquierdo: el hombre pesaba menos sobre ese pie. ¿Por qué? Porque cojeaba: era cojo.

Y su zurdez?

—Usted mismo encontró extraña la naturaleza de la herida, tal como la describía el médico encargado de su examen durante la investigación inicial. El golpe había sido dado de bien de cerca de atrás, y sin embargo, estaba en el lado izquierdo. Pero, ¿quién, sino un zurdo, podía haber hecho eso? Ese hombre había estado detrás de ese árbol durante la conversación del padre con el hijo. Hasta había fumado allí: yo encontré la ceniza del cigarro, el cual pude clasificar inmediatamente como cigarro de la India, gracias á mi especial conocimiento de las cenizas de cigarro. Usted sabe que he consagrado alguna atención á esto, y que he escrito una pequeña monografía sobre las cenizas de ciento cuarenta variedades diferentes de tabaco de pipa, cigarro y cigarrillo. Cuando encontré la ceniza, miré en derredor y descubrí la cola del cigarro entre el musgo, adonde lo habia arrojado el hombre. Era un cigarro indio, de la clase fabricada en Rotterdam.

A —Y la boquilla?

—Vi que el extremo del cigarro no había estado en su boca: por lo tanto, usaba boquilla.

La punta había sido cortada, pero no con los dientes, y como el corte no era parejo, deduje que el hombre tenia un cortaplumas con poco filo.

—Holmes—le dije entonces:—ha tenido usted en torno de ese hombre una red de la que no puede escaparse, y ha salvado usted la vida de un inocente tan exactamente como si hubiera usted cortado la cuerda en que ya lo hubieran ahorcado. Veo la dirección adonde todo esto apunta. El culpable es...

—El señor Juan Turner!—gritó el lacayo del hotel, abriendo la puerta de nuestra sala y haciendo entrar al visitante.


El aspecto del recién llegado era extraño é impresionante. Su paso lento y desigual y sus encorvados hombros le daban la apariencia de la decrepitud, pero sus facciones duras, profundamente delineadas y muy pronunciadas, sus enormes extremidades, mostraban que poseía una excepcional fuerza de cuerpo y de carácter. Su enmarañada barba, sus rudos cabellos y sus abultadas y caídas cejas se combinaban para darle una expresión de dignidad y de poder; pero el color de su cara era blanco ceniciento, y sus labios y los rincones de las ventanillas de la nariz tenían un sombra azul que me hicieron ver claro que era presa de alguna enfermedad crónica y mortal.

—Sírvase usted sentarse en el sofá— le dijo Holmes con amabilidad.—Recibió usted mi esquela?

—Sí; el guardabosque me la llevó. Dice usted que desea verme aquí para evitar el escándalo.

—He creído que la gente hablaría si yo fuera á casa de usted.

—Y para qué deseaba usted verme?

El hombre miró á mi compañero, con la desesperación pintada en sus cansados ojos, como si su pregunta hubiera sido ya contestada.

—Si—dijo Holmes, contestando á la mirada más bien que á las palabras. Eso es. Sé todo lo de Mc Carthy.

El anciano se cubrió la cara con las manos.


—¡Dios me asista!—exclamó.—Pero yo no habría dejado que el joven sufriera el menor daño.

Doy á usted mi palabra de que, si el asunto hubiera ido á los Assises, yo me habría presentado á decir la verdad.

—Me complace oir á usted decir eso — dijo Holmes, gravemente.

—Ya habría hablado, á no haber sido por mi querida hija. Eso habría destrozado su corazón... como se lo destrozará la noticia de que he sido arrestado.

—La cosa no llegará á ese extremo dijo Holmes.

— —¡Qué!

—Yo no soy agente oficial. La hija de usted fué quien solicitó mi presencia aquí, y lo que hago es en su interés. Sin embargo, hay que sacar del paso al joven Mc Carthy.

—Yo estoy casi moribundo — dijo el anciano Turner. Hace años que padezco de diabetes, y mi médico dice que mi muerte es cuestión de un mes, á lo sumo. No obstante, preferiría morir bajo mi techo, á morir en una cárcel.

Holmes se levantó y se sentó delante de la mesa con una pluma en la mano y un paquete de papeles por delante.

—Diganos usted ahora la verdad —dijo;—yo tomaré nota de los hechos, usted firmará la nota y el señor Watson la certificará como testigo. Después, en la última extremidad, yo presentaré la confesión de usted para salvar al joven Mc Carthy. Prometo á usted que no la usaré sino cuando sea absolutamente necesario.

—Eso me basta—contestó el anciano;—porque es fácil que yo viva hasta los Assises. La cosa no tiene importancia para mí, pero yo querría ahorrar el golpe á mi hija. Ahora, voy á explicarlo á usted todo: los hechos han ocupado un largo tiempo, pero su relato será corto.

«Usted no conoció al muerto, á Mc Carthy:

era el diablo en figura humana. Yo se lo digo á usted: que Dios lo libre de las garras de un hombre como ese. Su mano ha pesado sobre mí durante los últimos veinte años, mi vida ha naufragado bajo su peso. Voy á decir á usted primero cómo caí en su poder.

»Fué en los primeros años siguientes á 1860, en las minas. Era yo entonces un joven de sangre ardiente y atrevido, listo para cualquier cosa. Encontré malas compañías, me di á la bebida, no tuve suerte en mi yacimiento, me fui á los bosques y, en una palabra, me convertí en lo que aqui se llamaría un bandolero. Eramos

. Tomo I.—8 seis compañeros, y llevábamos una vida la más libre, saqueando una estación de vez en cuando, y deteniendo en los caminos á los carros que iban á las minas. El negro Juanón de Ballarat fué el nombre que adopté, y á nuestro grupo se le recuerda aún en la colonia como á la Pandilla de Ballarat.

»Un día pasaba un convoy de oro, de Ballarat á Melbourne, y nosotros nos pusimos en acecho y lo atacamos. Los soldados de la escolta eran seis y nosotros seis, de manera que la acción era arriesgada; pero, á la primera descarga, dejamos sin jinete á cuatro de los caballos de tropa.

Sin embargo, antes de que quedáramos dueños del campo, habían sido muertos tres de mis compañeros. Yo puse mi pistola en la cabeza del carrero, el cual era este mismo Mc Carthy.

1Ojalá lo hubiera muerto! pero lo dejé con vida, á pesar de que ví sus ojillos malvados fijos en mi cara, como para acordarse de cada uno de mis rasgos. Nos escapamos con el oro, fuimos ricos, y nos embarcamos para Inglaterra sin que se sospechara de nosotros. Al llegar á tierra, inglesa me separé de mis antiguos camaradas, resuelto á retirarme á una vida tranquila y honrada. Compré esta propiedad, que estaba en venta, y empecé á hacer con mi dinero algún bien, para honrar en algo la manera como lo había ganado. Me casé, y mi mujer murió joven, pero me dejo á mi querida Elisita. Desde que era pequeñita, su cariñosa mano parecía guiarme al camino recto con más firmeza que en ninguna otra cosa en mi vida entera. En una palabra, volví una nueva página, é hice cuanto pude para cancelar lo pasado. Todo iba bien cuando Mc. Carthy puso su garra sobre mi.

«Había ido un dia á la ciudad por un negocio, y lo encontré en la calle Regote, apenas vestido y calzado.

—Aquí estamos, Juanon—me dijo tocándome el brazo:—seremos tan buenos para contigo como si fuéramos tu propia familia. Somos dos, mi hijo y yo, bien puedes mantenernos á los dos. Si no... Inglaterra es un lindo país, donde la ley no falta, y siempre tiene uno un agente de policía al alcance de su voz.

»Y vinieron aquí al oeste, y no hubo manera de desprenderse de ellos, y aquí han vivido desde entonces, gratis y en lo mejor de mis tierras.

No había para mí descanso, ni tranquilidad, ni olvido. Hacia donde quiera que volviese la cara, me encontraba con su adusto çeño junto á mí.

La situación empeoró cuando Elisa creció, porque el hombre vió que yo temía más que ella conociera mi pasado, que á caer en manos de la policía. Lo que se le antojaba era necesario que yo se lo diera y todo se lo daba sin protestar:

tierras, dinero, casas, hasta que por fin me pidió lo que yo no podía darle; me pidió á Alice.

«Su hijo, como ustedes ven, había crecido, y había crecido mi hija, y como se sabía que yo estaba mal de salud era para Mc. Carthy un buen golpe el que su hijo entrara en posesión de la propiedad entera. Pero en este punto me mantuve firme: estaba resuelto á que su maldita sangre no se mezclara con la mia, no porque el mozo me fuera antipático, sino porque en sus venas corría la sangre de su padre, y eso me bastaba. Me sostuve en mi terreno; Mc. Carthy me amenazó; yo le desafié á que hiciera lo que quisiera. Para hablar del asunto teníamos que vernos en la laguna, á mitad del camino de nuestras casas.

«Cuando llegué lo encontré hablando con su hijo. Me puse á fumar un cigarro y á esperar que estuviera solo. Pero á medida que escuchaba lo que hablaba, todo lo que había de negro y malo en mi parecía subirme á la cabeza. Exigía á su hijo que se casara con mi hija, con tan poca consideración de lo que ella pudiera pensar, como si se tratara de una vagabunda de las calles. La idea de que lo que yo tenía de más querido en el mundo estuviera en poder de un hombre como ese, me enloqueció. No me sería posible romper la cadena? Yo estaba moribundo y desesperado: aunque todavía mi cerebro pensaba con claridad y mis miembros tenían vigor, sabía que mi suerte estaba echada. ¡Pero mi memoria y mi hija! Ambas podían salvarse si yo conseguía sólo acallar esa infame lengua. Lo hice, señor Holmes; lo haría otra vez. He pecado mucho, muchísimo, pero he llevado después una vida de martirio en que he purgado mis culpas, y la idea de que mi hija pudiera ser salpicada por el lodo de mi pasado, era más de lo que yo podía sufrir. Lo aplasté con no mayor compasión que la que habría tenido si hubiera sido un insecto venenoso y traidor. Su grito hizo que su hijo volviera, pero yo me oculté en la arboleda, aunque me vi obligado á regresar para recoger mi gabán que había dejado caer en mi fuga. Esta es, señores, la verdadera historia de lo que ha ocurrido.» —No me corresponde á mí juzgar á usted,dijo Holmes, al firmar el anciano su declaración; y, hago votos porque nunca nos veamos expuestos á semejante tentación.

—Que nunca suceda tal cosa, señor. Y ¿qué piensa usted hacer?

—Por el estado de la salud de usted, nada.

Usted sabe que pronto tendrá que responder de lo que ha hecho ante un tribunal más alto que la corte de Assises. Guardaré esta confesión, y si la corte condena á Mc. Carthy, tendré que usarla. Si no, jamás la verá ser viviente, y el secreto de usted, viva usted ó esté muerto, estará en plena seguridad en nuestro poder.

—Adiós, entonces!—dijo el anciano, solemnemente. Cuando llegue á ustedes la última hora, el lecho de muerte les será más llevadero el recordar la paz que me han proporcionado ahora que estoy yo en el mío.

Y salió lentamente del cuarto, su gigantesco cuerpo vacilante y tembloroso.

P ¡Dios nos asista! —dijo Holmes, después de un largo silencio.—¿Por qué tiende la suerte tan tremendos lazos á los pobres é impotentes gusanos? Nunca que sé algo de esta naturaleza, dejo de pensar en las palabras de Baxter y decir: «Allí, si no fuera por la gracia de Dios, estaría Sherlock Holmes.» Santiago Me. Carthy fué absuelto en la corte de Assises, gracias á un número de objeciones que habían sido formuladas por Holmes y presentadas por el abogado defensor. El viejo Turner vivió hasta siete meses después de su entrevista con nosotros. Ahora está muerto, y todo indica que el hijo del uno y la hija del otro se unirán para vivir felices, ignorantes de la nube negra que se cierne sobre su pasado.